27

Iba a buscarla todas las mañanas, a las nueve menos cuarto, llamaba al portero automático y era ella misma la que le contestaba, ya dispuesta para salir, vencía el miedo y los recuerdos y bajaba sola en el ascensor, lo veía a él en la puerta y le sonreía enseguida, con su jovialidad recobrada, intacta, como fortalecida, más adulta ahora, sin más huellas visibles de la desgracia que una pequeña cicatriz en la mejilla derecha, causada tal vez por la punta de la navaja, aunque ella no recordaba el momento ni el dolor de la herida, ésa era una de las pocas cosas que había olvidado, igual que había olvidado lo que estaba ocurriéndole cuando empezó a perder el conocimiento, cuando el hombre enfurecido se apartó de encima de ella y dejó de sentirse aplastada por su peso y por los golpes violentos y fracasados de su pelvis y notó que algo rígido y cruel le hendía el vientre y la desgarraba y ella pensó que ahora sí que de verdad iba a morirse y que era la navaja y no sus uñas lo que el hombre estaba clavándole en venganza por no haber logrado lo que pretendía, lo que le había repetido tantas veces que le iba a hacer, con las palabras más sucias que ella había escuchado nunca, y que le daba tanta vergüenza decirle al inspector, delante de su padre.

Se ponía de puntillas para darle un beso y salía sola del portal, como le habían enseñado que hiciera, y echaba a andar delante de él, camino del colegio, con la mochila a la espalda, con un chubasquero amarillo y un paraguas rosa los días de lluvia, con botas amarillas de goma. De vez en cuando volvía un instante la cabeza hacia el inspector, nada más que para estar segura de que la seguía y la cuidaba, pero si se encontraba con otras niñas obedecía las instrucciones recibidas y actuaba con una desenvoltura perfecta, sin mirar hacia atrás, o haciéndolo de un modo tan hábil que nadie sospecharía su vínculo con el hombre alto y canoso que caminaba a una cierta distancia, fijo siempre en ella, sin perderla de vista hasta que desaparecía en el interior del colegio, en el tumulto de niñas y niños y madres de todas las mañanas, donde solía surgir como un regalo instantáneo y añadido la presencia de Susana Grey, atareada y grave camino de su trabajo, casi desconocida, con su trenca azul marino o su gabardina de los días de lluvia, siempre rápida, a punto de llegar tarde, los brazos ocupados con libros y carpetas, los ojos miopes entornados para distinguirlo a él, que la saludaba con un gesto indeciso, más por timidez que por una precaución de clandestinidad.

Podía haber encargado esa tarea a otro inspector o a un guardia de paisano, pero prefería ir él mismo, y no sólo por el aliciente de ver a Susana Grey y cruzarse con ella diciéndole buenos días como la habría saludado si hubiera seguido siendo lo que fue al principio, alguien a quien él debía hacer preguntas y mostrar fotografías de delincuentes sexuales. Le gustaba esperar a la niña en el portal y darle un beso en la mejilla fresca y ya próxima a la adolescencia en la que apenas se advertía la cicatriz, y seguirla luego por la calle viéndola de espaldas, tan frágil en apariencia y sin embargo tan fuerte, sobrevivida, recobrada del terror, segura de que él la protegía, cómplice en el secreto necesario que habían logrado mantener, orgullosa de su propia destreza para secundarlo. La había visto temblar, el primer día, en la cama del hospital, abrazada a su padre, flaca y pálida, con el camisón de la Seguridad Social que le venía tan grande, todavía sin recobrar del todo la voz, hablando muy raro, cuando despegaba los labios, por culpa de la herida en la lengua, que al doblarse tanto hacia atrás le salvó la vida, había dicho Ferreras, porque quedó un espacio muy angosto a través del que siguió entrándole en los pulmones un tenue hilo de aire, a pesar de las bragas desgarradas e introducidas en la boca hasta la garganta, destinadas a provocarle la misma asfixia que a Fátima, su predecesora, su doble inexacta.

