31

Detuvo el coche en una gasolinera hacia la mitad del camino y mientras le llenaban el depósito y limpiaban los cristales entró en una cabina de teléfono, pero al principio no marcó ningún número, se quedó con el auricular descolgado en la mano derecha, oyendo débilmente la señal y leyendo las palabras que aparecían y parpadeaban en la pequeña pantalla de cristal líquido, Deposite monedas. Buscó en los bolsillos y logró reunir unas cuantas, pero aún no estaba seguro de si debía llamar, y desde luego no sabía qué iba a decir si se atrevía a hacerlo.

Al salir del coche se había puesto las gafas de sol. La luz de la mañana de mayo le había herido los ojos cansados por el insomnio, le aturdía como una sonoridad muy aguda después de una noche de resaca. Haría calor en cuanto avanzara la mañana, se levantaría una niebla tenue de la tierra profundamente empapada de agua a lo largo de tantos meses y resplandecería violentamente al sol el verde fragante y limpio de los sembrados, el amarillo cegador de los jaramagos que crecían con una pujanza inusitada de vegetación selvática entre las filas de olivos y en las cunetas de la carretera.

Tras los cristales de las gafas la claridad atenuada del día era mucho más tolerable. El inspector tenía la pesadumbre de la resaca sin haber bebido, el mareo, el desánimo, la reprobación de sí mismo, la vergüenza de la noche, de su comportamiento. Susana le había contado que algunos indios del oeste de Canadá, cuando viajaban demasiado deprisa guiando a una expedición de europeos, se paraban a descansar uno o dos días enteros, para asegurarse de que los alcanzaran sus almas, mucho más lentas que sus cuerpos. Se le ocurrió tristemente que justo esa mañana, en el coche, su alma lo había alcanzado a él, su alma antigua, la que creyó ilusoriamente haber dejado atrás cuando dejó el alcohol y vino del norte, cuando encontró a Susana Grey. Había tardado unos meses en dar con él, pero allí estaba el alma antigua de nuevo, sucia de resacas viejas, como de un sarro o de un óxido de los que no podía desprenderse, envenenada de secretos arrepentimientos y rencores y deseos corrompidos, de doblez, de impotencia y de culpa. Pulsó uno por uno los números del teléfono de Susana (se los sabía de memoria, pero era dudoso que volviera a usarlos) y apenas había terminado de hacerlo colgó con precipitación, y enseguida volvió a descolgar, por miedo a haber averiado el aparato. Pero ahora los blindaban, los hacían tan fuertes para que resistieran la agresividad de los vándalos.

El empleado de la gasolinera le indicó por gestos que ya había terminado con el coche. En menos de media hora podría llegar al sanatorio, pero todavía era demasiado temprano, y en cualquier caso tenía algo más urgente que hacer, otra cita. Pero no sabía por qué iba a acudir a ella, se dejaba llevar o atraer tan despegadamente como por la obligación de encontrarse a la una en punto en el pequeño jardín con la estatua de yeso de la Inmaculada, o la de volver a la mañana siguiente a la oficina. Ahora el teléfono que marcó fue el del sanatorio. También ése era probable que no volviera a usarlo. Habló con una monja, le confirmó innecesariamente la hora a la que llegaría, le preguntó por su mujer, que ya tenía recogida su habitación y preparado el equipaje, dijo la voz, asistencial y eclesiástica, en estos momentos no podía ponerle con ella porque se encontraba oyendo misa.

