30

Nada más despertar ya se dio cuenta de que la mañana no iba a ser igual que todas. Fue como despertarse al principio de las vacaciones de Navidad, sabiendo que hace frío afuera y que no habrá que abandonar el cobijo de la cama, y que faltan aún tantos días para el regreso a la escuela que no es preciso ni contarlos, igual que no se cuentan las monedas cuando las manos están llenas de ellas. Despertarse temprano, a la hora escolar, pero no levantarse, y disfrutar así mucho más que durante el sueño, oyendo cerca el rumor de la casa, la radio en la cocina, la conversación de los padres, oliendo enseguida a café y pan tostado. Ahora dormía en la cama de ellos, porque aún no soportaba quedarse sola y a oscuras en su dormitorio, y su padre y su madre se turnaban para dormir con ella, en cuanto empezaba a agitarse en sueños la abrazaban y le decían cosas al oído, encendían la luz, la sacudían para despertarla, pero estaba tan dormida y tan cercada por la pesadilla que muchas veces no lograban rescatarla de ella, y la veían ponerse rígida, jadear cada vez más fuerte, encogerse contra la almohada como para protegerse de un golpe, abrir desmesuradamente los ojos que sin embargo no veían la luz de la habitación ni la cara del padre o de la madre, sino una claridad lunar de bosque de terror repetida cada noche, una cara que descendía hacia ella y unas manos y unas rodillas que la aplastaban invisibles y de las que intentaba inútilmente desprenderse, hasta que una sacudida muy fuerte o uno de sus propios gritos la despertaban. Otras veces, sin despertar del todo, se iba calmando, se le cerraban los ojos y recobraba el abandono de los brazos y las piernas, la respiración se le volvía otra vez acompasada y suave, una respiración saludable y profunda del sueño infantil: la pesadilla se había extinguido, o ella misma había logrado deslizarse fuera de ella, hacia otro sueño más apacible, como si hubiera pasado buceando de aguas turbias y oscuras a otras más cálidas. El padre o la madre apagaban la luz, y tal vez ya no podían dormirse otra vez. Por la mañana Paula despertaba sin malos recuerdos, y le gustaba encontrarse en la cama tan espaciosa, con su olor y su temperatura de cuerpo de adulto, con ese misterio que tienen siempre las habitaciones y las cosas que pertenecen a la intimidad estricta de los padres.

A diferencia de todos los demás días laborables, hoy su padre estaba en casa cuando ella despertó, haciendo cosas en la cocina, escuchando la radio, y era la presencia de él y el sonido de las voces de los locutores lo que le había dado a Paula una sensación tan definida de principio de las vacaciones: cada año, el día del sorteo de la lotería de Navidad, su padre y su madre escuchaban la transmisión en la radio, y siempre hacían la misma broma que sólo a ella le parecía factible: «Si oímos que ha salido nuestro número ya no iremos hoy a trabajar».

Casi más que el del día de Reyes le gustaba a Paula ese despertar: oír tan cerca las voces de sus padres, que le llegaban de la cocina tan claras y tan cálidas como el olor de las tostadas y el café. Muy perezosa, escuchando la lluvia contra las persianas echadas del dormitorio, se dio la vuelta debajo del edredón para mirar la hora en el reloj de la mesa de noche, y vio con alarma que eran más de las nueve, tal vez a sus padres se les había olvidado llamarla y llegaría tarde a la escuela, porque desde luego no estaban en la mañana del sorteo y faltaban más de dos semanas para las vacaciones, lo había recordado con un poco de decepción al despertarse del todo. Llamó a su madre, y la radio de la cocina se apagó, y los dos se asomaron al mismo tiempo al dormitorio, sin perder todavía la cara de alarma. No era una mañana como todas, desde luego, su padre llevaba corbata y una chaqueta oscura, y su madre no estaba en pijama y zapatillas, como solía estar cuando trabajaba en el hotel por las tardes y disfrutaba quedándose en pijama hasta las diez o las once.

Se acercaron los dos a la cama y ella pensó que tenían caras de acercarse a un enfermo. Su padre se sentó junto a ella, le pasó una mano por el pelo y le dijo que no había prisa, que hoy no tendría que ir a la escuela, pero que a las diez el inspector iba a venir a buscarlos. «Ya no vas a tener que sentir miedo nunca más», dijo su madre, sentada junto a su marido, a los pies de la cama, pasándole una mano por el hombro, en un gesto que a Paula le sorprendía y le gustaba mucho, porque había observado que suelen ser los hombres y no las mujeres las que pasan el brazo por el hombro de su pareja (su padre y su madre, a diferencia de casi todos los padres y madres que ella conocía, eran de la misma estatura). «Han detenido a ese hombre», dijo su padre, y ella preguntó enseguida, con seguridad anticipada, con orgullo, si lo había detenido el inspector. «Quién iba a ser si no —dijo su padre—, nos llamó hace un rato para decírnoslo. Ahora cuando venga te contará él mismo cómo lo hizo».

