«No es que ya no tenga fuerzas para seguir escondiéndome», dijo la voz rasposa y nada rotunda al otro lado de la celosía, la voz gastada, como de arena áspera, débil en realidad, sobre todo ahora, cuando no tenía el soporte evidente de la presencia física, como esas voces que cambian del todo al ser escuchadas por teléfono, revelando cosas que tergiversa o desfigura la mirada, «es que ya no tengo la edad. No es digno vivir mintiendo y escondiéndose con más de cincuenta años, no tengo ganas sobre todo, ánimo, fe ciega, como quiera llamarlo, lo que sigue sosteniéndolo a uno cuando ya no le quedan creencias ni expectativas. Dentro de nada podría jubilarme si quisiera. Me lo sugirieron al darme el traslado, que si lo prefería podía solicitar un destino administrativo y quedarme en él hasta que cumpliera los años de servicio que me faltan, una oficina de prensa o incluso algo de más rango, una asesoría de alto nivel en el Ministerio, en reconocimiento a todos mis años de experiencia, a los servicios prestados, como se decía antes. No sé si lo dijeron para premiarme o para quitarme de en medio y quizás tampoco lo saben ellos, nada está ya muy claro en este trabajo y desde hace años no sabemos del todo quiénes están dentro de la ley y quiénes fuera, quiénes mienten y quiénes dicen la verdad. Pero me dio mucho miedo de pronto que fuera a llegarme ya lo que siempre había estado tan lejos, el retiro, o peor todavía, la jubilación, es una palabra terrible, la jubilación y por lo tanto la vejez, porque uno siempre cree que los que se hacen viejos y se mueren son otros, como los que sufren los atentados. Cada vez que mataban a alguien o que lo dejaban malherido, a alguien de nosotros, yo procuraba repasar sus actos para descubrir en qué se había equivocado, qué imprudencias había cometido, porque ésa era una manera de tranquilizarme, de sentir que no todos éramos iguales, que había una manera razonable de disminuir el peligro y hasta de evitarlo. Pero desde luego eso era mentira, en gran parte, nadie puede tomar todas las precauciones ni prevenir todas las eventualidades, nadie está seguro del todo si hay alguien que esté dispuesto a quitarle la vida arriesgando la suya. Mire esos terroristas palestinos, se sujetan con esparadrapo al estómago un paquete explosivo que no cuesta más caro ni pesa más que un walkman, suben a un autobús en Jerusalén y provocan una masacre, es lo más fácil del mundo, no hay nada que tenga menos mérito, o éstos de aquí, con sus lanzacohetes y sus sistemas de control remoto, que suelen ser más modernos que los nuestros, y con toda esa gente además que está dispuesta a informarles de cosas, de horarios, de las costumbres de quien ellos eligen. Yo pensaba, me convencía a mí mismo de que lo tenía todo bajo control, pero era una alucinación, como cuando uno ha bebido y se sube al coche y cree que está conduciendo muy bien, que ve muy claro y no le tiembla el pulso. Es mentira, pero una mentira muy verosímil, digamos, con todo lujo de detalles, una de esas mentiras que inventan los grandes estafadores, tan perfectas que precisamente por eso son más sospechosas, porque en la vida real no hay nada así de acabado, de bien hecho, todo parece el resultado de la casualidad o de la prisa, de la improvisación, de un ataque de rabia, como la mayor parte de los crímenes, salvo los crímenes políticos o los profesionales, que en realidad se parecen mucho».
La voz se quedó en silencio, el padre Orduña oyó tragar saliva y tuvo la sensación de que no conocía a quien le hablaba, la cara masculina velada por la penumbra fría de la iglesia, fraccionada por los orificios en forma de rombos de la celosía.
«Pero para eso sirve el alcohol —continuó la voz monótona, dubitativa ahora, como buscando un hilo perdido—, para inventar simulacros. Va uno borracho y jugándose la vida, la suya y la de otros, y cree que conduce con el pulso firme, tiene los ojos inyectados en sangre y el aliento lleno de whisky y piensa que nadie se da cuenta, que todo está bajo control. Y así vives, años y años, cada vez más perdido en simulacros de todo, de conversación, de amistad, de heroísmo, de deseo sexual también. Yo pensaba que era valiente al no pedir el traslado a pesar de las amenazas de muerte, pero no era valor lo que tenía, era un encabezonamiento de borracho, de borracho de la peor clase, el que no sabe hasta qué punto lo es, el que todavía disimula delante de los demás. En realidad disimular no es difícil, porque mucha gente bebe también, y los unos se escudan en los otros, y además porque nadie se fija mucho, como dice una amiga mía, Susana Grey, no sé si la conoce o se acuerda de ella, de joven me ha dicho que iba a algunas reuniones con usted, de aquellas de cristianos de base. Pero no se impaciente, no se me ha vuelto a perder el hilo, a lo que he venido es precisamente a hablarle de ella, pero todavía no, antes tengo que explicarle otras cosas que usted a lo mejor puede no entender, porque seguro que no ha probado el alcohol en su vida».