Haber llamado por teléfono le daba un fugaz respiro de alivio, le permitía imaginarse que hacía cosas, que completaba actos necesarios y nítidos. Nada más arrancar el coche puso en el radiocassette una de las cintas que le había grabado Susana Grey. Ahora lo hacía siempre de manera automática, y como no tenía más música que la escogida por ella, todas las canciones y los fragmentos que escuchaba restablecían instantáneamente su presencia, las palabras que había dicho mientras sonaban esas músicas y los recuerdos convocados por ellas. Por azar había puesto una de las cintas que a Susana le gustaban más y la dejaban más triste, el adagio de Barber. Qué raro, pensó, que ya me sepa hasta nombres de compositores. Condujo unos minutos escuchando la música, pero la interrumpió muy pronto, avergonzado de la efusión sentimental que le provocaba, y también de la evidencia de su propia deslealtad, que lo convertía ahora mismo, en la soledad del coche, mirando su cara con gafas oscuras en el espejo de la izquierda, en una especie de actor. Pensaba que ya no tenía derecho a conmoverse con lo que gracias a Susana le había sido ofrecido, lo que en realidad no era suyo ni podía serlo ni le correspondía, y le sería retirado por tanto al alejarse de ella. Quizás le había sido retirado ya, y ahora usurpaba emociones que no le pertenecían.

Cuando subiera al coche, su mujer le preguntaría extrañada por todas esas cintas, si es que se fijaba, si era verdad que había salido de la atenuada catalepsia de los últimos meses. No sabía que te gustara tanto la música, diría, tal vez ya sospechando, a punto de fijarse también en algunas variaciones sutiles y a la vez cautelosas en el vestuario, en la corbata, incluso en la simple manera de mirar. «Tú no te das cuenta, pero ya no miras como antes», le había dicho Susana, mirándose los dos en el espejo del lavabo, en casa de ella, los dos desnudos, despeinados, con un brillo idéntico de satisfacción y abandono en los ojos.

Pero todo eso era ya el pasado. Vivía ahora en la primera mañana de otro tiempo, en las vísperas de un porvenir muy parecido a su vida anterior. Antes de salir no sólo había revisado el coche en busca de algún paquete pegado con cinta adhesiva debajo del asiento delantero, o de algún cable o conexión de aspecto irregular en el motor. Había buscado en la guantera, en el suelo, en el portaequipajes, alguna cosa que perteneciera a Susana. «Como eres policía esas comprobaciones las harás mejor que otros adúlteros», le había dicho ella, con una capacidad de amargura y sarcasmo que al inspector le sorprendió y le hirió, porque no estaba acostumbrado a notarla agresiva. Tú fuiste quien se acercó a mí, pensó decirle, pero lo pensó mucho más tarde, y en realidad no lo habría dicho, porque hasta el pensamiento lo avergonzaba por su mezquindad. Limpió el cenicero del coche, donde había un par de colillas, esparció vilmente una cantidad excesiva de ambientador, queriendo borrar cualquier rastro de la colonia de Susana, que él de pronto olía muy fuerte en todas partes, en la tapicería, en su misma ropa, en el aire. Se registró los bolsillos y la cartera: había recibos de tarjeta de crédito con fechas y lugares exactos, la hora de una cena, el día del primer encuentro en La Isla de Cuba. Con pesadumbre los fue rompiendo uno por uno en trozos muy pequeños, con el desasosiego de estar abjurando de algo.

Él no le había hablado casi nunca de su mujer, y Susana, por un exceso de delicadeza o de pudor, dejó poco a poco de preguntarle. Fingían, cuando se encontraban, que no existía nada fuera de ellos, que podían separar las horas y los lugares donde estaban juntos de la secuencia del tiempo normal de cada uno: como la primera noche, en aquella habitación junto al río, en La Isla de Cuba, protegidos de la vida y del tiempo diarios, cancelándolos, de la misma manera tajante en que se cortan con unas tijeras los fotogramas inútiles de una película, dijo Susana, haciendo ese gesto con el dedo índice y el corazón, la última noche, tan sólo unas horas atrás, delante de la cena que casi ninguno de los dos probó, ya ensombrecidos por la proximidad del adiós, instalados de antemano en él, incapaces de disfrutar el tiempo tan breve que aún les quedaba. «Pero la vida no es una película —dijo Susana, y bebió un sorbo de vino en una de sus copas preferidas, las que ponía en la mesa cuando él iba a cenar—, con lo mayor que soy y no se me mete en la cabeza».

