La excitación nada más que de pensarlo, como un pelotazo de algo en las venas y en la cabeza, el golpe del café muy cargado y con un chorro de coñac en el centro del pecho, el primer trago de anís seco o de ron, o el mareo de la primera calada de un cigarrillo, de uno de aquellos rubios mentolados de las primeras veces, las noches de verano en que se iba a fumar con los amigos del barrio a los jardines de la Cava, a un paso, ahí mismo, tal vez en uno de los bancos que hay al borde del terraplén, tan cerca de los pinos, con su olor a resina en el aire caliente de las noches de julio, con ese ruido que hacían las pisadas sobre las agujas secas, que crujían por mucho cuidado que pusiera uno, así que había que acechar con mucho cuidado, en la oscuridad, reptando casi como en las películas para acercarse lo más posible sin ser descubierto, los codos hincados en la tierra, en las agujas secas de los pinos, para espiar a las parejas que entonces bajaban todavía a darse el lote en los bancos del parque. Era una excitación parecida, el corazón en la garganta, los golpes tan dolorosos y rápidos en el pecho, como un puño que golpea muchas veces una puerta, el puño de alguien que llama desesperadamente a una casa cerrada. Él y sus amigos, o mejor él solo, tendido en el terraplén, en la oscuridad del parque donde siempre estaban rotas o averiadas las farolas, tal vez al amparo del tronco de un pino, o echado en una zanja, quién sabe si la misma, piensa de pronto, tendido y el corazón resonando contra la tierra, queriendo ver y oír, distinguir algo entre las sombras, el abrazo de las parejas de novios que no tenían otro lugar adonde ir, los quejidos, las palabras, el roce de las ropas, los breves gritos como de dolor, la mancha pálida de un pañuelo que recoge o limpia algo, pero nunca podía escuchar bien y menos aún ver con claridad, imaginaba que veía cosas, que distinguía palabras sucias y precisas, pero tan sólo alcanzaba a ver sombras convulsas, y a veces una cara alumbrada un segundo por el resplandor de una cerilla, por una brasa de cigarro. Se movía sin querer, temía haber hecho un ruido delator y se aplastaba más fuerte contra el suelo, el corazón resonando como si estuviera debajo de la tierra, el miedo a ser sorprendido, a que lo cegara la luz de una linterna: es la misma excitación, un mareo muy fuerte, un subidón, casi vértigo, le daba una calada al rubio mentolado y notaba al mismo tiempo el dulzor y la náusea, igual que con el ron o el anís, a palo seco, sin hielo ni mariconadas de cola o de tónica, un trago y la garganta arde y la cabeza se pone a cien, da vueltas, como si el cuello tuviera un dispositivo giratorio, pero nadie lo sabe y eso es lo más fuerte, lo increíble, se pega un trago de ron, vuelve a guardar la botella bajo llave en su armario, se echa en la boca una pastilla de menta o un grano de café y nadie lo puede descubrir, sale de su habitación, cruza el comedor donde dormitan los viejos alumbrados por la claridad del televisor, porque no encienden la luz eléctrica hasta que no se hace bien de noche, y sin mirarlos ni decirles adiós baja al portal oscuro y gana la puerta de la calle, escapando rápido, la fuerza del ron en la nuca y en los talones, para que a la vieja no le dé tiempo a repetir su letanía, adónde vas, ten cuidado, no vuelvas tarde, sale a la calle empedrada dando un portazo y luego un