Después no podía creerlo, hasta se avergonzaba, aunque en el fondo no mucho, no podía creer lo que su memoria le daba por seguro, que hubiera hablado tanto, alentada por el vino, sin duda, pero también por la cena, suavemente embriagada por las cosas que veía y tocaba en torno suyo, las altas copas de cristal y las velas en las mesas, el sonido del río al otro lado de la pequeña ventana enrejada junto a la que cenaron, la amabilidad sigilosa de los camareros, que aparecían y desaparecían según los deseos aún no expresados de ella, para cambiar un plato o un cubierto o servir un poco más de vino. El vino tuvo la culpa, desde luego, se decía más tarde para justificarse ante sí misma, o para conjurar la sospecha de que él la considerase una de esas mujeres presuntuosas que no se callan nunca. Con un rasgo de mundanidad que a ella le extrañó, el inspector le indicó al camarero que él se ocuparía de volver a llenar las copas de vino: atento a ella, concentrado en mirarla, hablaba muy poco, y aunque parecía que no se fijaba vertía un poco más de vino cuando su copa estaba a punto de quedar vacía. También él bebió vino, por primera vez en muchos meses, sorbos cautelosos que le producían un efecto inmediato y casi alarmante de dulzura, despertándole una parte anestesiada de su alma, un principio de dicha que él equilibraba enseguida tomando mucha agua, concediéndose, mientras escuchaba a Susana, secretas capitulaciones a la culpa, al desasosiego de pensar que sus subordinados no podrían encontrarlo si lo necesitaban para algo urgente, si sucedía una novedad o lo llamaban del sanatorio.
Años sin hablar así, recapitulaba más tarde Susana, al día siguiente, en la escuela, notando todavía un rastro del mareo del vino, aturdida y ausente entre las voces de los niños, en la recobrada fealdad de la sala de profesores, pero sin verdadera convicción, satisfecha en el fondo, o al menos infinitamente aliviada, lamentando tan sólo las lágrimas finales, la innecesaria confesión de despecho. Había hablado como casi nunca más en su vida adulta, como conversaba con sus amigas de la adolescencia o de la primera juventud, entregándose entera en las palabras, explicándose ante sí misma en igual medida que ante el hombre respetuoso y callado que la escuchaba comiendo muy poco, bebiendo agua, atento a servirle vino. Había pasado una gran parte de los últimos diez años dedicada monacalmente a criar en solitario a su hijo, a leer novelas y libros de poesía y de historia, sobre todo, a estudiar sin la ayuda de nadie los dos idiomas extranjeros que más le gustaban, venciendo cada día el cansancio de volver de la escuela, la inercia de dejarse llevar por la fatalidad monótona y no muy desapacible de una vida que ya parecía haber alcanzado su forma definitiva. Volcada hacia sí misma y hacia el niño, indiferente a la ciudad, pero sin ánimos para intentar irse de ella, apenas había tenido con quién compartir los episodios de su aprendizaje personal, que se le había vuelto así más inútil y mucho más querido. Ni de los libros que leía, encargados por correo la mayor parte, ni de las canciones que escuchaba o los poemas que se aprendía de memoria daba cuentas a nadie. De ese modo, Vladimir Nabokov, Antonio Machado, Paul Simon, Ella Fitzgerald, Pérez Galdós, Saul Bellow o Marcel Proust, que eran algunas de sus compañías más asiduas, le resultaban tan absolutamente suyos como la presencia de su hijo o las reflexiones más secretas de su intimidad. Cuando el niño dejó atrás la infancia para convertirse a toda prisa y con abrumadora convicción en un adolescente, también había dejado de hablar fluidamente con él, en parte porque muchas veces no sabía qué decirle, y sobre todo porque el chico, más alto que ella a los catorce años, desordenado en sus movimientos, con bozo de muchacho, la intimidaba, la sumía con su silencio entre agraviado y hostil en un estado de confusa torpeza, de irritación y remordimiento, a partes iguales, le explicó luego al inspector, el sentimiento común de los padres modernos. Había hablado mucho con el chico hasta que tuvo once o doce años, pero conversar con un niño, dijo, es siempre internarse en otro idioma, casi en otro país, y la conversación o no es de verdad recíproca o está cruzada de malentendidos que ninguno de los dos advierte. Le hablaba mucho cuando era muy pequeño, iba a buscarlo a la guardería y regresaba hablándole, el niño de dos o tres años tomado de su mano y levantando mucho la cabeza hacia ella mientras caminaba, gordito y lento, como una caricatura de reflexiva atención. Pero había empezado a hablarle mucho antes, en el cuarto o el quinto mes de su embarazo, la primera vez que lo