25

«Ya se puede vestir», dijo Ferreras, quitándose los guantes de goma, en el mismo tono de voz en que le había hablado a la niña, Paula, desde que la vio entrar en el consultorio, todavía muy pálida, envuelta en la misma manta que le habían echado por encima los taxistas cuando la recogieron, todavía despeinada y con grandes ojeras moradas, acompañada por su padre, guiada por él, que la abrazaba delicadamente por los hombros y le hablaba en voz baja, casi al oído, como traduciéndole las cosas que los demás le decían y que ella aún era incapaz de entender, las instrucciones de los policías y de los enfermeros de urgencias, del hombre fornido, de pelo gris, cara bronceada y bata blanca, el forense, que lo hacía todo con ademanes sigilosos y exactos, que le pasó un instante la mano a la niña por la cabeza despeinada, sucia aún de tierra y de agujas de pinos, y la retiró enseguida ante el gesto de pavor de ella, tan instintivo como el de un animal golpeado.

«Tranquila —dijo el forense—, no voy a hacerte nada, tranquila, corazón», y el padre se acercó a ella, que estaba sentada en la camilla, y le tomó las dos manos, con los ojos húmedos e intentando sonreír, repitiendo o traduciendo para ella las palabras de Ferreras, «vamos, cariño, tranquilízate, ya no va a pasarte nada». La niña se echó en los brazos de su padre y hundiendo la cabeza despeinada en su pecho empezó a tiritar y a gemir, con un sonido gutural, sofocado, no plenamente humano, un sollozo que Ferreras no le había escuchado antes a nadie, y que le helaba la sangre por su sugestión primitiva de sufrimiento y de terror, de espanto sin alivio ni comprensión posible, como el que podría haber sentido una mujer de hace veinte o treinta mil años al ser abatida en la oscuridad de un bosque por el zarpazo o el mordisco de un animal carnívoro.

Se apartó de la camilla, para no interferir en el abrazo del padre y la hija, para no ser visible a ellos, se quedó un poco atrás y recogió del suelo la manta en la que habían traído envuelta a la niña, examinándola despacio a la luz de una lámpara poderosa, buscando indicios, usando sus pequeñas pinzas para separar agujas de pino, trozos de corteza, algún pequeño grumo de barro o de sangre, de barro ensangrentado. La niña aún no había acertado a decir nada, y él no había permitido que le hicieran preguntas. Abría mucho la boca como para gritar y se volcaba hacia delante sacudida por convulsiones violentas, su padre le sostenía la cabeza y le apartaba el pelo mientras ella vomitaba una sustancia escasa y amarilla. Le había inyectado un sedante suave, una enfermera había intentado que tomara unos sorbos de tila caliente, porque estaba azulada de frío, parecía que hubiera sobrevivido a un naufragio, a un cataclismo ignorado del que no había más testigos que ella misma: testigo casi mudo, con la lengua todavía un poco torcida, con una camisa desgarrada cubriéndola apenas y los muslos y el vientre enlodados de sangre.

