23

Escuchaba el río, con los ojos entornados, en la zona de penumbra de la habitación iluminada por la luna, que dibujaba contra la pared la forma exacta de la ventana, con su reja en cruz, donde había estado un segundo la silueta desnuda de ella, cuando se levantó para ir al baño. En el rectángulo de la claridad había visto la forma de sus hombros, sus caderas, el perfil de su cara y el de un pecho, al tiempo que veía deslizarse el cuerpo desnudo, con un brillo lunar en la piel, tan silencioso, los pies descalzos sobre las baldosas, como la misma sombra, con una furtiva actitud de pudor frente a los ojos masculinos. Había encendido la luz del cuarto de baño y cerrado enseguida la puerta, y entonces al sonido del río se unió el de un grifo, y luego él la oyó orinar, con un presentimiento de familiaridad y ternura que lo sorprendía. La imaginó desnuda, con los brazos cruzados sobre los pechos y los muslos juntos, aterida de pronto, a la luz fría del baño, y deseó que volviera cuanto antes y que cruzara la claridad de la luna para buscar abrigo junto a él debajo de las sábanas, de la colcha y la pesada manta antigua que de algún modo concordaba con la habitación, con las baldosas rojas del suelo, las paredes con un blanco de cal y las vigas inclinadas del techo.

Ahora no recordaba quién de los dos había apagado la luz: los inundó entonces la claridad del plenilunio y les pareció que escuchaban con más nitidez la corriente tumultuosa y monótona del río. La zona de luz y la de penumbra estaban divididas por una línea recta que pasaba justo a los pies de la cama. «No me mires», le había dicho ella, y le dio la espalda para quitarse la blusa y el sujetador. Abrió los ojos y estaba de pie junto a él, más grácil de lo que había pensado viéndola vestida, con una simultaneidad de plenitud física de mujer que ha parido y amamantado a un hijo y de fragilidad de muchacha en los hombros, en la curvatura de la nuca, despejada por el pelo muy corto, en la forma de los pechos, grávidos y a la vez perfilados y jóvenes. Era otra mujer la que estaba viendo, hasta entonces secreta, más deseable de lo que su torpeza le había permitido imaginar o advertir, tan velada por la ropa como por la expresión diaria de vida práctica y trabajo, de solitaria resistencia contra el desánimo y la adversidad.

Al estrecharla le sorprendió sobre todo la suavidad inusitada de su piel. Carecía de recuerdos y de expectativas con respecto a los cuales pudiera juzgar lúcidamente lo que le estaba sucediendo. Como quien va a dormirse y sin embargo todavía permanece asido a las urgencias angustiosas de la realidad notaba que en la penumbra de la habitación y en la tersura tibia de la piel de Susana se le iban disgregando las obsesiones y las obligaciones de su trabajo, la rigidez de su cuerpo, la ansiedad y la culpa, como si estuviera empezando a dejarse llevar por una corriente idéntica a la del gran río crecido que pasaba tan cerca. Desde que salió de la comisaría y subió al coche le había remordido el miedo a estar desertando de su responsabilidad, a que ocurriera algo en su ausencia y no pudieran encontrarlo. Una llamada del sanatorio, el timbre del teléfono sonando interminablemente en el piso vacío, tan aséptico como el expositor de una tienda de muebles. El nerviosismo, la cobardía masculina ante un probable fiasco sexual, alimentaban la angustia de la deserción, y eran a la vez exagerados por ella. Se había hecho adulto en un tiempo en que los varones todavía ingresaban en el erotismo a través de la sórdida masturbación de los internados y el trato con las prostitutas. Hasta los cincuenta y tantos años no había sabido que pudiera existir entre hombres y mujeres una camaradería íntima como la que parecía estarle ofreciendo Susana Grey. Al detener el coche delante de La Isla de Cuba, al subir hacia la habitación, lo que sentía era una mezcla algo turbia de pánico y angustia, y también, combatiendo con ellas como las defensas de un organismo todavía sano contra el virus de una enfermedad, una desusada capacidad de ilusión, casi un principio inmemorial de inocencia, que en realidad debió haber conocido entre los quince y los veinte años, pero que surgía ahora, inesperado y anacrónico, torpe y a destiempo como el amor de un viejo. A la edad que él tenía ahora su padre había sido ya un hombre abatido por la vejez, desalojado de la vida normal por tantos años de clandestinidades y cárceles, de obstinado fanatismo político. «No es justo que le llames fanático», había dicho el padre Orduña, con su cara de agravio, eludiendo mirarlo a los ojos.

