Las manos limpias, las manos blandas de tanta humedad, las manos rojas del trabajo y del frío, las manos con dedos grandes, con uñas cuarteadas, de filos ásperos y córneos, las uñas siempre con un borde negro, a pesar del jabón y del agua caliente, de los chorros de agua hirviente o helada bajo los cuales se ahuecan y frotan las manos tan rojas, con una humedad de carne cruda, con una palidez de manos enfermas que no se corresponde con su tamaño ni con la fuerza de acero de los dedos, acostumbrados a apretar, a arrancar cosas, a clavarse como garfios en los escamosos vientres abiertos para extraer en un solo movimiento rápido las vísceras: manos rápidas, expertas, eficaces y crueles, manos que alzan cajas resbaladizas de humedad y de grasa y mugre de pescado, que se retuercen la una enredada a la otra en los momentos de inactividad, ocultas bajo el mandil sucio, nerviosas, deformadas, envejecidas por tanto trabajo, por el roce con superficies ásperas, con cosas húmedas y frías, dotadas de espinas, endurecidas por el frío de los congeladores, manos mucho más viejas y cuarteadas que la cara, como injertadas en otro cuerpo más joven y de apariencia más débil, que no pueden ocultar el castigo diario del trabajo ni tampoco el olor, sobre todo el olor, que se queda en todo, en el cristal de una copa, en las monedas y en los billetes de un cambio, en el botón de un ascensor, en la hoja de una navaja automática, que infecta el aire, que nunca puede ser desprendido por completo de la ropa, de la piel, del pelo, a pesar del jabón, de la colonia, de los hábitos maniáticos de la limpieza, las manos sumergidas en el agua, rojas y reblandecidas en el lavabo, surgiendo del vapor, del humo, chorreando al ascender como animales emergidos e idénticos, carnosas criaturas marinas, como los calamares, los pulpos, las rayas, las potas, los rapes, manos arracimadas en cajas de pescado, cortadas y expuestas, amputadas, con un lado todavía sangriento, como el lomo de un gran pez recién cortado por la mitad de un hachazo, manos que se mueven solas, que buscan, que arrastran a quien se siente quirúrgicamente cosido a ellas, quietas y alerta, pálidas en la oscuridad del insomnio, posadas en la cama, reclamando algo, tirando, curvándose sobre la cara delante del espejo, los dedos abiertos entre los cuales se asoman los ojos como a una celosía, manos de apariencia vulgar, semejantes a tantas otras manos maltratadas y endurecidas por el trabajo, manos anónimas, como encapuchadas en el interior de los bolsillos, replegándose sobre sí mismas como se cierran las patas articuladas y afiladas de un cangrejo, con huellas dactilares que van quedando en todas partes, como queda el olor, y también imborrables, así que sería preciso protegerlas bajo guantes de goma, para que sólo dejen las señales rojas de los dedos, el negativo de los dedos abiertos en una piel tan fácil de hundir como arcilla, de rasgar con las uñas, con sus filos córneos, siempre rotos y ásperos, con ese olor que sigue notándose si se acercan mucho las uñas a la nariz a pesar del jabón y el roce frenético: manos que apresan, que arrancan, que hienden y buscan en la oscuridad, que emergen mojadas, pegajosas, como de un pescado abierto, que separan labios y dientes apretados, que sellan una boca cuando va a surgir de ella un grito y luego se queda abierta y nada se escucha, igual que ya no ven los ojos tan abiertos, con un brillo de vidrio en la claridad de la luna llena; manos que luego no conservan ninguna señal de lo que hicieron, manos tranquilas, inmóviles en barras de bares, apretadas por otras manos ignorantes, manos comunes, que pueden pertenecer a cualquiera, que no dejan casi huellas dactilares, manos invisibles, las manos automáticas que repiten gestos y destrezas y que sin duda guardan una memoria más poderosa que la de la mirada, probablemente inmune al remordimiento, una sensación particular de blandura, de carne frágil, inmediatamente vulnerable, de saliva, de sangre, de materia viva hendida y desgarrada, como la hendidura de unas agallas en la que clavan las manos los garfios de las uñas y se hunden y horadan y agarran, manos desconocidas, peligrosas, delatoras, manchadas, ocultas en bolsillos, impacientes por llegar al refugio de la impunidad, por encorvarse juntas bajo el agua del grifo, muy caliente, para que lo desprenda todo, tan caliente que ningunas otras manos la podrían soportar, manos que frotan y usan el jabón y extienden la espuma y son aclaradas y luego vuelven a restregarse de jabón y a someterse al chorro de agua del que brota un vapor espeso y cuando ya están hinchadas y rojas, de un color de caparazón de crustáceo cocido, se frotan con más energía y más rabia aún en la tela grumosa de una toalla, y ya parece que no van a conservar el rastro de ningún olor, pero aún queda algo, indeleble, no el olor de la sangre, ni el de la piel sudada ni la saliva ni la ropa infantil, sino el otro olor, perpetuo, el olor del pescado, perceptible en las uñas, en el cerco negro que siempre queda bajo su curvatura, en los intersticios de la piel cuarteada.