El único alivio, el único asidero posible contra la simple rabia y el asco, era, igual que siempre, el cumplimiento de los detalles menores. Papeles que era preciso rellenar, fechas y números de orden, hora de ingreso, nombre de la paciente, del padre o madre o tutor, domicilio. Podía pedirle a alguna enfermera que se encargara de eso, de los trámites, igual que podía haber ordenado que le pusieran la inyección a la niña, pero prefirió hacerlo todo él, no por desconfianza, sino para disciplinarse interiormente, para fingir un principio verosímil de normalidad, monotonía, eficacia. «Por favor —le dijo al padre—, me dice el nombre completo de la niña», y el hombre, sin separarse de ella, los dos sentados en la camilla donde un poco después Ferreras le pediría que la ayudara a tenderse, lo repitió muy serio, en voz baja, con docilidad y rectitud, porque se le veía que era un hombre habituado a la calma, dotado de una instintiva fortaleza moral que sin duda le ayudaba ahora a no derrumbarse, a decir gracias y por favor y a hablarle a su hija en un tono de ternura sin rastros de nerviosismo, de despecho o de odio, sin permitir que su propio dolor, el sufrimiento de tantas horas pasadas desde que la niña no volvió a casa, se sumara al de ella y lo acrecentara. A su mujer le habían dado un sedante muy fuerte, le explicó a Ferreras, como disculpándola por no estar allí: a la mañana siguiente, cuando despertara, sabría que la niña estaba a salvo. «Le daré a usted otro, si quiere», dijo el forense, pero él negó resueltamente, abrazado a su hija, no se quería dormir, no la iba a dejar sola ni un segundo, y los ojos enrojecidos se le llenaban otra vez de lágrimas, buscaba un pañuelo de papel y sólo le quedaba el envoltorio de plástico de un paquete. Ferreras abrió otro y se lo ofreció, y el hombre, después de limpiarse y sonarse, le dio las gracias, educado siempre, agradecido, acariciando el pelo, la cara de su hija, diciéndole diminutivos infantiles en voz baja, nombres que tal vez llevaba sin decirle desde hacía muchos años, porque la niña casi era ya una adolescente, llevaba unos meses viniéndole la regla, cinco meses, precisó, con una familiaridad que a Ferreras le resultó inusual en un padre. Anotó ese dato en uno de los formularios, se abrochó la bata blanca, se puso despacio los guantes de goma.

—¿Tengo que salir? —dijo el padre, con miedo.

—Prefiero que se quede. —Ferreras se acercó a la camilla, y la niña, aunque no lo miraba, retrocedía contra la pared—. Ayúdela a tenderse. Dígale que no tenga miedo.

—Qué le han hecho a mi hija. —El hombre se inclinaba sobre ella, ahuecando la pequeña almohada bajo su cabeza, cubriéndole el pecho con la camisa—. Quién ha sido capaz.

—No le toque todavía el pelo —dijo Ferreras—. Ayúdele a abrir un poco más las piernas. Así. Tiene que dolerle mucho.

Acercó más la luz, se sentó a los pies de la camilla, entre las rodillas abiertas y levantadas de la niña. Recogió muestras de sangre, de flujo, cepilló el vello tenue del pubis, encontrando varios pelos oscuros, rizados y fuertes, que guardó en una bolsa de plástico: tenía la sensación irracional y poderosa de reconocerlos, de identificar un rastro perdido meses atrás, no en una camilla de reconocimiento, sino en una mesa de autopsia, una huella tan familiar como una voz, como una cara entrevista varias veces, borrosa, encontrada de nuevo, ahora precisa y distinta a cualquier otra.

«De modo que eres tú otra vez», pensaba, examinando con un extremo de delicadeza que ignoraba poseer en las manos el sexo desgarrado y manchado de la niña, las heridas, los arañazos, la carne rosa, infinitamente indefensa, vulnerable a cualquier crueldad. La más leve presión despertaba en la niña contracciones de dolor, y él intentaba tranquilizarla diciendo cosas en voz baja, no te va a pasar nada, cariño, no voy a hacerte nada, enseguida termino. Examinó las rodillas desolladas y rojas, la piel de los muslos, que empezaba a volverse tibia, aunque conservara todavía una palidez azulada, las plantas rosadas de los pies, sucias de barro, con pequeños cristales y trozos de grava incrustados. Los extrajo cuidadosamente con las pinzas, los guardó en otra bolsa, con otra etiqueta, y repetía entre dientes, «así que eres tú, cabrón, así que tuviste que llevarla al mismo sitio».

—¿Decía algo? —dijo el padre, sentado a la cabecera de la niña, no atreviéndose todavía a preguntar.

—Nada, perdone. —Ferreras le había hecho bajar las piernas y la había tapado hasta la cintura con una sábana—. Hablaba solo.

