29

«Quítele las esposas», dijo el inspector. El guardia obedeció y se quedó luego parado, detrás de la silla donde estaba el detenido, con las esposas en la mano y los brazos cruzados, como para vigilarlo muy de cerca, mirándolo de soslayo sin disimular el desprecio, la curiosidad, el odio. Pero el inspector le indicó con un gesto que se marchara, y el guardia, contrariado, saludó con un ademán sumario y salió cerrando casi bruscamente, aunque se quedó de pie al otro lado de la puerta, su ancha espalda como una sombra azul en el cristal escarchado. El inspector había ordenado que no dejaran entrar a nadie y no le pasaran ninguna llamada.

Quería calma y tiempo, no demasiado, quizás tan sólo unas horas, las que faltaban de esa noche, no para confirmar lo que ya sabía, ni para obtener una confesión, sino para entender algo, para intentarlo, al menos, antes de que empezara el tumulto de los periodistas y las cámaras de televisión y se pusieran en marcha los automatismos del procedimiento judicial. Ahora necesitaba más que nunca el sosiego, la lentitud, el secreto. Más allá del balcón de su despacho, en la plaza del general, en la ciudad entera, desolada y dormida al abrigo de la noche de invierno, nadie sabía aún nada, y él hubiera querido que el secreto no acabase con la luz del día, que no volviera a cercar la comisaría la muchedumbre agobiante de los que buscaban titulares o imágenes y los que gritaban con las bocas muy abiertas y agitaban los puños exigiendo justicia inmediata, venganza.

Tanto tiempo buscando y sólo disponía de unas horas, no más de dos o tres, calculaba, hasta que empezasen a sonar los teléfonos y a formarse grupos delante de la comisaría, en torno a la estatua y a la fuente donde el agua se helaba ahora todas las noches. Pero aún no decía nada, no recordaba ninguna de las preguntas que había querido hacer en todo ese tiempo, desde principios de octubre, desde que vio en el terraplén y luego en la mesa de autopsia la cara de Fátima, sus ojos abiertos, los cortos calcetines blancos al final de las piernas flacas, magulladas y rígidas. Tantos meses buscando una sola mirada y ahora la tenía frente a él, huidiza y vulgar, sin misterio, sin demasiada expresión, una mirada que podía ser de cualquiera, igual que la cara o las manos, que la cazadora de imitación ante, con manchas de barro en los codos y en los puños, todo barato y común, las cosas que le habían sacado de los bolsillos y que ahora estaban encima de la mesa, un mechero azul, Bic, de plástico, un paquete casi vacío de cigarrillos Fortuna, las llaves de un coche, las de una casa, con un llavero publicitario de un taller de lavado y engrase, una navaja, exactamente la que había descrito la niña, Paula, con las cachas negras y una cabeza metálica de toro en el cabo. Casi nada más, dos billetes sucios de mil pesetas, que olían muy fuerte a algo, a pescado, unas monedas, un pañuelo de papel con manchas oscuras, tal vez de sangre: las cosas encima de la mesa, vulgares pero también inusitadas, cerca del teléfono y de la lámpara, de la bandeja metálica de los documentos y el archivador de cartón donde estaban guardadas todas las fotografías y las diligencias de la investigación, meses de papeleo, de informes y oficios mecanografiados y fórmulas repetidas en un tedio de lenguaje administrativo. La primera hoja del expediente era una copia de la denuncia por la desaparición de Fátima. La última, un informe remitido por la Delegación provincial del Instituto de Meteorología, con las fechas y horas exactas de la aparición de la luna llena en los últimos meses.