sintió moverse dentro de ella, con pavor y ternura, cuando estaba acostada boca arriba en la oscuridad y se ponía las dos manos sobre el vientre para sentir sus rápidos movimientos de criatura humana y submarina, sumergida en ese mar primitivo que incomprensiblemente estaba dentro de ella y formaba parte de su cuerpo igual que el flujo de su sangre. Le hablaba en voz baja mientras le daba el pecho, le cantaba canciones que a ella le habían cantado de niña y que tenían una capacidad instantánea de serenarlo y dormirlo, le fue enseñando una por una las palabras, nombrándole las cosas que él señalaba con el dedo, y con la misma devoción y paciencia le enseñó más tarde las palabras escritas, que el niño aprendió muy pronto, sin ningún esfuerzo, silabeando inclinado sobre las anchas hojas de los cuentos o deteniéndose por la calle a leer premiosamente cada uno de los letreros con que se encontraba.
Pero esa noche, alentada por el vino, de quien más habló no fue de su hijo, salvo al final, cuando sintió que se le acercaba el llanto y que no iba a poder contenerlo. Habló del otro, el padre, el exmarido, con quien no vivía desde casi doce años atrás, contra el que no sabía que guardara un rencor tan minucioso, tan exacto de recuerdos no borrados e injurias que el tiempo no llegaba a borrar, tal vez por culpa de su propio silencio, de la tenacidad de su orgullo, que la había empujado a esconder la gravedad de las heridas para no someterse al agravio suplementario de la compasión. Sólo a un casi desconocido podía contarle la verdad: sólo en aquel lugar como suspendido en una tierra de nadie, fuera de la ciudad, de la vida diaria, a la orilla de un río que ella veía iluminado por la luna mientras hablaba, en un tiempo sin consecuencias ni orígenes, sin vínculos de sucesión con el tiempo al que despertaría la mañana siguiente.
«Era del modelo comprometido-atormentado —dijo—, ¿no se ha dado cuenta de que las personas, creyéndonos tan originales, somos siempre la repetición de un modelo, o de un prototipo más bien, que aparece en cada época y cambia o se pierde del todo al cabo de unos años? Yo, por ejemplo. Casi todo lo que soy se puede deducir sin mucha dificultad de un prototipo: maestra progresista, separada con un hijo, gastada por el trabajo con los niños, desalentada de la educación, tan cerca de los cuarenta años que casi me vale más la pena decir que los tengo ya. Hasta mi coche y el piso donde vivo se deben corresponder con alguna estadística. Pues mi marido, ex, pertenecía a otro modelo, o más bien era una mezcla de dos, para ser más exactos, un cruce. Modelo comprometido y modelo atormentado. Los comprometidos entonces no se atormentaban, porque les parecía frívola y pequeñoburguesa la obsesión por las penas personales, frente a la magnitud de la historia y de la lucha de clases. Los atormentados no se comprometían, se daban al alcohol, a las drogas o al psicoanálisis de Wilhelm Reich, o a las tres cosas a la vez, sobre todo si eran artistas, con lo cual ya puede imaginarse el estado en que les quedaba la cabeza. Para mi ex no había distinciones burguesas entre lo privado y lo público, todo formaba parte de nuestro compromiso, que sobre todo era el suyo: mi trabajo en la escuela, su taller de alfarería, la asociación de vecinos, nuestros amigos, que resultaron siendo suyos y no míos, salvo el pobre Ferreras, porque desaparecieron al mismo tiempo que él. El niño era a la vez compromiso y tormento: compromiso de darle una educación no represiva, tormento de que se pusiera enfermo, de que nuestras actitudes como padres no fueran correctas y le provocaran algún trauma. Primero, en nombre del compromiso, o del tormento, no quería que naciera el niño. Yo me empeñé en llevar adelante el embarazo, pero en cuanto el niño vino al mundo él se convirtió inmediatamente en el padre más neurótico. Por cualquier cosa lo llevaba a Urgencias, se levantaba de noche para escucharle la respiración, por miedo a que se hubiera asfixiado, discutía a voces con los médicos, porque no se fiaba de nadie, ni se fía, supongo, y además tiene una idea inconmovible sobre cada cosa, lo mismo la caída del muro de Berlín que el uso de los antibióticos. Está en contra de los dos. Quiero decir, de los antibióticos y de la caída del Muro. Antes de casarnos estaba empeñado en que nuestro modelo de pareja debían ser Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir: sinceridad, camaradería, vidas separadas, etcétera. Yo no decía nada, porque era muy joven y estaba convencida de que él llevaba siempre razón, así que si uno de sus juicios o de sus actos me desagradaba, eso se convertía precisamente en la prueba de mi error».