«Lo pruebo todos los días, en la consagración, ¿ya no te acuerdas?», dijo con cierta sorna el padre Orduña, y la voz se detuvo, volvió a sonar con un matiz de agravio, ajena a todo humorismo, a toda dilación.
«Yo empezaba a beber y era automático, me ponía caliente enseguida, perdone la palabra, tenía que buscar una mujer donde fuera, y muy rápido, sin medias tintas ni seducciones lentas, sin ninguna clase de sentimentalismo, sin pensar siquiera en el adulterio. Entre otras cosas no tenía tiempo, había que volver a casa a una hora más o menos razonable, había que fichar, como decía siempre un colega mío, el que mataron en aquel restaurante donde me estaba esperando. Cuando yo llegué todavía estaba su vaso de whisky encima de la mesa, el whisky y el café sin terminar y el cigarro en el cenicero. Había sitios, clubs donde a nosotros nos conocían y no nos cobraban, a los policías, puede imaginárselo, en todas las ciudades los hay, y más de una noche acabábamos en ellos, o acababa yo solo, porque en realidad prefería no ir con nadie, siempre me ha dado vergüenza, como cuando estaba en el internado y los otros se masturbaban en grupo, hacían competiciones a ver quién se corría antes. Yo procuraba irme solo, llamaba a mi mujer para decirle que tenía mucho trabajo y que no me esperara, aunque muchas veces ni la llamaba, pensaba hacerlo y lo dejaba para un rato después, cuando hubiera terminado la copa, y cuando miraba el reloj ya era tan tarde que valía más la pena no llamar, no fuera a estar ya dormida, o a asustarse porque sonara a esas horas el teléfono. Pero no se dormía, ni se dormía ni creía una palabra de lo que yo le contaba, me esperaba despierta, con su bata y sus zapatillas, viendo la televisión, hasta las tantas, yo llegaba y le contaba un embuste y ella empezaba a reprocharme que no la hubiera avisado, se echaba a llorar, y yo lo que sentía, más que nada, era aburrimiento, ganas de que aquello terminara de una vez para irme a dormir, porque siempre era lo mismo, los dos haciendo y diciendo las mismas cosas, ella sus reproches y yo mis disculpas y mis embustes, así siempre, no sé cuántos años, y cada vez peor, porque habían empezado las llamadas anónimas, las amenazas, me cambiaban el número de teléfono y en una semana esa gente ya lo sabía, y era ella la que los escuchaba, no yo, que no estaba casi nunca en casa. Al final ya no soportaba ningún timbre, fuera o no del teléfono, ni el del despertador, ni el del horno, todos la aterraban, y ahora, en ese sitio donde está, no permiten que los oiga, cuando se recibe una llamada para ella una monja entra a avisarla».
El padre Orduña escuchaba con la cabeza baja, inclinada hacia la celosía, los ojos entornados, las manos juntas en el regazo, o jugando con los filos de la estola, en una posición no dictada por ninguna liturgia, sino por la costumbre y la paciencia de escuchar, a lo largo de tantos años, en aquel mismo sitio, de oír sabiendo que sus interlocutores no exigían en realidad su atención, sino su simple presencia abstracta al otro lado, el rumor de su respiración o de sus movimientos, la seguridad de que alguien escucha, que ya contiene en sí misma una parte de alivio, de la absolución solicitada y siempre concedida. Se adormilaba a veces en el confesonario, con más frecuencia según cumplía años y el sueño se le iba volviendo más ligero e irregular, un sueño inquieto y liviano de viejo. Se había despertado esa mañana cuando aún era muy de noche, y al oír en la oscuridad que estaba lloviendo había tenido un sentimiento de gratitud, una efusión de oraciones respondidas, incluso de pereza de quedarse en la cama escuchando llover, al menos la dosis muy limitada o muy rudimentaria de pereza que podía anidar en un carácter como el suyo, tan hecho para la acción, tan poco dotado para la complacencia de sí mismo, ya fuera en el regalo o en la lástima.