Los moratones en la cintura y en la piel tensa sobre las costillas, los arañazos, las huellas rojizas de la presión de los dedos: te conozco, pensaba, decía en silencio, y cada cosa que descubría confirmaba su intuición, su vengativa certeza, otro pelo de pubis en el interior de la boca, debajo de la lengua, las señales de las uñas en el cuello, las manchas moradas en los hombros y debajo de la nuca, exactas como huellas dactilares, igual que la otra vez, como las manos pintadas que recordaba haber visto en la cal de las aldeas de Marruecos, siluetas azules de manos, tantos años atrás. Calculaba las palabras técnicas que escribiría más tarde en el informe, los términos exactos que describían y al mismo tiempo difuminaban la infamia, pero sobre todo imaginaba que estaba hablándole al otro, al que reconocía en las señales de sus actos, en la incisión de navaja en torno a uno de los leves pechos de la niña, en los pelos fuertes y rizados, pero sobre todo en algo más de lo que estaba ya seguro, aunque le faltara la confirmación de un examen del flujo y de la sangre bajo el microscopio, una evidencia que le parecía el retrato indudable pero todavía parcialmente en sombras del agresor, del casi repetido asesino. Lo dijo en voz alta porque sabía que era lo que el padre más esperaba y temía, lo que hasta ahora no se había atrevido a preguntarle, sentado junto a su hija, acariciándole las manos, diciéndole diminutivos infantiles al oído mientras seguía de soslayo los movimientos del médico, las expresiones sucesivas de su cara.

—No ha sido violada. Técnicamente al menos, si le sirve de consuelo —dijo Ferreras—. Tiene desgarrado el himen, pero no hay signos de penetración. No hay rastros de semen.

—Gracias a Dios. —El hombre tenía las manos cruzadas bajo la barbilla, como si rezara—. ¿Puedo llevármela a casa?

—Es mejor que se quede aquí en observación, al menos cuarenta y ocho horas. Conviene hacerle radiografías, sobre todo del tórax, puede tener alguna costilla fracturada. Ahora le pondré una inyección para que duerma por lo menos doce horas. Es lo que más le hace falta. Usted podrá quedarse con ella.

El padre la ayudó a incorporarse, le puso como a una niña torpe o dormida el camisón de la Seguridad Social que había traído una enfermera. Tan pálida, con las ojeras violáceas, con el camisón que le estaba muy grande, parecía de pronto no una niña recién llegada a la pubertad, sino una mujer muy escuálida, debilitada por la enfermedad o el hambre, alucinada por el terror, como las mujeres judías en las fotos de los campos de exterminio. Enseguida vendrían para llevársela a una habitación, dijo Ferreras. Pero tal vez podrá recobrarse, pensaba, deseaba y pedía, con una íntima y laica actitud de oración, tan sólo tiene doce años, aún conserva intacto todo el empuje orgánico de crecer y olvidar: no has podido matarla, cabrón, no podrás envenenar su vida futura. Con extremo cuidado le inyectó un somnífero a la niña en un brazo y le indicó al padre que sujetara contra la piel un algodón empapado en alcohol. Ahora vas a dormirte, le dijo a ella, acercándose con cautela, aunque esta vez no fue rechazado, verás como no tienes malos sueños.

Se quitó los guantes, pero no la bata blanca, se lavó las manos. Cuando los celadores vinieron a llevarse a la niña el padre se volvió hacia él y le apretó las dos manos, largamente, con una fuerza muy intensa, de dolor y de alivio, de agradecimiento. Era un hombre joven, de menos de cuarenta años, con una cara serena a pesar de la extenuación nerviosa y las horas de angustia que se parecía mucho a la de su hija.

Al quedarse solo, Ferreras buscó en su cazadora de motorista y explorador, colgada de la percha, una petaca plana y plateada, y bebió un trago de whisky que le quemó la garganta y luego el estómago, dejándolo en una calma inerte, de cansancio e insomnio: lo había despertado el teléfono a las tres de la madrugada, y ahora eran las cinco y media, y no pasaría ni un minuto sin que alguien llamara a la puerta. Se pasó bajo la nariz el frasco abierto de whisky: no olía a alcohol, sino a humo y algas, a agua salobre de torrente. El aroma del whisky de malta atenuaba los olores clínicos de la pequeña sala, le concedía un paréntesis de algo parecido al reposo, al olvido.