Él no decía nada: miraba su plato, bebía un poco de vino, se limpiaba los labios con un exceso de buena educación. Había pasado su vida adulta callando y postergando las cosas, cubriendo de silencio o dejando para más tarde íntimas decisiones y deseos. No le costaba nada no hablarle a Susana de sus visitas de cada domingo a la residencia, y para no actuar ni decidir se concedía a sí mismo treguas y plazos sucesivos: un mes más, unas semanas, y de pronto, al final, unas horas, las de una sola noche, después de haberse callado durante varios días la noticia de la fecha exacta del alta. El alma vieja de nuevo, ingresando en su cuerpo, recobrando antiguas dilaciones, embustes, miserables astucias. Mañana se lo diré, pensaba, se prometía, se juraba, exasperado consigo mismo, con su incapacidad de hablar, esta tarde, cuando vuelva a verla, dentro de un rato, mañana otra vez. Se despedía de Susana y la indignidad de su comportamiento lo alejaba de antemano de ella, le hacía vivir prematuramente en el tiempo futuro en el que se habrían roto las costumbres recién adquiridas y sólo parcialmente clandestinas de su intimidad. Había camisas y corbatas suyas en el armario de Susana, su brocha y su jabón de afeitar estaban sobre una repisa de cristal en el baño, entre un muestrario de cosméticos cuya variedad no hubiera sospechado él nunca, y que Susana le enumeraba con guasa de sí misma, exfoliantes, hidratantes de día y de noche, crema reparadora, anticelulítica, afirmante, en el filo de la ortopedia, decía ella, a un paso de la brujería. Hoy se había ido sin recoger nada, se había duchado más temprano que otros días y ella lo había acompañado a la puerta, envuelta en su bata de seda con grandes flores amarillas y rojas, descalza, con el pelo revuelto y los labios ya pintados, pero al decirle adiós no había hecho ademán de besarlo, como otras veces, y él no se atrevió a inclinarse hacia ella, le dijo hasta luego, en el tono neutro de sus primeras despedidas, y fue hacia el ascensor y entró en él sin volverse. Casi no habían dormido ninguno de los dos. Como en una repetición sórdida de la vida antigua, hacia las seis de la mañana, cuando ya clareaba, había fingido que dormía, para evitar más preguntas, para eludir posibles reproches que Susana Grey no le hizo.

Se avergonzaba de no haberle dicho el poco tiempo que faltaba para que le diesen el alta a su mujer, pero la vergüenza era mayor cada día y hasta cada hora que pasaba, y le hacía aún más difícil hablar. Pudo, estuvo a punto de hacerlo cuando ella le dijo que acababan de concederle el traslado a un pueblo muy cercano a Madrid. Le hablaba muy seria, con perfecta franqueza, con una naturalidad que era el reverso exacto de las cobardías y las dilaciones ocultas de él.

—Tú sabes que llevo muchos años queriendo irme de aquí, pero si me pides que me quede, aunque no me prometas nada, si me pides una sola vez que me quede, mañana mismo renuncio al traslado. Fíjate si te quiero que por ti estoy dispuesta a seguir viviendo en esta ciudad, aunque sea para verte de vez en cuando, para que vengas aquí un par de horas antes de volver a tu casa o me lleves contigo un fin de semana a un viaje de trabajo y me dejes escondida en la habitación del hotel, como a una de esas queridas que tenían antes los hombres. Esto no debería decírtelo tan claro, ya sé que sería mucho más misteriosa si me pusiera más inalcanzable o si me callara aunque fuese una parte de lo que te callas tú, pero no me da la gana, ya te lo dije aquella vez, no tengo tiempo, no sirvo.

