21

Esperaba sentada en la cama, en la habitación que había visto por primera vez veinte minutos antes y ya empezaba a volvérsele usual, aún vestida del todo, descalza, mirándose los pies juntos, los delgados empeines bajo las medias oscuras y translúcidas, con un vacío o una inquietud en el estómago que los cigarrillos empeoraban, que sólo obtenía un cierto alivio gracias al gin-tonic que se había servido nada más llegar, después de quedarse sola y cerrar la puerta con una urgencia de soledad y refugio, al cabo de tantos preliminares que no acababan nunca, que no dejaban de ser humillantes o al menos mezquinos, en parte porque no estaba acostumbrada, porque nunca se había citado con un hombre en un hotel.

Cada paso una prueba, una tentación de arrepentirse, desde que a las cinco salieron los niños y ella volvió a la sala de profesores donde había dejado su bolsa negra de viaje, aun sabiendo que no pasaría inadvertida, que alguien iba a preguntarle con incierta entonación de broma o de chisme que adónde iba con aquella bolsa: había preparado una respuesta para eso, a la lavandería, era ropa sucia, dijo, y cuando salía hacia el coche con ella en la mano el abatimiento de las horas de trabajo se sumó a la incertidumbre para sugerirle que tal vez no debería seguir adelante, que aún estaba a tiempo de hacer un par de llamadas y cancelar la cita y la reserva de la habitación en La Isla de Cuba. Pero al mismo tiempo le excitaba tanto la sensación recobrada de expectativa y preludio, la había alimentado como una savia secreta a lo largo del día, fortaleciéndola cuando los niños la mareaban o cuando le dolía la garganta amenazándola con el regreso de la faringitis, cuando miraba las tristes paredes con azulejos, las bancas rotas, los cuadros y los pósters desvaídos de la sala de profesores. Contaba las horas como había contado de joven los días que faltaban para que le sucediera algo muy deseado, con una ilusión no del todo sentimental ni sexual, más bien como se aguarda en la infancia, con una incondicionalidad casi colmada por la misma espera, con mucho miedo también, insegura de no arrepentirse, temiendo una llamada y a la vez dejándose tentar por el posible alivio de que fuese él quien no viniera, y no sólo porque a él también le diese miedo e inventara un pretexto, sino por algún motivo real, porque se descubriera de pronto algo sobre el asesinato de Fátima, porque a la mujer de él le hubiera sobrevenido una crisis en ese sanatorio donde estaba.

Dejó la bolsa en el asiento de atrás, se quedó un rato quieta, sentada al volante, como repasando una serie de decisiones necesarias y prácticas, se vio pálida en el espejo, con las ojeras más pronunciadas, con esa tonalidad marchita de cansancio en la piel, qué menos, después de tantas horas con los niños, con treinta niños y niñas de nueve y diez años, turbulentos, más nerviosos según avanzaba el día, encerrados en un aula demasiado pequeña, donde el pupitre de Fátima había vuelto a ser ocupado, aunque su foto seguía colgada en la pared, entre los dibujos de sus compañeros, cerca de las cartulinas azules en las que los demás habían hecho sus trabajos manuales. Miraba siempre la foto, encontraba los ojos rasgados y la sonrisa de la niña como pidiéndole serenamente que siguiera acordándose, que no se olvidara de ella, y esa tarde, a las cinco, cuando el aula se quedó vacía, tardó un poco más de lo habitual en recoger sus cosas, y al no haber nadie más la presencia de Fátima se le hizo más intensa en la fotografía, despertándole, sin que se diera mucha cuenta, como un instinto de complicidad y gratitud.

De lo que le sucedía ahora mismo había algo que estaba vinculado a Fátima, y no sólo el azar espantoso sin el cual ella, Susana Grey, no habría ni conocido la existencia del hombre con quien se había citado hora y media más tarde. Fátima, su devoción hacia ella, su talento infantil para la laboriosidad y la dicha, la habían rescatado más de una vez del desengaño y la desgana hacia su trabajo, le habían ofrecido una preciosa compensación íntima de otras deslealtades. Después de muerta la niña comprendía de verdad cuánto le había importado su predilección, cómo la había alimentado su deseo de saber, la prontitud con que Fátima le mostraba que la paciencia de su trabajo no estaba siendo por completo estéril: velozmente lo aprendía todo, y lo que había aprendido enseguida fructificaba en su inteligencia, como un alimento de resultados inmediatos en el vigor físico de un niño.

En el espejo donde se miraba para pintarse los labios vio que los ojos, desenfocados sin las gafas, adquirían un brillo de lágrimas, pero ahora no podía permitirse a sí misma el desfallecimiento ni el consuelo del llanto, que la asaltaba tan sin aviso en los últimos tiempos, incluso al leer o al escuchar música, cuando leía un poema de Antonio Machado o de César Vallejo o escuchaba ciertas canciones no especialmente sentimentales. Se puso las gafas, eligió una cinta entre el desorden de la guantera, que se había extendido también al suelo, no Paul Simon esta vez, sino algo más enérgico, más adecuado para fortalecerle la audacia, The Pretenders, y enseguida pensó que si él fuera en el coche no se atrevería a ponerle esa música. Lo miraba a los ojos grises y atentos y no podía imaginar qué pensaba, cómo estaría viéndola a ella. La aterraba de pronto la convicción de estar enamorándose de un desconocido. Aceleró fuerte nada más salir a la carretera, subió el volumen, repitiendo en voz baja la letra de una canción, y sólo al dejar atrás los últimos edificios se sintió resuelta y despejada, contagiada por la fuerza de la música y la vibración del coche, libre del empeño agotador y minucioso de las decisiones por la velocidad que la llevaba inexorablemente hacia el valle mientras empezaba a atardecer y la luna llena y amarilla aparecía en el espejo retrovisor, sobre el perfil de las torres y los tejados que iban quedándose atrás según transcurrían con una rapidez idéntica los kilómetros y los minutos.