traspié, maldice al ayuntamiento, que no asfalta las calles porque dicen que éste es un barrio antiguo y de mucho mérito, de casas caídas y de iglesias en ruinas más bien, pero tampoco arreglan el empedrado, así que no hay más que socavones, si no anda uno con cuidado se le revienta una rueda del coche, o vuelves algo cargado de noche y como además no hay nada de luz tropiezas y te caes y te partes la cabeza o un brazo, y entonces a ver quién trabaja, quién empieza el día antes del amanecer y lo termina de noche, siempre deprisa, de un lado para otro, entre el estrépito de los camiones de los mayoristas y los charloteos de gallinas de las mujeres, siempre mirando ojos y bocas de mujeres que gritan y ojos y bocas abiertos de pescados, ojos redondos con mirada de muertos y bocas descoyuntadas con filas diminutas de dientes que desgarran la piel de las manos, siempre sonriendo, aunque por dentro tenga ganas de vomitar o de hincar un garfio en esa boca abierta y pintada que pide algo como se hinca en las agallas de una merluza, aunque tenga uno fiebre o no haya dormido en varias noches y sienta que va a caerse al suelo, sobre el charco pegajoso y el cieno de escamas y vísceras. No señor, él no puede ponerse malo, no le van a dar una baja por enfermedad ni tiene un sindicato que lo defienda, se puede estar muriendo por dentro y da lo mismo, nadie nota nada y a nadie le importa una mierda. Eso es también lo increíble, lo fantástico, que nadie sabe nada, nadie puede ver detrás de la cara ni de los ojos, uno sale a la calle con las piernas temblando todavía con el pelotazo crudo del ron y nadie se da cuenta. Una vecina vieja que barre la acera delante de su casa lo saluda llamándole por el diminutivo asqueroso de cuando era niño, no se convencen nunca, no ven crecer a los hijos, siempre la misma murga, «para mí tú sigues siendo un chiquillo, no ves que te traje al mundo». Dice adiós a la vecina, sonriendo, empieza a sonreír justo cuando sale de su casa, qué buen hijo, oyó una vez que la vecina le decía a la vieja, qué trabajador y qué prudente, lo orgullosa que estarás de él, tan bueno, con lo que son hoy los jóvenes, cómo se puso a trabajar cuando a su padre le vino la desgracia, con qué sangre, y no era más que un chiquillo. Hay que joderse: un chiquillo. Miran a un tío que ha hecho la mili voluntario en Regulares, capaz de trabajar más horas que un reloj y de tirarse a una tía y de beberse tres copas de anís seco sin que le fallen luego las fuerzas ni le tiemble la mano, y lo que ven es un chiquillo, todos ellos, madres y vecinas, tías, abuelas, parroquianas. Estaba espiándolas detrás de la persiana de la planta baja, y no podía creer lo que decía la vieja, era de partirse de risa: «Desde luego que sí, lo que le pasa al pobrecillo mío es que es muy callado, parece que le cuesta echarse una novia». La vecina se echó a reír, con su moño de pelo sucio, su toquilla, sus alpargatas viejas de paño, la escoba, enteramente una bruja: «Será callado aquí, pero a las parroquianas bien que les dice picardías cuando les despacha el pescado. Con mucha educación, eso sí, él siempre en su sitio». «A ver, lo que se le ha enseñado. Carrera no se le pudo dar, pero por lo menos sí que un buen oficio para ganarse la vida en lo mismo que su padre. Mejor que con las carreras, que hay médicos y maestros por ahí echando solicitudes para barrenderos».