De repente era el tiempo el que se les acababa, provocándole a él (no a ella, que lo venía previendo todo con una lucidez sin fatalismo, pero también sin ninguna esperanza) el mismo estupor que si descubriera que se le acababa el aire, que una enfermedad lo iba a matar en una fecha próxima. Todo formaba parte de la despedida, del inaceptable final. Estaba en la oficina, a las seis, y la luz que entraba por el balcón abierto, la tibia textura de polen del aire de la tarde, le provocaban un sentimiento insoportable de afrenta: añoró el frío y la lluvia del lejano invierno, la noche prematura y los portales cerrados, el privilegio secreto de llegar extenuado y aterido a casa de Susana, después de la medianoche, y dejarse acariciar y desnudar por ella, por sus manos cálidas y eficaces, que le desataban los cordones de los zapatos, se los quitaban luego dejándolos caer pesadamente al suelo del dormitorio, que le masajeaban vigorosamente los pies casi helados por la espera en aquel terraplén y los apretaban contra su pecho para calentarlos más.

Lo que hiciera esta tarde, esta noche, probablemente lo estaría haciendo por última vez. Por la mañana había tenido una conversación innecesariamente larga con el director de la residencia, o más bien lo había escuchado durante mucho tiempo en el teléfono. Gracias a Dios, su mujer se encontraba, si no completamente restablecida, sí en condiciones de completar su curación en el domicilio familiar. Desde mañana, Dios mediante, a él, su marido, le correspondía continuar la tarea de las enfermeras y los médicos, los profesionales, decía. Vida tranquila, alimentación equilibrada, medicación suave, paseos, ejercicio físico moderado, nada de sobresaltos. Sin duda él podía hacerse cargo de que su mujer era una convaleciente. Qué vas a hacer cuando ella salga, le había preguntado el padre Orduña, con menos reprobación que lástima en su voz, lástima sobre todo hacia la mujer enferma y encerrada, sonámbula de pastillas, pero también hacia Susana Grey y hacia él: en qué laberintos se extraviaban los sentimientos de los hombres y de las mujeres, en virtud de qué ley se convertían alternativamente en ángeles y ejecutores, en verdugos y víctimas los unos de los otros, monótonamente, sin aprendizaje ni descanso, sin que les sirviera de nada la experiencia del dolor ni los desalentara nunca por completo la repetición del fracaso.

Limpiaba la mesa, hurañamente de espaldas al balcón y a la tarde de mayo, guardaba papeles en los archivadores y en los cajones antes de salir. En la pared todavía estaba la foto en color de Fátima, ya remota en el tiempo, tan sólo siete meses después de su muerte, anacrónica en su lejanía de niña perenne. Sobre la mesa tenía ahora otra foto tomada hacía unos cuantos domingos por la madre de Paula, en la plaza, delante del jardín que rodeaba el pedestal de la estatua: la niña sonriendo entre él y su padre, abrazada a los dos. En comparación con ellos, con el padre tan joven y la hija de doce años, él se veía inesperadamente mayor, pensaba con aprensión que quien no lo conociera podía imaginar que era el abuelo de la niña.

Pero ya apenas se acordaba de lo que le había importado tanto, de la obsesión de la búsqueda, del acecho nocturno en el terraplén, la detención, los interrogatorios, los flashes de los fotógrafos, la multitud congregándose una mañana de aguanieve en los alrededores de la comisaría, pidiendo a gritos justicia, inmediata venganza. Después de la excitación de las primeras horas, del orgullo que ni siquiera delante de Susana se había atrevido a mostrar, lo que sintió enseguida fue abatimiento y vacío, y un deseo muy poderoso de que todo acabara, una vez obtenida la declaración y confirmadas las pruebas acusatorias, de que el juez decretase la prisión incondicional y desapareciera de la plaza la segunda invasión de las cámaras y los periodistas.