«Yo tenía dieciocho años cuando lo conocí, no sabía apenas nada, estudié Magisterio por comodidad o pereza, porque era una carrera corta y no parecía difícil. Y cada tarde, cuando iba a buscarme, él plantaba la bandera del compromiso y del tormento en lo que para mí era sobre todo una rutina agradable de apuntes y clases, la perspectiva de un trabajo. ¿Cómo podía yo llevarle la contraria a un hombre que se comprometía y se atormentaba tanto? ¿Cómo le iba a decir que dejaba sin leer los libros sobre pedagogía revolucionaria que él se ocupaba de buscarme, o que la célebre pareja Sartre-Beauvoir me daba repugnancia, repugnancia física para mayor vergüenza mía, ella con aquel turbante de no lavarse nunca el pelo, y él con aquella pinta de viejo rijoso, con el labio caído y húmedo y los dientes podridos?».
«Todo eran normas —dijo, saboreando el vino con un deleite casi vengativo—, habíamos roto con la vida de nuestros padres y con las convicciones burguesas y el resultado práctico era que teníamos muchas más normas que antes, más detalladas y más dogmáticas, una norma para cada gesto y cada instante del día, como los judíos ultraortodoxos. Los hijos no debían llamar papá y mamá a sus padres, por ejemplo: había que enseñarles a que les llamaran por sus nombres, para habituarlos a la camaradería y liberarlos del autoritarismo. Parece mentira, en lo que ha quedado todo aquello, es como hablarle del paleolítico. Todos estábamos llenos de normas, unos más y otros menos, los comprometidos unas normas distintas de los atormentados, pero él las reunía todas, era como el Código Civil y el Código Penal, un monstruo de la jurisprudencia, el juez, el fiscal y el testigo de cargo al mismo tiempo, el comprometido y el atormentado, el que no se dejaba engañar, como todos, por las trampas de la democracia formal, o por las críticas contra Cuba o Vietnam del Norte. Yo cada día más insegura, y él más firme, más tranquilo, con esa sonrisa que da tanto miedo del que no se ha equivocado nunca y ya tenía previstos los errores de los demás, sobre todo los míos, que eran los errores que a él personalmente le había correspondido deshacer, la cruz que le había tocado, como se decía antes. Yo tiendo por instinto a darle la razón a quien habla conmigo. Él no era capaz de conversar sin discutir. Y si discutía con alguien no tenía piedad. Con esa voz tan suave y persuasiva que tiene, con su barba de comprometido y su palidez de atormentado, desdeñando primero y luego desarmando y humillando a alguien que hubiera dicho en la conversación alguna ligereza, que hubiera frivolizado sobre cualquiera de los principios de su ortodoxia. Cómo llevarle la contraria o dudar de sus axiomas si hablaba tan suave, sin levantar nunca la voz, más tranquilo y seguro a medida que su adversario perdía los estribos, porque él sólo manifestaba su irritación por una rigidez particular de la sonrisa, por un tono todavía un poco más suave, como de haber sido herido y sin embargo no perder la ecuanimidad, la calma de los justos. Yo creo que no convencía a la gente, que la hipnotizaba, o por lo menos que me hipnotizó a mí y me tuvo sonámbula gran parte de mi juventud, hasta mucho tiempo después de que nos divorciáramos. Sin darme cuenta yo me veía a mí misma a través de sus ojos, me juzgaba en virtud de sus principios, sin necesidad de que él me señalara un error o un defecto o dictara un veredicto. Me pintaba los labios de un rojo fuerte o me ponía una blusa escotada y en el mismo espejo donde estaba mirándome aparecía él para reprenderme en silencio».