Él le había dicho que llegaría entre las seis y media y las siete: prefería esperarlo con tiempo, llegar antes a la habitación, examinarlo todo, incluso había pensado darse una ducha y cambiarse de ropa, para no tener consigo el olor a cansancio y a tiza y a sudor infantil de la escuela, pero decidió que no, que no quería dar una impresión excesiva de evidencia, así que tan sólo se cepilló el pelo y subrayó la sombra de los ojos y el carmín de los labios, no era una amante preparándose para recibir a su cómplice apresurado y adúltero.

Venció como pudo la ligera vergüenza, la palpitación de ignominia, mientras firmaba la ficha de ingreso en recepción y mostraba su carnet de conducir y su tarjeta de crédito, temiendo encontrar alguna cara conocida en el personal, la cara de un vecino o la del padre de un alumno: todo de pronto difícil, embarazoso, lento, imposible, los detalles del formulario, el botones que tardaba en recoger su bolsa, la puerta de la habitación que tardaba en abrirse, las monedas para la propina que no aparecían en el bolso, volcado sobre la cama, la profusión de todo, salvo de monedas de cien, los kleenex, la polvera, el lápiz de labios, los cigarrillos, la caja grande de cerillas, reunió al fin trescientas pesetas y se las dio al botones con una aprensión irracional de vileza, como si lo estuviera sobornando por algo, comprando su silencio.

Al quedarse sola instantáneamente se tranquilizó. No parecía que estuviera en la habitación de un hotel, sino en una casa de campo adonde alguien la hubiera invitado. Las paredes blancas, el techo inclinado, con rudas vigas de madera barnizada, el suelo de baldosas rojas, una ventana de postigos recios que daba sobre la barranca del río: en la ciudad, a lo lejos, las luces se habían encendido de golpe, aunque todavía no era noche cerrada, quedaba una fosforescencia de claridad diurna en la ligera niebla del río, en la tierra caliza de los olivares. Tan lejos y tan cerca, pensaba, tan protegida y tan frágil, un poco extraña ante sí misma en la extrañeza general de las cosas, del lugar y la hora, las seis de la tarde de un día laborable y ella no estaba en casa, ni siquiera sabía si iba a regresar esa noche, o si volvería a la ciudad a la mañana siguiente, a las nueve menos cuarto, como cada mañana, exaltada o desengañada, o ni siquiera eso, envilecida por una sensación de fraude, por la turbia contrición sexual.

Examinó el minibar, dudando entre el whisky y la ginebra, y por fin se hizo un gin-tonic y abrió para acompañarlo una bolsa de almendras saladas. La mezcla del amargor de la tónica y del mareo dulce de la ginebra le dio un punto de ligereza matizado por el sabor a sal de las almendras, que acentuaba las ganas y el gusto de beber. Va a venir, pensaba, sentada en la cama, descalza, con las piernas rectas y los pies juntos sobre la colcha, el gin-tonic frío en el regazo, con su incitante rumor de burbujas y su aroma amargo a cáscara de limón, el cigarrillo en el cenicero, junto a la lámpara todavía no encendida de la mesa de noche, viéndose en el espejo de marco antiguo que había justo enfrente de la cama, está viniendo, va a venir porque yo lo he llamado, porque he tenido la desvergüenza, la temeridad, la valentía de decirle que lo esperaba aquí, que no tengo ya tiempo ni ganas ni paciencia para esconder lo que más deseo ni para seguir perdiéndome lo mejor de mi vida, que ya no sé fingir, ni esperar, ni resignarme, ni decirle buenas noches a un hombre que me gusta mucho y verlo marcharse como si me diera igual, como la otra noche, cuando se despidieron después de la cena, del abuso del vino y del llanto invencible. Cuánto tiempo sin abrazarse así a alguien, sin desear de ese modo a un hombre, con tanta urgencia y tanta dulzura, con una seguridad infundada pero también muy fuerte de que si daba los pasos necesarios no iba a ser abatida más tarde por el arrepentimiento.

Esa noche, después de la cena y de lo que ella misma llamó el espectáculo del llanto, habían entrado en silencio a la ciudad, cada uno inhábil para mirar al otro, en ese enfriamiento de extrañeza recobrada que sobreviene tras una efusión prematura, tras la sospecha de una equivocación, de un paso en falso, al menos. Le llevó en el coche hasta el portal de su casa, aunque él le había dicho que no era necesario, y ninguno de los dos supo despedirse, se miraron fugazmente y él le dio las gracias por la cena con una cortesía demasiado formal, se quedó quieto con la mano ya entreabriendo la puerta, dijo buenas noches, en un tono que ella repitió al contestarle, y salió cerrando mientras miraba, observó Susana, a un lado y otro de la calle. Le dijo adiós con la mano, cuando ella arrancó, y fue un adiós impersonal, una inclinación ligera de cabeza y apenas un gesto de la mano que sostenía las llaves. Por el retrovisor, mientras ya se alejaba, lo vio entrar en el portal, y le dio una impresión de soledad absoluta, como esa gente que nada más decir adiós ya está muy lejos, ya ha cancelado todo vínculo con la persona de quien se despide, ha borrado su presencia con un rápido automatismo, con un gesto y una sola palabra.