Porque se sentía tan lejos ya de aquellas cosas lo sorprendió más aún la llamada de teléfono que recibió esa tarde cuando estaba a punto de irse, la tarde del último día en que le estaba permitido mantener una ficción de vida en común con Susana Grey. El tono de la voz en el auricular le hizo acordarse del director del sanatorio, incluso por un momento había creído que era él. Pero quien lo llamaba era el director de la prisión provincial, para transmitirle, dijo, el ruego de un interno a quien él conocía muy bien, seguro que no hacía falta que le dijera su nombre. Hablaba con un matiz de receloso halago, tal vez de envidia profesional. Desde que logró detener al asesino de Fátima el inspector había notado en algunas personas una admiración a la vez desconfiada y algo abyecta que le incomodaba mucho, y que además le era ajena.

—Quiere verlo a usted cuanto antes, mañana mismo, si es posible. Dice que es un asunto de mucha importancia, de vida o muerte.

—¿Lo sabe su abogado?

—Ahora no tiene abogado. El que tenía lo abandonó la semana pasada. Nadie quiere defenderlo. Habrá que hacer un sorteo entre la junta directiva del colegio de abogados, me imagino. Nadie quiere hundirse con él.

Tuvo una sensación de desagrado muy fuerte al ver desde la carretera el edificio de la cárcel, construida no hacía mucho tiempo, los muros blancos y lisos, en medio de una llanura estéril, ni de suburbio ni de pleno campo, con una sugestión de hermetismo y asepsia. Podía no haber venido, aún estaba a tiempo de volverse. Él no tenía nada que hablar con ese hombre. Al obtener la declaración y reunir las pruebas terminó su trabajo, y justo entonces le había sobrevenido aquel sentimiento de desolación y vacío, de futilidad, sobre todo: mientras buscaba al asesino había agigantado sin darse cuenta la relevancia de su tarea, y ahora, recién concluida, la contrastaba involuntariamente con toda la extensión de la crueldad y del mal, con el dolor sin alivio de los padres de Fátima y el espanto que había visto en los ojos de Paula. No había compensación posible, no existía un modo de reparar el ultraje, de hacer verdadera justicia, de borrar siquiera una parte del sufrimiento provocado. Sentir orgullo, envanecerse del éxito, le hubiera parecido no sólo una obscenidad, sino también una falta de respeto hacia las víctimas.

«Pero las víctimas no le importan a nadie», pensaba: merecía mucha más atención su verdugo, rodeado enseguida de asiduos psicólogos, de psiquiatras, de confesores, de asistentes sociales, perseguido hasta el interior de la cárcel por emisarios de periódicos y de cadenas de televisión que le ofrecían dinero por contar su vida y sus crímenes, por ceder los derechos para una película o para una serie. Al menos no le rinden homenajes públicos, como hacen en el norte, le dijo con asco y desánimo a Susana Grey, al menos no pondrán su nombre a una calle, no sacarán su retrato de una iglesia y lo pasearán en alto como si fuera un estandarte religioso.

Pero había ido a verlo, había sido convocado por él y acudía a su cita, cruzaba los controles de seguridad de una cárcel recién concluida y dotada de un aire de asepsia tecnológica como el de un hospital, pero en la que ya se imponían, con más fuerza que las pantallas de vigilancia electrónica, las paredes blancas, la luminosidad inusitada de los corredores, el olor viejo y perenne de todas las cárceles, el cóncavo ruido inmemorial de los pasos y las voces, los cerrojos, las puertas metálicas. Entró en un locutorio blanco, sin ventanas, cerrado y cúbico como la celda de un manicomio, con una luz que reverberaba con intensidad idéntica en todas las paredes y en el suelo y no formaba sombras. Había una mesa en el centro, también blanca, como de oficina moderna, y una sola silla, del lado donde estaba el inspector. Justo enfrente de él había otra puerta, y sobre ella una pequeña cámara de vídeo.

El funcionario de uniforme que lo había acompañado salió cerrando suavemente la puerta que estaba a su espalda. Encima de ella había otra cámara. Esperó más de un minuto, sentado en la única silla, incómodo, imaginando las pantallas donde lo estarían viendo ahora mismo, descubriéndole gestos instintivos que él desconocía, las cosas que uno hace cuando se queda solo. La puerta situada frente a él se abrió, y el hombre que el inspector vio en el umbral no era el asesino de Fátima.

