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Todo exacto, duplicado, idéntico, todo repetición y simultaneidad, como el despertar de cada madrugada con los números rojos en la oscuridad doble de la habitación y del espejo y con la voz susurrante en la radio, o como un sueño que se recuerda repetido mientras se lo está soñando. Igual que en el sueño, todo parece que transcurre dentro de la cabeza, sin que nada exterior interfiera, sin que nadie sepa o mire o desobedezca las instrucciones dictadas por el mismo sueño, por la voluntad o el antojo de quien lo está soñando todo. Los ojos muy abiertos, mirando hacia arriba, no hacia la cara, sino hacia la navaja automática que ha saltado igual que un relámpago en la luz del ascensor, hacia la mano que lo ha detenido de un puñetazo entre dos pisos, las dos respiraciones tan fuertes en el espacio estrecho y cerrado, metálico, de un metal pintado para imitar la madera, chapa barata que resuena a hueco con el puñetazo. Es uno de esos ascensores antiguos que no tienen puerta de seguridad, así que uno de los lados es el cemento de un muro, lo cual le confirma un sentimiento irracional pero muy poderoso de protección y refugio, como si estuviera en un pozo o en un túnel blindado, no en una casa de vecindad donde en cualquier momento podrían sorprenderlo. Nadie lo sorprendió la otra vez, nadie lo detuvo, y ahora todo es tan idéntico que mira la cara de la niña y ve la de la otra, no la que había en las fotos que aparecieron en la televisión y en los periódicos sino la verdadera, la que hasta ahora mismo él no había recordado, la que se levantó hacia él en el otro ascensor idéntico a éste y al principio no temió nada, durante unos segundos había parecido más intrigada que asustada por la navaja y la detención del ascensor, sólo empezó a asustarse de verdad cuando vio la sangre que chorreaba de la mano.

Todo lo mismo, la navaja que desciende hasta el cuello, pero ahora no tiene que bajar tanto como la otra vez, y eso de repente es una anomalía, una irregularidad que disgusta, pero que no es grave, parece más bien el resultado de un defecto de enfoque. La niña es más alta, incluso no puede decirse que sea del todo una niña, qué raro no haberlo advertido hasta ese momento, como cuando en la penumbra de la whiskería se le acerca una mujer descotada e incitante y un segundo después es una vieja con el cuello arrugado y el pelo pintado de amarillo. Es más alta que la otra, él no le saca mucho más de una cabeza, y las tetas le abultan bajo la camisa, lleva una camisa y un suéter abierto y no un chándal rosa, le abultan aunque no mucho, apenas están empezando a salirle, por algo dice él siempre que ahora a las tías les salen las tetas antes que los dientes. El pelo es negro, como el de la otra, aunque mucho más largo, muy fuerte cuando le tira de él para obligarla a arrodillarse, y la nuca es igual de suave, todo se vuelve a repetir, por encima de las anomalías, el ascensor parado entre dos pisos y la navaja y el tiempo tan detenido por su voluntad como el ascensor, y también la sangre, en su mano derecha, la sangre brotando de una fina hendidura en la palma de la mano, aunque no con tanta abundancia como la otra vez, se ha cortado con el filo de la navaja y ni siquiera se había dado cuenta, se chupa la mano y la sangre sabe exactamente igual que la otra vez, y mientras la fuerza a arrodillarse, oliendo en la palma de la mano a sangre y a pescado, también al sudor de la excitación, del encierro en esa jaula tan estrecha, rápido, le dice, ábreme la bragueta, qué poderío, le va a estallar la cremallera del pantalón vaquero, está arrodillada con la cara a la altura de sus ingles pero no hace nada, alza los ojos muy abiertos y mira la navaja, la sangre que brota de la mano, de modo que tiene que