La fuerza de la lluvia estremecía el cristal de la ventana, y el viento soplaba muy fuerte ahora, en los descampados donde antes estuvieron los talleres y la granja, y donde ahora había edificios en construcción, grúas que oscilaban con gruñidos metálicos mientras las zanjas de los cimientos y de los garajes subterráneos en excavación se llenaban de agua, de cieno pardo y denso. Buscó a tientas el botón del flexo, y cuando la luz se encendió sus gafas cayeron al suelo. Se incorporó para recogerlas y las plantas de los pies se le quedaron heladas al pisar las baldosas. Se envolvió en una bata vieja de cuadros, se lavó la cara con agua muy fría, en el pequeño lavabo contiguo a su habitación, donde había también un plato de ducha.
El padre Orduña no vivía tan austeramente porque hubiera renunciado por una decisión de su voluntad a las comodidades que para otros eran imprescindibles: vivía así porque no sabía imaginarse a sí mismo viviendo de otro modo, y porque aquellas cosas que otros disfrutaban a él le resultaban indiferentes. Miraba sin mucha atención los escaparates de las tiendas y se acordaba del asombro de Sócrates ante las abundancias del mercado de Atenas: «Cuántas cosas existen que yo no necesito». Le gustaba su cama estrecha, de anticuados barrotes cilíndricos, pegada a la pared, y hasta no mucho tiempo atrás había dormido admirablemente en ella, a pesar de su estrechura, de lo áspero de las sábanas y lo mezquino del colchón, y ni su mesita de noche, desconchada en los ángulos, ni el flexo con la pantalla azul metalizada le parecían lo que eran, testimonios de una cierta modernidad ya decrépita de los años sesenta que había sido particularmente favorecida por los proveedores de mobiliario eclesiástico. No siempre lograba vivir de acuerdo con su alma, pero sí estaba de acuerdo con su habitación, a la que no llamaba su celda porque le hubiera parecido presuntuoso. Lo vigorizaba el frío que hacía en ella, y cuando se despertaba por la mañana, todavía de noche, y pisaba descalzo las baldosas, no se le ocurría que bastaban una alfombra y un calefactor para hacerlo todo más habitable. Se levantaba muy temprano porque desconocía el placer de quedarse en la cama, y no tenía que vencer la tentación de la pereza por el simple hecho de que no la había experimentado nunca.
A las siete menos cuarto ya estaba vestido, con su jersey gris de cuello alto y su pantalón azul mahón idéntico a los que usaba en sus años de párroco obrero, con sus zapatones negros que cualquier otro habría tirado al menos diez años atrás, pero que él seguía cuidando y llevaba a poner medias suelas a la tienda del único zapatero remendón que quedaba en la ciudad, el hijo de un zapatero comunista con quien el padre Orduña había mantenido en otro tiempo discusiones agotadoras y apasionadas sobre la existencia de Dios, la naturaleza humana o divina de Jesucristo, el ímpetu de revolución social de los evangelios, discusiones en voz baja, desde luego, sostenidas en el mismo portal donde entraban las mujeres con sus zapatos viejos envueltos en periódicos, teología laboral y clandestina.
Crujían sus zapatos cuando cruzó los pasillos vacíos de la residencia, con luces muy débiles en las esquinas, como en las calles de una ciudad deshabitada, las baldosas blancas y negras disolviendo su perspectiva en la fría oscuridad y en la mirada miope del padre Orduña, que lo rodeaba siempre de distancias de niebla. Tanta gente se había ido marchando o muriendo a lo largo de los años, y la residencia parecía que se hubiera hecho más grande, se había multiplicado el número de las habitaciones, de los dormitorios y las aulas, la longitud de los pasillos y las escaleras, la monotonía aritmética de las baldosas, blancas y negras, sueltas, algunas, resonando ahora en los lugares previstos, mientras el padre Orduña bajaba con pasos lentos y enérgicos hacia la iglesia, la cabeza ancha y fornida, la barbilla adelantada sobre el pecho, las manos a la espalda, o tanteando por precaución la baranda de las escaleras, las rodillas avanzando como si todavía encontraran la resistencia de una sotana, aunque el padre Orduña llevaba muchos años sin ponerse ninguna. Aún se acordaba del escándalo en la ciudad, los párrocos y las beatas, el elemento católico, como se decía entonces, desconcertados y furiosos porque algún jesuita había salido a la calle vestido de clergyman, aunque era posible que ninguno de ellos lo hubiera visto, todo era un rezadero de chismes en las sacristías y en las novenas, en las mesas camillas donde se fosilizaba cada tarde el tedio del rosario, en algún café de los que entonces todavía quedaban: ese cura que es nieto o sobrino del general de la estatua ha pasado por la calle Nueva vestido de paisano, con chaqueta negra y alzacuello, como un protestante, desde siempre fue un rojo, se le veía venir, y le negaban el saludo, se cruzaban con él y miraban a otra parte, un veterano de la División Azul que seguía llevando pistola escupió delante de él antes de cruzarse de acera, un viernes santo por la tarde, en medio de una multitud.