Durmió mal, por culpa del café imprudente que había bebido después de la cena, irritada consigo misma y con él, con la frialdad y la torpeza mutua de la despedida. Al día siguiente, viernes, la resaca y el dolor de garganta por haber fumado más de la cuenta se sumaron al cansancio laboral de cinco días seguidos de escuela: se quedaba ausente en las conversaciones del patio y de la sala de profesores, no tenía paciencia con los niños, le costaba mucho levantar la voz. Llegó de vuelta a casa cuando ya estaba anocheciendo, y nada más encender la luz del recibidor empezó a sonar el teléfono. Mala madre, se dijo a sí misma, al reconocer más tarde que había sufrido una cierta decepción cuando escuchó la voz de su hijo: hablándole con una ternura ya inusual en él, con aquella ruda voz de adolescente que había adquirido en los últimos tiempos, le dijo que tenía ganas de verla, que iría a pasar con ella el siguiente fin de semana.

Después de colgar sintió el remordimiento de haber sido tal vez demasiado fría con el chico, o demasiado brusca al decirle adiós, pues había querido evitar el peligro de que se pusiera al teléfono su padre, dispuesto a comunicarle alguna nueva fase de su tormento o su compromiso, a consultar con ella el estado psicológico del hijo. Mientras ordenaba la casa y escuchaba un disco liviano y juvenil de Ella Fitzgerald que la animaba mucho, repasó palabra por palabra la conversación, como un fiscal en busca de pruebas contra ella misma, en un examen pormenorizado y solitario que la obsesionaba con cierta frecuencia. Era mucho más hábil para acusarse o para dejarse herir por las acusaciones de los otros que para defenderse, y ahora comprendía, tarde y sin duda ya sin mucho remedio, que de esa debilidad suya se había alimentado durante cerca de veinte años el parasitismo emocional de su exmarido, su talento infalible para despertarle la incertidumbre y la culpabilidad.

«Nunca más», dijo en voz alta, brindando consigo misma desde la cama, frente al espejo, nerviosa y un poco ebria, impaciente, queriendo no mirar mucho el reloj, a las siete menos cuarto, en la habitación iluminada ahora por la lámpara de la mesa de noche. Cuando él llegara no debía encontrar demasiada luz, pero tampoco un exceso de penumbra, aún tenía tiempo de vaciar el cenicero y de abrir la ventana para que se fuese el humo. Las personas que no fuman son muy sensibles al olor del tabaco, los exfumadores sobre todo, conversos recientes, como sin duda era él. Desde la ventana no se veía el puente ni la carretera. Pero al abrirla oyó acercarse el motor de un coche que se esforzaba cuesta arriba y le dio un escalofrío, y cerró enseguida. En los minutos de la espera todo se le iba volviendo un poco irreal.

Pero no eran minutos, sino días enteros los que había pasado, primero esperando que ocurriera algo, y luego decidiéndose a actuar ella misma, cavilando a solas, imaginando palabras o astucias posibles, golpes de azar que lo resolvieran todo, un encuentro en la calle, por ejemplo, el sábado, cuando ella iba al mercado, recordaba haberle dicho que hacía la compra los sábados por la mañana: no estaría mal que fuese él quien buscara el encuentro, pero no parecía muy posible, en el coche y durante la cena Susana había pensado algo que sólo se atrevió a decirle después, que él era, como dice Nabokov de Proust, otro héroe de la combustión interna.

Para llegar al mercado tenía que pasar por la plaza donde estaba la comisaría. Vio guardias de uniforme en la puerta, y un coche patrulla que tenía encendidas las luces destellantes, aunque no sonaba la sirena. Se sintió un poco ridícula, recordando algo que él le había dicho con toda seriedad, aunque sin ningún énfasis, como dándole cuenta de un hecho natural: en lo único que pensaba, para lo único que vivía, era para encontrar al hombre que había matado a Fátima. ¿No había sido una manera sutil o simplemente cobarde de advertirle que no siguiera aproximándose a él? Pero iba al mercado con el propósito no del todo preciso en su conciencia de comprar alguna cosa excepcional para invitarlo a él, si se atrevía o se decidía a llamarlo.

En la plaza, a la luz gris de la mañana, sobre el asfalto mojado, la agitación silenciosa de las luces del coche policial imponía un presentimiento de alarma, una urgencia de algún modo irrisoria, que no se correspondía con ninguna actividad visible, con la quietud de los guardias que fumaban en la puerta o la de los taxistas que aguardaban bajo las copas redondas de los aligustres.

Si él estaba en su despacho, si se había acercado al cristal del balcón, podía verla pasar con su carro de compra, con el pantalón de pana, las botas de invierno, la trenca azul oscuro. No quiso alzar la cabeza ni dirigir la mirada hacia el edificio de la comisaría. Con decepción y alivio al mismo tiempo se alejó por los soportales de la calle que llevaba al mercado, llena de gente a esa hora, de coches y mujeres con carritos de compra iguales que el suyo, cada vez más poblada y densa de voces y de olores. A su hijo, desde los tres o cuatro años, le gustaba mucho ir con ella al mercado. Pasaba ahora sola junto a los puestos de juguetes baratos y chucherías y veía en otros niños, abrigados para el invierno, con anoraks y botas de goma, los mismos gestos y miradas del suyo, los chatos dedos índices que señalaban o elegían cosas, los ojos muy abiertos, las mejillas tan suaves enrojecidas por el viento, las caras pegadas a un cristal, hipnotizadas por un coche de plástico, por un bastón relleno de bolitas de anís o un superhéroe apócrifo.

No creía que fuese a invitarlo, pero decidió que en cualquier caso iba a prepararse una comida digna, para mitigar la soledad y el tedio del sábado nublado agasajándose a sí misma. Por si acaso, por si se decidía al final o él llamaba, o se encontraban en la calle, compró dos besugos en su pescadería de siempre, la de aquel hombre joven que le inspiraba un poco de lástima porque no tenía ninguna pinta de pescadero, el cuerpo romo y carnoso sí, y las manos grandes, pensaba, rojas y fuertes cuando manejaban un hacha o abarcaban entre las dos un puñado chorreante de calamares o de boquerones, húmedas cuando se rozaban ligeramente con las suyas al devolverle el cambio. Pero la cara no, la cara resultaba tan incongruente con el resto del cuerpo y en aquel puesto de pescado como la voz, muy educada y suave, que le hacía acordarse con lejano desagrado de la voz de su exmarido. Era una cara joven, aunque nada juvenil, como antigua, los ojos grandes, alargados y muy juntos, unidos además por el largo arco de las cejas, una cara como bizantina, absorta, siempre un poco ajena a la acción terminante de las manos.