Las mismas idioteces siempre, palabra por palabra, como si se les acabaran de ocurrir, cuándo habrían visto ellos a un médico que trabajara de barrendero, qué sabrían lo que es una carrera, lo que es nada, si no saben manejar una lavadora ni un vídeo ni encender un calentador. Pero hay que joderse, hay que tirar adelante y decir buenas tardes a la vecina que lleva toda la vida barriendo ese mismo trozo de acera y de empedrado, empedrado imposible, acera con las baldosas rotas, con la misma toquilla sobre los hombros y las mismas alpargatas negras, y hasta la misma escoba, barriendo como si la mitad de las casas no estuvieran en ruinas y la mayor parte de los vecinos muertos. Por lo menos barre con un cepillo moderno, con las cerdas de plástico, no como los escobones de ramas que hasta hace poco compraba el viejo, hasta que dejaron de hacerlos, escobones de barrer cuadras y pocilgas, qué bestia, decía que eran los mejores, mucho mejores que los cepillos modernos, porque para él todo lo antiguo es mejor, el brasero de candela es mejor que la estufa de gas, la corriente eléctrica a 125 tiene más fuerza que a 220, el jamón está más bueno cuando se corta con cuchillo y no con máquina, la tierra se labra mejor con azadas que con cavadoras mecánicas, las neveras antiguas con barras de hielo conservaban mejor el pescado que los frigoríficos de ahora, es la leche, dale que dale, sin cansarse nunca, masticando palabras y respirando con los pulmones envenenados de alquitrán o de cáncer, los mismos refranes, las mismas advertencias y opiniones cerriles e inamovibles, los mismos recuerdos, hasta las mismas enfermedades y blasfemias, y él callado, diciendo a todo que sí, callado encima del plato de sopa o del potaje grasiento, no alzando los ojos ni apartándolos de la comida o de la televisión para no ver la dentadura del viejo sobre el hule, dócil, frenético por dentro, mientras en el televisor vuelve a aparecer la foto de una cara infantil que no es idéntica a la que él recuerda, ni en el peinado ni en la ropa, en la foto lleva coletas, una falda tableada, calcetines blancos, zapatos de charol. «Angelico —dice la vieja—, que el Señor la tenga en su gloria», y él siente que es imposible, que no puede ser que nadie más sepa, nadie en el mundo, ni el policía tan listo del pelo gris que apartó la cara delante de la cámara como si fuera un delincuente, ni el juez de instrucción, ni el forense, nadie, ninguno de los periodistas junto a los que pasa como si tal cosa cuando él llega a la plaza, cada tarde, después de pegarse una ducha y un pelotazo de ron en la botella del armario, sin mucho propósito de nada, rozando el bulto de la navaja en el pantalón, nada más que por echar un vistazo, por saludar a alguien y contar o escuchar un rumor nuevo, por acercarse y sentir la excitación del peligro imaginado, de la impunidad perfecta, como cuando espiaba de niño en el terraplén, moviéndose cerca de los cámaras y de los fotógrafos o casi junto a la puerta misma de la comisaría, sin riesgo ninguno, sin levantar sospechas, como cuando sale a la calle y la vecina deja de barrer, lo llama por su diminutivo repugnante y le dice, «qué, ¿a dar una vuelta?», con una sonrisa de picardía inepta, de blanda maternidad delegada, la misma que pondrá cuando le diga a la madre, «muy arreglado sale ahora, y todas las tardes, seguro que ya le tiene echado el ojo a alguna».
Se aleja deprisa, taconeando enérgicamente sobre el empedrado mientras la vecina deja de barrer para verlo de espaldas, la cazadora, los vaqueros ceñidos, el bulto en el bolsillo, el tintineo de las llaves de la furgoneta. Escapa del barrio cada tarde hacia el norte, la plaza del general y más allá, donde están el ambiente y las luces, las tiendas prósperas de modas y de electrodomésticos con sus escaparates relucientes, los bloques de pisos con porteros automáticos y calefacción central, las calles anchas y bien asfaltadas, las cafeterías, los talleres de coches, los videoclubs, los bares de top-less, la vida de verdad, los supermercados que según el viejo arruinarán muy pronto al mercado de abastos, cada vez más viejo y más sucio, con menos público y olores más desagradables. Sube excitado por la anticipación, libre de la pesadumbre de los callejones, de las plazuelas con tapias de conventos y torres de iglesias, ojalá ardiera todo o viniera un terremoto y tuvieran que levantar de nuevo esa parte de la ciudad de la que tanto mérito dicen que tiene, pero en la que no quiere vivir nadie, a todos esos turistas tan finos que se emocionan delante de un bardal comido de malas hierbas habría que verlos pasando aquí un invierno.