Pero aún no se atrevieron a decirle adónde la llevarían cuando llegara el inspector: lo adivinó ella misma, con una agudeza tal vez aprendida en las películas, pero no dijo nada, porque callando le costaba menos dominar el miedo. Sintió que le volvía, a la luz de la mañana y en el abrigo de su casa, tan cerca de sus padres, el terror de la oscuridad y la persecución, que bajaba otra vez por las escaleras hacia el portal con aquellos dedos hincándosele en la base de la nuca. Con un sobresalto violento escuchó el timbre del portero automático, y corrió a abrir ella misma, segura de que iba a escuchar la voz del inspector. Iría su padre con ella. En el ascensor le apretó muy fuerte la mano, y al empujar la puerta vio enseguida al inspector, que aguardaba en la acera, junto a un coche camuflado de la policía que a ella le daba cierta vanidad reconocer. Se irguió para abrazarlo, le dio dos besos en la cara muy fría, con olor masculino de loción de afeitar. El inspector le había traído algo, como cada vez que la visitaba: solían ser pequeñas cajas de bombones o libros, siempre envueltos en papel de regalo. Los libros los escogía para él Susana Grey. Subieron al coche, ella y su padre en el asiento de atrás, y cuando el inspector se volvió hacia ellos Paula advirtió la cara de cansancio que tenía. Estaba muy pálido y mal afeitado, y sus ojos, más hundidos de lo habitual, tenían dos pequeñas manchas rojas en los lagrimales: le daba casi pena de pronto, le parecía más flaco, más viejo.

—No tienes que preocuparte de nada —dijo el inspector—. Él no te verá.

—¿Lo voy a mirar por uno de esos cristales que son espejos por el otro lado?

El inspector asintió, sonriendo. Como no tenía hijos, hacía muy poco que estaba al tanto de la familiaridad de los niños, gracias a la televisión, con los procedimientos policiales. En el espejo retrovisor observaba los ojos inteligentes y serenos de Paula. Estaba un poco recostada en su padre, que le apretaba suavemente una mano en el regazo. Caliente y grande la de él, la de ella cada vez más fría, según el coche se aproximaba al centro de la ciudad, lleno de tráfico y de cláxones a esa hora de la mañana, de gente en las aceras. Pero ya no tenía que fijarse en cada una de las figuras que iba viendo para señalar cualquier detalle de alguien, un pantalón, un corte de pelo, unos zapatos, una manera de andar. Ahora sabía adónde iba y a quién iba a ver, y esa cara se le había olvidado por completo, sólo le quedaba un espacio en blanco que se hacía más angustioso a medida que las manos estaban más frías y no se contagiaban del calor de las manos de su padre y que el corazón empezaba a latirle más fuerte.

—Ya lo han oído en la radio —dijo el inspector, con indiferencia y fatiga, sin volverse hacia ellos, señalando los grupos de gente que se formaban en la plaza, cerca de la comisaría, las cámaras de televisión que ya empezaban a aparecer—. Ya se ha corrido la voz.

El coche se desvió por una calle lateral y se detuvo junto a una puerta pequeña donde dos hombres de paisano ya estaban esperando. Salieron rápidamente, los policías muy serios, mirando hacia el final del callejón, por si aparecía algún cámara o algún periodista. Paula tomó instintivamente la mano del inspector y la de su padre y fue conducida casi en volandas por un pasillo con poca luz, rodeada por los pasos y las corpulencias de los policías, sus manos heladas, su respiración veloz y desigual, las rodillas tan débiles como aquella noche, cuando aquel hombre la empujaba presionándole la nuca con los dedos y a ella le parecía que caminaba sin mover los pies, que se deslizaba flotando por escaleras y calles llenas de gente que se cruzaba con ella y no la veía y no habría escuchado su voz si hubiera sido capaz de gritar pidiendo socorro.

Entraron en un cuarto pequeño y la puerta se cerró tras ellos, dejándolos en una penumbra rara, como cuando se está viendo la televisión con las luces apagadas. Había una pared de cristal, o una ventana grande, y frente a ella había dos sillas. El inspector les dijo a Paula y a su padre que se sentaran. Ella tenía la impresión de que les iban a proyectar una película. En el cristal veía vagamente su cara y la de su padre, y tras ellos los otros policías, de pie, el inspector inclinándose hacia algo que debía de ser un micrófono.