Al volver a casa se lavó las suyas después de limpiar el pescado. En un acceso práctico de lucidez reconoció que no iba a llamar al inspector, y también que le resultaría insoportable preparar la comida nada más que para ella. Sin pararse a pensarlo llamó a Ferreras, quizás sin mucha convicción de dar con él, o de que aceptara: pero apenas había sonado la señal de llamada se puso al teléfono, y aunque se quedó un poco desconcertado al principio, porque no era habitual que él y Susana se citaran, le dijo inmediatamente que sí, con una alegría de recién rescatado de algo.

Solían encontrarse por casualidad, y entraban en el bar más próximo a tomar una caña o un café, charlando impetuosamente, recordando viejos tiempos, sobre todo Ferreras, aunque sin nombrar viejas heridas, hasta que uno de los dos miraba el reloj y descubría que se le había hecho tardísimo para algo, quedaban en verse más despacio, en comer juntos cualquier día, y sólo se encontraban otra vez al cabo de semanas o meses, de nuevo por azar.

Llegó a las dos en punto, bronceado y animoso, con su ancha cazadora de motorista, el casco en una mano y en la otra una botella de vino, aún sorprendido y agradecido por la invitación, algo intrigado también, con una gran sonrisa de dientes magníficos en su cara bronceada como por soles africanos, el pelo húmedo, oliendo ligeramente a colonia, el gesto rápido, apenas entregada la botella, de estrechar a Susana por la cintura mientras hacía ademán de besarla en los labios, aunque sólo rozándola con los suyos, con su gran bigote que ya se le había puesto canoso, igual que el pelo despeinado y abundante, siempre agitado por vientos de intemperie, como la cara, esa cara y esa presencia rotundas de fotógrafo de guerra y explorador amazónico que vivía con su madre y una tía soltera, que tenía miedo de los aviones y casi nunca viajaba más allá de los límites de su provincia natal.

—Susana Grey —le dijo luego, mirándola cocinar mientras bebía una lata de cerveza, sin vaso, tal vez por fidelidad al tremendismo de la moto y la cazadora—, Susanita, con lo que tú me gustabas entonces, mientras les éramos tan fieles a esos dos que nos la estaban pegando, teníamos que habernos enrollado tú y yo.

—Ahora que me acuerdo, te habías hecho partidario de las camas redondas…

—Yo era un libertario ardoroso, pero puramente virtual, más o menos como ahora. —Ferreras se echó a reír, y el tamaño y la blancura de los dientes en la cara tan morena amplificaban la risa—. Tu ex y mi ex nos predicaban a los dos los preceptos del ascetismo revolucionario y en cuanto les dábamos la espalda se lanzaban a practicar el amor libre, la cópula adúltera, por decirlo más fino.

—Mira qué par de idiotas, tú y yo, tantos años después y todavía acordándonos.

—Susana, Susanita. —Ferreras repetía el nombre con una ternura casi impúdica—. Si te digo la verdad me gustabas mucho más que mi novia. Me gustabas con gafas y sin ellas, con el pelo suelto o con el pelo recogido, la colonia o el champú que usabas y el olor que traías de la escuela, y ese olor que tuviste luego, después de dar a luz, el olor de los niños muy pequeños que se queda en las madres. Qué olor más gustoso, Susana, a leche un poco agria, a colonia infantil y a polvos de talco. Si tú supieras, un día llegué a buscar a tu ex, que no estaba, claro, porque se lo estaría haciendo con mi ex en el ya mítico taller de alfarería popular andaluza, los dos con las manos en la masa, nunca mejor dicho, bueno, pues llegué y estabas sola, en aquel piso tan vacío, en éste, tú sola con el niño, que tendría meses entonces, charlábamos de algo y el niño se puso a llorar, porque era la hora de su toma, me dijiste, y con mucha discreción, aunque con una naturalidad perfecta, te desabrochaste un par de botones de la camisa y te pusiste a darle de mamar, sin descubrir del todo el pecho, claro, pero sin ocultármelo tampoco, y a mí me dio una cosa muy fuerte, como de dulzura y amargura al mismo tiempo, me daba pudor hasta mirarte a la cara, no fueras a pensar que estaba queriendo verte las tetas…

—Tú también me parecías más atractivo que mi marido. —Susana había desconectado el horno y bebía una copa de vino blanco apoyada en el mostrador de la cocina. No era la primera vez que mantenían esa misma conversación, con variantes dictadas por las volubilidades del recuerdo y los estados de ánimo: su amistad consistía sobre todo en el espacio en blanco de lo que no les había sucedido y en la rememoración de un vínculo involuntario y cada vez más lejano, el de una simultánea deslealtad cometida por otros—. Pero si me fijaba mucho en ti enseguida me sentía culpable. Qué vergüenza, pensaba, él tan atormentado con su taller de alfarería, regresando cada noche más tarde, agobiado por el trabajo y las deudas, y yo comparándolo desfavorablemente con su amigo del alma… ¿De verdad me puse a darle el pecho a mi hijo delante de ti, estando tú y yo solos?

—Anda que no. Me acuerdo como si fuera ayer.

—Pero como eras libertario y fumabas canutos tú no te sentirías culpable de fijarte en quien no debías.