El hombre joven sentado frente a él tenía la cabeza baja y se masajeaba las muñecas, tan anchas que las esposas le habían dejado en ellas señales de un rojo muy intenso. Las uñas, los dedos, el vello rizado en el dorso, el color de carne cruda, todo lo había visto y contado Paula, la cadena dorada en la muñeca, el reloj grande y ordinario. Sin haberlo visto nunca hasta entonces el inspector lo reconocía, pero se daba cuenta de que le faltaba la exaltación nerviosa que había imaginado tantas veces que lo dominaría cuando llegara ese momento, la sensación de victoria y de ira. Lo que notaba, en el fondo de sí mismo, era un principio de decepción, de cansancio, una impaciencia de terminar cuanto antes. Esa cara redonda, de cejas arqueadas y largas, barbilla escasa y ojos muy juntos, era la que había estado buscando cada día y casi cada hora de los últimos cuatro meses, la cara agigantada por la imaginación de un enemigo, de un monstruo, la última cara que había visto Fátima antes de morir de asfixia y de pánico, la que aparecía con puntualidad siniestra todas las noches en las pesadillas de Paula, aunque la mirada se le borraba siempre al despertar. «Yo le compraba el pescado todos los sábados», dijo luego Susana Grey, mirando las fotos con incredulidad y asombro, con un grado de asco para el que no servían las palabras, «me daba pena, porque me parecía demasiado tímido para ser un buen vendedor y nunca tenía mucha gente en el puesto, las parroquianas decían que al caer malo su padre había tenido que dejar el instituto para ponerse a trabajar».

«Busca sus ojos», había dicho el padre Orduña, en un tiempo ahora tan lejano, recién muerta Fátima, antes de Susana Grey: ahí estaban, enrojecidos, huidizos, serviles, fijos en el suelo o en el borde de la mesa, en las marcas rojas de las esposas. Podría haberlos visto mil veces y no habría sospechado de ellos. Cualquier mirada puede ser la de un inocente o la de un culpable, pensaba, acordándose de las miradas serenas y francas que había en cada una de las fotos del cartel de los terroristas más buscados. Definitivamente, la cara no era el espejo del alma. Qué estaba viendo ese hombre joven ahora mismo en la suya, en sus ojos grises que no dejaban de mirarlo, con idéntica curiosidad y decepción, aunque sin un rastro de la rabia agresiva con que lo habían mirado los otros policías cuando lo detuvieron, cuando se llevó la mano al bolsillo con un gesto equívoco y alguien lo derribó por detrás y le torció el brazo hasta casi quebrárselo, aplastándole a conciencia la cara contra el barro, insultándolo. Te vas a enterar, cabrón, vamos a hacerte lo mismo que tú les hiciste a las niñas.

Tranquilos, había dicho una voz áspera y baja, la primera que había escuchado cuando la linterna se encendió delante de su cara. Alguien le hizo levantar la cara del suelo sujetándolo enérgicamente por el cuello de la cazadora, y una linterna se le acercó tanto que cuando abrió los ojos le pareció que se le quemaban, y volvió a cerrarlos, protegiéndoselos con los puños apretados, en un reflejo infantil. «Yo no he hecho nada», dijo, todavía con los ojos cerrados, mientras tiraban de él y lo empujaban por detrás, cuesta arriba, hacia los setos que separaban el parque del terraplén y los pinos, «no pueden detenerme». La voz áspera y débil habló sin la menor entonación de amenaza o de ironía: «No estamos deteniéndote, nos acompañas para una comprobación de identidad». En torno suyo se movían confusamente haces de linternas y altas siluetas de uniforme. A la entrada del parque, cerca de donde él había dejado la furgoneta, destellaban las luces rojas y azules de tres coches policiales. De un empujón certero y como casual lo hicieron entrar en uno de ellos, y dos guardias se le sentaron a los lados. Apretaba los muslos con la esperanza de que no advirtieran que se había orinado. Ahora sí vio la cara del hombre de paisano que le había acercado tanto la linterna a los ojos, la misma que había visto aquella vez en la televisión, unos segundos, antes de que la tapara un periódico: daba órdenes, entre las luces y los portazos de los coches y la agitación silenciosa de los uniformes, decía que no conectaran las sirenas, que no hacía falta despertar a nadie. «Yo no he hecho nada», repitió, aprisionado entre los hombros de los dos guardias, más grandes y fornidos que él, las manos juntas sobre el regazo, ya esposadas, percibiendo la humedad, «se lo juro, vivo muy cerca de aquí, estaba dando un paseo».

«Paseo el que te daba yo», dijo uno de los policías, sin mirarlo, y entonces el coche se puso en marcha y subió despacio por la calle recta y vacía que desembocaba en la plaza, precedido y seguido por los otros dos, que ya no llevaban encendidas las luces de alarma.