Ese hilo de aire y el frío, dijo Ferreras, el frío que la despertó, pero sobre todo esa cosa tranquila e indómita que hay en ella, pensaba el inspector viéndola caminar hacia el colegio, y cuando la veía salir otra vez a la una y media de la tarde, tan singular a sus ojos, en medio de las otras niñas que en realidad se parecían tanto a ella, con sus chubasqueros y sus chándals, con sus carpetas y archivadores decorados con fotos de cantantes o de actores de cine. Se acordaba de algo que le había contado Susana Grey: lo que había sentido la primera vez que dejó a su hijo en el patio de una guardería, entre los demás niños, de pronto no ya la criatura única que había nacido de ella y que compartía su vida, sino uno más entre muchos, difícil de distinguir desde lejos, y sin embargo más suyo aún que si lo viera solo, con un aire a la vez de desamparo y de suficiencia, un principio de autonomía personal.

Salía la niña, Paula, entre las otras y enseguida sus ojos lo buscaban disimuladamente, con un brillo de complicidad y de astucia, nadie debe saber nada, le habían dicho, ni tu maestra, ni tu mejor amiga, nadie. Habían tejido en torno a ella una malla firme e invisible de protección y secreto, un sistema de silencio que obedecían por igual los taxistas que la recogieron y las enfermeras encargadas de cuidarla en una habitación reservada del hospital, y ahora el inspector se concedía una satisfacción íntima y cautelosa al comprobar que había conseguido lo que al principio le pareció tan necesario e imposible, que la desaparición y el hallazgo de Paula no llegaran a los periódicos ni a los telediarios, que ni siquiera se propagase el rumor por la ciudad: que se pregunte por qué nadie dice nada, que pierda los nervios, que se atreva a volver al sitio donde dejó a la niña creyendo que estaba tan muerta como Fátima.

Pero más aún lo complacía asistir cada mañana y cada tarde a la recuperación gradual de Paula, seguirla en su camino hacia la escuela, conversar con ella luego, a la hora del café, no sólo de lo que le había ocurrido aquella noche, sino de sus exámenes y de sus juegos, de los libros o de los programas de televisión que más le gustaban. Se quedaba seria de pronto, miraba al inspector de una manera que ahora a él le resultaba familiar, de miedo y a la vez de recuerdo, de orgullo por haber recobrado un nuevo pormenor que a él le sería útil, que quedaría anotado en el cuaderno que tenía siempre al alcance de la mano: «la cazadora era de ante marrón», decía, no porque se hubiera esforzado en recordar, sino porque en la superficie de su memoria todavía trastornada había emergido esa imagen suelta, «el reloj que llevaba no era de agujas, sino de números, tenía la correa de plástico negro».

Había tardado diez días en volver a la escuela, en atreverse a salir a la calle y a cruzarse con desconocidos, y al principio su padre y el inspector la acompañaron, pero enseguida empezó a sobreponerse al miedo, paso a paso, y hubo un día en que se atrevió a bajar sola en el ascensor, y otro en el que dijo que ya no hacía falta que la llevaran a la escuela, no fuesen sus compañeras a sospechar algo, dijo ella misma, ya le habían preguntado algunas por qué iba de la mano de su padre, a los doce años, como si estuviera en párvulos.

El inspector aguardaba delante de la verja de la escuela, más viejo que la mayor parte de los padres y madres, mejor vestido también, con sus ropas invernales del norte, se iba fijando una por una en las caras de los niños que salían en tumultuosas oleadas, entre una confusión de coches y de gente, de paraguas en los días de lluvia, y cuando reconocía la cara de Paula notaba un sobresalto de tranquilidad y alegría. Iba tras ella, sabiéndose ya el camino de memoria, la acompañaba hasta el portal, le abría la puerta del ascensor, le daba un beso de despedida y luego volvía por la tarde, para conversar con ella, siempre cerca del padre, que le acariciaba la mano y la escuchaba con una mezcla de devoción y de rabia, devoción absoluta hacia su hija recobrada y rabia que no quería mostrar en toda su intensidad delante de ella. «Yo lo único que quiero es que usted me prometa que va a encerrarlo —le decía, cuando la niña no estaba delante—, que no lo van a dejar salir hasta que se muera».