—La mujer de un amigo —dijo Ferreras, con melancolía y sarcasmo, tal vez con una lástima hacia quien había sido no muy distinta de la que sentía Susana hacia sí misma—. La madre de su hijo. Susana, Susanita. Qué ganas me dieron aquella tarde de besarte los pezones que estaba chupando tu hijo con tanto deleite. Teníamos que habernos enrollado tú y yo y dejarlos a ellos en vez de que ellos dos nos dejaran a nosotros. Si te digo la verdad, de vez en cuando me vuelve la esperanza, aunque no acabo de creérmela, es como un residuo de algo juvenil, como cuando empieza octubre y sigue pareciendo que va a empezar el curso en el instituto. Como dice mi madre soy un mozo viejo, se me ha pasado la edad. Pero hoy cuando me has llamado he visto de pronto el cielo abierto. Siempre que me encuentro contigo me da esa cosa suave, como de chico de instituto, como de sentir, «mira que si…». He venido con la mejor botella de mi club de vinos, me has abierto la puerta y al mismo tiempo he escuchado esa música que te gusta tanto y me ha dado el olor de eso que estás haciendo en el horno, pero la ilusión no me ha durado ni cinco minutos.

—Como que tengo doce años más que entonces.

—Qué va, mujer, no es eso. Ahora estás mucho más guapa que cuando tenías veintitantos. Más hecha, más perfilada, en tu sazón, como también dice mi madre. Soy contrario a la idolatría de la primera juventud de las mujeres, no sabes cómo me cansan esas modelos adolescentes de los anuncios de vaqueros que ponen tan calientes a mis amigos casados y padres de familia. Lo que pasa es que te he visto y me he dado cuenta de algo raro, no sé cómo, porque en general yo soy bastante burdo para darme cuenta de las cosas, he tardado un poco en comprender. Te he visto, te he mirado a los ojos, he oído esa música, he visto los platos y los cubiertos y el mantel que tienes en la mesa, y he pensado que en realidad nada de eso era para mí. Será que tú y yo nunca podemos estar solos sin que haya por medio gente invisible.

«Susana, Susanita»: le gustaba acordarse del modo en que Ferreras había repetido su nombre. Ahora esperaba a alguien a quien en realidad no se lo había oído aún. Pensaba en las injusticias de la amistad entre las mujeres y los hombres, en las asimetrías ocultas, enseguida vejatorias: tal vez más humillante que una seca negativa a las solicitudes del deseo era una actitud serena de amistad, que las descartaba de antemano, sin reparar mucho en ellas. Just friends, lovers no more, decía Ella Fitzgerald en una de las canciones que sonaban mientras ella y Ferreras charlaban en la cocina, los dos apoyados en el mostrador, bebiendo algo, preservando una instintiva distancia física, una cautela que en Ferreras tenía algo de capitulación hacia otro, no sabía ni sospechaba quién, una más de las presencias invisibles que ocupaban el espacio vacío entre Susana y él. Pero la había halagado mucho esa confesión de deseo y ternura a la que no iba a corresponder, y le había devuelto cuando más falta le hacía, como un espejo favorable, una imagen no desalentadora de sí misma, de su atractivo físico, del que tanto dudaba. De ese modo, pensaba después, cuando Ferreras ya se había marchado y la tarde del sábado declinaba luctuosamente hacia un anochecer de lluvia, la fuerza del deseo de un hombre no correspondido actúa automáticamente contra él, porque en lugar de acercarlo a la mujer deseada favorece en ella la voluntad íntima de volverse atractiva a los ojos de otro.

El domingo por la mañana llamó un par de veces al inspector: mientras oía la señal persistente e inútil recordó que él le había dicho que los domingos iba a visitar a su mujer en el sanatorio donde estaba internada. Pasó el día completamente sola y recluida, sin hablar con nadie, prefiriendo el silencio y la lectura a la música, sin salir nada más que para comprar el periódico, al que dedicó gran parte de una tarde breve y perezosa, con intermitencias atenuadas de melancolía. Después de cenar algo bebió una última copa del vino excelente que le había traído Ferreras viendo en la televisión Memorias de África, en gran parte por una antigua lealtad a Robert Redford.

A las doce de la noche sonó el teléfono y le dio un vuelco el corazón: quien había llamado colgó en cuanto ella preguntó quién era. De pronto la soledad se le volvía desagradable y hostil, la puerta de su casa frágil, la noche detrás de los cristales tan amenazadora como el teléfono que había junto a su cama. Les gustan los teléfonos, había dicho el inspector: cualquiera puede ser aterrado impunemente y sin ningún esfuerzo con una simple llamada. Contra su costumbre echó los cerrojos antes de acostarse. Apagó la lámpara y le dio miedo la oscuridad de su casa vacía, del corredor tras la puerta entornada del dormitorio. Si no tomaba enseguida un somnífero vería llegar con los ojos muy abiertos el triste amanecer laboral del lunes.

Volvía de la escuela a la tarde siguiente cuando lo vio de pronto, sin que él la viera a ella, en un lugar inesperado, un mezquino parque infantil en el que no era improbable que hubiera jugado alguna vez Fátima, porque no estaba lejos de su casa, una extensión de tierra apisonada entre bloques de pisos, con unos pocos bancos, con papeleras rotas, con una fuente de taza sin agua, con algunos toboganes y columpios ya herrumbrosos en los que jugaban niños recién salidos de la escuela, los más pequeños vigilados por madres jóvenes que charlaban y fumaban en grupo. En una esquina más apartada, unos adolescentes, sentados en el suelo, se pasaban un cartón de vino, discutían de algo con ademanes bruscos y palabras muy groseras, con un empeño consciente de vulgaridad. Susana calculó que tendrían más o menos la misma edad de su hijo. A alguno de ellos le había dado clase cuando eran de la estatura de los niños que ahora jugaban en los columpios y en los toboganes. La tarde sin sol tenía una luz gastada de invierno, una cualidad de deterioro, como la de las farolas con los globos de plástico rotos y el suelo de tierra desnuda, sucio de bolsas vacías y hojas de árboles traídas por el viento desde otros lugares, porque en el parque no había ninguno.