Esperaba confusamente que en cuanto llegaran a la comisaría iban a encerrarlo en un calabozo. Había poca luz en el vestíbulo y en las escaleras, un estrépito amortiguado de pasos, de voces en voz baja y puertas que se abrían y cerraban. «El jefe no quiere que se sepa nada todavía», susurró detrás de él alguien, uno de los dos guardias que lo hacían subir a empujones bruscos por una escalera estrecha y mal iluminada. Era como haber llegado a una casa donde se ha madrugado mucho en el día de una mudanza o un viaje y todo se hace con un extremo de cautela para no despertar a los vecinos. Lo llevaban por un pasillo con un zócalo de azulejos marrones y oficinas abiertas en las que había máquinas de escribir y papeles desordenados sobre mesas metálicas. En un rincón había un cubo de agua sucia y una fregona. Delante de un guardia considerablemente más viejo que los otros, que llevaba gafas y escribía muy despacio a máquina, tuvo que decir su nombre, su domicilio, el número de su carnet de identidad, su oficio, los nombres de sus padres. Nadie le insultaba, nadie le hacía mucho caso: lo empujaban, lo llevaban, alguien le sujetó uno por uno los dedos para imprimir sobre cartulinas blancas sus huellas dactilares, le dieron un paño sucio que olía a alcohol para que se limpiara, le hicieron bajar por otras escaleras, pero tampoco ahora lo llevaron a un calabozo, sino a una habitación con azulejos blancos donde le tomaron fotografías de frente y de perfil, y una más de cuerpo entero, junto a una escala métrica.

«Pues se os ha meado», dijo a los guardias el hombre que tomaba las fotos, aunque sin darle importancia ni fijarse tampoco mucho en él, como si comentara una de las manchas de barro de su pantalón o de su cazadora. «Venga, valiente, que te vamos a poner un pañal», dijo uno de los guardias, y lo empujó de nuevo escaleras arriba, hacia el mismo pasillo de azulejos marrones donde estaba el cubo y la fregona. Las luces de los tubos fluorescentes daban a todas las caras con las que se cruzaba una palidez de insomnio, de fatiga de horarios nocturnos. «Esto ha sido una equivocación, agente, verá usted como yo no he hecho nada»: caminaba volviendo la cabeza hacia el policía, servicial, obediente, con la adecuada humildad, buscando en vano encontrar su mirada, ofrecerle su expresión de inocencia indudable, de la que a él mismo no le costaba nada convencerse. «No llamen a mi casa, por favor —había dicho cuando le preguntaron su teléfono—, que no se entere mi madre, que se va a llevar un disgusto». No se burlaban de él ni hacían el menor ademán de asustarlo o humillarlo: solamente parecían no oírlo. El guardia abrió una puerta después de golpear con los nudillos y lo hizo pasar a él delante. No estaba en un sótano, ni en un calabozo, sino en otra oficina, menos iluminada y también menos desordenada que las otras, con una lámpara encima de la mesa, una máquina de escribir en un carrito contiguo, un armario metálico, una percha de la que colgaba un anorak verde oscuro, una silla con respaldo metálico en la que el guardia lo hizo sentarse con un gesto rápido y brusco. En las paredes blancas no había nada más que un calendario y una foto de Fátima. El policía de paisano, el hombre del pelo gris, estaba de espaldas, junto al balcón, y se volvió despacio hacia él buscándole los ojos, muy tranquilo, parecía, con las manos en los bolsillos.

Esperaba de pie, mirando la plaza desolada en la medianoche de invierno, el cielo nublado y pálido, con matices violeta, por la reverberación de las luces de las calles, de los reflectores que iluminaban la estatua, la iglesia de la Trinidad y la torre del reloj, donde muy pronto sonarían las campanadas de las dos. Había tenido la tentación de llamar a Susana Grey para decirle simplemente, «ya lo he atrapado», para oír su voz oscurecida y dulcificada por el sueño, pero no quiso provocarle el sobresalto de los timbrazos del teléfono a esa hora de la noche, aunque tal vez no se había dormido aún, estaría leyendo en la cama, junto a la mesa de noche donde había siempre un desorden de libros apilados y cremas de belleza, esperándolo, sin permitirse una convicción excesiva de que iba a llegar.