Dónde estás ahora mismo, cabrón, qué estás sintiendo, qué piensas que has hecho. La puerta se abrió sin que nadie llamara y apareció el inspector en ella.

—¿Ha sido él?

—Me juego el cuello a que sí. —Ferreras observó que los ojos del inspector se iban hacia la petaca abierta de whisky: lo huele, igual que huele todavía el tabaco y se conmueve con los antiguos y queridos olores, las dulces hebras quemadas, disueltas en ceniza y humo, las moléculas del alcohol en el aire—. Tome un trago —le ofreció la petaca, y el inspector la rechazó con un gesto rápido, apartando los ojos—. El whisky de malta es prescripción medicinal.

Pero había algo, y no era el alcohol, ni la excitación renovada de la búsqueda, de la inminente cacería. Algo que ahora estaba y que antes no había estado nunca en los ojos grises del inspector, en sus pupilas fijas y absortas, fragilidad ansiosa, o temor de algo, como si hubiera perdido, en el curso de los días, los pocos días pasados desde la última vez que Ferreras lo había visto, la suficiencia o la seguridad en sí mismo que parecían tan naturales en él como el color gris de su pelo o la tonalidad rojiza de sus mejillas, de sus pómulos huesudos, la piel siempre como avivada por un viento muy frío, por la intemperie de un clima mucho más al norte.

—En el mismo sitio —dijo Ferreras—. A la misma hora.

—¿Has hablado con ella?

—No puede hablar. —A Ferreras le extrañó mucho que el inspector lo tuteara—. Tenía en el pelo y en la camisa agujas de pinos, como Fátima. Si quieres vamos ahora mismo al terraplén y estoy seguro de que encontraremos su ropa.

—Pero no la ha matado.

—Puede que no lo sepa.

—No te entiendo.

—Puede que la haya dado por muerta, como a Fátima.

—¿Intentó asfixiarla?

—Tiene desencajada la mandíbula y la lengua casi partida. Toda la boca está llena de hilos de algodón.

—La quiso ahogar igual que a Fátima.

—Seguro. Exactamente igual.

—Vámonos al terraplén. —El inspector se puso en pie, y Ferreras observó que no llevaba bien abrochados los botones de la camisa, y que tenía una mancha de carmín en un pico del cuello, cerca del nudo de la corbata, más flojo de lo habitual en él. De modo que era eso: Ferreras, confusamente, muy al fondo de la excitación y el cansancio, de la urgencia de averiguar rastros, de identificar huellas, sentía envidia, un rencor melancólico—. He hablado con los taxistas que la encontraron, con el médico de guardia y con el padre de la niña —continuó el inspector—. Es prácticamente imposible, pero voy a intentar que mañana no se publique nada en el periódico, que nadie se vaya de la lengua.

—¿Quieres que se confíe?

—Al contrario. —Ahora el inspector había advertido la mirada de Ferreras, y se pasaba instintivamente la mano por el cuello—. Quiero desconcertarlo. Quiero que no esté seguro de que la niña murió o de que se haya encontrado el cadáver. Habla tú con las enfermeras, con los celadores, exígeles que te juren que no van a decir nada.

Salieron del hospital después de las seis de la madrugada, callados los dos, abrigándose contra el frío y la humedad de la noche, Ferreras con su maletín para la recogida de pruebas, el inspector llevando en el bolsillo del anorak una linterna muy potente. El hospital estaba en un descampado a las afueras de la ciudad, hacia el norte, ya muy cerca de los primeros olivares. Grandes nubes oscuras, extendiéndose desde el horizonte ondulado del oeste, cubrían ya la mitad del cielo y habían tapado la luna. La noche era más profunda que unas horas antes, y las ventanas iluminadas del hospital relumbraban con una frialdad de lejanía inalcanzable.

