Nada más verlo quieto y solo al final de la barra la mujer lo reconoció, aunque no había mucha luz y en realidad no tenía ningún motivo para acordarse de él. Lo había visto una sola vez hacía meses y entonces ni le había hablado, porque estaba ocupada con otro cliente, un cortijero de cara roja e hinchada que le miraba el escote con ojos turbios de juerguista borracho. Fue antes del principio del mal tiempo, estaba segura, antes de que llegara el invierno anticipado y lo jodiera todo, el invierno y la muerte de aquella niña, que encerraron a la gente en sus casas y dejaron vacíos los negocios nocturnos. Quién iba a animarse a salir de noche con tanta lluvia, con aquellos policías de paisano rondando los bares y ahuyentando al poco público que todavía quedaba, dejándose caer cada noche para hacer preguntas y enseñar fotos, para indagar entre las chicas si se acordaban de algún cliente muy raro, que tuviese algo de particular, dificultades de erección, por ejemplo, le había preguntado a ella misma el que parecía al mando de los otros, de pelo blanco o gris, muy serio, y ella al principio no le había entendido, pero enseguida se echó a reír, alguno que no empalmara, quiere decir usted, dijo, pero el policía la miró de un modo que le detuvo la risa, y hasta le hizo sentir vergüenza, al fin y al cabo estaban buscando al asesino de una niña de nueve años, la cosa no era para hacer bromas.
Alguno que no empalmara, repitió el policía, o que se pusiera más violento de lo acostumbrado, y ella se encogió de hombros, también seria ahora, en su taburete junto a la barra, había tantos tíos raros o violentos que ni ella ni las compañeras podrían acordarse de cada uno de ellos, se acordarían de lo contrario, si les llegase uno que fuera normal.
El policía, que no la miró ni una sola vez al escote, ni siquiera una mirada involuntaria o furtiva, le dio una tarjeta en blanco donde había apuntado a mano un número de teléfono, pero ella no tenía dónde guardarla, con tan poca ropa y tan ajustada, la dejó en alguna parte cerca del teléfono o de la caja registradora y ya no volvió a acordarse de ella. Fue más tarde, esa misma noche o a la noche siguiente, mientras se moría de aburrimiento y esperaba a que viniera alguien, erguida, con los codos en la barra, el cigarrillo ardiendo entre los dedos, de uñas tan largas y frágiles que se le quebraban enseguida, en la penumbra rojiza, azulada y casi vacía del club, donde un disco de Julio Iglesias borraba la conversación de las otras dos chicas con un cliente, cuando se acordó de aquel tío, pero sólo de pasada, no sabía nada de él y ni siquiera llegó a hablar con la chica que se lo llevó al reservado, una cabra loca que desapareció del club pocos días después, llevándose consigo su ruina de chulos y drogas, escapando de algo o de alguien. No habría pensado en él de no ser por su conversación con el policía del pelo gris, pero tampoco se le ocurrió llamarlo, ni buscar su teléfono, que cualquiera sabría dónde estaba. Olvidó a aquel tío solo y callado como los olvidaba a todos, incluso a los que se hacían habituales, se le confundían sus caras en la media luz del club, echadas encima de la suya y respirando muy fuerte contra su boca o su cuello en las literas de los reservados. Salían por la puerta congestionados de alcohol y de jactanciosa o abatida lujuria y ella les decía adiós, cariño, vuelve pronto, y los olvidaba por completo, a no ser que su experiencia o su instinto le dictaran avisos infalibles, señales de peligro, de codicia. Pero éste no tenía nada que pareciera digno de ser recordado, y menos aún temido, y tampoco podía decirse por su aspecto que trajera mucho dinero y tuviese una urgencia desmedida por gastarlo.
Quizás lo que sucedía, lo que le había llamado la atención la otra vez y ahora se le confirmaba al volver a verlo, aunque cambiado en algo, aún no sabía en qué, era que no pegaba nada ni con el local ni con el ambiente, que no se parecía nada a los clientes habituales, camioneros o viajantes o dueños de tiendas de electrodomésticos, de talleres de coches o comercios de telas que cerraban sus negocios a las ocho de la tarde y antes de volver a casa salían en coche a las afueras de la ciudad, al descampado entre la carretera y los olivares donde parpadeaban las luces del club y brillaban desde el interior las pequeñas ventanas veladas por cortinas de color rojo oscuro.