Durante un segundo supuso que alguien había cometido un error, pero venció a tiempo el gesto instintivo de ponerse en pie. Reconoció los ojos, aunque ya no estuvieran inyectados en sangre por muchas noches de insomnio ni hundidos y como emboscados bajo la sombra de las cejas. Ahora miraba abiertamente, con una disposición de afabilidad y deferencia confirmada por las otras cosas que al principio lo habían vuelto irreconocible, no sólo el traje oscuro y la corbata, la pequeña insignia religiosa en el ojal, el pelo muy corto, la cara redonda perfectamente afeitada, sonrosada incluso bajo la luz fluorescente. Se volvió para dar las gracias con un murmullo al funcionario que lo había acompañado, inclinando la cabeza, las manos juntas sobre el vientre, cruzadas, sosteniendo algo, un libro de tapas negras con letras doradas, una Biblia. El gesto peculiar de las manos sin duda se debía a que estaba esposado, pero justo las esposas eran el rasgo más incongruente de su presencia. Tenía en la actitud de los hombros, en la manera de ladear ligeramente la cabeza, de mantener los pies juntos, una mansedumbre de apostolado seglar, una beatitud de recién comulgado. Ni siquiera sus manos eran las mismas, a pesar de las esposas: eran mucho más blancas, más afiladas que antes, y las uñas estaban limpias y rosadas, aunque mordidas, observó el inspector, se las mordía y en cuanto se daba cuenta debía de reprenderse a sí mismo y bajaba las manos, las escondía detrás de las tapas de la Biblia.

Permanecía quieto al otro lado de la mesa, aceptando mansamente la humillación de estar de pie. De vez en cuando alzaba de manera casi imperceptible la cabeza y miraba un instante la cámara de vídeo, tal vez preguntándose si funcionaba de verdad. Por gestos así, más rápidos y fugaces que un parpadeo, el inspector lo identificaba, se mantenía en guardia. Hasta la voz había cambiado: era tan suave como antes, pero mucho menos oscura, como si la hubieran sometido también a una especie de limpieza sanitaria, igual que las manos y los filos de las uñas.

«Pensaba que no iba usted a venir —dijo, sin apartar de él los ojos, parpadeando apenas—, rezaba para que viniera, quería contarle a usted la verdad antes que a nadie, al fin y al cabo a usted le debo el primer paso de mi salvación. Creía usted estar siendo el instrumento de la justicia de los hombres y no se daba cuenta de que lo guiaba la mano de Dios. No me creía, y llevaba toda la razón, yo no estaba diciéndole la verdad. Le dije que yo había sido el que mató a aquella niña, y que a la otra la dejé por muerta, usted me preguntaba por qué lo hice y yo le dije que por culpa de la luna, me acuerdo muy bien, y usted no dijo nada pero yo le vi en la cara que no se creía ni una palabra y me dijo, por qué con niñas, por qué no te atrevías con mujeres, y yo no le contestaba, no lo sabía, luego me lo dijo también el psicólogo y yo le dije que porque las mujeres se reían de mí porque decían que la tenía muy chica. Eso sí que les gustó, a ellos, no a usted, a usted me dio vergüenza decírselo, me pedían que volviera a contarles lo de cuando estaba en las duchas del cuartel y el agua salía helada y se me encogió la picha, y yo se lo contaba, y lo de las dos putas que se burlaron de mí, a la primera le saqué la navaja y se asustó tanto la tía que no volvieron a verle el pelo, a la más joven, y la otra se asustó mucho también, aunque lo disimulaba más, porque era más vieja y más resabiada. Se me quedaban mirando tan serios, con sus batas y sus cuadernos, y me decían que lo contara otra vez, no sé cuántas veces, y que si de chico se burlaban de mí o me pegaban en la escuela y si le tenía mucho miedo a mi padre y estaba muy unido a mi madre. Yo les decía que sí a todo, y se lo creían, no eran como usted, a usted ni se me habría ocurrido contarle nada de eso, pero también quería engañarlo, porque el primero que estaba engañado era yo, aquí lo dice en el Libro, extraviado en las tinieblas, me dijo que por qué había matado a Fátima y yo le dije que no había querido matarla ni hacerle daño, que sólo quería que no gritara, y lo mismo con la otra, nada más que taparle la boca, y era todo mentira, usted bien que lo sabía, porque lo había guiado la mano de Dios, usted sabía cuánta maldad había en el fondo de mi alma, me lo dice el compañero del Culto, el que me enseñó a leer en el Libro, tu alma era un pozo de inmundicia, eso me dice, y lleva razón, pero ya no voy a seguir diciendo mentiras, ahora quiero decirle a usted la verdad».