«Yo era una burguesa, pobre de mí, porque mi padre trabajaba de apoderado en un banco». Sonreía, apiadada retrospectivamente de sí misma, con un brillo de suave y lenta embriaguez en los ojos, recordando quién fue, con ironía e incredulidad, sin lástima, tan sólo con un deseo de restitución que ya no cumpliría. «Él, en cambio, tenía un pasado tan limpio como el de un cristiano viejo: su padre y sus abuelos alfareros, trabajadores con las manos, lo cual era la garantía de que estaba a salvo de las debilidades o las frivolidades de casi todos los demás, sobre todo los universitarios. Cuando le preguntaba alguien a qué se dedicaba respondía declarando su oficio como una acusación potencial contra cualquiera, o como un argumento que nadie le podía rebatir: alfarero. Él no era un parásito, ni un teórico, trabajaba con las manos. Para que él se ocupara del taller de su padre yo pedí plaza aquí cuando saqué las oposiciones. Así que dejé Madrid y mi vida de antes sin pararme mucho a pensarlo, o pensando a través de él, por comodidad o porque estaba hipnotizada, o porque lo quería más de lo que ahora me gusta reconocer o recordar. Llegamos aquí no como recién casados, sino un poco como de pioneros, como esos pioneros puritanos y rústicos de las películas del Oeste, yo pionera de la escuela antiautoritaria y autogestionaria, y él pionero de la alfarería popular de su tierra, de sus señas de identidad culturales, ya se conoce el cuento, me imagino. Yo creo que en realidad me trajo aquí para reeducarme, como a aquellos profesores o científicos chinos a los que castigaban a irse a las provincias rurales a trabajar de peones. Ahora comprendo que no tenía escapatoria: era burguesa y era de Madrid, y él de pueblo y proletario, alfarero, nada menos, que era ya el colmo del trabajo manual y la cultura vernácula».
«Pero cuando el compromiso y el tormento y las normas para todo llegaron al máximo fue cuando nació el niño». No podía hablar del nacimiento o de la primera infancia de su hijo sin que una especie de sonrisa interior le iluminara los ojos. «El termómetro siempre, la angustia de que tuviera una enfermedad horrible, de que hubiera nacido ciego. Y las normas: no debía dormir boca arriba en la cuna porque si vomitaba podía ahogarse; si lloraba mucho cuando no era la hora de su toma no había que mecerlo ni que cogerlo en brazos para que no se acostumbrara; antes de meterlo en el baño había que comprobar que el agua tuviera la temperatura justa. Antes de que naciera el niño nadie estaba más atormentado que él por la inoportunidad de su llegada. Pero fue nacer y resultó que él era el padre más atento y más obsesivo, como si hubiera un campeonato de amor por el niño y de desvelo por sus enfermedades y él obtuviera siempre la máxima puntuación. A mí me hacía sentirme culpable de negligencia con mucha facilidad: yo dormía perfectamente, no me desvelaba pensando que el niño podía haber tenido un colapso cardíaco, no llamaba a urgencias con la voz entrecortada si la fiebre le había subido a treinta y nueve. Si me preocupaba mucho algo yo hacía lo posible por disimular. Él era insuperable en la exhibición y el despliegue de sus sufrimientos paternales y, como no se fiaba de nadie y era incapaz de darle la razón a quien le llevara la contraria, discutía con el pediatra que le había dicho que al niño no le pasaba nada, o pedía enseguida el libro de reclamaciones, siempre muy suave, desde luego, sin levantar la voz, con su cara pálida de padre desencajado, de ciudadano que reclama escrupulosamente sus derechos. Se sabía todos los reglamentos, se estudiaba los conservantes de las latas, leía de arriba abajo los prospectos y las instrucciones de los aparatos, porque no se fiaba ni de los médicos ni de los operarios. Y nunca dejaba de estar comprometido y de estar