Qué lejos estaba ahora de todo, de todos ellos, los muertos y los vivos, los testigos y los acreedores, los que exigían deudas e imponían obligaciones, los que estaban siempre reclamando o acusando, con la autoridad de la rectitud, del sufrimiento o de la muerte. La mujer a la que esa tarde no iba a llamar al sanatorio, los otros policías, los que ahora estaban a sus órdenes y los que habían muerto en el norte fulminados por un disparo, reventados por una explosión, el padre Orduña, que estaría sentado en su confesonario, esperando a nadie, esperándolo algunas veces a él, el hombre que se miraba y se retorcía las manos en una habitación donde ya era de noche y no estaba todavía encendida la luz, el viejo que murió desengañado y todavía indómito, avergonzado de su único hijo, negándose a verlo: todos exigiendo cosas, pidiendo cuentas incluso desde el otro lado de la muerte, todos espiando y escrutando cada uno de sus actos, inoculándole quejas y acusaciones en sus propios pensamientos.

Lejos de todos ellos ahora, refugiado, escondido, provisionalmente a salvo, aislado de todo por la luz blanca de la luna y el sonido monótono de las aguas del río, desnudo entre unas sábanas de hotel con olor de limpieza, defendido por la penumbra de la vergüenza de ser visto, aprendiendo a acomodarse de costado al abrazo de una mujer que lo trataba con delicadeza y cautela, que lo envolvía al mismo tiempo que se cobijaba y se apretaba contra él, lo rozaba con la ancha caricia de seda de sus muslos, con el vello suave del vientre, buscaba en el fondo sus pies para calentarse los suyos, fríos de pronto, como en una noche de invierno de los tiempos en que aquel lugar era todavía un cortijo.

No sentía la impaciencia sexual de otras veces, crispada siempre por el alcohol y por el vano empeño secreto de librarse de la culpabilidad del adulterio. Había empezado a besarla y a buscar debajo de su ropa con una torpe premura, muy semejante a la que en otro tiempo le empujaba a apurar la primera copa de la noche. «Espera —le había dicho ella al oído—, no tan rápido», y lo había ido serenando con la suavidad idéntica de la voz y de las yemas de los dedos, lo había aclimatado a su lentitud y a su naturalidad, con destreza y paciencia, había apagado la luz (ahora sí se acordaba de que había sido ella), lo había hecho tenderse, arrodillándose a los pies de la cama para quitarle los pesados zapatos y luego los calcetines y los pantalones, acariciándole los pies, besándole levemente los muslos. «Espera», decía, deteniéndole la ruda rapidez de la mano que buscaba en ella, y cada caricia y cada roce de sus labios o de su piel lo despojaban un poco más de su vida exterior, de la realidad y del pasado, como una hipnosis que lo fuera conduciendo gradualmente hacia el sueño, sumergiéndolo en otra existencia más apaciguadora y habitable que la vida diurna, lejanamente parecida en su dulzura sensual a la que había recordado después de algunos despertares de su adolescencia, sin haberla experimentado nunca en la realidad.