Tomó aire, tragó saliva, durante una fracción de segundo miró al inspector sin mansedumbre, bajó los ojos, apretó la Biblia entre las dos manos, haciendo sonar la cadena de las esposas, se pasó la lengua por los labios, tal vez estaba echando de menos un cigarrillo.

«Vino aquel abogado, me dijo que los psiquiatras dirían que estaba loco, que tenía trastorno mental y que me declararían no imputable, como ellos dicen, pero resultó que sí, certificaron que sí era imputable, y yo le pregunté al abogado qué era eso, y me dijo, pues que eres responsable de tus actos, pero a mí todo eso me da igual, a mí la justicia que me importa es la de Dios, no la de los hombres, el abogado dijo que aunque me declararan imputable no me pasaría más de diez años encerrado, pero por mí como si me quieren tener aquí hasta que me muera, mi espíritu es libre, por muchas paredes y rejas que me pongan, como dice el compañero del Culto, que lo más bonito es la libertad verdadera del espíritu, a ésa no pueden ponerle rejas las leyes de los hombres. Yo sé que Dios quería que me trajeran aquí, que me prendiera usted como prendieron de noche a su Hijo en el Huerto de los Olivos, para salvarme del que me poseía, eso es lo que quería decirle, por eso pedí que lo llamaran. Yo no fui el que mató a aquella niña».

El inspector quería irse. Miró de soslayo en dirección a su reloj y el otro se dio cuenta de su gesto. Debería levantarse ahora mismo, darle la espalda a esa mirada fija y resabiada y a esa voz monótona y procurar olvidarse de las dos para siempre. Pero no hacía nada, sólo escuchar, sentado, tamborileando ligeramente con los dedos de la mano derecha sobre la superficie plástica y blanca de la mesa en la que no se proyectaban sombras, enervado por la voz, por los ojos, por la oscilación contenida del cuerpo, que le hizo acordarse de cuando de niño subía a la tarima del encerado a contestarle de memoria al padre Orduña alguna pregunta del catecismo, y para repetirla con más exactitud cerraba los ojos y oscilaba apoyándose en un pie y luego en el otro.

«Yo no fui. Fueron mis manos, fue mi cuerpo, pero yo no. Fue el demonio. El Enemigo. Él se había apoderado de mí. Léalo en el Libro. Aquí viene explicado todo. Yo soy inocente. La piedra no tiene la culpa del daño que hace, sino la mano que la arroja. El filo de la espada no mata, sino el malvado que la levanta contra los hijos de Dios. No me cree ahora tampoco, hombre de poca fe, me gustaría que conociera a los compañeros del Culto, ellos se saben el Libro de memoria, se lo podrán explicar mucho mejor que yo. Antes se me olvidaban las cosas, o yo quería olvidarme y no lo conseguía, me quedaba despierto toda la noche, pensando. Ahora me puedo acordar de todo lo que hicieron mis manos y no tengo que sufrir, me las puedo mirar sin que me dé vergüenza, aunque las tenga atadas por la justicia de los hombres, como estaban atadas las manos de nuestro señor Jesucristo».