Había esperado a que le subieran al detenido con el mismo sentimiento de tensa quietud, de expectación y vigilancia absoluta, con que había ido cada anochecer al terraplén, en los últimos días de cuarto creciente, según se acercaba el plenilunio. No dijo nada al principio, ni siquiera a Susana Grey, pero fue ella, involuntariamente, la que le hizo concebir una idea que a él mismo le pareció descabellada, o al menos muy improbable, una de esas ideas que le hacían detestar tanto las películas. Estaban paseando una noche muy fría por el mirador de la muralla, detrás de la iglesia del Salvador, frente al valle y la sierra, muy abrigados, sin tocarse, vagamente abatidos por lo que no decían, y Susana señaló el gajo amarillo de luna que acababa de surgir sobre uno de los cerros: «¿Te acuerdas cuando la vimos la otra vez, el mes pasado? La luna es embustera. Si no fuera por ti no sabría que está en cuarto creciente».

Con una avidez de recuerdos comunes atesoraba pormenores del pasado reciente, cosas memorables de unas pocas semanas atrás que ya le daban una frágil conciencia de la duración del amor. A la mañana siguiente, encerrado en su oficina, él comprobó fechas y consultó el calendario, hizo llamadas al Instituto de Meteorología, inseguro, excitado, acordándose de pronto de la noche de luna llena y de insomnio en que lo llamaron por teléfono para decirle que había aparecido el cadáver de Fátima, poseído por esa ebriedad matinal de la inteligencia y de la energía física que había despertado en él desde que dejó el tabaco y el alcohol, muy nervioso, sin atreverse a consultar todavía con Ferreras, recordando de nuevo la inundación de claridad lunar en la que había resaltado la figura de espaldas de Susana Grey la primera vez que la vio desnuda, justo un mes más tarde, día por día, lo comprobaba en el calendario y en el expediente y no podía creerlo, la misma noche en que la segunda niña, Paula, había estado a punto de morir.

No dijo nada a nadie. Alguien en el Instituto de Meteorología le explicó por teléfono que faltaban cuatro días para el plenilunio. Al anochecer salió de la oficina, muy abrigado contra el frío extremo, el cuello del anorak abrochado y subido y las manos con guantes hundidas en los bolsillos, casi clandestino, guardando una linterna y un revólver, y bajó por la calle recta y gradualmente oscurecida y vacía que terminaba en los jardines de la Cava. Miraba atrás a veces, por un instinto de recelo que el tiempo no amortiguaba. El barrio que había sido de Ferreras estaba tan poco iluminado como la distancia del valle: alguna luz en las esquinas encaladas, tras los visillos de algún balcón, ruido lejano de músicas y voces de televisores, de aplausos.

Pero en los jardines ya no se escuchaba nada, no había ningún rastro de presencia humana, parecía mentira que hubiera tan cerca calles con tráfico y casas habitadas, a unos pasos y ya en otro mundo. Los globos de las farolas habían sido rotos a pedradas mucho tiempo atrás y nadie se había ocupado de sustituirlos, igual que nadie recortaba ya los setos ni limpiaba la broza, los cristales de botellas rotas, las bolsas de plástico y los cartones de vino vacíos. Para encontrar el sitio exacto que buscaba en el terraplén, la zanja en la que habían yacido Fátima y Paula, sólo tuvo que encender la linterna un segundo, apenas un parpadeo que lo dejó después en una oscuridad más profunda. Muy pronto perdió el sentido del tiempo y se le desdibujó el propósito que lo había conducido a ese lugar. Estaba inmóvil, la espalda apoyada contra el tronco de un pino, notando subirle desde las plantas de los pies el frío de la tierra, a pesar de las suelas de sus recios zapatos del norte y sus calcetines de lana. La oscuridad se le poblaba de sombras y siluetas precisas tan gradualmente como el silencio de sonidos: rumores de hocicos en madrigueras, de patas con uñas diminutas sobre el lecho de agujas podridas de humedad que cubría la tierra; el crujido de las ramas altas, y sobre ellas el cielo blanco y nublado, a veces la mancha inexacta de luz de la luna casi llena, desapareciendo casi hasta apagarse, surgiendo un poco después, entre jirones veloces de nubes empujadas por un viento que soplaba muy por encima de la tierra fría y húmeda, de los árboles en calma, los grandes pinos inclinados. Abajo, al final del terraplén, donde empezaban las huertas, se oía el rumor del agua en las acequias crecidas, y subía de ellas un olor de vegetación y de niebla. Se acordaba con distancia y afecto de las nostalgias infantiles que le había confiado Ferreras: las voces y las músicas del cine al aire libre, oyéndose en los jardines y en el barrio entero en las noches tibias del verano.