Ya está anocheciendo cuando llega a la plaza, y al mirar hacia el único balcón que hay iluminado en el primer piso de la comisaría, donde cuelga la bandera, le da como un pellizco de excitación en el estómago, más fuerte todavía, un calambrazo, el corazón que late tan fuerte y nadie lo escucha, aunque pase muy cerca, latiendo y resonando en el pecho como en la hondura de la tierra y de la oscuridad mientras espiaba a los novios imaginándose que veía en la realidad lo que había visto en las películas y en las revistas, que oía las palabras claras y puercas que dicen en ella las mujeres y los hombres, sobre todo las mujeres, que siempre son las más guarras, disimulan y eso es lo único en lo que están pensando. En el balcón iluminado hay una silueta que se mueve muy cerca del cristal: él no alza los ojos, aunque no pasaría nada, un grado más de atrevimiento y lo único que crece es la excitación, pero no el peligro: se acerca al guardia de la puerta, le dice buenas tardes, con una cortesía vagamente servil que es un recuerdo de la mili. El guardia se lleva la mano a la gorra, está viejo y gordo y lo más seguro es que no sirva para nada más. Él le pregunta si se sabe algo, si hay alguna novedad, muy consciente del sonido tan suave de su propia voz, más suave de lo habitual, como siempre que está muy excitado o enfurecido, cuanta más rabia tiene dentro más suave y dócil se le pone la voz, y mientras la escucha siente los golpes de la sangre en las sienes. «Circule —dice el guardia, con brusquedad y fastidio, sin mirarlo apenas, sin considerar siquiera su pregunta, su cortesía, su interés—, que aquí no estamos para dar ruedas de prensa». Tú no, pero yo sí, piensa, sonriéndole al guardia, yo sí que podría darla, y os ibais a enterar, «perdone usted, yo no quería molestarle», dice, la voz tan suave que a él mismo se le antoja de pronto un poco afeminada, y para más humillación y rabia nota que va a enrojecer, se controla, respira fuerte y no enrojece, las yemas de los dedos tocan el bulto de la navaja en el pantalón. Hay que respirar muy hondo, muy despacio, aconsejan en la revista de los horóscopos, para no enrojecer y para no correrse antes de tiempo. Ahora imagina que es un terrorista, que saca una pistola del bolsillo de la cazadora y se la pone al guardia delante de la cara y le revienta el cerebro contra la pared. Si él quiere, si le da la gana, si le sale de la punta de la polla, cualquier cosa que se le ocurra puede hacerla y no pasa nada, parecerá luego que ha soñado y sin embargo será real, saldrá en los periódicos y en el telediario de las tres. Si él quiere, si le da la gana, ahora puede cruzar a la zona ajardinada del centro de la plaza y entrar en la cabina que hay junto a la estatua, y marcar el número de la comisaría, preguntando por el inspector jefe, con la voz suave, pero no tanto, está visto que si se habla con educación no le hacen caso a uno, la voz suave pero mandando, tengo una cosa muy importante que decirle: desde la misma cabina vería la sombra alejarse de los cristales del balcón para contestar la llamada. Puede llamar y colgar cuando alguien se ponga, puede decirlo y colgar enseguida, o mantener una conversación con el inspector, como el asesino de El silencio de los corderos, que ha visto muchas veces, aunque le parece demasiado adornada y fantástica. Puede decirle al inspector jefe quién es él y qué ha hecho y qué puede hacer cuando y donde le dé la gana y colgar luego y salir de la cabina y no va a pasarle nada, puede llamar al programa de la madrugada donde tanta gente se pone misteriosa para contar majaderías y contarle a la puta de la locutora algo que le corte de verdad la respiración.