darle una hostia en la nuca, ahora, justo ahora, no puede esperar, va a reventar del calentón, como los tíos de las erecciones colosales en las revistas y en las películas, que se tiran a una tía en cualquier parte, en cualquier postura, en un ascensor o contra una pared, le aplasta la cara contra el pantalón, la oye respirar como detrás de una mordaza, pero aún no hace nada, no mueve las manos, ni siquiera ha empezado a bajar la cremallera, y entonces suenan golpes, golpes violentos en las puertas metálicas, golpes y voces que vienen de abajo, seguramente del portal, alguien ha perdido la paciencia esperando el ascensor. Sólo ahora se encuentran los ojos de los dos, y sin decir nada él le tira del pelo para obligarla a levantarse, excitado por el peligro, no asustado, tan invulnerable a todo como en el interior de un sueño, se limpia la sangre de la mano en el pelo negro y liso, la punta de la navaja en el cuello, le da al botón del último piso, los golpes suenan más fuertes abajo y ahora no sabe si también sonaban la otra vez. Recuerda y actúa al mismo tiempo, ve delante de sus ojos lo que ya vio idénticamente hace dos meses, un rellano casi a oscuras, con puertas de pisos cerradas como tumbas, con mirillas a las que nadie va a asomarse. Se marcha el ascensor, llamado al fin por el vecino que daba golpes tan furiosos, y ahora la oscuridad es completa, al principio, luego, poco a poco, van viéndose las cosas, igual que se van escuchando sonidos en lo que hasta ahora era un silencio ocupado por los jadeos, se oyen ruidos domésticos al otro lado de las puertas cerradas, gritos débiles de niños, trajín de cocinas, anuncios de la televisión, pero todo lejano, según bajan las escaleras, tan lóbregas como las de la torre o los sótanos de un castillo. Nadie sube o baja nunca las escaleras altas de una casa de pisos a no ser que se averíe el ascensor. Nadie sabe lo que ocurre en esa oscuridad, más allá de la luz brevemente encendida en los rellanos de las puertas. Avanzan casi a tientas, rozando la pared, el brazo de la niña doblado contra la espalda, los huesos de la muñeca tan frágiles como la otra vez, como los huesos livianos y huecos de un pájaro, podría apretar un poco más y el brazo se partiría como una caña seca, como el espinazo de un pescado, aprieta y sabe el punto justo en que debe suavizar la presión para que el hueso no se rompa, igual que sabe hasta dónde puede presionar con el filo de la navaja en el cuello sin que se rasgue la piel. Pero en realidad no tiene que hacer mucha fuerza, el cuerpo ya no del todo infantil parece blando y dócil, como hecho de trapo, le ha dicho al oído que si grita le cortará el cuello de un tajo y ella ha movido violentamente la cabeza, lo ha mirado con los ojos muy abiertos y vidriosos de lágrimas, y ahora la hace detenerse en el rellano intermedio, donde sólo hay una ventana de cristal escarchado que debe dar a un patio interior, y por la que entra una luz escasa, a la que las pupilas se acostumbran enseguida, una luz que le permite ver de cerca la cara rígida de miedo, hipnotizada, sometida, las facciones paralizadas, la boca abierta, respirando muy fuerte, pero incapaz de articular palabras, o de emitir gritos, el brillo de la navaja que él pasa ahora con suavidad a través de una mejilla, como eligiendo el dibujo de una herida, de una futura cicatriz. Suena cerca el ascensor, pero él no lo escucha, no le presta atención, se enciende la luz de la escalera con un tictac de cronómetro, se escuchan cerca unas voces, pasos, el ruido de unas llaves, uno o dos pisos más abajo, escuchan los dos, la navaja en la cara, los ojos de cada uno en los ojos del otro, la respiración simultánea, la presión gradual en la muñeca, el filo de acero casi hendiendo la piel mientras a unos pasos de distancia