El inspector llegaba hacia las cuatro y media o las cinco de la tarde y ya le tenían preparado el café, la misma Paula se lo servía a él y al padre, y no olvidaba ponerle una sola cucharada de azúcar, y preguntarle un poco más tarde si no quería tomarse una cocacola: le dijo que no había visto a ningún otro adulto a quien la cocacola le gustara tanto. El padre era empleado de correos, y no llevaba ni un año destinado en la ciudad. La madre trabajaba de camarera en un hotel. Tenía el turno de tarde, y el inspector no solía encontrarse con ella. Rondaban los dos los cuarenta años, y su casa daba una impresión de desahogo en la modestia, de vida desenvuelta y vivida: había fotos de la pareja abrazándose, de ellos dos con la niña muy pequeña, llevándola de la mano en algún paisaje que parecía extranjero, los tres con aire de viaje, con vaqueros y jerseys y zapatillas de deporte, delante de un coche cargado o de una tienda de campaña.

Llegaba con un cassette, con un bloc de notas, con álbumes de fichas y materiales de identificación, y la niña salía a abrirle y se empinaba para darle un beso, cálida enseguida, porque el afecto parecía su disposición natural, igual que en otras personas es la hostilidad, o la indiferencia. Se sentaban todas las tardes en el mismo lugar, el inspector en un sillón, la niña y el padre en el sofá, delante de la mesa baja donde estaba el servicio de café y donde el inspector ponía en marcha su grabadora. «Quiero que te acuerdes de todo —le decía—, sin que te dé vergüenza, sin que te importe no estar segura o habérmelo contado ya».

Pero no le hacía falta que la animaran, tenía una memoria infalible, una capacidad de percepción y retentiva que se iba volviendo cada día más aguda, en oleadas de pormenores nuevos, de matices o palabras hasta entonces no recordados. El primer día, en el hospital, apenas balbuceaba, con su lengua hinchada y torcida, temblando, con los ojos perdidos. Ahora era capaz no sólo de recordarlo todo, sino de contarlo con una precisión que a veces a ella misma se le volvía intolerable. Nunca se contradecía, no contaba nada de lo que no estuviera muy segura. Dejaba de hablar, tragando saliva antes de repetir una palabra o un gesto especialmente repulsivo, miraba de soslayo a su padre, le apretaba la mano, con la cabeza baja, sin atreverse a mirar al inspector a los ojos.

—Me ordenaba cosas y yo no lo entendía. Decía palabras que yo no sabía lo que significaban. Me decía puta muchas veces, me mandaba que me quitara la ropa y yo no lo obedecía, y entonces me daba un golpe con la mano abierta y me tiraba contra el suelo, pero yo me levantaba otra vez, se ponía muy furioso, respiraba muy fuerte, le temblaba la voz.

—Dime cómo era, qué acento tenía.

—Normal, de aquí, como cualquiera. La voz rara, muy suave. Fumaba mucho. Sacaba el cigarro y lo encendía con una sola mano, mientras tenía la navaja en la otra.

—¿En qué mano?

—En la derecha. —La niña cerró los ojos, apretó los labios, forzando su memoria—. En la misma que tenía sangre. El cigarro en la izquierda y la navaja en la derecha. El mechero azul, fallaba mucho al encenderlo. Se chupaba la sangre de la mano.

—¿Viste el color del mechero en el terraplén?

—Lo vi en la escalera, la primera vez que lo sacó. Fallaba porque le temblaba la mano. La marca de los cigarros era Fortuna. Fumaba mordiéndolos, sin quitárselos de la boca. Me decía que iba a quemarme. Chupaba muy fuerte y me lo acercaba.

—¿A la cara?

La niña no dijo nada, negó con la cabeza, apartando otra vez los ojos.

—Aquí. —Se señaló fugazmente con un dedo índice de uña mordida la curva leve del pecho—. Luego me puso la navaja. Decía que si me gustaría que lo cortara.