No sólo descubría casi a tientas el cuerpo de una mujer tendida a su lado: lo que le parecía estar de verdad descubriendo era su propio sentido del tacto, no recobrándolo, porque nunca lo había ejercido hasta ese grado de sutileza, igual que nunca había probado el sabor de una boca como la de ella. Y al recobrar o descubrir lo que si no se hubiera encontrado con Susana habría permanecido muerto y desconocido en él le volvían oleadas de sensaciones y recuerdos perdidos, de cuando tenía trece o catorce años, recuerdos de despertares al amanecer con una humedad fría en la piel del vientre, de fragmentos de sueños que se le repetían cada noche y en los que vislumbraba una sexualidad sin crudeza sombría ni culpabilidad ni contrición. Soñaba que una mujer desnuda estaba sentada frente a él, también desnudo, charlando en una cafetería o en el salón de una casa, tal vez echados los dos en su misma cama del dormitorio colectivo, y que poco a poco se iban acercando el uno al otro, despacio, apenas tocándose, rozándole ella con el pelo, con un pezón rosado, con los dedos, y entonces él notaba que no se podía contener, que el próximo roce, por mínimo que fuera, lo haría correrse, y eyaculaba enseguida, delante de ella, sin llegar a abrazarla, con melancolía y deseo sin correspondencia posible, con una efusión breve y muy intensa de felicidad, frustrada por la conciencia de que la mujer se desvanecería y de que el sueño iba a ser interrumpido por el mismo estremecimiento de la eyaculación, por la humedad del semen enfriado. Recordaba el sueño negándose en vano a despertar del todo, los ojos cerrados, en el amanecer de algún lunes de invierno, queriendo calcular en la oscuridad del vasto dormitorio común cuánto tiempo faltaba para que sonara la campana.

Comprendía ahora, sin remedio, que estaba a punto de ocurrirle lo mismo que en aquellos sueños. Igual que en ellos, no quería abandonarse, pero ya era demasiado tarde, ni siquiera hacía falta una calculada caricia, un roce casual lo vencería, el pelo de ella en su cara, su vientre ancho y terso empujando el costado con un ritmo suave y continuo, la mano que ni siquiera apretaba ni exigía, tan sólo se posaba, se había movido como dibujando o modelando una forma en la sombra caliente, debajo de las sábanas.

Se quedó quieto, agraviado, con una vergüenza masculina y pueril de sí mismo, en silencio, incapaz de decir algo, de resistirse al imaginado ridículo. De pronto, cobardemente, lo único que quería era no estar allí, sintiendo la frialdad húmeda que manchaba la sábana, que había quedado también en la mano de ella. Todo inútil ahora, extinguido, fracasado apenas empezar, el deseo muerto, la mujer extraña y sin duda defraudada callándose también, limpiándose el dorso de la mano con la colcha, el río otra vez, que durante unos minutos había dejado de escuchar, el rectángulo blanco desplazado un poco más hacia la derecha, en la pared, según ascendía la luna sobre el valle. La urgencia antigua de irse, de cancelar con un gesto la equivocación, el fraude, el agobio de una presencia que se iría enfriando y volviéndose hostil a cada minuto que pasara.

Pero Susana no se había apartado de él. Le había acariciado la cara y el pelo, consciente del silencio, resuelta a no ser vencida ni por su mismo desaliento. No le era lícito callar, no podía rendirse, aceptar de antemano. Sabía que él no era capaz de imaginar que su reacción inmediata había sido de sorpresa y ternura, hasta de un cierto halago. Pensaba que hay zonas del cerebro masculino del todo refractarias a ciertas sutilezas de la inteligencia y la sensibilidad.