Lo vio ahora, antes de acercarse a él con un cigarrillo sin encender entre los dedos, como lo había visto la otra vez, en el mismo sitio y en la misma actitud, ajeno a todo lo que lo rodeaba, refractario al sentimentalismo y a la vulgaridad de la música, a la penumbra en la que resaltaban los dorados falsos de la decoración y el cristal de las copas, los escotes y las caras, encogido como un seminarista, en la esquina de la barra más cercana a la puerta, con una cazadora de ante, los hombros estrechos, la cara baja y redonda, como si se avergonzara o no se atreviera a mirar abiertamente a las chicas, absorto en la copa que tenía delante, en el paquete de tabaco y el mechero que había dejado encima de la barra nada más entrar. Era muy joven, seguro, la cara tan redonda le daba un aspecto infantil, y además, aunque estaba sentado, se veía que no era muy alto, no más de uno sesenta o uno sesenta y cinco. Al bajar del taburete para acercarse a él le hizo un guiño al camarero, tan inactivo como ella en el anochecer de viento helado que tal vez traería nieve. A pesar del volumen de la música, aquel disco eterno de Julio Iglesias, se oía el viento silbar en el tejado y sacudir postigos y cristales en rachas violentas. Se aproximó al joven, contoneándose un poco, sin ninguna procacidad, sin verdadera convicción. Tenía las cejas y los ojos muy juntos, y aunque había advertido que ella se acercaba no se atrevía a levantar la mirada, estaba muy nervioso, había bebido un trago largo y chupaba con fuerza su cigarrillo, trataba de recomponerse, y cuando ella le dijo hola cambió en un instante la expresión de sus ojos, se volvió defensiva, altanera, incluso un poco insultante, estaba ahora queriendo parecerse a los otros clientes, debía de ser algo que los hombres llevaban dentro y que en un momento dado les afloraba incluso a los más pusilánimes, una jactancia repetida, una manera de examinar y evaluar, de arriba abajo, con suficiencia de expertos, como si ejercieran destrezas y potestades inmemoriales, heredadas de varón a varón, aprendidas por instinto, sin necesidad de enseñanza ni ejemplo.
Pero en éste seguía habiendo algo que no estaba en los demás, lo sabía ahora igual que lo había sabido la otra vez, aunque ya no se acordaba de la tarjeta con un número escrito a mano que le había dejado el policía y no habría sido capaz de explicar qué era lo que notaba en él, lo que lo distinguía, aparte de la actitud de soledad y recelo con que se había instalado en el rincón de la barra, con los hombros de la cazadora mojados y el tabaco y el mechero y las llaves del coche asidos en una de sus manos tan grandes, trayendo consigo, al empujar la puerta, una corriente de aire frío y aguanieve pulverizada por el viento, un aire de rareza que luego su voz tan suave no disipó. No era la clase de voz con la que hablaban los hombres en ese lugar, no era así como se dirigían a las chicas, como las miraban, con esa expresión amedrentada de joven antiguo, de novio formal intachable, congénito, con esa cara de hijo adorado por las madres y las amigas de las madres, de hijo modelo, invulnerable a las tentaciones de la golfería y de la carne, indiferente a ellas, tan extraño a la luz y a la música y a los perfumes densos del club como un cristiano primitivo obligado a asistir a una de aquellas orgías de las películas de romanos.
De dónde vendría, en esa noche en la que nadie hubiese querido aventurarse fuera de las habitaciones calientes y de las calles familiares, qué había venido a buscar viajando en coche hasta la desolación de más allá de las últimas casas y las gasolineras donde apenas nadie se detendría a repostar. Tímido, respetuoso, asustado, con esa sombra que proyectaban las cejas sobre los ojos demasiado juntos, los mismos ojos que apenas ella empezó a repetir desganadamente el ritual de la conversación —me das fuego, cómo te llamas, eres de por aquí, me invitas a una copa— adquirieron un brillo distinto, que no era tanto de deseo como de dominio, de afirmación impaciente de hombría.