Ahora esas cosas le parecían mentira. Parecía mentira que hubieran existido, y más mentira aún que con el tiempo dejaran de existir, tan sólidas como eran, tan indestructibles. Para llegar a la sacristía el padre Orduña tenía que cruzar un patio de deportes desprotegido por la lluvia. Hacía muchos años que nadie jugaba en él al baloncesto, pero aún estaban dibujadas las líneas blancas sobre el asfalto y permanecían en pie los armazones metálicos de las canastas. Quiso apresurarse, pero los zapatos se le calaron en un charco que no había visto, se le cayeron las gafas y durante más de un minuto se vio a sí mismo humillado y algo ridículo, inclinado en la oscuridad, bajo una lluvia muy fuerte, buscando las gafas, temiendo pisarlas en la vaguedad nublada de su miopía.
Se había mojado mucho. En la sacristía se secó el pelo y la cara con una toalla, limpió con cuidado los cristales de las gafas antes de empezar a vestirse para la misa. Contra su costumbre, encendió una pequeña estufa eléctrica para secarse los pies. Se sentó un rato frente a ella, tan cerca que enseguida las suelas de los zapatos le olieron a goma quemada. Se frotaba las manos, vencido ahora, como un hombre muy viejo, por el frío del amanecer, apesadumbrado por la posibilidad de contraer un catarro o incluso una pulmonía si se dejaba puestos durante toda la misa, en la frialdad vasta de la iglesia sin fieles, aquellos calcetines recios y húmedos.
Con alguna frecuencia, sobre todo en invierno, no había nadie en los bancos, y el padre Orduña decía la misa exclusivamente para él solo, hecho que en modo alguno lo desalentaba. El portero de la residencia, casi tan viejo como él, era quien abría la iglesia y encendía las luces. Se vistió, aunque sin mucho ánimo, le dio más frío el contacto de las ropas litúrgicas, el metal helado de la custodia. Caminó hacia el altar mayor, consciente de sus calcetines mojados, de su paso más lento y su espalda más encorvada que otros días, apoyó las manos en el altar, se arrodilló para santiguarse y al levantar los ojos vio las pocas figuras de mujeres de todos los días, borrosas por la distancia y la penumbra. Pero había alguien más esta vez, al fondo, una silueta más alta, imposible de identificar, tan lejos, masculina, con la mancha verde oscuro de un abrigo o de un anorak, un hombre que no tenía costumbre de estar en una iglesia, o que había dejado de frecuentarlas hacía tanto tiempo que ignoraba los cambios de las costumbres litúrgicas. Sin verle la cara lo reconoció, y al terminar la misa, en vez de retirarse, como tenía previsto, a cambiarse el jersey y los calcetines y prepararse un vaso de leche caliente, se puso la estola encima del jersey y fue despacio hacia el confesonario, sin saber del todo si acudía a una cita o formulaba una invitación.