—Hay que darse prisa —dijo el inspector mientras cruzaban el aparcamiento—. Va a llover enseguida.

—Como la otra vez. —Ferreras se había acomodado junto a él en el coche, agrandado en el espacio tan angosto por la espectacularidad de su cazadora, el maletín entre las piernas—. ¿No te acuerdas? Encontramos a Fátima y empezaron las lluvias. Me acuerdo de que venía el mismo viento que ahora.

Cruzaron de norte a sur la ciudad entera, las calles iluminadas y solitarias por las que aún casi no circulaban coches. La cara junto al cristal frío de la ventanilla, Ferreras veía sucederse las puertas cerradas y las ventanas a oscuras, alguna de ellas con una luz encendida, luces eléctricas de madrugadores que tomaban de pie un café con leche y se disponían a emprender solitariamente el camino hacia los primeros trabajos, luces débiles detrás de visillos que tal vez correspondían a dormitorios de insomnes y enfermos. Está en alguna parte, pensaba, aquí mismo, cerca de nosotros, quizás no ha podido dormirse y una de esas luces encendidas es la suya, o está despierto en la sombra, o se ha dormido, quién sabe, exhausto y relajado, seguro de su impunidad.

—Quiero que espere y que no ocurra nada —dijo el inspector, con la brusquedad de quien lleva largo rato dándole vueltas a algo en silencio—. Que busque de arriba abajo en el periódico y no vea ninguna noticia, ni siquiera que otra niña ha desaparecido. Que oiga la radio todos los días, a todas horas, que se ponga nervioso esperando el telediario. A éstos les pasa como a los terroristas. En el fondo les colma la vanidad ver sus hazañas en la prensa. He conocido a algunos que guardaban recortes pegados en álbumes, como los artistas.

«Habla más que de costumbre»: Ferreras seguía anotando con puntillosa perspicacia las novedades menores en el comportamiento del inspector. Hablaba más y más rápido, miraba con más frecuencia a los ojos. Encerrados en el coche, creía percibir, sobre el olor a calefacción y a ropa de invierno mojada, otro olor más ligero, aunque muy débil, de colonia o maquillaje, de intimidad de mujer.

—Me llamaron de tu oficina sobre las nueve —dijo, con toda premeditación, con la máxima apariencia de naturalidad—. No te localizaban y pensaron que yo podía saber dónde estabas.

Espiaba de soslayo la cara del otro en busca de su reacción: el inspector permaneció impasible, simplemente no dijo nada, como si no hubiera escuchado, recobrando en un instante su habitual inaccesibilidad. De nuevo eran dos desconocidos que se disponían a cumplir juntos una tarea absorbente e ingrata, que salían de un coche a las seis y cuarto de la mañana en el extremo más oscuro y deshabitado de la ciudad y cruzaban un pequeño parque de setos maltratados, de lámparas con los globos rotos y bancos volcados sobre la grava: callados, casi clandestinos, uno de ellos empuñando una linterna encendida, el otro un maletín. De los grandes pinos del terraplén, empapados de lluvia, venía un fuerte olor a resina y madera.

—Estaba en casa mientras me llamaban —dijo inopinadamente el inspector—. Dejé mal colgado el teléfono.

Al menos no había hecho como que no escuchaba: que se viera obligado a inventar una mentira casi era un acto de cortesía. De vez en cuando el viento quebraba un gran bloque de nubes y la luz de la luna dibujaba delante de ellos sus dos sombras. Un instante después ya estaba oscuro de nuevo, y sólo los guiaba el círculo de la linterna.