Había algo más que lo separaba de los otros: miraba desde más hondo, desde más lejos, y si a los demás con sólo mirarlos a los ojos de una vez ya se sabía tediosamente lo que buscaban y lo que eran, en éste todo quedaba oculto, como el fondo de un pozo o de un túnel cuyo final no se ve. Le dio fuego, le dijo un nombre sin duda tan falso como el que le había dicho ella, se le quedó mirando las uñas tan largas, pintadas de rojo, exóticas o provocadoras al final de las manos en realidad gordas y breves, con alguna mancha más oscura que difuminaba la luz escasa del club, el ruido y el brillo de las pulseras falsas. Había venido nada más que a tomar una copa, dijo, a charlar un rato, era abogado, tenía un despacho en la capital de la provincia, vivía solo, en un apartamento, y cuando ella chocó la copa recién servida de champán con la suya y le dijo que debía de ser muy listo, tan joven y ya abogado y con despacho propio y apartamento, probablemente enrojeció, pero no hubiera podido saberse, la luz del club era rojiza y en ella se disolvía el color natural de las caras, sustituido por manchas o sombras, por palideces de polvos cosméticos y carnalidades grasientas de cremas y carmín. Pareció alarmarse o sorprenderse un poco cuando ella le dijo que se acordaba de haberlo visto otra vez, pero enseguida buscó ánimos en la evidente mentira, era verdad, había pasado por allí hacía unos meses, al volver de un viaje de negocios a Madrid, había charlado con otra chica, no se acordaba de su nombre, Soraya, dijo ella, por lo menos así era como quería que la llamaran, mona, pero muy flaquita, por el vicio, seguro que con ella tendría más en donde agarrarse, y adelantó hacia él las caderas y el escote, le rozó las rodillas con un muslo ancho, ceñido tensamente de nailon. Me voy a poner celosa, dijo, mira que acordarte de otra estando yo aquí, te perdono si me invitas a otra copa, pero él ahora no hacía mucho caso, la miraba como desdeñando la vulgaridad de sus palabras y de sus ademanes, de sus manos burdas y domésticas a pesar del color rojo y de la longitud de las uñas, de su pelo teñido, con una raya oscura en el centro. Qué fue de ella, preguntó, pero hablaba tan bajo que la voz de Julio Iglesias casi no dejaba oír la suya, se había marchado de un día para otro, sin decir ni adiós, era yonqui perdida, aunque lo disimulaba, había tenido que negarlo para que la aceptaran en un club de alto nivel como éste, aunque ahora seguro que estaba tirada en la calle, pasando frío en una carretera.
Sólo más tarde pensó de verdad en Soraya, o como se llamara, y en el motivo de su huida, aunque su instinto tenía que haberle avisado antes, tenía que haberlo sabido, que haberse negado, pero hay veces que uno sabe que no debe hacer algo y sin embargo lo hace, como por fatalidad, como si no hubiera remedio, por fatalidad o por costumbre, porque esa noche estaba aburrida y destemplada y no era probable que llegara nadie más antes de la hora de cierre, y porque el tío, en realidad, no parecía nada peligroso, raro sí, pero no más que tantos otros, un putisanto, tenía cara de ir a misa y de rezar el rosario, seguro que se confesaba después y que era miembro de alguna cofradía de Semana Santa, tal vez hasta tenía novia formal y no iba a tirársela hasta la noche de bodas. Aún quedaban muchos así, bien lo sabía ella, a más de uno le había aguantado la borrachera y la lujuria en su despedida de soltero, rodeado y animado por amigos aún más borrachos que él, con las corbatas flojas, las manos sosteniendo whiskies encima de hombros fraternales y las bocas agrandadas por el tamaño de los puros que mordían, qué asco.