«Me acordaba de usted muchas veces. En el fondo, cuando pensaba que me escondía de otros, a lo mejor de quien me estaba escondiendo era de usted, de lo que habría pensado de mí si hubiera sabido que me ganaba la vida en la universidad pasando informes a la brigada político social sobre la gente politizada o revoltosa de mi curso, o si me hubiera visto tambalearme al salir del coche o meterle mano en un club de alterne a una prostituta que no iba a cobrarme porque yo era policía. No creo en Dios y desde que me casé no he vuelto a pisar una iglesia, a no ser para bodas y entierros, pero me he sorprendido a mí mismo algunas veces sintiendo una necesidad grande de confesarme y de ser perdonado, una necesidad muy fuerte, no ahora, desde luego, no hoy, ése no es el motivo por el que he venido. Ya hace meses que no bebo y que no salgo por ahí buscando mujeres. Dejé el alcohol de golpe, el alcohol y el tabaco, un poco antes de que me dieran el traslado. Llegué una noche a casa, más borracho que de costumbre, me desnudé en la oscuridad, como hacía siempre, en los últimos tiempos, desde que mi mujer ya no me esperaba levantada, me desnudé tropezando con las cosas, haciendo mucho ruido, pero ella no se movía, y tampoco creo que se molestara en fingir que estaba dormida, de espaldas en su lado de la cama, la veía como un bulto a la luz de los números del despertador y quería descubrir si respiraba o no como el que está dormido, y al mismo tiempo disimular, estaba convencido de que lo conseguiría. Ahora me doy cuenta de que ese disimulo no era posible, desde que no fumo ni bebo puedo oler en los demás el alcohol y el tabaco, en la ropa de la gente y en su aliento, lo huelo muy fuerte, y comprendo que cuando llegara entonces a mi casa el olor con que entraba en el dormitorio sería muy fuerte, imposible de ocultar aunque lo hubiera intentado. Pero ya le digo, uno cree que controla y no controla nada, está a merced de cualquier accidente, de cualquier desgracia, podía haberme matado uno de aquellos terroristas que me amenazaban por teléfono y me dejaban anónimos en el buzón o me podía haber matado yo mismo en el coche, o enredándome en una pelea con chulos o con traficantes en uno de aquellos bares a los que iba de noche, fingiendo muchas veces que lo hacía por razones de trabajo, o imaginándolo y creyéndolo yo mismo, contándome el embuste igual que se lo contaba a mi mujer. Ésas eran las peores mentiras, o las más peligrosas, las que yo inventaba para mí mismo y me creía, como si me las contara otro, el que se apoderaba de mí cuando estaba muy bebido. Eso sentía a veces, al despertarme de noche, todavía bajo el efecto de la borrachera, estaba acostado en la oscuridad junto a mi mujer y sentía que había alguien más en la habitación y me daba pánico, pero no me atrevía a dar la luz, para no despertarla, y ese otro seguía allí, como si hubiera estado mirándome mientras dormía, veía exactamente su sombra y cuando parpadeaba lo que había visto era una chaqueta tirada sobre una silla. Había veces en que olvidaba cosas, se me borraban horas, hasta noches enteras, y me dio por pensar que cuando me ocurría eso era porque el otro se había apoderado por completo de mí y me robaba hasta los recuerdos. Una noche llegué a casa a las tantas, me tendí en el sofá sin quitarme los zapatos ni la corbata y me quedé dormido, pero a la mañana siguiente me desperté en la cama, con mi pijama puesto, con un dolor de cabeza horrible, con los pulmones quemados por dentro de tabaco y sin ningún recuerdo. Pero esa otra noche que le digo, la última de todas, estaba tan borracho que no me había atrevido a conducir, y además no recordaba dónde había dejado el coche, y estuve andando no sé cuánto tiempo, mojándome, con esa lluvia fina del norte, y tampoco sé cómo pude llegar a mi casa. Buscaba un taxi, pero no aparecía ninguno, y yo andaba y andaba, sin que ni el frío ni la caminata me quitaran la borrachera. Me paré dos o tres veces a orinar en cualquier parte, esas meadas largas de los borrachos que huelen tanto a alcohol. Llegué frente a mi portal, miré hacia arriba por si estaba todavía encendida la luz de mi casa, y entonces tropecé y me caí. No sé cuánto tiempo me quedé en el suelo, boca abajo, sin moverme, menos mal que había una marquesina que me protegía de la lluvia. Estaba tumbado, consciente, con la cara contra una losa muy fría, imagínese que hubiera llegado algún vecino en aquel momento, todavía lo pienso y me da vergüenza acordarme. Me gustaba estar tendido allí, no tenía ninguna gana de levantarme y de entrar a mi casa, en aquel momento comprendía a esos borrachos que se quedan dormidos en la calle, tirados en una acera. No se puede caer más bajo, y es verdad, literalmente, se tiene la