Mira las dos manos posadas en la barra, encima del paquete de Fortuna y del mechero, desconocidas, ajenas a él, dotadas de una movilidad interior y autónoma, como la de las langostas o los cangrejos en los cajones de la pescadería, muy temprano, mucho antes de que se abra al público el mercado, de noche todavía, cuando resuenan en las bóvedas con vigas de hierro los gritos de los descargadores y los cláxones de las furgonetas, tantas patas enredándose entre sí, queriendo clavarse en las corazas pinchudas y ásperas, que pueden desgarrar la piel si se las roza sin cuidado, moviéndose igual que antenas de insectos, que los pelos de los infusorios bajo la lente del microscopio, hace tantos años, en el Instituto, cuando las manos no eran todavía así, más suaves entonces, sin cicatrices ni callos, pero ya clandestinas, ya furiosas y vengativas, las uñas clavándose en la palma bajo la madera del pupitre, tanteando en la bragueta, en la oscuridad del cine, bajo la gabardina doblada en el regazo. Mira las dos manos, ajeno a ellas, con desagrado, igual que mira al camarero y a la gente del bar, desagrado y recelo, algo parecido al asco, aunque también al orgullo, son manos más fuertes que las de cualquiera de esos afeminados que tienen sueldos fijos y no madrugan y pueden permitirse el lujo de ponerse malos o de ir a la huelga, entre el pulgar y el índice puede aplastar sin la menor dificultad la chapa de un refresco o partir la cáscara de una nuez, con las dos manos y apretando los dientes es capaz de doblar una barra de hierro, quién iba a decirlo, con esa cara, diría la vecina, un día que estaba más irritado de lo común con los viejos dio un puñetazo en una de esas puertas de contrachapado y la atravesó entera. Lleva la fuerza en las manos igual que lleva la navaja en el bolsillo y el pelotazo de ron en la nuca, duplicado ahora, no en la clandestinidad de su armario, sino en la barra del bar, donde ha entrado sin pensarlo mucho, sin acordarse de que ya había estado aquí otra vez, pero entonces no había en la pared, entre los anaqueles de las botellas y los pósters de equipos de fútbol, esa foto en color recortada de una revista, rodeada por un marco barato, con un pequeño lazo negro de luto en un ángulo, todo ya sucio, enturbiado por el humo y la grasa de la cocina, la sonrisa de la niña debilitada o desvanecida por el paso del tiempo, aunque no hace tanto, ni se acuerda, dos meses, dos meses enteros sin subir por estas calles con las manos bien ocultas en los bolsillos de la cazadora, que esta vez es de invierno, porque en este tiempo no ha dejado de llover. Ha subido a este barrio tan lejano sin proponérselo, como podría haber caminado hacia otra parte, distraído, excitado, con esa rápida embriaguez que le provoca la gente, las luces de las tiendas, el ruido del tráfico en las calles, hablando él solo, aunque sin mover casi nunca los labios, apretando las llaves o la navaja en el bolsillo de la cazadora. Ha dejado atrás la plaza de la estatua, sin mirar siquiera hacia los balcones de la comisaría, ha subido por la calle de la Trinidad y al pasar junto a las escalinatas de la iglesia se ha acordado de aquella vez, de la multitud bajo los paraguas, los reflectores de la televisión humeando bajo la lluvia, los ecos de los rezos y de los cantos en los altavoces, pero se le olvida pronto, todo pasa muy rápido, como la gente a su lado, como las fachadas de los callejones o los signos del tráfico cuando conduce de madrugada y acelera para imaginarse que no va en la furgoneta de reparto de una pescadería, sino en un coche deportivo, un Ferrari Testa Rossa, o uno de esos todoterrenos tremendos que van por la calle como amenazando con aplastarlo todo. Todo pasa muy velozmente, dentro y fuera de él, en la conciencia, en la