Éste no, mosca muerta, éste pareció no entender cuando ella le hizo un gesto indicándole el reservado, donde podían tomar otra copa más tranquilos, charlando, conociéndose mejor, incluso haría menos frío, estaba más recogido y había una estufa. Cambiaba, en segundos, parecía alelado y suavón y de pronto tenía un gesto decidido, una mirada, un ademán muy rápido que la desconcertaba y que hubiera debido avisarle. Pasó con ella detrás de una cortina roja y cuando estuvieron en el cuarto pequeño y casi despojado de todo se quedó en pie sobre el suelo frío de cemento, con la copa en una mano, con el paquete de tabaco y el mechero en la otra, tan desmedrado que hasta daba pena, parecía que nunca hubiera estado hasta entonces con una mujer, había tartamudeado con aquella voz de buen chico cuando preguntaba dubitativamente el precio o trataba de averiguar lo que se le ofrecía a cambio, sin decir una mala palabra, sin llamar a las cosas por su nombre, eludiéndolas, igual que eludía los ojos de ella mientras la veía desnudarse, expeditiva y aterida, la piel erizada de frío a pesar del calor de la estufa que alumbraba un rincón cerca de la cama, una litera de hierro más bien, sin sábanas, con un colchón de gomaespuma y una colcha vieja encima, con un somier que chirrió bajo el peso del hombre, que no se había quitado ni siquiera los zapatos ni la cazadora, tan sólo se había bajado los pantalones y seguía fumando, bebiendo sorbos cortos de ron con cocacola, callado, incongruente con su cazadora encima y su cara de comulgante y los pantalones bajados, como si estuviera sentado en el retrete, las piernas cortas y gruesas, con mucho vello, menudo y rizado, seguro que también tenía mucho en la espalda, igual que lo tenía en los nudillos y en el dorso de las manos.
Le dijo en voz baja que no se quitara los tacones ni las medias, abrió más las piernas y le hizo una señal para que se arrodillara delante de él, y el gesto fue entonces de una grosería y una claridad inesperadas, brutales, como las palabras que dijo, y que ella no hubiera podido imaginar un segundo antes que pudiera escuchar de esa voz. Había una alfombra sucia a los pies de la cama, pero a pesar de ella el frío le caló enseguida las rodillas, así que decidió que le era preciso terminar cuanto antes, seguro que el mosca muerta no le duraba nada, que se le iba con un quejido y un blando estertor y se quedaba luego desalentado y defraudado, todavía con la boca abierta y los párpados caídos, sin acertar a limpiarse con el rollo de papel de celulosa que había siempre a mano sobre la mesa de noche.
Sentía los dedos de las manos apretándole la nuca, dictándole un movimiento rápido y mecánico, respiraba por la nariz, escuchaba encima de ella el hilo de palabras del otro, las frases aprendidas en revistas o películas que sin duda repetía para excitarse y que ella no era capaz de asociar con su cara o su voz de unos minutos antes, pero enseguida comprendió que iba a ser difícil y acaso imposible, lo había sospechado en cuanto vio lo que había debajo de los pantalones vaqueros y procuró disimular su reacción, su sorpresa, las ganas de hacer una broma. Sofocada ahora, con los ojos cerrados, oyendo su propia respiración y las palabras sucias que el hombre recitaba en voz baja y suave como una letanía, era consciente del frío y de la dureza del suelo debajo de la alfombra y del dolor de sus rodillas, del viento que soplaba en el exterior, al otro lado de las paredes, de la música de Julio Iglesias que seguía sonando en el bar. En vano lamía y estrujaba, aburrida, impaciente, con un asco neutro que atenuaba pensando en otras cosas, pero entonces una de las manos que se había clavado en su nuca ahora estaba tirándole del pelo, haciéndole que levantara la cabeza, obligándole a ver la cara redonda y transfigurada del hombre y la cuchilla de la navaja automática que saltó justo delante de sus ojos, rozándole la mejilla. Se acordaba ahora del policía del pelo gris, de la tarjeta con un número de teléfono escrito a mano, pero enseguida no pudo acordarse de nada ni pensar en nada, le parecía que aquella mano iba a arrancarle el cuero cabelludo, y no podía gritar de dolor porque el filo de la navaja estaba en su cuello, le presionaba la piel, a punto de hundirse en ella, mientras continuaban las palabras y la mano que le tiraba del pelo la obligaba a mover la cabeza todavía más rápido. Se le hinchaba de nuevo, no le habían bastado las palabras y necesitaba la navaja para excitarse, respiraba más hondo, pero no fue mucho más de un instante, ya se encogía otra vez, al principio de un manera imperceptible, enseguida evidente, y también sin remedio, ella se echó hacia atrás y logró desprenderse de la mano, fue a gritar y le faltaba el aire, y un segundo después ya no era posible, porque el hombre, el desconocido, la había tirado de espaldas contra el suelo de cemento, la tenía apresada entre sus piernas abiertas y trazaba círculos con la punta de la navaja en torno a sus pezones, diciéndole suavemente lo que iba a hacer con ellos si no se quedaba callada, preguntándole si de verdad no sabía por qué aquella chica, Soraya, se había ido de la ciudad tan rápido y sin despedirse de nadie, de qué había tenido tanto miedo.