alguien ha salido del ascensor y abre la puerta de su casa y lo reciben las voces y los olores de su vida diaria, la promesa de un descanso aturdido, de la cena y luego la somnolencia frente al televisor: quién puede saber lo que ocurre un poco más allá, en la oscuridad adonde no llegan las luces, detrás de una puerta cerrada, en el hueco de una escalera por la que nunca sube ni baja nadie. La puerta se ha cerrado y él afloja ligeramente la presión de la muñeca y aparta la navaja, venga, dice de nuevo, empujándola hacia el suelo con su mano derecha grande y poderosa, bájame la cremallera, y en ese momento la luz del descansillo se vuelve a apagar, y durante unos segundos vuelven a no ver nada: la oye que solloza, no comprende o no sabe, pero cómo no va a saber, si ahora nacen putas, les enseñan las madres, más putas que ellas, una mano torpe tantea la ingle del pantalón vaquero y no encuentra la cremallera, y es él, impaciente, quien por fin la baja, quien saca con dificultad y urgencia lo que se le había hinchado tanto dentro, no va a caberte en la boca, piensa, o dice, le aprieta muy fuerte con los dedos los huesos de la nuca, le dice las mismas palabras que ha leído en las revistas y escuchado en las películas, las que no se atreve a decir en voz alta ni cuando ha ido de putas, le ordena, le exige, le abre la boca él mismo, en la penumbra, como abriría la de un pescado para extraerle las vísceras, la saliva y las lágrimas le mojan la mano, la saliva y los mocos, empuja rítmicamente ahora, pero ella no sabe bien lo que tiene que hacer, se ahoga respirando por la nariz, que está llena de mocos, la guía con la mano, pero es tan torpe que no hay modo, y la luz de la escalera vuelve a encenderse, de nuevo pasos, aunque no voces, y el ruido del ascensor, siente que se va a retraer, que la hinchazón tremenda ha empezado a encogerse, a debilitarse o enfriarse, todo idéntico, podría quedarse inmóvil y las cosas continuarían sucediendo, igual que dicen que vuelan los aviones con el piloto automático, por eso sabe que no lo van a descubrir, que la niña no va a gritar y que nadie va a subir por la escalera. La empuja de un manotazo contra la pared, la luz se apaga, se sube la cremallera y se vuelve a abrochar el cinturón, andando, dice, y cuidadito, que te corto la lengua.

Muy tranquilo, se ha guardado la navaja, ha sacado un cigarrillo y luego lo ha encendido usando una sola mano, sin soltarla a ella, se ha pasado la mano por el pelo, se ha ordenado la ropa, respira hondo, se concentra para contener los latidos del corazón, según decía aquella revista, una calada honda, la mano derecha ya no tiene sangre, no como la otra vez, que no paraba de manar, la chupaba y desaparecía, y un instante después ya se había formado de nuevo la línea roja a través de la palma de la mano. El cigarrillo en la derecha, la izquierda en el hombro de la niña, en la nuca, presionando la piel, los músculos del cuello, buscando la forma de las vértebras, un tramo de escaleras más, otro rellano con puertas cerradas de pisos, con nombres en placas sobredoradas o figuras del Sagrado Corazón sobre las mirillas, y siempre voces de niños y sonidos de televisores, han llegado al segundo, va contando los peldaños, dieciocho entre piso y piso, quedan treinta y seis para la planta baja y el portal, pero no siente miedo, sólo excitación, el vértigo de aproximarse a algo, a un límite, al punto en que la mano rompe el hueso o la navaja hiende la piel, un solo milímetro o una décima de segundo, de eso depende todo, como cuando era niño y veía en la puerta metálica de una instalación eléctrica cercana a su casa un letrero de advertencia: No tocar, peligro de muerte. Había sobre las letras rojas un dibujo de una silueta humana fulminada por un rayo que se le hincaba en el centro