Pero no pensaba en nada, sólo estaba, inmóvil, permanecía, esperaba, indiferente al frío y al paso del tiempo, en una quietud que no era paciencia, y ni siquiera sigilo, sino un estado particular de sus sentidos y su alma, todo él en suspenso, en guardia, tan difícil de distinguir entre las sombras de los árboles como un animal al acecho en una espesura, un tigre entre los cañaverales que se parecen a las rayas de su piel o un insecto en la hierba seca que tiene su mismo color pardo. Las manos calientes y dispuestas en el interior de los guantes de lana y los bolsillos forrados, tocando la pistola, la linterna, los pies que ni siquiera se movían para disipar el frío golpeando contra el suelo. Él mismo sentía que se borraba, que se deslizaba y desaparecía en el flujo de sus sensaciones igual que la luna entre las nubes veloces. Vivía en un paréntesis de silencio y de tiempo. Empezaron a sonar las campanadas en el reloj de la torre y como hacía mucho que no las escuchaba calculó que serían las nueve: siguió contando y ya eran las doce, había pasado cinco horas en el terraplén, tenía helada la piel de la cara y el frío de la tierra le estaba entumeciendo ya las rodillas.

Volvió a la noche siguiente, y la otra. Había bajado mucho la temperatura y el cielo permanecía siempre bajo y nublado, de un gris sucio y liso, como de un país mucho más al norte. La tercera noche, en vísperas de la luna llena, escuchó cerca ruido de pasos y voces y tuvo la sensación de despertar de un sueño en el que no supiera que había caído. Arriba, muy cerca, al otro lado de los setos, se movía alguien, hablaban bajo dos voces distintas, una de hombre y otra de mujer. Oía una agitación de ropa y de cuerpos, el chasquido de un mechero, se le ocurrió de pronto, como una inusitada novedad, que si lo sorprendían iban a pensar que era un merodeador. Adelantándose un poco, vio brasas de cigarrillos, y luego una llama rojiza y más duradera que iluminó dos caras flacas y fugaces, inclinadas sobre algo brillante: quemaban heroína encima de un trozo de papel de plata, se peleaban por algo con una monótona grosería de adictos, con pesadez lenta de borrachos.

Esa noche era más de la una cuando llamó a la puerta de Susana Grey, muerto de frío, rendido de abatimiento y de deseo. Susana llevaba puestas las gafas, pero había tenido tiempo de pintarse los labios mientras él subía en el ascensor. Usaba como pijama una camisa grande de él. Le gustaba mucho ponerse sus camisas y sus corbatas, tenía un talento particular para hacerse atractiva usando prendas masculinas. De dónde vienes, le dijo, tocándole la cara helada con sus manos tan cálidas, parece que has visto a la Santa Compaña.

Faltaban dos días para que fuera luna llena. Escogió una patrulla entre los guardias que le parecían de más confianza, les exigió secreto y les dijo que había recibido una llamada anónima, un soplo que hacía falta comprobar. Al cabo de tres horas de vigilancia, cuando los hombres ya empezaban a removerse de impaciencia y de frío, y alguno le pedía en voz baja permiso para fumar, vieron la figura que se acercaba entre los setos, que bajaba hacia ellos, sin vacilación, cautamente, como si acudiera a una cita clandestina. Vio allí mismo su cara, le hizo volverse, todavía en el suelo, le puso la linterna delante de los ojos, y al principio, al mirarlo, tuvo durante unos segundos la sensación de que se había equivocado. No se parecía al retrato robot, esa cara simple y redonda no podía ser la que llevaba buscando tanto tiempo.