atormentado, era al mismo tiempo el héroe y el mártir, Lenin y Juana de Arco, el puño levantado y la corona de espinas. Yo salía por las tardes de la escuela y me iba a ayudarle al taller. Empezaron a venir también dos amigos suyos que llevaban poco tiempo viviendo juntos, Ferreras y Paca, cenaban con nosotros, venían a casa a escuchar discos, porque ellos no tenían equipo. Ferreras y él se conocían del instituto. Discutían mucho, porque Ferreras era entonces un libertario más bien randa, viéndolo ahora no se lo puede imaginar, tan serio como se ha vuelto, llevaba el pelo largo y andaba siempre fumado de canutos. Si me hubieran dicho entonces que iba a acabar de forense me habría parecido imposible. Pero casi todas las cosas que pasaron después me parecían imposibles. Paca era lo contrario de él, una chica muy prudente y como asustada, que trabajaba de administrativa en la Seguridad Social, lo cual le permitía sostener la holganza libertaria de su novio, que no acababa nunca la carrera de Medicina. Me había ayudado a resolver los papeles para el parto de mi hijo, y cuando nació venía mucho a verme, se ofrecía a quedarse con él para que mi marido y yo pudiéramos salir alguna noche. Yo le fui tomando mucho afecto, no puedo dejar de hacerlo con cualquiera que sea amable conmigo, y además, aparte de ella, no conocía casi a ninguna otra mujer en la ciudad, descontando a mis compañeras de la escuela, que eran todas bastante mayores que yo. Cuando hablaba mi marido ella era la única que no le llevaba nunca la contraria, incluso se ponía de su parte en las discusiones con Ferreras, que siempre eran pesadísimas, como esos partidos de tenis que dan en televisión. Yo no sospechaba nada. Si hubiera desconfiado de ellos en algún momento me habría avergonzado horriblemente de mí misma. Llegaba por la tarde al taller y veía que ella había llegado antes que yo, y que no iba con Ferreras, y no se me ocurría pensar nada malo».
«¿Sabe lo peor de todo, lo que menos se borra con el paso de los años? La sensación del ridículo, la humillación de haber sido estafada tan fácilmente, por culpa de mi propia idiotez, ni siquiera inocencia, como el paleto al que le estafan al llegar a la capital. Yo lo notaba a él cada vez más raro, pero creía que todo era a causa del tormento y del compromiso, como de costumbre, el agobio del niño y los problemas del taller, que no iba nada bien, siempre por culpa de otros, de los clientes o de los proveedores. Su lista de desleales, de enemigos y de ineptos no paraba de crecer. Es de esas personas que siempre están quejándose de este país, como dicen ellos, este país es una mierda, en este país no hay seriedad, este país no tiene remedio: estaba él solo contra el país entero, contra este país, y también contra las mafias de la distribución, contra los mayoristas, contra los proveedores de arcilla y las tiendas de artesanía, o más bien estaban todos aliados contra él, toda la máquina del capitalismo mundial. Con el niño tan pequeño yo ya no iba todas las tardes al taller, y no reparé en que él ya no me pedía igual que antes que fuera a ayudarle. Llegaba tarde, muy cansado, desmoralizado, dormía mal, se quedaba en la cama despierto, atormentado, tan visiblemente atormentado que habría sido una frivolidad aproximarse a él con intenciones sexuales, no fuera a sentirse herido o acosado en su masculinidad, o atormentado con el tormento suplementario de no cumplir como marido. Más pálido cada día, la cara de cera, hasta la voz de cera, callado en la mesa mientras yo le servía la cena, más puntilloso que nunca para comer, más estricto, también lleno de normas, de astucias para ahorrar, basadas siempre en el principio de que a él no le engañaba nadie: había que comprar vaca en vez de ternera, carne de vaca y filetes de hígado, yo me moría