Pero hay algo más, algo todavía más excitante, tan tentador que no sabe si puede o si quiere resistirse. Lo piensa al ver a un cura viejo que camina delante de él hacia la calle Mesones y la calle Nueva, pasados los soportales del Monterrey. No lleva sotana, pero él sabe que es un cura, lo conoce de siempre, un cura viejo, de toda la vida, que camina muy despacio, con una pequeña cruz de madera colgada sobre la pechera del basto jersey azul marino, con zapatillas negras de suela de goma, adelantando mucho la barbilla como para dejarse llevar por un impulso de voluntad más eficaz que la fuerza de sus pulmones o el vigor de sus piernas. Ha empezado a seguirlo, sin darse mucha cuenta ha hecho más lento su paso para acomodarlo al del cura, que debe de vivir más allá del final de la calle Nueva, donde estaba antes el colegio de los jesuitas. Qué lento va el muy cabrón, debe de tener más de ochenta años, pero estos viejos de ahora no se mueren ni a tiros, ni las bombas los matan. Lo sigue muy despacio por la calle Nueva, llena de gente a esas horas, con aceras anchas, con portales forrados de mármol y anchos escaparates cuyas luces bastarían para iluminarlo todo, tiendas de lujo, negocios de verdad, incluso joyerías y peleterías con cristales blindados, con maniquíes desnudas de plástico blanco que no llevan encima otra cosa que una estola de visón. Qué precios, qué movimiento, las cochinas bragas de una tía más caras que un kilo de merluza, y los cabrones de los dueños a vivir, a llevarse el dinero con las manos limpias, sin madrugar ni mojarse ni morirse de frío en invierno, sin marearse con la pestilencia de los olores en verano. Tiendas de zapatos, de bolsos, de electrodomésticos, de equipos de sonido, todo nuevo y reluciente y carísimo detrás de los escaparates, sin más olores que los del cuero de los zapatos y los perfumes de las mujeres, porque aquí el dinero no tiene la misma textura pringosa que en el mercado, no se ve, no lo manchan los dedos sucios, no hay que guardarlo y contarlo en cajones inmundos, en cajas registradoras con las teclas tan pegajosas como todo lo demás: aquí el dinero es invisible y no se oyen las monedas, sólo ese ruido que hacen al pasarlas por la máquina las tarjetas de crédito, dinero limpio, mágico, instantáneo, no monedas calentadas en la mano de una vieja temblona ni billetes sudados, dinero electrónico. El viejo dice que todo eso es un engaño, a él que le den un fajo de billetes atados con una goma, como los fajos que llevaban antes los mayoristas de frutas y los tratantes de ganado en carteras hinchadas, sujetas con gomas elásticas que resonaban con un chasquido de opulencia. Como no se fía de los papeles ni de las tarjetas ni de las notificaciones que le manda el banco, y además no entiende nada, el muy bestia, lo primero que hace el día uno de cada mes es ponerse en cola a las siete de la mañana en la puerta de la Caja de Ahorros, como los otros viejos, serán viejos lo que falta en el mundo, todos en la cola, nerviosos, en las mañanas de invierno tapados con boinas y bufandas, con las cartillas de ahorros en la mano, con el carnet de identidad y la tarjeta de pensionista preparados para enseñarlos en la ventanilla, temiendo que les roben, que les engañen los empleados o que la Caja se declare en quiebra, que los atraquen al salir. Retira todo el dinero de la pensión y se lo lleva en billetes tangibles a la casa, y lo guarda en una caja de lata que esconde a su vez debajo de una baldosa en la alacena de su dormitorio, creerá que uno es idiota.
El cura viejo debe de ser igual, va por la calle sin fijarse en nada, sin mirar a las tías que entran y salen de las tiendas con sus bocas pintadas, sus tacones altos y sus bolsas de compra, dejando un rastro de colonia y de tabaco rubio. Pasa alumbrado por los escaparates y sin fijarse ni una sola vez ni en las ropas de las mujeres ni en los televisores y cámaras de vídeo y los vestidos de lujo y los abrigos de pieles, irá rezando el rosario, pero seguro que no, es un cura ateo, decían, va sin sotana el tío, sin alzacuellos siquiera, pero es tan cura como cualquier otro, como el obispo o cardenal o lo que fuera que vino a decir la misa en el funeral por la niña. Había cinco o seis curas en el altar, uno con esos gorros altos que llevan los obispos, y no se cabía en la iglesia de la Trinidad, estaban llenas de gente las escalinatas y la muchedumbre ocupaba toda la plaza, era impresionante verlo esa noche en el último telediario. Habían instalado altavoces en las columnas de los soportales, en la torre del reloj y en el balcón de la comisaría, y grandes plataformas o andamios para las cámaras y los focos de la televisión, que daban una luz más fuerte que la del mediodía del verano. Fue como cuando él era pequeño y transmitieron en directo las procesiones de Semana Santa, todo el mundo en la ciudad reventaba de orgullo, lo grababan en vídeo, hacían gestos y movían las manos delante de las cámaras, mientras pasaban los penitentes y los tronos. Empezó a llover y toda la plaza y las escalinatas de la iglesia se llenaron de paraguas negros, los focos despedían un vapor denso y hacían brillar los hilos de la lluvia, que justo entonces estaba empezando a volver después de años y años de sequía.