calle, donde ya es de noche y están encendidas las luces de los comercios, y más arriba las farolas de la parte nueva, las avenidas modernas que le dan tanta envidia, con sus bloques de pisos con portero automático y calefacción central, con las cocinas como las que salen en los anuncios, y no esa cocina horrenda y oscura donde la vieja hace la comida, sus potajes brutales, como para alimentar no a personas normales, sino a cortijeros, a cavernícolas, que es lo que son ellos dos, encerrados en su casa como alimañas en una cueva, en las ruinas del barrio cada vez más deshabitado, el barrio histórico, nada menos, se podían meter la historia y las piedras y las iglesias en el culo. Ha subido a lo que llaman la Torre Nueva, donde hay edificios de ocho o diez pisos que da vértigo mirar, y donde está la estatua de aquel torero que le gustaba tanto al viejo, Carnicerito, que trabajaba también en el mercado, y mira cómo prosperó, repite, de carnicero a estrella de la fiesta, se compró un coche como los que llevaban antes los señores, seguro que a él no le daba vergüenza haber tenido el mismo oficio que su padre, como si carnicero fuese lo mismo que pescadero, los carniceros no apestan, no van por ahí dejando su hedor en todo lo que tocan, como un molusco va dejando su baba. La estatua se ha quedado enana y perdida entre los edificios, al principio de una avenida recta que sube hacia el norte, recta y ancha, con bloques de pisos a los dos lados, con grúas y excavadoras en los solares, no ruinas, no bardales comidos por los jaramagos, iglesias viejas y ventanas con los postigos arrancados. Vida, movimiento, negocios, concesionarios de coches, bares de bronca, ferreterías, escaparates inmensos de maquinaria agrícola, de cosechadoras y tractores, tiendas de cocinas y de cuartos de baño, extensiones de loza brillante, de azulejos, de espejos y griferías doradas, hasta bañeras redondas, no el asco de cuarto de baño donde él debe ducharse, con la cortina de plástico sucia de hongos, no infectada por los microbios del viejo porque lo que es ducharse el viejo no se ducha nunca, grifos de los que caerá un chorro fuerte y cernido de agua hirviendo que no empezará a salir helada de pronto porque se haya acabado la bombona de butano. Se queda como un idiota mirando los escaparates, iluminado por ellos en la noche prematura del final de noviembre, las manos en los bolsillos de la cazadora, el cuello subido, porque ha empezado a hacer frío, el viento viene ahora del norte, contra él, avenida abajo, y al final de la calle, lejos, en la distancia recta, la luna inmóvil sobre los aleros parece moverse a toda velocidad, entre las nubes empujadas por el viento, se mueve y está quieta, ingrávida, como un globo, grande, amarilla, una gran cara hinchada de facciones borrosas, asomada sobre los tejados, viéndolo todo, a él también, a nadie más que a él, que camina en dirección a ella por la avenida recta, y que la pierde de vista al doblar una esquina, sin saber todavía hacia dónde va, sin pensarlo, ahora por una calle en cuesta, más a oscuras, donde sólo están iluminados uno o dos talleres de coches, talleres pequeños y sórdidos, con mucha grasa y herrumbre, con carteles de tías desnudas en las paredes, todo grasiento también, tiznado, manchado, también en ese oficio las manos están siempre pegajosas y sucias. No conoce bien esta parte de la ciudad, así que tarda en orientarse, calles iguales con bloques de pisos y ropa tendida en las terrazas, tiendas y talleres pequeños, bares con azulejos y barra de cinc, todo confuso, hecho de cualquier modo, aceras estrechas y rotas invadidas por coches y por cubos de basura, persianas metálicas echadas, más bares, todos idénticos, todos despiden un tufo igual de tabaco y frituras, frituras de pescado.