Entonces la luz se apagó del todo, y cuando volvió a encenderse era otra clase de luz y ella no veía nada. Vio luego una habitación tras el cristal, una pared blanca, en la que reverberaba una claridad como la de la puerta de un frigorífico cuando se ha levantado uno y ha ido a la cocina casi en sueños a beber agua. La pared estaba dividida por cinco líneas verticales, con indicadores métricos, y sobre cada división había un número grande, pintado en negro, del uno al cinco. «Adelante», dijo el inspector en el micrófono, acercando mucho la boca. Su voz era más áspera que otras veces, más débil, y al oírle esa palabra, «adelante», Paula se estremeció. Su padre le apretó la mano, la retuvo, había hecho un ademán reflejo de marcharse.

Uno a uno, cinco hombres entraron en la habitación del otro lado del cristal y se situaron con las cabezas debajo de los números. «De frente», dijo el inspector, y antes de que se volvieran del todo, sin mirar siquiera las caras de los otros, Paula vio lo que su memoria no había querido recordar, lo que tan sólo había vislumbrado noche tras noche en las pesadillas, los ojos alargados y muy juntos, con una zona de sombra en torno a las cejas, la mirada fría, muerta, invariable, fija en ella, reconociéndola a través del cristal, adivinándola en el espejo, como si pudiera traspasarlo, ver más allá de lo que otras miradas podían ver, en la oscuridad, detrás de las paredes, dentro de ella, de Paula. El inspector estaba diciéndole algo pero ella apenas lo escuchaba, le preguntaba si reconocía a alguno de aquellos hombres, le pedía que lo señalara con el dedo, que dijera su número. Pero quería levantar la mano derecha y era imposible, quería hablar y la voz estaba detenida en la garganta, le faltaba el aire, se le movían los labios y no lograba formar con ellos una palabra, como cuando se intenta decir algo en sueños y es igual que si uno estuviera mudo. Sólo miraba, rígida en la silla, echada un poco hacia delante, sin notar ya la mano en la suya, ni la presencia de nadie más en la habitación a oscuras, viendo justo enfrente de ella, con aterradora exactitud y proximidad, los mismos pantalones vaqueros y los mocasines negros y la cazadora de ante, el cinturón ancho, con la hebilla metálica, la cara redonda, y sobre todo los ojos, los ojos que sólo la miraban a ella, que la descubrían sin esfuerzo, sin incertidumbre ni distracción, con una tranquilidad absoluta, con una expresión no de amenaza, sino casi de burla, como haciéndole saber que no valían de nada espejos ni trampas, que no importaba que él estuviera a un lado del muro y del cristal y ella al otro, separados por guardias de uniforme, por puertas blindadas y cerrojos, por armas de fuego. Tenía las manos juntas, aunque no iba esposado, y echaba la cabeza ligeramente hacia atrás: la estaba viendo, ni su padre ni el inspector ni los otros policías se daban cuenta pero ella sí, ella lo conocía y estaba segura, le estaba diciendo con los ojos lo que le decía algunas veces en sueños, que iba a volver para acabar con ella y que la próxima vez no la dejaría viva, hacía un gesto con la boca, movía los labios, le estaba hablando y nadie más que ella lo podía escuchar.

Ahora temblaba, su padre la estaba abrazando y temblaba más fuerte todavía, como aquella noche, se escuchaba el ruido seco y monótono de sus dientes, pero era preciso que dijera una palabra, que alzara la mano y adelantara el dedo índice. «El número cuatro», dijo, pero su voz sonaba tan rara que nadie había comprendido, tragó saliva, aunque tenía la boca seca, se pasó la lengua por los labios, los ojos la estaban mirando y la hipnotizaban para que se callara, pero ella no cerró los suyos ni se rindió, volvió a decir cada una de las tres palabras, más claras ahora, oyéndose a sí misma, levantó la mano derecha y extendió el brazo hasta que el dedo índice tocó el cristal. Entonces creyó que iba a seguir diciendo algo pero lo que salió de su garganta fue un sollozo o un grito, idéntico a los que algunas veces la despertaban en mitad de la noche: igual que se interrumpían las pesadillas, así se borraron los ojos y la habitación iluminada al otro lado del cristal, como por efecto del grito, y ahora lo que tenía delante era de nuevo el espejo en penumbra, su propia cara desconocida y lívida junto a la cara de su padre. «Ya se ha terminado —dijo el inspector, apoyándole en el hombro una mano que le transmitía un sentimiento muy poderoso de fortaleza y ternura—, te prometo que ya no tendrás que verlo nunca nunca más». Pero en el mismo momento de decirlo pensaba con todo el abatimiento de tantas horas sin dormir que no era nadie para hacer tal promesa, que nadie tenía la potestad de cumplirla.