del pecho como la punta de una lanza, y él, siempre que pasaba, se detenía unos instantes y sentía la tentación de tocar la puerta metálica pintada de gris, como si un imán muy poderoso lo atrajera hacia ella, pero se resistía, acercaba la mano y la apartaba cuando sólo faltaban unos milímetros para que las yemas de los dedos tocaran el metal, provocando tal vez una descarga que lo sacudiría igual que al guiñapo del dibujo. Veintidós escalones, veinte, el rellano del primero, el llanto de un niño muy pequeño y los gritos de una mujer, una histérica, la sintonía de un programa infantil, los dos últimos tramos antes del portal, la mano izquierda que presiona un poco más fuerte, ahora no con las yemas de los dedos, sino con las uñas, aunque sin hincarlas, un milímetro más y sus filos rotos y córneos atravesarían la epidermis. Es como caminar en sueños, como ir flotando un poco por encima del suelo, sin esfuerzo ninguno, bajando por unas escaleras mecánicas, ahora la luz del portal, blanca y fría como la de las cámaras frigoríficas, la mano en la nuca, debajo del pelo, una calada honda al cigarrillo, nada, ni temblor en las piernas, ni sombra de miedo, porque no hay nadie en el portal y ahora sabe que nadie va a aparecer, lo ve todo nítido, el futuro lo mismo que el pasado, esta vez y la otra, la primera, ya no siente los efectos del ron en la cabeza ni en las piernas, se ha despejado de golpe, como después de una ducha fría, sólo la excitación, a cada paso más intensa, pero no aturdiéndolo, sino fortaleciéndolo, una sensación fantástica de poderío y peligro, de impunidad, de audacia. Cerca ya de la puerta la obliga a acercarse un poco más a él, la aprieta un instante contra su costado, se inclina hacia ella, como digas algo o intentes escapar te corto el cuello, y con el dedo índice le hace un breve ademán de degüello que estremece a la niña, se queda inmóvil, tiene que empujarla, igual que a la otra, si no la sujetara se caería al suelo, abre, le ordena, y ella obedece, hipnotizada, ya están en el escalón, en la acera estrecha, invadida de coches, iluminada por farolas y luces de tiendas, parece la misma calle pero no lo es, voces de gente y ruido de tráfico, caras que vienen en dirección contraria, como faros que surgen de la oscuridad cuando conduce de noche, la acera es tan estrecha que tienen que apartarse para dejar paso a una mujer con un cochecito de niño, a una vieja con bolsas de compra, la mira de soslayo mientras la empuja hacia delante y la niña camina con la cara recta, sonámbula, sin volverse nunca para mirarlo a él. Busca los ojos de la gente que viene hacia ellos, en busca de alguna expresión de reconocimiento, de recelo, de alarma, pero nadie mira, nadie se fija ni en él ni en la niña, si acaso miran un instante y apartan enseguida los ojos, absortos en sus cosas, en el cansancio del final del día. Una farmacia, una tienda de ultramarinos, el bar de la esquina, el de hace dos meses y hace diez minutos, el bar vacío, como siempre, con su cruda luz que resalta la mugre, el camarero mal afeitado que levanta la cabeza hacia el televisor, seguro que tampoco mira, que no se fija en nada, que luego no va a recordar. Siente al mismo tiempo que avanza sin necesidad de moverse y que sus pasos no progresan, como en los sueños, que nunca llega a dar la vuelta a la esquina, lo ve todo como detrás de un cristal, de una burbuja en cuyo interior se encuentran él y la niña, como esos exploradores submarinos de los documentales, que se mueven con sus escafandras y aletas y sus trajes de goma entre los peces y las plantas del fondo del mar y los van apartando con simples gestos de las manos, sin que los peces los miren a ellos, los grandes ojos tan abiertos y tan ciegos como los de la gente que se acerca y se cruza y no mira nunca.