«Él sabe que parece una buena persona»: ahora, en el despacho, al otro lado de la mesa, el detenido se atrevía por primera vez a sostenerle la mirada, levantando los ojos hacia él, que todavía estaba en pie, con una expresión de bondad amedrentada, de respetuosa obediencia. «Yo no he hecho nada, señor comisario, se lo juro por mi madre, vivo muy cerca de allí, estaba dándome un paseo». La voz muy suave, quejumbrosa, dócil, perfectamente falsa, como la reverencia cobarde de los ojos muy juntos, grandes y muertos, almendrados, como los ojos de los santos en los iconos o en los mosaicos bizantinos, dijo Susana Grey al verlos. La boca breve y carnosa, la barbilla mínima, imperceptible en la redondez de la cara, las dos manos agitándose en el regazo, la una contra la otra, las uñas rascando o arañando un dorso peludo, clavándose en las palmas, el ruido de la saliva al ser tragada.

Seguía con los ojos los movimientos del inspector: se había inclinado sobre la mesa, cogía la navaja entre el pulgar y el índice, hizo saltar el relámpago de la hoja. Su chasquido instantáneo estremeció al detenido. «No es mía», dijo, tragando otra vez saliva, la cabeza baja, mirando las manos, «la encontré en los jardines». Pero el inspector no había dicho aún nada, no le había preguntado nada. Dejó otra vez la navaja encima de la mesa, se sentó por fin, echando la cabeza hacia atrás en el respaldo del sillón giratorio, oscilando casi imperceptiblemente en él. La mirada huidiza ahora se deslizaba sobre la mesa, se detenía en el mechero, en el paquete de cigarrillos, arrugado y casi vacío. «Puede fumar si quiere», dijo el inspector: vio repetirse la gratitud automática, la asustada avidez de cualquier detenido, la mano que avanzaba nerviosamente hacia el paquete y buscaba un cigarrillo, el temblor en la boca, la dificultad de encender la llama. El sonido más profundo de la respiración, el humo saliendo en bocanadas de alivio. Un hilo blanco y delgado de humo que salía de la nariz le hizo acordarse de la punta de tela que asomaba por uno de los orificios de la nariz de Fátima. Estaba sonriendo, mientras expulsaba el humo, le daba las gracias con los ojos, le ofrecía su inocencia, la probidad de su cara.

El inspector volvió a ponerse en pie con una brusquedad que alarmó instintivamente al otro. Descolgó de la pared la fotografía de Fátima, apartó de un manotazo inesperado las cosas que había encima de la mesa, sin cuidarse de que alguna, el mechero o las llaves, cayeran al suelo, y la puso allí, debajo de la luz de la lámpara. «¿Ha visto alguna vez a esa niña?». Miró fijamente y enseguida apartó los ojos, negó con la cabeza, tragando humo y saliva, tosiendo. «La vi en la televisión y en el periódico, como todo el mundo», tardó casi un minuto en decir. El inspector apartó la foto y sacó del cajón donde lo guardaba bajo llave el sobre marrón de las otras, las que hizo Ferreras en el terraplén y más tarde, en la sala de autopsias. Empujó el sobre hasta el otro lado de la mesa, despacio, con las puntas de los dedos, se echó hacia atrás en el respaldo del sillón. El detenido aún fingía no verlo, tenía la cabeza tan hundida en el pecho que el inspector no veía la expresión de su cara. Respiraba muy fuerte por la nariz, se agitaba en la silla, como quien lleva demasiado tiempo sin moverse. El inspector le acercó un cenicero. Cuando el detenido apagó en él la colilla el inspector la recogió con toda naturalidad, con mucho cuidado, y la guardó en una pequeña bolsa de plástico, anotando algo en la etiqueta de papel adhesivo. Ese gesto simple despertó un brillo de alarma en los ojos del otro, una expresión de astucia contrariada que por un instante borró de ellos cualquier rastro de docilidad o temor. A continuación el inspector sacó el último cigarrillo torcido y estropeado del paquete y lo sostuvo entre los dedos. Parecía que iba a ofrecérselo o que iba a aplastarlo. Los ojos demasiado juntos y ovalados se alzaron para mirar el cigarrillo, no la cara del inspector, ni el sobre marrón que estaba encima de la mesa.