Y allí estaba él, de pie, en una posición rara, un observador y un intruso que no pasaría inadvertido, con su anorak verde oscuro y sus zapatones recios de andariego por las breñas del norte, atento en apariencia a algo y a la vez muy ensimismado, como si no estuviera del todo en el lugar que ocupaba, borroso o incierto en su misma improbabilidad. Por la dirección de su mirada no podía saberse qué estaba observando, si observaba algo, o si tan sólo permanecía parado en medio de las cosas, entre las voces de las mujeres y los gritos de los niños, en la media tarde invernal de noviembre.

Mientras dejaba que se amortiguara el efecto de la sorpresa, Susana aprovechó a conciencia la ventaja de estar viéndolo tan cerca sin ser vista por él: observar por la calle a alguien conocido que se cree solo le pareció un abuso tan censurable como leer su correspondencia, e igual de tentador. Llevaba el anorak abierto, las dos manos en los bolsillos, el cuello alzado. El frío le acentuaba en las mejillas flacas y en los pómulos una tonalidad rojiza de piel anglosajona. Tenía el ceño fruncido, los ojos entornados, miraba al suelo, alzaba la mirada hacia los toboganes y el grupo de mujeres, pero debía de haberse quedado tan ensimismado en algo que en realidad no veía, no vio a Susana cuando ella avanzó hacia él agitando una mano. Una de las mujeres lo observaba ahora a él, sin mucha atención, aunque con desconfianza. Una pelota de goma había caído a sus pies y él se inclinaba para devolvérsela a un niño de cuatro o cinco años, le acariciaba fugazmente el pelo. Qué raro que no hubiera tenido hijos.

Cuando por fin vio a Susana tardó unos segundos en reaccionar: se quedó parado, lento para sonreír o para decir algo, pero ella le dio dos besos con una desenvoltura perfectamente calculada, dispuesta a no ser vencida y petrificada esta vez por la inercia de la formalidad. Vaya sorpresa, le dijo, ni que hubieras estado buscándome, y él lo negó enseguida con la cabeza, como atrapado en un despropósito, e inmediatamente comprendió que negar con demasiada vehemencia era una descortesía, y para compensar su torpeza, o para salir del paso, se atrevió a proponerle que tomaran juntos un café. Había cerca una pastelería aceptable, dijo Susana, si él no estaba muy ocupado podían merendar a la antigua, café con pastas o tortitas de nata.

Sentada frente a él, en la pequeña mesa de la pastelería, tuvo de pronto la intuición de que el azar de encontrarlo iba a adquirir una relevancia decisiva. Por primera vez lo veía accesible en su abatimiento o en su incertidumbre, no protegido por su ficción de distancia profesional, como si al ser sorprendido por ella en aquel parque ya no pudiera o no quisiera replegarse a esa especie de observatorio interior en el que parecía vivir. La miraba de otro modo ahora, no sólo a los ojos, se quedaba mirando su boca o sus manos, el pico de su camisa entreabierta, al escucharla se le formaba en los labios un principio de sonrisa del que él no era consciente, igual que no lo era del grado distinto de intensidad que había ahora en sus pupilas. Qué hacías en el parque, le dijo, y la respuesta tuvo el mismo tono involuntariamente personal que había en la pregunta, se fue volviendo una desalentada confesión.

—Qué iba a hacer. Buscarlo. Es lo que estoy haciendo siempre. Casi dos meses buscándolo y estoy más o menos igual que al principio. Un amigo me dijo: busca sus ojos. Un hombre que ha hecho eso no puede mirar como los demás. Pero yo voy por la calle y poco a poco me parece que todos los ojos en los que me fijo pueden ser los de un asesino, o que nadie lo es, que se ha ido de la ciudad y no voy a atraparlo nunca. Me sé de memoria las caras de todos los fichados que te enseñé en la comisaría. He ido a todos los clubs de alterne y he hablado con las prostitutas que se ponen en las carreteras de salida por si recuerdan a un cliente que fuese muy raro, que tuviera algo distinto a los demás. La impotencia, por ejemplo. Eso logramos que no saliera en el periódico. Ferreras dice que no llegó a penetrar a la niña, que ni siquiera eyaculó. Pero les preguntas a las putas que si han tenido tratos con un tipo muy raro y se echan a reír, te dicen que ellas no han visto nunca a un hombre normal. Ahora lo que hago es que me voy por las cercanías de los colegios a la hora del recreo, o me pongo a observar a los hombres que miran por las verjas de los patios. Algunos de ellos son pederastas, reconozco sus caras de las fichas, aunque ellos por ahora no me conocen a mí, yo creo que piensan que soy uno de los suyos. Casi nunca hacen nada, sólo miran, si no los conociera por sus fotos no diría nunca que son sospechosos, tan correctamente vestidos como suelen ir, tan mayores, hay uno hasta de setenta y nueve años. Pero ésos no se atreven a tanto, no tienen esa fuerza en las manos. Voy a los parques infantiles, a mediodía o a la salida de la escuela por la tarde, pero en la comisaría no digo lo que estoy haciendo, me tomarían por idiota. En lugar de comer en el Monterrey me compro un sándwich y una lata de cocacola y me voy a un parque, si no llueve, tengo un plano de la ciudad con todos los parques marcados, me quedo horas mirando las caras de la gente y algunas veces veo a alguien que podría ser quien busco, un individuo joven que mira de una cierta manera, que se acerca demasiado a los niños o a las niñas, ayudándoles a subirse a los toboganes, o les ofrece algo, caramelos o pipas, también hay hombres perfectamente honrados que hacen eso y no son pederastas ni exhibicionistas. Se me pasan las horas y pienso que debería irme, se me van quedando los pies helados, algunas madres empiezan a mirarme más de la cuenta, pero no me voy, espero un poco más, hasta que se hace de noche y ya no quedan niños en la calle, y cuando me marcho sigo buscando, y llega un punto en que ya no veo nada de verdad, nada más que caras y caras repetidas, las sigo viendo de noche cuando cierro los ojos antes de dormirme y luego sueño con ellas, y algunas veces una hace que me despierte, porque he soñado que es ésa la que estoy buscando y no quiero que se me olvide, la veo perfectamente clara, me parece increíble no haber reparado en ella antes, tengo que estar seguro de que la reconoceré y no puedo esperar a la mañana siguiente para ir a la oficina, así que me despierto a las cinco de la madrugada y ya no me vuelvo a dormir. Lo estaba pensando antes, cuando has llegado tú, por eso ni te veía al principio, estaba pensando que no lo voy a encontrar nunca y que esa niña lleva ya dos meses enterrada. En una investigación el peor enemigo siempre es el tiempo, cada día que pasa es más difícil averiguar algo, se destruyen pistas, se pierden testigos, se extravían pruebas, a la gente se le olvidan las cosas, nosotros mismos nos volvemos más negligentes, nos preocupamos de otras cosas, se va borrando todo y llega un momento en que no hay remedio. Pero a mí no se me olvida, no estoy dispuesto a permitirlo, no tengo derecho. Cada mañana cuando me despierto me impongo la tarea de seguir acordándome y de sentir la misma rabia que el primer día, la primera noche, cuando encontramos a Fátima, pero tengo la sensación de que cada vez me parezco más a su padre, igual de impotente, sin hacer nada más que mirarme las manos, como se las miraba él la otra noche, ¿te acuerdas?