Él no piensa o no quiere pensar adónde está acercándose, adónde no ha vuelto desde hace justo ocho semanas, puede que no sepa, que no haya calculado el tiempo, tampoco reconoce al principio la calle, el portal de mármol falso y barato con el número siete, el panel de los llamadores del portero automático, al fin y al cabo todos son iguales, uno puede pulsar cualquiera de esos botones como el bombo de la lotería expulsa una bola cualquiera, uno puede no doblar esa esquina, sino la siguiente, porque ha sentido de pronto una conmoción, un vértigo, casi un principio de náusea, no el remordimiento, sino la atracción del peligro, la ebriedad del secreto, más fuerte aquí que nunca, ahora podría acercarse al portal y llamar al piso donde la niña vivía, pero no lo sabe, tampoco supo cómo se llamaba hasta un día después. Da la vuelta en la acera, cuando ya iba a entrar en la calle, podría cruzarse ahora mismo con el padre o con la madre de la niña, aprieta las uñas contra las palmas de las manos en el interior de los bolsillos de la cazadora, seguras y calientes, revolviéndose en su estrecho refugio, como las patas de las langostas y de los cangrejos y los tentáculos de los pulpos en las cajas. Se hinca las uñas, un poco más y sangrará, busca el mango de la navaja, le tranquiliza rozarla con las yemas de los dedos, pero lo que le está haciendo falta es un pelotazo, urgente, le falta la saliva en la boca, se aparta de esa calle mirando de pasada el escaparate de una papelería y empuja la puerta del primer bar que encuentra, sin que le importe el aire denso y cerrado, el olor a pescado frito y a tabaco: por eso le gustan las whiskerías, porque no huelen a aceite rancio ni a tabaco negro, sino a ambientador y a perfumes y a maquillajes de mujeres, a rubio de contrabando, a carne desvergonzada y ofrecida, que ni siquiera al atreverse a tocarla con avidez y cobardía parece por completo real, siempre es como estar mirando una película o una revista, todo tan detallado y tan visible, hasta las estrías de la piel y los empastes de las bocas abiertas para recibir el semen, o los orines, o las dos cosas a la vez, y sin embargo no hay nada, nada más que la lisura brillante del papel o la de la pantalla del televisor.
Entra mirando al suelo, pisando serrín mojado, peladuras de gambas, sobres rasgados y vacíos de azúcar, se acomoda en un taburete, y sólo al darse cuenta de que este bar donde ha entrado a tomarse un ron con cola es el mismo de la otra vez empieza a comprender la repetición de las cosas, la duplicación de todo, idéntico pero ligeramente distinto, las dos manos iguales, la cara doble delante del lavabo y al otro lado del espejo, la cuchilla de afeitar moviéndose con sincronía perfecta a este lado y al otro, los dos ojos alargados, demasiado juntos, él mismo en el bar, detrás de la barra y en el espejo que hay frente a él, viéndose entre las hileras de botellas, el espejo turbio de grasa donde está colgada la foto de la niña, con un marco barato que ya empieza a desprenderse: enciende un cigarro, mira la gruesa mano derecha con sus uñas negras y de filos quebrados alargarse hacia el paquete, las uñas del pulgar y el índice pinzan el filtro del cigarrillo, lo sacan despacio, lo llevan a la boca, y luego los dedos ciñen la forma del mechero y lo encienden y lo acercan, en dos lugares al mismo tiempo, aquí y en el otro lado del espejo, ahora y hace dos meses, porque cada cosa se le va revelando idéntica, como si comprendiera de pronto la forma de un dibujo geométrico, cada detalle se ajusta a la casilla correspondiente de la duplicación: la tarde es la misma, sólo que está más oscuro, y la calle que se ve detrás de las cristaleras, el camarero está viendo un programa de algo en la televisión, tan absorto que ha tardado en atenderle, aunque casi no hay nadie más en el bar, igual que la otra vez, ha entrado por un impulso repentino y ahora está seguro de que ha ido a sentarse en el mismo taburete, ha hecho una señal y el camarero ni mirarlo, la televisión está demasiado alta y él tiene la voz muy suave, nadie diría que la voz y las manos pertenecen a la misma persona, ha vuelto a decir oiga, ahora más fuerte, y ha golpeado con el mechero sobre la barra, y sólo entonces el camarero se ha vuelto con desgana para mirarlo y él lo ha reconocido, un tío joven, blanco, mal afeitado, con una camisa más bien sucia, con cara de no tener sangre