Exaltado, resarcido, seguro de su invulnerabilidad, la miraba sin parpadear a los ojos mientras se subía los pantalones y la cremallera y se abrochaba el cinturón. Se guardó el tabaco y el mechero en los bolsillos de la cazadora, comprobó que llevaba la cartera, las llaves de la furgoneta, las de su casa. La mujer se había levantado del suelo y estaba sentada en la cama, el pelo teñido de rubio tapándole la mitad de la cara, los tacones torcidos, la carne floja y blanca, repulsiva ahora, tan poco excitante como la habitación, con su techo de uralita y su desnudez de garaje, con la pequeña ventana de cristales pintados de rojo que tendrían un resplandor de invitación y misterio para quien pasara en coche por la carretera. Se acercó a ella, la navaja todavía en la mano, le hizo levantar la cara, tirándole del pelo. Cuidado con lo que haces y lo que dices, le dijo, porque puedo volver. Le soltó el pelo, recogió el corsé o el body o lo que fuera que había llevado puesto y se lo tiró encima, y cuando ya le había dado la espalda, seguro de que ella no iba a pedir ayuda, de que no gritaría para que le impidieran marcharse (tampoco la otra, Soraya, había dicho nada, le había bastado con echarse sobre ella y empezar a introducirle las bragas en la boca para que recordara y comprendiera), se quedó inmóvil al oírla hablar, sin volverse hacia ella aún, como tardando en entender lo que había dicho, apretando muy fuerte la navaja en la palma de la mano.
«Con más polla y menos navaja me gustan a mí los tíos».
Enrojeció, le ardía la cara, se dio la vuelta y la mujer, sentada en la cama, retrocedía mirándolo, apretaba tan fuerte la navaja en la palma de la mano que iba a provocarse una herida, levantó el puño y la mujer siguió ese gesto como no pudiendo apartar las pupilas del péndulo de un hipnotizador, la golpeó una sola vez, el puño sólido y enorme como un mazo, la vio caída sobre la almohada, boca arriba, sangrando por la nariz, apretó los dientes y se clavó las uñas en la palma de la mano y cruzó la cortina roja y el aire denso y la música sin ver más que manchas y sin oír nada más que su respiración y que los golpes de la sangre en las sienes. Salió al frío, al viento helado, arrancó la furgoneta, oyó portazos y gritos a su espalda, vio delante de sí la carretera alumbrada por los faros, las líneas blancas y las filas rápidas de olivos, las luces de la ciudad un poco más allá, reverberando en un cielo bajo y blanco, como iluminado desde dentro, un cielo de invierno profundo y de augurio de nevada.