—Me acuerdo de la primera vez que me acosté con un chico —le dijo—. La primera vez que estuve desnuda delante de un hombre, no el que luego fue mi novio, sino otro, un chico de mi mismo barrio que luego se marchó de Madrid, no sé lo que sería de él. Habíamos estado saliendo aquel verano, recién terminado COU, casi siempre en grupo con otros amigos, pero también solos algunas veces, sin proponérnoslo mucho, al menos yo. Íbamos juntos a la piscina o nos citábamos por la tarde en la biblioteca municipal del barrio. Fue una tarde, la última del verano, en septiembre, había refrescado ya mucho y al día siguiente cerraban la piscina. A última hora no quedaba ya nadie más que nosotros. Parece que a mí todos los comienzos y los descubrimientos de mi vida me ocurren en septiembre. Nos habíamos besado alguna vez, habíamos ido por la calle de la mano o abrazados, siempre de noche, claro, y por calles vacías, soltándonos si aparecía alguien que nos conociera, pero aquel día en la piscina perdimos los dos la vergüenza. Nos acariciábamos debajo del agua, nos besábamos abriendo mucho la boca, muy torpes todavía, y los besos sabían a cloro. Tendidos en las toallas él me metía la mano disimuladamente bajo el filo del bikini y los dos teníamos la piel tan pegajosa que no lograba avanzar con los dedos, y además no estaría seguro de hacia dónde. Al final yo tenía el vello erizado de frío y las manos arrugadas. Todas las hamacas y las colchonetas estaban ya recogidas, y habían cerrado el bar y quitado la música. Salimos a la calle con el pelo mojado y él me pasó el brazo por los hombros. Era la primera vez que lo hacía a plena luz, sin cuidarse de que pudieran vernos. A mí de pronto tampoco me importaba. Me acercó la boca al oído y me dijo con la voz un poco ronca que yo le gustaba mucho, y que por qué no iba un rato con él a su casa, sus padres no estaban y no volverían hasta la tarde siguiente. Habían ido a visitar a alguien fuera de Madrid, un pariente enfermo. Él iba muy rígido a mi lado, el brazo sobre el hombro no se relajaba, no llegaba a apoyarse de verdad en mí. La verdad es que no sabíamos caminar abrazados. Eso también tarda mucho en aprenderse. Además él tenía otra dificultad para andar, y procuraba cubrirse la parte delantera del pantalón con la bolsa de deporte. Estábamos los dos muy excitados, pero muertos de miedo, yo creo que a él quedarse desnudo le daba todavía más vergüenza que a mí. Me acuerdo de una cama grande, y de que el atardecer detrás de las persianas medio echadas se reflejaba en el espejo de un tocador. Nos fuimos desnudando sin tocarnos ni mirarnos, sin hablar, hasta conteníamos la respiración para quitarnos la ropa más en silencio. Ni siquiera retiramos la colcha, que era una colcha larga, de verano, blanca, un poco áspera, me parece. Yo me tendí primero, me quedé boca arriba, con las piernas cruzadas, y él se echó a mi lado y empezó a besarme con más torpeza y más ganas que en la piscina, se le escuchaba más fuerte la respiración. De repente todo era muy dulce, muy suave, como un comienzo de la vida, parecía que nada podía ser igual después de haberme quedado desnuda delante de un hombre y de verlo entero a él. Ya ni tenía miedo de que nos sorprendieran. Él estaba de costado, me acariciaba con mucha delicadeza, o con prudencia, con delicadeza y brusquedad, si eso puede decirse, como temiendo hacerme daño. Las manos no se deslizaban bien porque los dos teníamos la piel pegajosa y un poco blanda por el agua de la piscina. A mí me daba vergüenza que las tetas y el vientre estuvieran tan blancos. Sin darme mucha cuenta me encontré tocando aquella cosa tan hinchada, tan dura y caliente, un poco grotesca o desproporcionada en comparación con lo flaco que estaba el chico. Nunca la había visto así, tan detallada, tan cerca, pero no llegué a sujetarla, apenas sabía cómo hacerlo, la cubrí con mi mano, apretando muy suave, mientras él me besaba un pezón, y entonces se corrió, sin que yo hiciera nada, sin moverse él tampoco, sólo aquello brotando a golpes debajo de mi mano, que lo recibía en la palma, se me derramaba entre los dedos y aún se reanimaba y volvía a salir, como sale el aire de un suspiro muy largo. Contigo me ha pasado lo mismo, ha sido como volver a entonces. Hay una canción de Violeta Parra que a mí me gustaba mucho, Volver a los diecisiete, ¿la conoces?

—Pero yo no tengo diecisiete años.