—Ábralo —dijo el inspector con su voz débil y áspera—. Mire lo que hay dentro.

—¿Da su permiso para fumar?

—Abra el sobre —dijo el inspector, ahora un poco más alto, no mucho, lo suficiente para que el otro lo notara.

Los dedos torpes y grandes temblaban ligeramente al levantar la solapa y extraer apenas la mitad de la primera foto. No hay otras manos en el mundo que yo conozca tanto, pensó el inspector con cansancio y disgusto, con un deseo repentino de acabar cuanto antes. Conocía sus huellas dactilares, la longitud y la anchura de los dedos, la capacidad de herir de las uñas. Había seguido su rastro en las manchas de sangre del panel de mandos de un ascensor, en el pasamanos y en la pared de una escalera, en la tela de un chándal, en las moraduras de la piel de una niña muerta. Las vio incongruentes y cobardes, paralizadas, sin atreverse a seguir sacando la foto en blanco y negro en la que se veía el primer plano de la cara de Fátima.

—Te estoy dando una orden, ¿no me oyes? —dijo, grosero de pronto, calculadamente agresivo, abandonando el usted como un primer aviso de que no tardaría en dejar a un lado cualquier otro miramiento—. Mira las fotos. Mira lo que hiciste.

Se puso en pie otra vez, brusco y acuciante, pasó al otro lado de la mesa, arrebató el sobre de las manos anchas y muertas y fue poniendo las fotos una tras otra encima de la mesa, hasta ocuparla por entero, los ojos abiertos y sin pupilas y la boca desencajada de Fátima, el cuerpo descoyuntado y desnudo, alumbrado por los flashes, cercado por la oscuridad. El otro temblaba y negaba con la cabeza baja, sin mirar las fotos, y el temblor le sacudía las manos, los labios, la cara carnosa. Tirándole del pelo con un ademán vengativo el inspector le obligó a levantar la cabeza. Lo soltó enseguida, con un profundo desagrado físico, como de haber tocado grasa. Ahora los ojos miraban muy abiertos, y los blandos músculos faciales sufrían contracciones violentas y rápidas. Se tapó la cara con las dos manos y detrás de los dedos extendidos el inspector advirtió que seguía teniendo abiertos los ojos, que permanecía atento a él.

«Fue por culpa de la luna —dijo, todavía con la cara tapada, los dedos velándola como una celosía—, me emborrachaba y la luna me hacía pensar cosas raras. Mi madre me lo decía de chico, que yo era lunero. Pero yo no quería matarlas. Lo único que quería era que no gritaran…».

El inspector le puso una mano en el hombro y todo él se estremeció como por una descarga eléctrica. Tenía los codos sobre las rodillas y lloraba o parecía que lloraba ruidosamente detrás de la máscara de las manos. El inspector le ofreció el cigarrillo y le ayudó a encenderlo, sujetándolo con fuerza por la muñeca para detener el temblor de la mano, soltándolo enseguida. Pensó con desgana que había llegado el momento de llamar al guardia que tomaría a máquina la declaración. «Está actuando», se decía a sí mismo, al escuchar los sollozos convulsos, la respiración entorpecida por los mocos. Le tendió un pañuelo de papel y el otro se limpió la nariz y los ojos, repitió que no había querido hacerles nada, que todo había sido por la bebida, por la luna. «Está actuando y aunque ahora cuente cada cosa que hizo y diga que se arrepiente todo formará parte de su actuación, y ni yo ni nadie podrá saber nunca lo que piensa o siente de verdad, ni siquiera si piensa algo, si siente algo». Casi tanto como la crueldad fría del crimen lo indignaba y desalentaba ahora la cualidad mediocre de la impostura, la evidente actuación. En realidad es posible que no sienta miedo ni culpa, pensaba, ni siquiera se esfuerza mucho en fingir.