Cruzó las calles vacías sin detenerse en los semáforos en rojo, sin saber la hora que era ni hacia dónde iba, cada vez más rápido, en línea recta, oía vibrar y rugir el motor y manchaba de sangre el plástico del volante, lo sostenía con la mano izquierda para chuparse la herida de la otra, ya sin cuidado se limpiaba la sangre en el pantalón, en la cazadora, tragaba saliva y le daba náuseas el sabor de la sangre, lo mareaba el olor a pescado que había siempre dentro de la furgoneta. Al llegar a la plaza del reloj se detuvo en un semáforo, con un rastro de lucidez o de prudencia, siempre había guardias en la puerta de la comisaría. Pero no había luces en los balcones, y la puerta estaba cerrada, los cabrones se quedaban dentro para guarecerse del frío. Tamborileaba en el volante aguardando el cambio del semáforo, se chupaba con impaciencia la palma de la mano, arrancó fuerte, con crujido de neumáticos sobre el pavimento, desafiando a los guardias invisibles, a la ciudad dormida o cobarde que se ocultaba detrás de los postigos cerrados de las casas: callaban, tenían miedo, una ciudad entera aterrada por un solo hombre, confabulada en vano para atraparlo, tendiéndole trampas en las que no pensaba caer, escondiendo cosas, queriendo borrarlas, como si él fuera idiota.
Un día y otro día y nada en el periódico, que tiraba manchado de pringue y de escamas después de mirarlo desde la primera a la última página, nada en la radio ni en los telediarios, querían engañarlo, estaba seguro, que se confiara, que diera un paso en falso, iba al quiosco las primeras mañanas conteniendo las palpitaciones del corazón, hincándose las uñas en las palmas de las manos, y como no estaba habituado a leerlo lo descuadernaba buscando, lo vencía la cólera, defraudado o herido, desconcertado, al principio con bruscos accesos de alarma e incluso de pavor y luego de irrealidad, tenía más que nunca la sensación de haber soñado lo que recordaba, y alguna noche, sin poder contenerse, fue por los callejones abandonados del barrio camino del parque y del terraplén, pero se detenía siempre antes de llegar, en el filo, tal vez no la habían encontrado aún, al fin y al cabo a la primera la encontró por casualidad un barrendero, nadie iba ahora al parque, con el viento y el frío del invierno, ya ni siquiera los drogadictos ni las pandillas de borrachos de los viernes por la noche. Pero tampoco parecía que la buscaran, o que la hubieran echado en falta, era imposible, desde luego, estaban acechando, a él no lo podían engañar, estaban esperando a que diera un paso en falso, a que se pusiera nervioso y cometiera un error. Todavía estaba a salvo y era invisible, le daban ganas de marcar el número de la comisaría y decírselo a ese inspector jefe, desafiarlo, encuéntrame si puedes, y colgar entonces el teléfono, allí mismo, en la cabina de la plaza, a un paso de los guardias y del balcón iluminado: acercarse mucho al límite de algo y apartarse y retroceder entonces, invulnerable, invisible, aproximar la mano a una puerta metálica con un letrero que advierte No tocar, peligro de muerte, y sentir como un imán en cada una de las yemas de los dedos, hundir el filo o la punta de la navaja en una piel lisa y blanda justo una fracción de milímetro, una punzada que no llega a ser una herida, que no llega a hacer que brote la sangre.
Iba frenando al acercarse al parque, detuvo el motor, apagó las luces y el coche siguió deslizándose hacia abajo en silencio, se quedó parado más allá de las últimas farolas y todavía a una cierta distancia de las vagas sombras de setos y árboles inmóviles, advirtiendo entonces que había cesado el viento. La mano ya no le sangraba: con la punta de la lengua podía seguir el filo tenue de la herida. No había nadie cerca, no se oía nada, ni el viento, ni motores de coches. Contra el perfil oscuro de los tejados y los árboles resaltaba el brillo de gasa o de niebla del cielo tan bajo. Estaba a salvo, quieto, abrigado, oculto en el interior de la furgoneta sin luces, en el extremo desierto de la ciudad, fuera de toda sospecha, sereno ahora, casi confiado, fumando, la brasa del cigarro cobijada en el hueco de la mano, por precaución, por disfrutar todavía más de su invisibilidad, si pasaba alguien probablemente no advertiría que él estaba en la furgoneta, confundido con la oscuridad interior, con el humo.