Y él allí, entre todo, un paraguas entre el mar de paraguas negros, brillantes como charol bajo la lluvia y los focos, en la plaza resonante de cánticos de iglesia y letanías de curas. Sólo él sabiendo, aunque no recordando, conmovido, casi inocente, igual que todos, atrapado por la misma ondulación universal de congoja, de luto y de rabia vengativa que atravesaba la multitud como una racha violenta de lluvia encima del mar, él desconocido y solo entre los paraguas y la gente, anónimo, cobijado, repitiendo con dificultad las palabras de la misa, la cabeza baja, aprisionado entre los otros, idéntico a ellos, singular en su secreto, en su arrogancia íntima, estrechando la mano de una mujer que lloraba a su lado cuando el cura dijo, «daos fraternalmente la paz». La mujer llevaba en la solapa una de las fotos de la niña que se habían repartido por la ciudad, como estampas piadosas, pero la cara no le traía culpa, ni siquiera recuerdos, no parecía la cara de alguien a quien él hubiera conocido. Él solo y nadie más sabía, nadie en el mundo, en aquella lenta multitud que subió despacio camino del cementerio cuando ya era de noche. Muchos, mujeres sobre todo, sostenían velas de llamas frágiles, sacudidas o apagadas por el viento, como en las procesiones. Sólo él sabía, apacible y lento bajo su paraguas, al paso de los otros, y también impune, invulnerable, igual que ahora, cuando sigue al cura por la calle Nueva, pasado ya el hospital de Santiago, en dirección a la iglesia y a la residencia de los jesuitas, que estaba aislada en el límite de la ciudad hacia el oeste hasta que los curas vendieron la mayor parte de los terrenos a una constructora, bien que se habrán forrado los cabrones, con tanto rezo y penitencia.
Lo sigue ahora desde un poco más lejos, porque en estas aceras hay menos escaparates y casi no circula gente, aquí está más oscuro, como si la noche hubiera llegado antes que a la calle Nueva. Se queda unos metros más atrás aunque sabe que la precaución es innecesaria, más que nada por novelería, por halagarse con su propia astucia, porque el cura no va a verlo, no va a saber ni a imaginar que alguien lo sigue, bastante trabajo tiene con seguir caminando con la barbilla adelantada y la cruz de madera colgándole delante del jersey. Y aunque se volviera y le viera la cara no pensaría nada malo de él, si es que no está tan ciego que ya no puede distinguir los rasgos ni la mirada de una cara. «En la cara se le ve la nobleza», dijo la vecina, él la oyó detrás de la persiana echada. El cura se ha detenido junto a un semáforo, está rojo para él y sin embargo va a cruzar, quizás no distingue la luz o no entiende las señales o anda tan distraído que no se da cuenta de todo el tráfico que hay. Dan ganas de pronto de acercarse a él, tomarlo del brazo y ayudarle a cruzar, permítame, padre, con la voz tan suave, a los viejos se les pone enseguida una sonrisa idiota, siempre quieren un chico bondadoso y servicial que les preste la ayuda de su juventud, el hijo modelo que tuvieron o perdieron o no llegaron a tener nunca, papás o abuelitos o tíos por delegación, por chochez. Pero se queda atrás, y el cura pasa al otro lado de la calle atolondrado y suicida, provocando los bocinazos de un camión, con la prisa que tiene uno y, sin embargo, los viejos…, parece que no existe el tiempo para ellos, hay que temerles cuando se ponen a cruzar, y te descuidas y le das a uno y ya te has buscado una ruina, como si no hubiera bastantes viejos en el mundo, agonizando al sol de los parques o entre las humaredas de tabaco del Hogar del Pensionista, cobrando pagas hasta los cien años, cagándose y meándose sin ninguna vergüenza, comiendo como leones y sin pillar ni un catarro.