tranquilidad de haber llegado al suelo, de no tener ningún peligro de caída ni de vértigo, y el suelo es tan firme, tan seguro y tan ancho, que parece que nada le puede ocurrir a uno ya, da una sensación de fortaleza y de tranquilidad muy grande, de tranquilidad y de abandono, parece que lo protege a uno la misma ley de la gravedad. Pensaba que podía llegar o salir alguien, aunque eran las cuatro o las cinco de la mañana, pero la vergüenza no era motivo suficiente para levantarme. Me levanté porque me estaba entrando mucho frío, y al ponerme de pie me dio tal mareo que casi me caigo otra vez, ya estaba echando de menos la seguridad del suelo, el santo suelo, que decía antes la gente. Imagine con qué cuidado podía yo acostarme esa noche, o cómo podía creer que ella estaba dormida y que era posible no despertarla, con todo el ruido que estaba haciendo, hasta con el mismo olor que traía. Sabía que en cuanto me acostara me entrarían las náuseas, y sin embargo me acosté, y cuando entré en la cama ella se apartó más hacia su lado, como para que yo ni la rozara. Fue tenderme y cerrar los ojos y vino lo peor, primero la idea de que había alguien más en la habitación, y luego el mareo, la sensación de que si no me incorporaba y encendía una luz iba a morirme. Me levanté a tientas, conseguí llegar al cuarto de baño, me senté en el retrete y entonces empecé a vomitar, y no tenía voluntad ni para echar la cara a un lado y que los vómitos cayeran al suelo. Me vomité encima, sobre la chaqueta del pijama, sobre los pantalones bajados y las rodillas, y el olor de los vómitos me provocaba más arcadas y me hacía vomitar otra vez. Me quedaba con la cabeza caída y la boca abierta y babeando y miraba lo que había salido y lo que volvía a salir de ella como un idiota, como si no fuera yo el que vomitaba. Tenía que arreglar aquello, tenía que evitar que mi mujer lo viera, limpiar el cuarto de baño y limpiarme yo, y tirar todo lo que llevaba puesto, el pijama, los calzoncillos, las zapatillas, todo lleno de vómitos, y yo sentado en el váter, incapaz de moverme, queriendo morirme, con unas ganas de estar muerto más fuertes que todas las ganas juntas de vivir que había tenido nunca. No sé cómo pude limpiarlo todo, esa parte se me ha borrado casi por completo, ni siquiera sé si lo hice yo, el caso es que por la mañana me desperté a las once y no había escuchado el despertador. Tenía puesto un pijama limpio y los pulmones aplastados como por una losa, y mi mujer no estaba, fui al cuarto de baño y todo estaba en orden, como si los vómitos y el desastre de la noche anterior los hubiera soñado yo, pero en el espejo vi que tenía una herida y un moratón muy oscuro en la ceja derecha. Desde entonces no he vuelto a beber ni a fumar. No lo decidí, no me costó ningún trabajo, al revés, si olía alcohol o humo de tabaco me daban náuseas, me volvía la enfermedad horrible de aquella noche. Ahora, últimamente, bebo un poco de vino, pero sólo cuando estoy con esa mujer de la que quería hablarle, Susana, Susana Grey».
La voz se interrumpió: para recobrar el aliento después de tantas palabras, o tal vez esperando una pregunta que el padre Orduña no hizo, cabizbajo, atento, cansado, moviendo débilmente la cabeza mientras se frotaba despacio las manos cruzadas, sintiendo el frío y la humedad en los pies, la proximidad del catarro.
«¿Sabe lo que empecé a sentir después de dejar el alcohol? Nada de angustia, ni de decepción por volver a ver las cosas como eran, las cosas y las caras de la gente. Sentí que me había ido, antes de irme del norte, que me había cambiado de país, y que ahora vivía en otro más frío, con el aire más limpio, como en las mañanas de aquí cuando ha helado de noche y el cielo está completamente azul. Todo fuera de mí, en ese país, era más intenso, como más exacto, los colores y los olores, sobre todo, alguien pelaba una naranja a veinte metros de mí y me mareaba el olor, o veía venir a una mujer por la calle y notaba el momento justo en el que yo estaba entrando en el radio de su perfume. Pero todo eso pasaba fuera, porque el país donde yo estaba entonces, y del que no quería irme, en realidad no era el mío ni iba a serlo nunca. No sé si puedo explicárselo, en ese país nuevo siempre había la luz de por la mañana y yo venía de otro en el que siempre era de noche, y una noche artificial y encerrada además, con las luces de los bares oscuros, con el aire lleno de humo. No tenía nostalgia, ni ganas de volver, desde el primer momento sabía que la vida anterior se había acabado, pero en el nuevo país me daba cuenta de que no iba a nacionalizarme, digamos, que iba a estar de paso, hasta que me mataran o me muriera, que me afectaban los olores y los colores de las cosas pero no las personas, todas