Se ha vuelto invisible, soluble entre la gente de la calle, borrado ahora en una zona de sombra, sin necesidad de elegir la dirección de los pasos, porque los pies lo llevan solo, la simple duplicación de un itinerario que va recordando tan sólo a medida que lo cubre, encontrando rastros olvidados, como en los cuentos de los bosques, un videoclub, un semáforo, de nuevo el jardín con la estatua del torero, ya han salido a las avenidas más anchas del norte de la ciudad y parece que lleva horas caminando, invisible y tranquilo, la mano izquierda en la nuca, en el cuello, en el hombro, posándose, cerrándose curvada y afilada debajo del pelo como las patas de los cangrejos, jugando a acariciar, a tirar de golpe, a usar el pelo como una brida ante la luz roja de un semáforo, quieta, le dice, vuelto hacia ella, atrayéndola, tú quieta que ya sabes lo que te puede pasar, cruzan los dos la avenida por el paso de cebra, delante de una hilera de coches con los faros encendidos, de rostros de conductores que no miran ni una sola vez, y ahora, aunque había pensado seguir bajando por callejones laterales, decide que no, que bajará por el camino más corto y más iluminado, aunque también el más peligroso, la calle Trinidad. Más bien no decide, simplemente repite, no puede ir por donde no hubiese ido la otra vez, al principio de la calle en cuesta ve su sombra y la de la niña proyectadas sobre la acera por la luz de una farola, dos sombras tan precisas como las que traza la luz de la luna llena, las piernas de él tan largas como las de los gigantes de los cuentos, y a su lado, rozándose con la suya, atrapada y cubierta por ella, la otra sombra, que avanza al mismo ritmo, casi al mismo paso, como en la mili, sus zapatos alineados con las zapatillas de deporte de la niña, idénticas a las otras, blancas, un poco usadas, las dos sombras apareciendo y desapareciendo en la acera, precediéndolos, quedándose rezagadas, confundidas con las otras sombras de los que entran y salen de las tiendas, ya a punto de cerrar, una pajarería, una tienda de máquinas de coser, el escaparate grande y anticuado de El Sistema Métrico, las persianas metálicas, los dependientes que dicen adiós a las últimas clientas inclinando mucho las cabezas repeinadas y frotándose las manos blancas, como si tuvieran siempre frío, y enfrente la iglesia, la escalinata donde aquella vez se arracimaba la multitud, debajo de los paraguas, de la lluvia deslumbrada por los reflectores. Alguien le ha dicho adiós, y de tan absorto que iba no se ha dado cuenta, una parroquiana del mercado, identifica la cara unos segundos más tarde, cuando ya ha desaparecido, aprieta más fuerte las yemas de los dedos en la nuca, la piel sudada, los músculos, las vértebras cervicales, están llegando a la plaza del reloj y la estatua, ya puede ver la torre, los taxis, el edificio de la comisaría, si supieran, si alguien se fijara, más por chulería que por nerviosismo saca un cigarrillo, se lo lleva a los labios, lo enciende, usando sólo la mano derecha, guarda el mechero y fuma apretando el filtro entre los dientes, entornando los ojos, la mano en el bolsillo de la cazadora, asiendo el mango de la navaja automática. Todo es tan fácil, tan dócil a él como el cuerpo de la niña que camina a su lado, como la luz de otro semáforo que cambia al verde para que los dos crucen hacia la parte central de la plaza, entre los jardines, cerca de la fuente, donde solían ponerse los fotógrafos y los cámaras de la televisión, si quisiera podría pasar junto a la puerta misma de la comisaría, y decirle adiós al guardia que aquella tarde le tuvo un mal modo, podría entrar en la cabina de teléfono sin soltar a la niña y marcar el número del inspector jefe y decirle, cabrón, mira qué listo eres, a ver dónde están todas esas pistas que tenías, esos inventos de testigos y de matrículas de coches sospechosos: ni coche ni nada, igual que la otra vez, a pie y cruzando entera la ciudad, en el reloj de la torre han dado las campanadas de las siete pero le parece que llevan muchas horas caminando, empieza a ganarlo la impaciencia, no la prisa, no el terror, las ganas de llegar adonde no ha tenido que pensar ni un momento que iría, la calentura que vuelve al sentir en los dedos la suavidad del vello en la nuca, la fragilidad de los huesos, el olor acre del cuerpo, puede que se haya meado, piensa, como se meó la otra, lo tenía todo mojado de orines, las bragas y el pantalón del chándal, los calcetines blancos que él no le quitó. La presión en la ingle de nuevo, ahora que ya se alejan de la plaza y siguen bajando hacia los jardines de la Cava, cada vez hay menos gente y menos tráfico, menos luces de comercios o de bares, en cuanto pasen