de asco, y él decía, sonriéndome, que en eso se notaba mi educación burguesa, mi propensión al consumismo, porque el hígado, siendo muy barato, alimenta mucho más que un solomillo, y la vaca es mucho mejor que la ternera, lo que pasa es que en este país no se sabe comer. Es la leche, la de defectos que esas personas le encuentran a este país, qué raro que no se vayan a Groenlandia o a California o a Corea del Norte y no vuelvan. Hígado a la plancha, gallo en vez de lenguado, cazón en vez de rape, jamón york barato: era un número ir de compras con él, siempre comparando precios y fijándose en las fechas de caducidad y en los colorantes y conservantes, no fuese a engañarlo el tendero, si pedía cien gramos de algo y le ponían ciento diez decía con esa voz tan suave que se los quitaran, que él sabía perfectamente lo que había pedido, y lo decía con una sonrisa insultante, como haciéndole saber al tendero que con él no valían esas trampas. No sólo era el padre perfecto y el alfarero perfecto, era también el perfecto consumidor, el comprador de jamón york concienciado, así que no le costó nada convertirse un poco después en el adúltero problematizado, en el mártir perfecto de sus propios conflictos personales. Después de pasarse un año poniéndonos los cuernos a su amigo y a mí con aquella tía a la que yo le había abierto mi casa, apareció un día con más cara de tormento y de compromiso que nunca, más pálido, con la voz más suave, con la cara más de cera, y me notificó que por coherencia consigo mismo tenía que dejarnos al niño y a mí».
Les habían servido los postres, pero aún quedaba un poco de vino en la botella. El inspector lo repartió entre las dos copas, y cuando Susana sacó un cigarrillo se apresuró a darle fuego. Por primera vez en los últimos meses sintió la tentación verdadera de fumar. Pero la venció enseguida, prefería mirar cómo fumaba ella, disfrutando de su cigarrillo tan a conciencia como de los últimos sorbos de vino.
«Pero en cuanto pasaron los primeros meses de humillación y de soledad lo que hice, sin proponérmelo, fue empezar a disfrutar la vida que me había dejado secuestrar por él, no ya en mis convicciones, que al fin y al cabo son demasiado abstractas para que a mí me importen de verdad, sino en mis costumbres, en mis gustos y en mis aficiones personales. Volví a pintarme los labios, a dejarme largas las uñas y a pintármelas de rojo, me hice un corte chocante de pelo y me lo teñí de un negro muy fuerte, volví a comprarme blusas de seda, faldas cortas, sandalias de tacón y vestidos ajustados, no para conquistar a nadie, y menos todavía para seducirlo a él, que en esas cosas tiene o tenía el gusto tan insípido como en la comida, sino para rescatarme a mí misma, que me había olvidado, para verme en el espejo igual que cuando me probaba ropa nueva a los diecisiete años y empezaba a usar lápiz de labios. Sobreviví así, reconstruyéndome yo sola, es decir, con mi hijo, los dos en esta ciudad que no era la nuestra. Yo lo dejaba con una chica y luego en una guardería y salía corriendo de la escuela para llegar a tiempo de recogerlo, no pensaba más que en él, no quería pensar en nada ni en nadie más. Ahora que lo pienso habría sido una vida perfecta, pero quedaba él, el padre de mi hijo, con su compromiso y su tormento, que se había ido con mi gran amiga pero a veces volvía, con cara de martirio, o llamaba por teléfono para hablar con el niño, para preguntarle si quería que papá y mamá volvieran a estar juntos, a que sí, los tres igual que antes. Volvía y se marchaba otra vez, con su cruz a cuestas de adúltero coherente, de bígamo de izquierdas, me decía con esa brutalidad que entonces se llamaba sinceridad que ya no me quería, porque había encontrado en Paca las satisfacciones que su relación conmigo no le daba, y después de