extranjeras, hostiles o amables, pero indiferentes a mí. Hasta hace dos meses, cuando pasó lo de esa niña, Fátima, cuando la vi muerta en el terraplén, sin nada encima, nada más que los calcetines blancos, entonces me di cuenta de que casi nunca en mi vida había sentido nada de verdad, por comparación con lo que sentí viéndola a ella, tirada allí, morada, amarilla, y mire que he visto cosas en mi vida, que he visto gente muerta y destrozada, cadáveres podridos, todo lo que se puede ver, pero en realidad había algo en mí que no era afectado nunca, y yo lo tomaba por fortaleza de ánimo, por valor físico, pero no era eso, era indiferencia, o como máximo odio, una intoxicación de muerte y de rabia, cuando veía el cadáver de un compañero, de alguien recién asesinado, vivía muchas veces borracho de muerte y me daba tan poca cuenta como de mis borracheras de alcohol. Pero sufrir, sufrir por alguien de verdad, no odiar, no querer vengarme o tomarme la justicia por mi mano, sufrir como si me hubieran arrancado algo, como si me amputaran sin anestesia, eso no lo he sentido más que aquella vez. A mí nunca me preocupó tener hijos, y cuando se supo que mi mujer no podía quedarse embarazada yo lo que noté sobre todo fue alivio, pero viendo a Fátima sentí que a quien habían violado y matado era a una hija mía, yo que jamás había tenido ni la vocación ni las ganas de ser padre, ni me fijaba en los niños. Los he empezado a ver en estos meses, hablando con los compañeros de Fátima, yendo a la escuela a la hora de salida en busca de caras de gente sospechosa, caras y ojos, como me dijo usted. Así que una cosa lleva a la otra, todo se enreda, y eso es lo más raro si me paro a pensarlo, si no me hubieran destinado aquí yo no habría visto a esa niña con la boca y los ojos abiertos y los calcetines blancos, a lo mejor me habría enterado de algo por el periódico o la televisión, o ni siquiera eso, y no habría conocido a esa mujer, a Susana, no sé si le he dicho que era su maestra. La primera vez que la vi fue para preguntarle cosas sobre la niña, y me parece que no me fijé mucho en ella, quizás sólo en que tenía un acento muy claro de Madrid, pero nada más. Ella se acuerda de todo, de lo que yo llevaba puesto aquella vez, de cada cosa que le dije, pero dice siempre que lo normal es que la gente no se fije en nada ni se acuerde de nada, y tiene razón, también en eso, yo creía ser muy observador y he comprobado con ella que no es cierto, que si no sentía nada tampoco veía casi nada, ni oía. Es como aquella historia de la Biblia que usted nos contaba, ya no me acuerdo bien, alguien que se quedó ciego porque le habían salido unas escamas en los ojos, “unas como escamas”, de eso sí que me acuerdo, de esas palabras, “unas como escamas”».
«El padre de Tobías —dijo el padre Orduña—, yo creía que no te acordabas de nada».
«Eso creía yo también. Pero todo eran simulacros, como los del alcohol, como todos los disimulos de mi vida, sólo que el más engañado era yo mismo. Creía ver y no veía nada, creía saber y lo desconocía todo, creía tener experiencia con las mujeres y era mentira, si me hubiera muerto sin encontrar a Susana no habría sabido nunca lo que era desear de verdad y disfrutar con una mujer. Le parecerá vulgar, o impropio, pero es cierto, y no sé decírselo ni a ella, me da vergüenza, le juro que yo no sabía que eso pudiera ser así, tan dulce y tan fuerte, tan fácil, y perdone que haya venido a contarle un adulterio, a contárselo y no a confesarme ni a pedir que usted me absuelva. No siento dolor de corazón, como decían ustedes, ni tengo propósito de enmienda. He estado hasta hace un rato con ella, la primera vez que he dormido en su casa. No he conocido a nadie que tenga tantos libros, tantos discos, de tantas músicas que yo ni sabía que existieran, hace que me sienta como un aprendiz, un aprendiz de todo, a mi edad, siendo casi veinte años mayor que ella, me hace preguntarme a qué he dedicado yo de verdad el tiempo de mi vida, aparte de al trabajo, al trabajo y al alcohol y a disimular y esconderme siempre. Eso tampoco me ha ocurrido nunca, ni con mujeres ni con hombres, las ganas de oír a alguien, de aprender de lo que sabe otro, no como aquellos pedantes que había en la universidad cuando yo estudiaba, que lo sabían todo y humillaban al que no era tan listo o tan culto como ellos. Alguien que sabe de verdad de algo, quiero decirle, con naturalidad, como sabe ella, Susana, hasta burlándose un poco de sí misma, dice que no habría leído tantos libros ni habría oído tantos discos si le hubiera ido mejor con los hombres. Qué vergüenza, y yo ahora descubro que no sé nada, que en realidad no me he preocupado de aprender ni de entender nada, de pronto no sé en qué se me ha ido la