Si encendía ahora el motor y bajaba por la cuesta de la muralla en pocos minutos estaría de vuelta en su casa. Se vio tendido en la cama, sin poder dormir, escuchando las toses o los murmullos de los viejos, imaginando que se levantaba sigilosamente y caminaba flotando sobre el suelo hasta cruzar el parque y bajar por el terraplén, soñándolo. Salió de la furgoneta, parcialmente ajeno a sus actos, casi viéndose desde fuera, una parte de él inmóvil o pasiva y la otra avanzando, como ocurre en los sueños, como cuando se está acostado en la oscuridad y la imaginación presenta con todos los detalles algo que ya ha sucedido o que nunca llegará a suceder. Escuchaba bajo sus pisadas la grava del parque y las esquirlas de botellas rotas. Dejaba atrás la furgoneta, las últimas luces de las esquinas, las casas blancas con postigos echados, y la tierra que pisaba tenía una claridad muerta, como la del cielo, que hacía más densas por contraste las siluetas de los árboles. Había pasado mucho tiempo, no era posible que aún estuviera allí, tirada, olvidada, corrupta, o tal vez idéntica a como la había visto al irse, a la luz de la luna, de pronto perdía el sentido del tiempo y estaba por tercera vez en la misma noche repetida, y la cara que veía era la de la primera niña, Fátima, la otra se le había borrado, ni siquiera llegó a enterarse de su nombre. Bajó al terraplén, apoyándose en los troncos de los pinos, resbalando en el barro, seguro de que no iba a necesitar la luz del mechero para encontrar el lugar exacto, la zanja, llegaría a ella con los ojos cerrados, como había llegado imaginariamente en cada una de sus noches de insomnio, en sueños de los que despertaba con un sobresalto de alarma, de peligro y de vértigo.
Tropezó con algo, se le habían enredado los pies en una maraña de raíces descubiertas, pero tuvo reflejos y no llegó a rodar por el terraplén, se quedó aplastado contra el suelo, como cuando tenía once o doce años y espiaba a las parejas de novios. Se incorporó, furioso, se había puesto perdido de barro, en cuanto llegara tendría que poner la lavadora, para evitar las preguntas impertinentes y acobardadas de la vieja a la mañana siguiente, dónde has estado, por qué tienes todo sucio de barro, no te habrás estado emborrachando, hijo mío. Se palpó el interior de los bolsillos, había oído que se le caía algo, las llaves de la furgoneta, no, la navaja, maldijo en voz alta, tanteando, arrodillado, tampoco encontraba ahora el mechero, por fin dio con él, suerte que no se le hubiera caído también, lo mantuvo encendido unos segundos y cuando se apagó tuvo con retraso la corazonada de que había visto algo, pero no podía ser, quiso encenderlo de nuevo y la llama no salía, sólo el gas, la ruedecilla giraba sin que saltara la chispa, se había gastado la piedra, o le temblaban los dedos o los tenía muy fríos. Unos zapatos, eso había visto, pero miraba a su alrededor y no veía nada más que los troncos y las sombras de los árboles, mejor se levantaba y se iba, enseguida, todavía estaba a tiempo, uno de los árboles pareció que se movía y un instante más tarde le hirió los ojos un relámpago amarillo, se tapó la cara con la mano, una linterna se había encendido a unos metros delante de él y se le estaba acercando, y luego otra, más a la derecha, y una tercera a su espalda, tres conos de luz densos de neblina moviéndose en dirección a él, que aún no veía a nadie o no distinguía las siluetas humanas de las sombras de los árboles. Se incorporó, limpiándose las rodillas, la cazadora, apartando los ojos de las luces que lo envolvían y tardaban una eternidad en acercársele, ahora acompañadas de ruidos de pasos y de cuerpos que se movían en torno suyo, entre la maleza, surgiendo de los setos, separándose de las formas de los pinos. Quieto, dijo una voz, no te muevas, no des ni un paso, y de la luz amarilla de las linternas emergió una pistola. Echó a un lado la cara, cerró los ojos y levantó lentamente las manos, aunque nadie se lo había ordenado.