en las venas, que debe de pasarse horas enteras mirando hacia el televisor en el bar donde no es probable que haya muchos clientes, a este muerto me gustaría verlo un sábado a las once de la mañana en el puesto del mercado, atendiendo a las mujeres que piden cosas a gritos y se saltan el turno, llevando la cuenta de las vueltas y no equivocándose al servir a nadie, sonriéndoles a todas, dándoles conversación, diga usted que sí, a ése cuando lo cojan que le corten el cuello, ni matándolo paga el daño que ha hecho, pero seguro que si lo pillan lo sueltan enseguida, o lo declaran loco, los ladrones y los asesinos entran por una puerta de la comisaría y salen libres por la otra, lo que yo te diga, niño, ponme cuarto y mitad de potas, bien despachado, que es para un arroz…
Así toda la vida, todos los días, de lunes a sábados, las mismas caras de las mujeres y sus bocas abiertas confundiéndose en la somnolencia y el aturdimiento de la fatiga con los hocicos, las bocas y los ojos de los pescados, las bocas con dientes finos y branquias rojas y los ojos redondos y monstruosos de los peces muertos, el ojo enorme y saltón de un pulpo, que parece mirar desde el interior de una capucha, de una máscara de carne húmeda. No están menos muertos los ojos del camarero que le sirve el ron con cola y enseguida se vuelven para seguir mirando el televisor, una serie con risas automáticas o un concurso que tal vez los viejos también estarán viendo ahora mismo, y junto al ruido del televisor el de la máquina del café, y además el de la máquina tragaperras que emite el reclamo de una musiquilla conocida y aguda, y un momento más tarde el de la máquina de cigarrillos donde la voz automática dice, le dice a él, su tabaco, gracias.
Todo doble, comprende ahora, enumera, apaciguando la creciente angustia con un trago largo de ron, cuando deja el vaso en la barra ya se ha bebido más de la mitad, lo ve aquí y en el otro lado, en el cristal donde también se ve encender un Fortuna, dos llamas de mechero y dos brasas ardiendo, el pelotazo en la nuca y en el estómago, en un bolsillo de la cazadora las llaves de la furgoneta y en el otro la navaja, las dos puertas del bar, que dan a cada una de las dos calles paralelas, si aquella vez hubiera salido por la puerta de la izquierda y no por la de la derecha nada habría sido igual, pero ya es tarde, él no sabía, no sabe ahora, sólo siente duplicada la excitación de entonces, el principio de atrevimiento y audacia, más fuerte que otras veces, más fuerte aún que cuando en un parque le ha ayudado a una niña a subir a un tobogán empujándole con la mano fuerte y abierta en la que casi cabía el culito entero, sin apretar nada, notando sólo la piel suave bajo la tela de una falda o un chándal mientras los ojos recelosos miran a un lado y a otro en busca de una madre vigilante.
Más fuerte, como ahora, el ron agotado de un segundo trago y el cigarro consumiéndose en unas pocas caladas, todo doble, otro ron-cola, pide, y tiene que pedirlo dos veces y enrojece, porque el camarero, con la tele tan alta, no lo ha oído bien, está pasmado, mirando ahora con la cabeza alzada y los ojos vueltos hacia arriba, hacia la repisa alta donde está situado el televisor, a unas tías en bikini que les dicen algo a unos concursantes mientras el público se muere de risa, unas tías rubias y altas, con tacones de aguja, con las bragas tan ceñidas y mínimas que se les nota todo, lo único que les falta ya es restregarse contra los concursantes, seguro que ahora mismo la vieja está queriendo cambiar a otro canal y el viejo le ha escondido con disimulo el mando a distancia, en su regazo, bajo las faldillas de la mesa, respirando como un tuberculoso mientras mira a las tías. Bebe otra vez, ahora más despacio, la lengua y el paladar anegados en líquido dulzón, el pelotazo instantáneo en las sienes, las dos latiendo al mismo tiempo, el corazón y el estómago se dilatan y se encogen en espasmos idénticos, y ahora ya no tiene paciencia para quedarse más tiempo en el bar y apura de un trago su vaso y tira al suelo y aplasta el cigarrillo que acababa de encender, golpea la barra con una moneda de quinientas pesetas, pero el cabrón del camarero le dice que son setecientas las dos consumiciones, se lo dice mirándolo como con algo de sorna, como riéndose de él, y a él se le sube la sangre a la cabeza y le dan ganas de enganchar al otro por la pechera