«Incisión superficial de arma blanca en torno al pecho izquierdo», había leído el inspector en el informe de Ferreras. En el comedor familiar, caliente y protegido, frente a la mesa baja donde había un civilizado juego de café, junto al padre y la hija sentados en el sofá, le vino de pronto como un estremecimiento físico de pura maldad, el frío de la navaja hendiendo la piel aterida de la niña, su carne blanca e indefensa a la luz de la luna. Al llegar al terraplén le había ordenado que se desnudara, dijo. Se había negado, o simplemente no había podido obedecer por culpa de la parálisis del miedo, y él la había tirado al suelo de un puñetazo, con la misma mano que sostenía la navaja, y entonces ella empezó a quitarse la ropa, tiritando de frío, abrumada no sólo por el miedo, sino también por la extrañeza, por la incapacidad de comprender. No entendía lo que le era ordenado, tan sólo el asco y el terror que las palabras desconocidas y los gestos imperiosos le provocaban.

En el suelo se había fijado en que el hombre llevaba unos pantalones vaqueros y unos zapatos negros, sin cordones, unos zapatos manchados de barro que no eran de invierno. Pero no, dijo, en los zapatos y en los calcetines recordaba ahora que se había fijado antes, los veía mientras caminaba con la cabeza baja a través de toda la ciudad, con aquellos dedos apretando en la nuca, unos zapatos parecidos a mocasines, con borlas que se movían a un lado y a otro, no, con una sola borla, la de uno de los zapatos se había caído, no recordaba cuál, quizás el derecho: el inspector anotaba, le sonreía, alentándola, pero cuidando mucho de no presionarla, de no intentar que forzara el ritmo o el flujo de sus rememoraciones de detalles, cerraba el cuaderno y guardaba la pluma, si veía que la niña empezaba a ponerse muy tensa, le preguntaba por algo del colegio, la felicitaba por su buena memoria, seguro que no tenía problemas para aprenderse las lecciones, le dijo, si necesitaba trabajo cuando fuera mayor no tenía más que solicitar una plaza como inspectora de policía.

—El color de los calcetines —volvió a preguntar—. Me has dicho que eran claros. ¿Blancos o de otro color?

—Blancos, seguro.

—¿Llevaba algún anillo en las manos, alguna cicatriz?

—Anillos no, pero sí una pulsera.

—¿Eso que llaman una esclava?

—Creo que sí. Como una pulsera de mujer pero más pequeña.

—¿Parecía de plata o de oro?

—De oro. —La niña sonrió—. Pero seguro que era falsa. Las manos muy grandes. Más grandes que las tuyas o las de mi padre. Viéndole la cara era raro que tuviera esas manos. Las uñas con el filo negro. Me arañaba con ellas.

—¿Las tenía largas?

—Largas no, rotas, como de no cortárselas bien. El cinturón tenía una hebilla grande, yo no podía desabrochárselo y me tiraba del pelo y me ponía la navaja en la cara. La hebilla del cinturón estaba muy fría. Me apretaba la cabeza contra ella, decía que no quisiera engañarlo, que seguro que ya había hecho muchas veces eso que él quería que le hiciera.

La cara redonda, se acordaba, la barbilla muy pequeña, en eso se había fijado muy bien, parecía que la cara no estaba terminada de hacer por abajo, el pelo negro, rizado, la frente estrecha, las cejas grandes, casi juntas encima de la nariz: el inspector le enseñaba láminas, catálogos de ojos, de bocas, de narices, de óvalos de caras, y ella escogía rápidamente o dudaba, el pelo no era exactamente así, un poco menos rizado, casi tieso, la frente era un poco más ancha, las orejas no estaban tan separadas. Apartaban de la mesa la bandeja del café y los fragmentos de caras posibles eran piezas de un juego que los mantenía absortos a los tres pero que debía completar ella sola, insegura, aturdida, asustada de pronto por una combinación de rasgos que le traía un recuerdo demasiado vivo, por sucesiones de ojos que siempre tenían miradas de amenaza pero que no llegaban a parecerse a los ojos del hombre que la había derribado a golpes y la había obligado a desnudarse y a tenderse de espaldas contra la tierra áspera y helada y a ver cómo se inclinaba hacia ella con un cigarro mordido en la boca, con la navaja en la mano derecha, con el cinturón desabrochado y los pantalones caídos hasta los tobillos.