vida, aparte de en tener miedo y en perseguir terroristas y en beber whisky. Me encontraba cohibido anoche, cuando llegué a casa de Susana, le había comprado flores y una botella de vino pero en el ascensor empecé a pensar que las flores debían de ser muy vulgares y el vino muy malo. Hasta ahora yo no había reparado en esas cosas. De pronto es como si estuviera en el principio de todo. Sé que es mentira, en parte, pero me gusta pensarlo, y lo cierto es que muchas cosas me están pasando por primera vez. Le parecerá raro, pero yo nunca había dormido con una mujer que no fuera la mía, nunca había dormido así, abrazado, sin nada encima, ninguno de los dos, me oigo contarle esto y me siento un poco ridículo, pero también me siento orgulloso. Se ha despertado al notar que yo me levantaba y ha ido a la cocina a hacerme un café, lo he olido mientras me afeitaba en su cuarto de baño, entre todas esas pomadas y cremas que tiene, anoche me las enseñaba y se echó a reír, me dijo que cualquiera que viese tantos productos de belleza pensaría de ella que se encontraba en un estado de decadencia terminal. He abierto los botes de crema, los frascos de colonia, sin que ella me viera, los he olido todos, y también su albornoz, y entonces he empezado a oler el café, y cuando he salido estaba sentada junto a la mesa de la cocina, delante de mi café con leche, despeinada, con una bata de seda con flores rojas, creo, la bata estaba medio abierta, y ella tenía las piernas cruzadas, y estaba descalza, con cara de sueño, pero se había pintado los labios, nada más que para despedirme, eso tampoco me había pasado nunca, me ha acompañado hasta el ascensor y me ha dado un beso en la boca, y yo ahora en lo único que pienso es en el tiempo que me falta para volver a verla, en llamarla para que coma conmigo a mediodía, aunque no creo que pueda, tiene que estar a las tres y media en la escuela. No quiero pensar en nada más, por ahora, en lo que haré mañana y pasado, el domingo, cuando tenga que ir a la residencia, no sé qué voy a hacer ni tengo ganas de seguir escondiéndome y disimulando, ni ganas ni edad, no me arrepiento, no sé si es una canallada pero no me siento culpable. Eso también me pasa por primera vez en mi vida, no me muero de culpabilidad y de remordimiento, ya no me da igual morir. Yo no he sido valiente todos estos años, cuando pensaba que tenía dominado el miedo y que no me importaba mucho que me mataran, era que no conocía la diferencia entre estar vivo y estar muerto».
La voz se detuvo, pero el padre Orduña siguió escuchando la respiración al otro lado de la celosía, viendo la sombra ahora callada y a la expectativa, la sombra de alguien que casi perdía sus rasgos individuales, disolviéndose en otras, en tantas, las de hombres y mujeres y voces innumerables que se habían arrodillado a lo largo de los años en el mismo lugar, que habían murmurado sus confesiones y culpas tan borrosas ya, tan intercambiables entre sí, confidencias cobardes, susurradas, enunciadas con miedo o vanidad, con la urgencia de recibir una absolución, pecados mezquinos o atroces, monótonos adulterios, ambiciones de posesión de los bienes o de las mujeres de otros, turbulencias terribles que permanecían durante años o décadas ocultas en la conciencia de alguien, en la voz mansa de una sombra a la que el padre Orduña muchas veces no había podido asignar los rasgos de una cara. No dijo nada aún, pero la sombra seguía esperando, el hombre que se había arrodillado por primera vez en ese mismo lugar hacía más de cuarenta años, para su primera y forzada confesión: el padre Orduña no sabía qué esperaba y no creía tampoco que él lo supiera. Lo oía respirar, inquieto, agitado en el asombro de su nueva vida recién descubierta, de su capacidad de dicha e impudor, tan torpe en el fondo para disfrutar de ellas como para olvidarse de la otra vida más sombría que lo estaba aguardando, el despacho policial adonde volvería cuando se marchara de allí, sus obligaciones conyugales, la mirada despavorida y vacía de la mujer a la que visitaría de nuevo el domingo. Viejo y austero, protegido en el interior del confesonario, con los pies fríos, con un principio de fiebre y de pesada somnolencia en la frente, encima de los ojos, el padre Orduña sintió piedad hacia él y hacia todas las sombras que lo habían precedido tras la celosía, piedad y agradecimiento a la providencia o la misericordia divinas por haberle dispensado a él de las tribulaciones y los soliviantos de la pasión sexual, que apenas lo había rozado a lo largo de su vida, del mismo modo que casi nunca había sucumbido al desaliento ni a la enfermedad. Quién soy yo para juzgar o perdonar lo que vienen a contarme, pensaba, qué puedo saber sobre sus deseos o sus tormentos.