—Ni yo tampoco. Y qué más da. He tardado veinte en sentirme como aquella vez.

—No quieras consolarme.

—No seas tonto tú. No hay antídoto contra la vanidad de los hombres, contra la vanidad herida sobre todo. No hay nada por lo que deba consolarte. Si acaso he de darte las gracias.

Lo besó en la boca, le desordenó el pelo con los dedos y se levantó resueltamente de la cama, atravesando durante menos de un segundo el espacio rectangular que iluminaba la luna, más desnuda aún y más blanca en el interior de aquella luz, los hombros jóvenes y estrechos y las caderas ensanchadas por el tiempo y la maternidad, la silueta adelgazada y repetida contra la pared, recortada en ella con una exactitud de cartulina negra.

Echado en la cama, oyendo el caudal del río con los ojos entornados, volviendo poco a poco del pozo masculino de la decepción, la esperaba con todos sus sentidos despiertos, concentrados en ella, en la simple paciencia de aguardar, en la percepción de todo lo que la aludía y la anunciaba, su olor en las sábanas, el agua de los grifos y luego el pestillo del baño, que volvía a abrirse, sus zapatos de tacón, sus medias y su ropa interior en el suelo, sus gafas y su paquete de cigarrillos en la mesa de noche, cada cosa con su sombra exacta en el plenilunio. Al volver, pisando silenciosamente las baldosas, se tapaba los pechos con los brazos cruzados, en un gesto aterido de pudor. La luna alumbró ahora su cara y la alta blancura de sus muslos: en el espejo la vio fugazmente de espaldas, y le pareció imposible que un instante más tarde aquella mujer pudiese estar acostada a su lado.

«Hazme sitio», dijo Susana, casi tiritando, y se apretó contra él y echó encima de los dos las sábanas y las mantas ya desordenadas. Un poco antes, menos de una hora, cuando aún era posible que lo deseado por los dos no llegara a cumplirse —estaban de pie el uno frente al otro, cada uno con un vaso en la mano, vestidos, sin tocarse, como si no se conocieran—, ella le había preguntado por qué callaba tanto, por qué era tan difícil saber lo que sentía o lo que pensaba.

—Será por vanidad —respondió ella misma—, por orgullo. Quien se oculta tiene siempre más prestigio que quien se muestra abiertamente. Será por esas bobadas orientales que se llevaron hace tiempo, aquella cosa china o taoísta de que quien sabe calla, o de que la palabra que se dice es de plata, y la que no se dice es de oro, toda aquella basura que le gustaba a mi ex, en sus períodos orientales, que también los tuvo. Yo me hago el propósito de callar para hacerme misteriosa pero no lo consigo nunca. Siempre acabo diciendo lo que pienso justo en el momento en que se me ocurre, así que estoy en desventaja, no tengo remedio. Tú en cambio, como no dices nada, parece que llevas dentro de ti todo el misterio del mundo.

Abrazándose a ella, recibiéndola tras su regreso del baño, olía a jabón y a colonia en su piel, a secreta higiene femenina, le hablaba al oído, con su voz rasposa y mucho menos enérgica que su cara o su presencia, tardíamente le intentaba responder, y al hacerlo se hablaba a sí mismo, sin mirarla, acogido a la penumbra. Quería explicarle que había pasado una gran parte de su vida escondiéndose, disimulando su origen y sus sentimientos, y que había acabado por no saber él tampoco qué era lo que guardaba dentro de verdad. No le costaba nada entender a quienes tienen que ocultarse por algo, y tal vez gracias a eso había adquirido una notable destreza profesional para encontrarlos. Reconocía instintivamente a los simuladores, a los que mienten por necesidad o por el puro gusto de mentir, y cuanto más perfecta era la falsificación de una vida con más agudeza la percibía él, como esos expertos que reconocen a simple vista la falsedad de una firma o de un billete. Otros hombres casados mantenían con sus mujeres una ficción de normalidad debajo de la que había pasiones o aventuras ocultas. Él no ocultaba nada, o casi, ni siquiera su frialdad. Tenía la sensación de que a él y a su mujer la vida se les había ido extinguiendo y enfriando, no por efecto de la voluntad o de la falta de amor, sino en virtud de un principio físico como el que según los astrónomos hace que acabe por apagarse la fulguración de las estrellas. La diferencia era, dijo, que en su caso, tal vez no del todo en el de su mujer, nunca hubo verdadero fuego, nada que el tiempo agotara o extinguiera.