—¿Eso es lo que te dijo ese abogado que contaras en el juicio? —El inspector intentó no mostrar toda su ira, no levantar demasiado la voz—. ¿Esa basura del diablo?

El otro observaba en calma, esperaba, de pie, la cabeza un poco ladeada, los hombros encogidos, blanqueados de caspa. Una vez más la mirada se alzó rápidamente hacia la cámara de vídeo. Sigue actuando, pensó el inspector, actúa no sólo para mí, sino para los que vigilan en la sala de pantallas, para quienes oigan luego su voz y vuelvan a mirar su cara en la cinta de vídeo.

«Pero ya he vencido al Enemigo, eso quería decirle, usted me entenderá, aunque ahora piense que no me cree. Ahora puedo acordarme de todo lo que hice, de lo que hicieron mis manos, y eso ya no me turba, ya no me paso las noches sin dormir, como antes, cuando el demonio me tenía despierto, en aquel calabozo, cuando yo oía de lejos los gritos de la gente que quería matarme. Yo también quería que me mataran. Pero ahora leo el Libro, digo las oraciones y cierro los ojos y me duermo, el Ángel del Señor me trae la misericordia del sueño porque mi espíritu está en paz. ¿Sabe cuánto tiempo de condena me pide el fiscal? Casi quinientos años, pero da igual que fueran mil, no me importa no tener ningún abogado, no tengo que responder ante las leyes de los hombres sino ante la ley de Dios, y él sabe que me puso a prueba y que soy inocente, alabado sea el Señor, sea por siempre bendito y alabado».

El inspector se puso en pie y el otro se echó hacia atrás con un gesto automático de miedo que sin embargo no enturbió la calma de sus ojos, grandes y muertos, con la intensidad vacía o del todo insondable de los ojos de los mosaicos bizantinos o los de esos retratos funerarios egipcios de la época romana que Susana Grey le había mostrado en un libro, comparándolos con los de la fotografía que publicaba el periódico al día siguiente de la detención.

—¿Cuántos años tienes ahora mismo? —Miraba tan fijo las pupilas del otro como él había mirado las suyas desde que entró en el locutorio.

—Veintitrés. ¿Y usted?

—No es asunto tuyo.

—¿No se da cuenta? Usted podría ser mi padre.

—Cumplirás diez, como máximo. —El inspector ahora había alzado la voz, más áspera de lo habitual, casi temblándole, con una furia inútil que no sabía contener—. Con poco más de treinta estarás otra vez en la calle y harás lo mismo que has hecho esta vez, y si vuelven a atraparte estarás otros pocos años y serás todavía un hombre fuerte y dañino cuando te suelten de nuevo, si no quiere tu Dios que te hayas muerto antes.

Hizo la señal acordada en dirección a la cámara que estaba frente a él. No quería ver nunca más esos ojos. Cuando tuviera que testificar en el juicio, dos o tres años más tarde, al cabo de un procedimiento de exasperantes lentitudes, procuraría no mirarlos, intentaría no pensar que estaban mirándolo a él. Oyó abrirse la puerta que estaba a sus espaldas con un sigilo tecnológico de prisión moderna y el mismo funcionario que lo había acompañado se detuvo en el umbral, con los brazos cruzados y una expresión neutra en los ojos, debajo de la visera galonada, como si sólo estuviese mirando la pared blanca frente a él, la puerta que un instante después se abrió al otro lado. El preso, al oírla, le sonrió al inspector y dejó la Biblia encima de la mesa.

—Quédesela —dijo—. La he traído para regalársela. Ojalá le haga a usted tanto bien como me ha hecho a mí.

Salió sin que nadie entrara a buscarlo y la puerta se cerró en silencio tras él, tan ajustada en el marco, en la reverberación de la luz fluorescente, que parecía que no hubiera quedado ni un rastro de fisura en la pared blanca y lisa.