Bajaron por el terraplén, apoyándose para no resbalar en los troncos de los pinos, y encontraron sin la menor vacilación el lugar que buscaban, la misma zanja de la otra vez, la tierra removida, la ropa arrancada y tirada, hasta la luz de la linterna se les volvió de pronto idéntica y recordaron los dos, sin decirse nada, lo único que faltaba ahora para que la repetición fuese exacta, el cuerpo pequeño y desnudo de Fátima, tan sólo con sus calcetines blancos, con aquella cosa brotando de su boca desmesuradamente abierta. A unos pasos de las calles iluminadas de la ciudad, de los lugares usuales donde se oyen voces y cláxones y vive la gente, el terraplén y los grandes pinos de copas altas y troncos inclinados y torcidos eran en la conciencia del inspector y del forense un bosque arcaico de oscuridad y de terror, muy lejos del presente, de la luz del día, de la parte civilizada y habitada del mundo.

Buscaban, arrodillados los dos, al filo de la claridad de la linterna, como asomándose a un pozo, las cabezas próximas entre sí, las manos tanteando entre las agujas y las raíces, la humedad fría subiéndoles por los huesos: los pequeños artefactos de Ferreras, sus cepillos, sus pinzas, la delicadeza como de coleccionista de insectos con que recogía una colilla de Fortuna y la guardaba en la correspondiente bolsa de plástico, las huellas de pisadas que el mismo inspector se encargó de fotografiar, provocando con el flash de la cámara instantáneas turbulencias de sombras, las prendas de la niña, una por una, el pantalón vaquero, los calcetines, las zapatillas deportivas, varios números más grandes que las de Fátima, el suéter manchado de sangre en un hombro. «Faltan las bragas», dijo Ferreras: las encontraron más lejos, arriba, entre los setos que separaban el terraplén y el parque, y antes de guardarlas Ferreras las examinó acercándoles mucho la luz de la linterna. Estaban desgarradas, empapadas todavía en saliva, en sangre, en una espesa mucosidad. Los dos recordaron el momento en que Ferreras extraía con sus pinzas las bragas de la boca de Fátima, que se quedó tan abierta como sus ojos, la lengua hundida en la garganta, partida sobre la tráquea, los pequeños dientes infantiles asomando al filo de los labios sin sangre.

Sobre uno de los pocos bancos que permanecían intactos Ferreras ordenaba sus hallazgos a la luz cada vez más débil de la linterna: mientras buscaban, inclinados sobre la tierra, atentos a cualquier posible rastro que podría ser borrado en cualquier momento por la lluvia, no habían advertido que estaba empezando a amanecer. Hacia el este, entre la sierra todavía oscura y la capa de nubes, había surgido un fulgor rojizo que iba volviéndose dorado.

—Guadiana abierta, agua en la puerta —dijo Ferreras para sí, de espaldas al inspector, mirando el valle que ya tenía una grisura de mañana lluviosa de invierno.

—¿Cómo dices?

—Hablaba solo. —Ferreras se volvió, su cara ya del todo definida en la claridad fantasma del amanecer, venida como de ninguna parte, ajena al mismo tiempo a la luna y al sol—. Me acordaba de un refrán que decía antes la gente del campo, cuando se madrugaba tanto para ir a la aceituna que todo el mundo se echaba a los caminos cuando era todavía de noche. Bajaban por los caminos hacia el valle, veían esa mancha roja encima de la sierra y decidían que era un aviso seguro de la lluvia. Guadiana abierta…

Estaba aterido de humedad y de frío, le dolían las rodillas y el costado, como avisándole del reúma de la vejez. Miraba, desde el parque abandonado, las casas blancas que se prolongaban hacia el sur siguiendo las sinuosidades de la muralla parcialmente en ruinas, los tejados, las torres de las iglesias, las esquinas donde estaba desvaneciéndose minuto a minuto la luz de las bombillas. Pensó que no había visto los amaneceres del barrio de San Lorenzo y del valle del río desde los tiempos de su adolescencia en los que aprovechaba las vacaciones de Navidad para ganar jornales como aceitunero y pagarse los estudios de Medicina. Ahora el frío, el dolor en las articulaciones, la falta de sueño, debilitaban sus defensas contra la nostalgia, y notaba que se ponía impúdicamente sentimental, lo cual, para alarma suya, le ocurría cada vez con mayor frecuencia: se acordó de la comida en casa de Susana Grey, tan sólo unos días antes, del relámpago triste de intuición que le hizo descubrir junto a ella el espacio vacío, el hueco o la sombra de alguien, de otro hombre que una vez más no era él.