humillarme con la voz tan suave y de hacerme comprender que yo era más o menos una mierda y que por culpa mía habíamos fallado como pareja —esa palabra la usaban mucho, la pareja, yo pensaba siempre en parejas de bueyes o de guardias civiles—, volvía a llamarme al cabo de una semana y me decía más atormentado que nunca que lo estaba pasando muy mal, mucho peor que yo, desde luego, que ahora se daba cuenta de que su vida éramos nosotros, el niño y yo. Yo ya estaba algo cansada, y si no le contestaba o le daba a entender que no me fiaba mucho, vista la experiencia, se irritaba enseguida conmigo, con esa capacidad que tiene para volverse insultante en un segundo: “¿Qué pasa, que no confías en mí, que crees que estoy jugando contigo o que esto es menos doloroso para mí que para ti?”. Eso sí que no lo perdonaba, que alguien pretendiera quitarle el privilegio de ser quien más sufría, el palmarés de la corona de espinas. Y yo, como una idiota, hipnotizada otra vez, sin dignidad, porque no hay quien sea digno cuando lo han engañado, le permitía que volviera, porque se me partía el corazón cuando el niño, que iba a cumplir tres años, se echaba a llorar preguntando por su padre, todas las noches, a la hora de dormir».
«Volvía y enseguida lo inspeccionaba y lo organizaba todo, mi vestuario y mi trabajo en la escuela, la alimentación del niño, su salud, los juguetes pedagógicos que le convenían para desarrollar su psicomotricidad o su inteligencia y los inaceptables. Incluso tenía en la cama, una o dos noches, cierta vehemencia, nada habitual en él, por otra parte. Pero la racha se ve que le duraba poco, y en lugar de sufrir por la ausencia de su hijo y de su mujer empezaba a sufrir por la de su novia, o su pareja, y algunas noches bajaba a la calle con un pretexto ridículo —era demasiado soberbio para mentir bien— y supongo que aprovechaba para llamarla a ella desde una cabina, igual que otras noches había hecho lo mismo conmigo. Angustiado siempre, atormentado, pálido, comprometido con su coherencia, mintiendo siempre y volviéndose agresivo cuando no eran aceptadas sus mentiras, mintiéndole a la vez a su mujer, a su amante y a su hijo, cargando sobre los tres el fardo de su sufrimiento, disfrutando a la vez de las ventajas del matrimonio y del adulterio, de la sinceridad progresista y del engaño de toda la vida, de la paternidad y de la soltería. Llegaron los papeles del divorcio, que él se había esforzado mucho en acelerar, y cuando vino a casa para que yo los firmara estaba más pálido que de costumbre y tenía aún más suave la voz, la mirada como de más tormento mientras veía al niño jugar en el suelo. “A ver —le dije, deseando que se fuera cuanto antes—, dime dónde firmo”, y él entonces se me quedó mirando con su mejor cara de víctima, de víctima acusadora, por supuesto: “No imaginaba que fueras capaz de tanta frialdad”. No había remedio, no sabía defenderme de él, siempre se las arreglaba para dejarme hecha polvo de remordimientos».
«Si se hubiera ido de verdad, o si se hubiera muerto entonces, si por lo menos hubiera desaparecido de nuestras vidas». No fue sólo el vino, ni la sensación instantánea de huida y libertad que se había apoderado de ella nada más arrancar el coche y conducir hacia las afueras escuchando a Paul Simon: era también la actitud de él lo que la había empujado a hablar, el silencio paciente y respetuoso con que la escuchaba, quieto frente a ella, vagamente paternal, aunque debía de ser sólo diez o doce años mayor que ella, con el pelo gris y la cara como castigada por la intemperie o por una experiencia demasiado larga de aislamiento y dolor, paternal y al mismo tiempo desamparado, mirándola con sus ojos grises y atentos, que sólo de vez en cuando cobraban una expresión ausente, de inquietud repentina, de desasosiego por algo.