Poco a poco, con una lentitud que ya no exasperaba al inspector, porque ahora sabía que contaba con la ventaja del secreto, se iba formando ante él una cara, una figura entera, la iba construyendo la niña como si pusiera en su sitio cada uno de los trozos de un rompecabezas, como esos escultores que según había visto el inspector en un documental van añadiendo pequeños pedazos de arcilla fresca o de cera para modelar una estatua. Cuando se quedaba solo, al salir de casa de Paula, o cuando a media noche no podía dormir y repasaba las notas de su cuaderno y escuchaba de nuevo la voz de la niña en el radiocassette, iba repasando una por una todas las cosas que ya sabía, todos los fragmentos y pormenores mínimos que se agregaban a aquella rudimentaria figura de barro que estaba construyendo. El reloj digital barato, las uñas negras, la esclava de oro falso, la cara redonda. Se lo contaba a Susana Grey, le dejaba escuchar las palabras de la niña, le enumeraba excitadamente todo lo que sabía de aquel hombre con el que ya lo vinculaba una familiaridad infectada de repugnancia. Estaba cerca y sin embargo seguía siendo un desconocido absoluto, conocían su estatura y la forma de su cara y el color de su pelo y el aspecto de sus uñas y la marca de cigarrillos que fumaba y no obstante el inspector podría chocarse con él y no reconocerlo. Había pasado con la niña casi junto a la puerta de la comisaría sin que nadie se fijara en él, se había cruzado con un coche patrulla clavándole los dedos en la nuca y apretando en un bolsillo una navaja automática, pero nada de eso lo había vuelto más visible. Qué aspecto tiene, le preguntaba muchas veces a Paula, queriendo que ella recordara o descubriera un solo rasgo indudable, un defecto físico, una singularidad cualquiera, pero la niña siempre respondía lo mismo, claudicaba, encogiéndose de hombros, en el sofá, al lado de su padre, delante del desorden de las fichas policiales y de las láminas con dibujos de caras:

—Tiene un aspecto normal.

Iban en coche, algunas tardes, el padre conduciendo, el inspector y Paula en los asientos de atrás, repetían el itinerario de aquella tarde, y el inspector le pedía que se fijara en todos los hombres jóvenes a los que viera, que le avisara si encontraba algún parecido, el que fuera, en la ropa o en la cara, en la manera de andar. Iban despacio, junto a las aceras, y Paula miraba hacia la calle sin parpadear, seria y atenta, de perfil contra el cristal, casi adulta, levantaba una mano, adelantando el dedo índice, la dejaba caer, se mordía los labios: creía haber visto su cazadora, o sus mocasines negros, incluso creía durante un segundo de pánico y alucinación que lo había visto a él, sobre todo cuando ya había caído la noche y las calles se parecían tanto a las que había cruzado con un automatismo de hipnotizada y muerta en vida. Casi cualquiera podía ser, cualquiera con un aspecto normal, entre los hombres jóvenes y comunes que iban por la calle al atardecer, con pantalones vaqueros, con caras llenas y pelo negro, con cazadoras de abrigo para las noches húmedas de invierno. Cada tarde, en cuanto empezaba a oscurecer, le volvía el miedo, aunque se encontrara protegida en el interior cálido y en penumbra del coche, y entonces le ponía la mano en el hombro a su padre y le pedía por favor que la llevara a casa. Miraba las luces de los escaparates, la gente con paraguas y abrigos por las aceras, sentada junto al inspector, sin atreverse a acercar mucho la cara al cristal, por miedo a que la descubrieran aquellos ojos de los que no había sospechado nada la primera vez que los vio en el ascensor.

Se acordaba de casi todo menos de eso, de los ojos, los veía en sus pesadillas y se había olvidado de ellos en cuanto despertaba. No recordaba el color ni la forma, no podía decir si eran grandes o pequeños, saltones o hundidos, no veía en las fichas de los detenidos ni en los dibujos que el inspector desplegaba ante ella ningunos ojos que le hicieran encontrar un parecido con aquéllos. Se acordaba sólo de unas cejas grandes y oscuras. El retrato robot que el inspector miraba a solas en su despacho, a la luz de una lámpara baja, mientras no se decidía a marcar el teléfono del sanatorio adonde había dejado de llamar todas las tardes, era una cara simple y redonda, con cejas grandes y arqueadas, con la boca pequeña y la barbilla breve, con una mancha en blanco como un antifaz en el lugar donde no estaban los ojos.