—Éste era mi barrio —le dijo al inspector. Habían recogido todas las muestras y la ropa de la niña y las estaban guardando en el maletero—. Aquí estaba el cine de verano al que me traían mis padres todas las noches. Oíamos desde lejos la música de las películas, y cuando entrábamos olía muy fuerte a jazmines y a dondiegos. Me acuerdo de cuando inauguraron esta mierda de parque, quién te ha visto y quién te ve. Había una rosaleda y una fuente de taza y las parejas de novios se venían a pasear los domingos por la mañana. Yo creo que fue aquí donde vi por primera vez a una pareja de novios tomados de la mano, que le parecía a todo el mundo una cosa muy moderna, porque los novios, hasta entonces, iban del brazo. Venía uno y se compraba en un puesto ambulante un purito americano o un cartucho de avellanas tostadas, y en verano había también un carrito de helados y de refrescos de limón. Era la última moda, venirse a pasear un domingo a los jardines de la Cava, yo me imaginaba que era mayor y que venía de la mano con mi novia después de misa de doce en el Salvador y le compraba un refresco o un cartucho de avellanas calientes, o un cigarrillo suelto, un rubio mentolado, que valían a peseta, una fortuna. Mira en lo que ha quedado todo: jeringuillas y cristales de litronas. Y ese cabrón trayéndose dos veces a una niña sin que lo vea nadie, sin el menor peligro. Aunque hubieran gritado no habría podido oírlas nadie. Mi barrio de entonces es una ciudad fantasma.

Aún estaban de pie, junto al coche, y el inspector lo escuchaba sosteniendo en la mano las llaves, aunque sin impaciencia, con una voluntaria actitud de escuchar que Ferreras no dejó de advertir. «Me estoy haciendo viejo», declaró, con cierto disgusto de sí mismo, y se encogió de hombros tristemente antes de entrar en el coche. «Es muy desagradable pensarlo, pero ya no me gusta el mundo». Y además me repito, pensaba con alarma, me estoy volviendo esclerótico, a quién le he dicho hace muy poco esas mismas palabras: se las había dicho a Susana Grey, recordó enseguida, el sábado anterior, mientras compartían el vino tinto, el pescado al horno y la salsa sutil que lo acompañaba, en una mesa con mantel y servilletas de hilo en la que sólo faltaba otro cubierto y otro plato delante de una silla vacía para declarar aún más abiertamente la sombra o la evidencia de quien no estaba allí. Entonces, al pensar en ella, reconoció el rastro de colonia que había percibido al subir al coche y tuvo un instante de lucidez simultáneamente adivinatoria y olfativa, y comprendió que la presencia fantasma del sábado anterior en la casa y en la mirada de ella se correspondía, con una especie de simetría velada o secreta, con la otra presencia invisible que ahora acompañaba al inspector, que le había dejado una mancha de carmín en la camisa y un tenue olor de colonia, una cierta manera de mirar o de quedarse absorto o casi sonreír. «Susana», repetía en silencio, pensaba en el nombre como pronunciándolo, «Susana Grey», acordándose de cosas que habían sucedido o no habían llegado a suceder muchos años atrás, más abatido ahora por el agotamiento de la mala noche, la cara apoyada contra la ventanilla, mientras la mañana se afianzaba en las calles todavía desiertas y algunas gotas aisladas y menudas de lluvia chocaban silenciosamente contra el cristal.

—Ya lo ves, no falla —dijo, irguiéndose para sacudir el sueño, avergonzado de aquel brote de desolación adolescente—. Guadiana abierta, agua en la puerta.