«Porque a pesar de todo, se lo juro, no creo que haya habido muchas mujeres más felices de lo que yo lo fui con mi hijo aquellos años. No tenía casi dinero, porque la mayor parte de mi sueldo se me iba en pagar la hipoteca del piso en el que mi marido había tenido a bien embarcarnos un poco antes de decidir que no podíamos seguir viviendo juntos. No sólo me engañó: también me estafó, con su voz suave de militante ortodoxo y su cara de sufrimiento, se quedó con el coche, porque según él lo necesitaba más que yo, pero las letras siguieron llegando a mi cuenta, y yo las seguí pagando como una idiota, para evitarme el aburrimiento de otra discusión agotadora con él, para no acabar sintiéndome culpable, como de costumbre, una exmujer vengativa que acosa al cónyuge agobiado por sus dificultades económicas. Estaba atormentado por su hijo, y comprometido con su educación, pero se le olvidaba siempre ingresarme la mensualidad, y yo no tenía ánimos para reclamársela. Pero yo no quería su dinero. Yo lo que quería era que nos dejara en paz, que no volviera a trastornar a mi hijo haciéndole promesas mentirosas, que no siguiera usándonos a los dos como testigos de su vida atormentada. A pesar de él, y de la falta de dinero, yo fui feliz de pronto, como por sorpresa, me sentía fuerte y joven con mi hijo, alimentada por él, fortalecida por su existencia, descubriendo las cosas al mismo tiempo que él las descubría a mi lado, con aquellos ojos tan grandes y tan profundos que tenía, lo miraba todo tan fijo de pequeño que no parpadeaba. Iba conmigo de la mano, con su chupete en la boca, se lo quitaba para señalar las cosas y preguntarme: “¿Qué es?”. Iba a buscarlo a la guardería y al verme venía hacia mí corriendo sobre la alfombra, tropezando con las botitas que yo le compraba. Si me gusta tanto comprarme ropa para mí, imagine lo que me gustaba comprársela a él. Se me abrazaba respirando muy fuerte por la nariz, con sus mofletes calientes y redondos pegados a mi cara. Todas las noches tenía que leerle o contarle un cuento, y me quedaba con él hasta que se dormía, me hacía prometérselo. Sin que yo me diera cuenta, muchas veces, después de apagar la luz, se levantaba mientras yo leía o veía una película en el cuarto de estar, y cuando iba a acostarme me lo encontraba dormido en mi cama».
Conducía de vuelta a la ciudad, de nuevo con el aire práctico y un poco severo que le daban las gafas, sin música ahora, menos absorta en las líneas blancas de la carretera y en la luz de los faros que en una rememoración que gradualmente había dejado de ser feliz, ganada por un principio de abatimiento que tal vez tenía que ver con la atenuación de los efectos del vino y con el simple desaliento de volver. A su lado, el inspector advertía que algo le estaba sucediendo, un tránsito rápido y sombrío en su estado de ánimo, pero carecía de la perspicacia necesaria para averiguar qué era y en cualquier caso se sabía muy torpe para cualquier clase de consuelo. Sólo la miraba, la oía respirar, y ahora no tenía que apartar los ojos porque ella no se volvía hacia él, mantenía los suyos fijos en la carretera, que ya ascendía hacia las primeras casas de la ciudad. A la salida de una curva los deslumbró un coche que venía de frente, y Susana, que en ese instante tanteaba el salpicadero en busca de un kleenex, tuvo que dar un giro rápido al volante, y frenó en seco sobre la grava del arcén, al borde de una ladera plantada de olivos. El motor se paró, y ella, que iba a encenderlo de nuevo, dejó caer las dos manos y se echó hacia atrás respirando más fuerte, en una actitud súbita de capitulación. «Y ahora que tiene catorce años ha decidido que yo no le comprendo y que no le gusta la vida que le doy, que soy autoritaria, que le exijo demasiado, que de ahora en adelante quiere vivir con su padre. Debe de ser su héroe, su gran colega, me imagino, el muy cabrón, que nunca ha tenido que darle una orden ni que repetirle diez veces que haga los deberes, el padre amigo, el comprometido, el atormentado, ha esperado diez años para quitarme también a mi hijo».