sucia de la camisa y de empujarlo con una sola mano poderosa contra la pared, contra el espejo y las filas de botellas y la foto cagada de moscas y amarilla de humo con su marco barato, y de sacar con la otra mano la navaja del bolsillo de la cazadora y hacerla saltar delante de esos ojos de muerto, el filo a un centímetro de la cara sin afeitar, de la piel del cuello: lo ve todo en un instante, oye el ruido de las botellas rotas y la respiración cobarde del camarero mientras busca más dinero en los bolsillos y al principio no lo encuentra, de pronto teme haber salido sin nada más que la moneda de quinientas y de antemano lo pone rojo el ridículo, pero afortunadamente encuentra un billete de mil, un billete arrugado y sucio que huele a pescado, se disculpa, queriendo sonreír, pero el otro no se molesta en decir nada ni en cambiar la expresión, mira el billete y luego lo mira a él como considerando una posible falsificación y luego saca de la máquina registradora tres monedas de cien y las deja en el mostrador sin mirarlo, volviéndose enseguida hacia la televisión. Dice adiós, buenas tardes, aun sabiendo que no le van a responder, guarda el tabaco y el mechero, cada uno en un bolsillo de la cazadora, y al salir no sabe si lo está haciendo por la puerta de aquella vez o por la otra, pero le da lo mismo, las dos calles a las que podría salir son idénticas, coches montados sobre las aceras y edificios con ropa tendida y bombonas de butano en los balcones, tiendas pequeñas, con las luces encendidas, mujeres que vuelven de la compra con zapatillas de paño y abrigos echados sobre los hombros, todo igual, el portal adonde se acerca, el panel de llamadores con números y letras de pisos junto al que se detiene como interesado en algo, como un vendedor o un mensajero despistado que no acaba de encontrar una dirección, todo tan idéntico que es igual lo que sucede y lo recordado, hasta la hora es la misma, las siete menos veinte de la tarde, lo acaba de descubrir mirando el reloj, y como la hora es la misma y el portal es idéntico la niña cruza la calle desde la otra acera y pasa a su lado sin mirarlo empujando la puerta, que no estaba cerrada, y camina hacia el ascensor cantando algo, murmurando una canción con los labios cerrados, oscilando un poco, como si se imaginara que salta o baila al ritmo de la música que sólo ella escucha.
Ha entrado siguiéndola, la puerta se cierra pesadamente tras él pero la niña no se vuelve, todo tiene que hacerlo igual, cada detalle, aunque ahora no lleve chándal, sino un pantalón vaquero, pero sí lleva zapatillas de deporte, se acerca a ella y todavía no le ha visto la cara, está parada, murmurando una música, delante del ascensor, la luz del portal se apaga y es él quien vuelve a encenderla, entonces la niña se vuelve un instante, pero no mucho, casi nada, apenas le ha visto el perfil, ahora podría dar media vuelta y no ocurriría nada, en una décima de segundo se ve a sí mismo desde fuera y desde lejos, caminando de vuelta hacia el barrio del sur, de espaldas, con la cabeza baja y el cuello de la cazadora levantado, pero ése no es él, ya es demasiado tarde para que lo sea, tan sólo un segundo pero demasiado tarde y sin remedio, el ascensor ha llegado a la planta baja y la niña se ha vuelto para preguntarle si sube y él ha dicho que sí con una inclinación de cabeza, la cara no es la misma, no es del todo una cara infantil bajo la luz desagradable de la cabina del ascensor, idéntico pero no el mismo, con los mismos mandos y el mismo dibujo rudimentario de una mujer y un niño y el letrero impida que los niños viajen solos, y también aquí alguien ha tachado con el filo de una navaja la primera sílaba de impida y ahora dice pida que los niños viajen solos. La niña sola muy cerca de él, pero ahora ve que es más alta, no lo había advertido, callada, mirando los números que se iluminan, adónde va, le ha preguntado, y él ha dicho, al último, todo igual, no ha tenido que pensarlo, no ha tenido que decidir ni elegir nada, sólo dejar que las cosas sean exactamente iguales, detalle por detalle, segundo a segundo, y como todo es idéntico ahora la mano que estaba apretada en torno a la navaja ya abierta en el bolsillo de la cazadora se levanta por encima de la cabeza de la niña y avanza hasta tocar el panel de mandos, y se convierte de pronto en un puño cerrado y da un golpe violento en el botón rojo de STOP.