—Alguna vez la querrías —dijo Susana—. Al principio.

—No me acuerdo. Se me ha olvidado todo.

—A lo mejor es más fácil no olvidar si se han tenido hijos. Si ellos existen no puedes borrar por completo el pasado. Lo estás viendo todos los días en la cara de tu hijo. Si él está en el mundo, aquel tiempo y los errores que cometiste tienen una justificación.

Casi sin darse cuenta había empezado a acariciarla mientras hablaban en voz baja, tan lentamente como ella entraba en calor, los pies muy fríos enredados a los suyos, y al ir siguiendo con los dedos ahora más sensitivos y audaces el tacto de la piel y las sinuosidades ya familiares que buscaba y reconocía luego con los labios, volvió a acordarse, ahora sin miedo ni vergüenza, sólo con dulzura, casi con agradecimiento, de sus sueños eróticos de los catorce años, y le pareció que la veía a ella como era ahora mismo y como había sido la primera vez que unos ojos masculinos la vieron desnuda. Lo perdía todo, se despojaba de todo, igual que al desnudarse ella había dejado caer al suelo las bragas y el sujetador y se había aproximado a él como emergiendo de las prendas abandonadas e inútiles, caídas a sus pies con un rumor de gasa. No había urgencia, ni incertidumbre, ni ademanes de fiebre o de ansiosa brutalidad. La veía moverse oscilando, erguida, acomodándose despacio encima de él, el pelo sobre la cara, mezclado con la sombra, los hombros hacia atrás, las dos manos que le sujetaban con fuerza los muslos. Desfallecieron los dos en la misma oleada densa de dulzura, que él fue percibiendo como si le llegara desde lejos, anunciada, indudable, desconocida, duradera y lenta, no extinguida todavía después del final, cuando se quedaron quietos los dos y ella se desprendió poco a poco de él mientras iba dejándose caer a su lado.

No se dio cuenta de que se quedaba dormido. Se despertó con un breve sobresalto, y sin apartarse de Susana, que dormía abrazada a su cintura, intentó distinguir en la penumbra las agujas del reloj. Temía que fuera muy tarde, le volvía la angustia de que en ese momento estuvieran buscándolo, sin la menor posibilidad de encontrarlo. Había un teléfono sobre la mesa de noche. Intentó volverse de costado, pero ella lo abrazaba más fuerte y murmuraba algo en sueños. Todo tenía un punto de levedad y de extrañeza, de normalidad en suspenso, como los objetos identificables y comunes que se volvían tan raros a la luz exacta de la luna. Llevaba menos de tres horas con una mujer casi desconocida en la habitación de un albergue rural que se llamaba La Isla de Cuba y se sentía tan vinculado a ella, tan sereno en su cercanía, como si la hubiera conocido siempre.

No se movía, por miedo a despertarla. Con mucha cautela le apartó el pelo de la cara y estuvo mirando sus párpados que no parecían cerrados del todo, sus labios entreabiertos, que aspiraban y expulsaban muy regularmente el aire. Murmurando algo Susana cambió de posición, le dio la espalda, abrazando ahora la almohada. Miró de nuevo el reloj, se sentó en la cama, marcó el número de la comisaría, con la esperanza de que ella no llegara a enterarse de que había llamado. En la voz del guardia que se puso al teléfono comprendió al instante que por una especie de punitiva compensación se le iban a cumplir los peores augurios del remordimiento.

—Pero, jefe, ¿dónde se ha metido?, llevamos horas buscándolo.

—¿Ha pasado algo?

—Ha desaparecido otra niña.