Tenía la mano derecha apoyada en la mesa, los dedos tamborileando ligeramente mientras hablaba, en un gesto reflejo de nerviosismo que ella había observado otras veces. Tranquilamente, con decisión y sigilo, Susana puso su mano sobre la del inspector, la presionó con suavidad hasta que el movimiento se detuvo.

—Cometer un crimen y quedar impune es relativamente fácil —dijo el inspector, la mano ahora inmóvil debajo de la de Susana, la mirada huidiza, por pudor, sobre todo—. Más todavía si no existe un móvil claro y además quien lo comete no pertenece al mundo de la delincuencia. Los policías y los delincuentes habituales nos conocemos todos, igual que os conocéis los maestros, supongo. Olvídate de todos esos adelantos científicos que le gustan a Ferreras. Nuestra forma habitual de resolver un crimen es gracias al procedimiento más primitivo de todos, el chivatazo. Pero si el criminal actúa solo, si no hay testigos y no está fichado, hay muchas posibilidades de que quede impune.

—Yo me imagino siempre a esos asesinos que lo calculan todo y que sin embargo han cometido un solo error…

—Películas. —El inspector sonrió—. Las películas le han destrozado el cerebro a la gente. Matar a una persona es bastante fácil en realidad, no tiene ningún mérito y ningún atractivo, ni siquiera morboso. Lo que me da asco del cine es el modo en que hace que el crimen parezca llamativo, cuando en realidad no es más que crueldad y chapuza, como cuando en una corrida el toro no acaba de morirse y lo siguen apuñalando de cualquier manera, porque tienen prisa para llegar a su casa o porque está oscureciendo. Salvo los terroristas o los sicarios de los narcotraficantes nadie planea nada. Y muchas veces ni siquiera importa que haya testigos, porque los testigos no hablan. La gente normal tiene miedo, es muy fácil de asustar. Con una pistola o una navaja cualquiera es omnipotente, no tiene ningún mérito aterrorizar o matar. Ni siquiera hace falta navaja: un grito, un gesto, y la víctima está rendida. La fuerza de las manos. Tú no viste las señales de los dedos en la nuca de Fátima.

—Puede que no estés buscando como deberías —dijo Susana, un poco irreflexivamente, y enseguida se arrepintió de su afirmación: qué sabía ella para juzgar el trabajo de otro. Pero en la mirada del inspector había una invitación a que continuara.

—Quizás no te fijas lo suficiente en las cosas —dijo—. Quizás crees que miras, pero en realidad no estás mirando, te encierras tanto en tu obsesión y en tu búsqueda que acabas por no ver nada de lo que hay a tu alrededor. Me contaste que ese individuo cruzó la calle sujetando a Fátima y chupándose la sangre de la mano, pero sólo lo vio aquella mujer, nadie más entre tanta gente. Las personas no se fijan mucho en lo que hacen o dicen los otros.

—«Tienen ojos y no ven. —El inspector se acordó del padre Orduña—. Oídos y no oyen».

—Los hombres sobre todo. Los hombres se fijan en las cosas menos todavía que las mujeres.

—Yo me he fijado en ti.

—¿De veras? —Susana sonrió, halagada, incrédula—. No lo creo. Miras muy atento pero parece que siempre estás viendo o recordando otras cosas.

Sus rodillas se habían encontrado con las de él debajo de la mesa. Ninguno de los dos las apartó. Bruscamente los agobiaba la dificultad de seguir hablando, la evidencia de que el silencio lo malograría todo si se prolongaba un segundo más. El inspector dijo que tenía que volver a la oficina. Llamó al camarero con un gesto de la mano izquierda, por no mover la que aún permanecía quieta bajo la mano de Susana. Haciendo manitas, pensaba ella, con creciente pavor y ridículo, rozándonos las rodillas bajo la mesa de plástico de una pastelería, como novios tardíos, como los novios viejos de antes, parejas mustias de solteronas y viudos que llegaban al matrimonio con una pesadumbre notarial.