el cruce de la calle Ancha es muy posible que no se encuentren ya con nadie, nadie pasea por esos jardines junto a la muralla cuando se hace de noche, sobre todo en invierno, nadie más que algún drogadicto se aventura en el pequeño parque al final de la ciudad, en el límite del terraplén poblado de pinos que baja hacia las huertas, abandonadas también, casi todas, comidas de maleza, como los corrales de las casas hundidas del barrio. Pero ahora le gusta esa oscuridad, se siente atraído y protegido por ella, como si volviera a su tierra natal desde un país extraño, a su barrio de callejones empedrados y casas viejas y vacías, aviva el paso, tira el cigarrillo, lo escupe, se palpa la entrepierna, hinchada de verdad, empuja a la niña, abarca ahora su cuello entero entre la pinza de los dedos, no hay nadie, no va a aparecer nadie, igual que en las escaleras y que en el portal, a cada paso que dan son más invisibles, más confundidos con las sombras de una calle donde la iluminación se va volviendo más débil a medida que bajan. Y justo entonces se detiene un segundo, no ve aún lo que ocurre, pero ha notado la rigidez en el cuerpo entero de la niña, lo inmoviliza un peligro que ha advertido con un instinto ciego de animal, pero continúa caminando, los pies sin tocar el suelo, un magnetismo atrayéndolo igual que cuando la mano se le iba hacia la chapa con el letrero de peligro de muerte: a unos pasos de distancia, delante de ellos, montado en la otra acera, hay un coche blanco y azul, un coche patrulla de la policía, tan cerca que ya no es posible retroceder, y aunque lo fuera no lo haría, se da cuenta de que no puede o no quiere pararse, de que va a seguir avanzando y apretando la nuca con las yemas de los dedos, con las uñas, caminando con una perfecta simulación de tranquilidad y diciendo, con la cabeza baja y la cara vuelta hacia ella, te mato como digas algo, te degüello aquí mismo. Las luces interiores del coche están encendidas, el conductor y otro guardia conversan, o escuchan la radio, él ya puede oírla, aunque no distingue si se trata de la emisora de la policía o de la transmisión de un partido de fútbol. Oye una respiración que es la suya, percibe la doble palpitación en las sienes, traga saliva, las uñas de la mano izquierda se hunden en la parte posterior del cuello de la niña y las de la derecha en su propia palma, dentro del bolsillo de la cazadora, nota simultáneamente la herida en la otra piel y en la suya, el arañazo doble que se prolonga unos segundos eternos mientras llegan a la altura del coche policial, van pasando a su lado, no los mires o te saco los ojos, ha dicho muy suavemente, pero él sí que mira, no hacerlo sería sospechoso, sospechoso y cobarde, van por la acera de la izquierda y su cuerpo se interpone entre la niña y las posibles miradas de los policías, pero ni siquiera levantan los ojos, continúan conversando, o escuchando la radio, se oyen los pitidos y las voces metálicas de la emisora policial y al mismo tiempo la voz de un locutor de fútbol sobre un bramido lejano, se ha estado oyendo a rachas, ahora se da cuenta, desde que empezaron a bajar las escaleras hace una eternidad. No te vuelvas, dice ahora, más fuerte, aliviado, inmune, empujándola, con la presión del peligro todavía en la nuca, ya no se oye la emisora del coche policial, ya no se ve a nadie, tan sólo algunas luces en el interior de casas cerradas, resplandores azulados de televisores, el mismo ruido ahora remoto del fútbol. Continúan avanzando como si no se movieran, llevados hacia la oscuridad final y próxima del parque como por una cinta deslizante, sólo queda una anchura alumbrada y desierta y al otro lado ya están los setos devastados, las farolas rotas, la zona de sombra en la que se refugiaban hace muchos años las parejas de novios, donde se iban a fumar y a espiar los chicos más turbulentos y más audaces del barrio.

Todo ahora idéntico, más que nunca, hasta el ruido de los pasos sobre la grava, sobre los cristales rotos de los botellones de cerveza, todo imperioso, cercano, incontenible, sin necesidad de postergación ni de disimulo, hasta la misma luna en lo alto del cielo, su forma blanca ligeramente enturbiada por nubes tenues como gasa, las dos manos ya impacientes que buscan y exigen, el olor de los pinos, de la tierra y de las agujas empapadas, la misma zanja en la ladera adonde la arroja de una sola bofetada, la cara más pálida que la de la luna, alumbrada ahora tan sólo por ella, en la que ve de pronto, durante unos segundos, con perfecta claridad, la cara doble y repetida, la boca abierta, la barbilla temblando, los ojos de incredulidad y terror de la otra niña, la cara que nadie más que él ha visto en el mundo.