—Puedo llevarte en el coche —dijo Susana—. Lo tengo aparcado cerca de aquí.

—Déjalo, no son ni diez minutos. —Por fin habían separado las manos, ahora sólo quedaba que le dieran a él la vuelta—. Un paseo me vendrá bien.

—¿Cómo está tu mujer?

—Igual, me parece. —Había enrojecido un poco, pero sostuvo su mirada—. Creo que ha perdido el contacto con la realidad.

Estaban en la acera, ya de noche, a la luz del escaparate de la pastelería, otra vez incapaces de decir adiós con soltura o de negarse abiertamente a la despedida, cada uno ya resignado a su pequeño ridículo personal, al reproche solitario de unos minutos más tarde, cuando de verdad se hubieran despedido y ya no fuera posible remediar el silencio, corregir el suplicio, la vejatoria indecisión.

—Te debo una invitación a cenar —dijo el inspector.

—No tendrás tiempo ni ganas, con tanto trabajo. —En las palabras de Susana era perceptible un filo de sarcasmo.

—¿Quieres decir que no aceptas?

—Todavía no me has invitado.

—Elige tú el día y el lugar.

Susana se encogió de hombros y hundió las manos en los grandes bolsillos de la trenca con un ademán de abatimiento o renuncia, de impaciencia gastada. Sin darse mucha cuenta habían llegado casi al portal de su casa.

—Eso se dice cuando se quiere postergar las cosas —dijo—. Cuando en el fondo no se quiere que ocurran, o no importa mucho. ¿Tú nunca te sientes solo en esta ciudad? ¿Haces algo, aparte de tu trabajo, llegas a tu casa y no te dan ganas de salir enseguida y de encontrarte con alguien, de tomar una copa y quedarte charlando hasta las tantas?

De nuevo estaban parados en la acera, atrapados por la inmovilidad, como la primera noche y posiblemente como siempre, temió ella, incapaces de romper el maleficio de las despedidas, la parálisis de los adioses que concluyen sin el menor signo de ternura, de proximidad física. Pero ella no tenía ya tiempo, ni le quedaban ánimos para renunciar de antemano a lo que deseaba, ni podía permitirse el lujo o la falta de riesgo de la dignidad y la reserva, o de la cobardía que a veces recibe esos nombres. Sin rebajarse a vigilar de soslayo por si alguna vecina la estaba viendo dio un paso hacia él y lo besó en la boca, sin estrecharlo contra ella, pero sí atrayéndolo con su mano en la nuca, las yemas de los dedos en la piel áspera, entre el pelo corto y gris, más como una exigencia que como una caricia.

—¿Quieres que suba contigo? —La voz del inspector sonó más oscura cuando se apartaron el uno del otro. Había tragado saliva antes de hablar, sorprendido aún, aterrado por su propia audacia.

—Hagamos algo —dijo Susana, ahora temeraria y tranquila, lúcida, confirmada, resuelta—. Si no quieres dímelo y no pasa nada. No me apetece que veas hoy mi casa, no está muy ordenada ni muy limpia. Además yo me encuentro muy cansada, es lunes, he pasado una mala noche. Tampoco tú tienes muy buena cara, y estás muy preocupado, quién sabe si te has ofrecido a subir conmigo por cortesía, y en realidad lo que estás deseando es volver a tu oficina o encerrarte en tu casa. Hace mucho tiempo que no me gusta de verdad un hombre. Sé cuánto me gustas tú, pero no cuánto te gusto yo a ti. Si quieres, te esperaré mañana por la tarde. No aquí, porque las vecinas son muy chismosas, y además algunas son madres de alumnos. Reservaré una habitación en La Isla de Cuba y cuando tú llegues ya estaré en ella. Si no quieres dímelo ahora mismo. Lo entenderé y no pasará nada. Si me dices que no, aceptaré la explicación que me des. No creo que sufra mucho, porque todavía no estoy muy enamorada de ti. ¿Qué hora es?

—Van a dar las siete.

—Te espero mañana a esta misma hora.

—Podemos ir juntos.

—Prefiero ir yo sola. Me apetece esperarte.

Volvió a besarlo rápidamente en los labios, empujó la puerta y desapareció sin mirar ni una sola vez hacia atrás.

Ahora eran casi las siete y media y aún estaba esperando. El gin-tonic, mediado, se le había quedado tibio, los cubitos disueltos en el líquido ya sin burbujas. Tal vez, después de todo, no iba a venir. En ningún momento le prometió que lo haría. En la ventana la luna llena tenía una rotundidad de luna de cartón recortada contra un decorado de cielo azul marino. El río sonaba muy cerca, arrastrando piedras y ramas de árboles en su corriente crecida por las lluvias. Le pareció que escuchaba tras el rugido del agua el motor de un coche, el silbido lejano de un tren. Desalentada de pronto, como quien ha dormido una siesta demasiado larga y despierta ya de noche, con la boca amarga y el sentido del tiempo alterado, fue al baño a lavarse los dientes, para quitarse el regusto de alcohol, y se miró en el espejo con un propósito de objetividad e ironía rápidamente frustrado por el desánimo. Pediría que le sirvieran la cena en la habitación, se marearía suavemente con vino tinto, a la mañana siguiente se despertaría tarde y llamaría a la escuela para decir que estaba enferma. Las ocho menos veinte. Al menos podía haber inventado un pretexto para no venir, una mentira verosímil, razonable. ¿Estaba en su oficina, mirando el teléfono, incapaz de llamar y a la vez temiendo una llamada de ella? Había empezado a corregir el carmín de los labios cuando oyó unos golpes quedos en la puerta. No preguntó quién era, abrió sin temer el desengaño de la cara de un botones o de una camarera. En esa forma de llamar a la puerta lo reconoció tan sin incertidumbre como si hubiera escuchado su voz.