Cruza él también, y otro bocinazo muy violento lo estremece, como si lo despertara de un sueño en el que no sabía que hubiera caído, sonámbulo sin darse cuenta, por tantas noches de dormir poco o no dormir nada, por el pelotazo del ron y la excitación nunca mitigada del secreto inviolable. La conductora de un coche lo increpa por la ventanilla abierta, agitando una mano con pulseras y uñas rojas, «pasmado —le dice—, ¿no tienes ojos en la cara?», y él enrojece hasta las raíces del pelo, esta vez sí, colorado como un idiota, le pica el cuerpo entero, la espalda, las ingles, las palmas de las manos, se hinca las uñas en ellas con los dos puños cerrados, una tía tenía que ser, piensa, dice en voz baja mientras alcanza la otra acera, se vuelve para maldecirla y el coche ya ha pasado, pero él ve desde atrás a la mujer todavía furiosa que mueve las manos, y a dos niños de seis o siete años que lo miran con un aire idéntico de indiferencia y de burla, las caras aplastadas contra el cristal trasero, niño y niña con uniforme de colegio de monjas, cómo no, niños pijos, hijos de papá, de médico, seguro, de director de Caja de Ahorros, el coche es un Volvo, seguro que el cabrón que lo compró no tiene que levantarse a las cuatro y trabajar más horas que el reloj para pagar las letras: qué sentiría la tía, tan soberbia, con sus pulseras y sus uñas rojas, si el niño o la niña bajaran a la calle y tardaran en volver, si no volvieran nunca.
Pero ya no ve al cura, se irrita, lo distingue de lejos, oscuro y encorvado bajo las últimas farolas de la ciudad, junto a la verja de la iglesia. Aviva el paso, todavía rojo, con el picor en la cara, las señales de las uñas en las palmas de las manos, otro vuelco del corazón, el cura ha entrado a la iglesia por una puerta lateral, y si continúa siguiéndolo, qué pasa, cualquiera puede entrar en una iglesia, un joven cristiano, cruza el pasillo central y se inclina ante el altar mayor, y mientras tanto el cura se ha sentado en el interior de un confesonario, a quién esperará en la iglesia vacía. No puede verlo, hay una cortina y una celosía, un olor a velas, a terciopelo y a incienso: y si se acerca ahora, si se arrodilla a un costado del confesonario, junto a la celosía, si dice ave maría purísima con la voz tan suave y a continuación se lo cuenta todo, palabra por palabra, con todos los detalles, los que no sabe nadie porque la policía no los ha divulgado, no para pedir perdón, sino para que alguien más lo sepa y no pueda decir nada ni hacer nada, los curas tienen prohibido divulgar lo que oyen en la confesión. Y además éste, cuando apartara la cortina o saliera del otro lado de la celosía, no iba a encontrar a nadie en toda la iglesia, la voz que había escuchado sería la de un fantasma o la de un sueño. Entra en la iglesia, poco iluminada, desierta, su imaginación lo precede y lo aturde y le parece que los pasos que aún no ha dado ya está recordándolos y son irreparables, cruza el pasillo central, se arrodilla un instante, se lleva la mano a la frente y a los labios, aunque no se acuerda bien de la señal de la cruz, luego recorre uno por uno los confesonarios vacíos. El cura está en el último, lo ha oído toser, como cuando iba a confesarse de niño, quizás lo ha visto entrar en la iglesia y escucha ahora sus pasos, pero no puede oír los golpes del corazón, las oleadas de la sangre en las sienes. Va a acercarse, un gesto más, una palabra, y algo que no existía empezará inconteniblemente a suceder, pero se detiene, justo en el filo, como a punto de tocar un cable de alta tensión, de hundir un milímetro más en la piel el filo o la punta de la navaja, las uñas, retrocede, sale de nuevo a la calle y otra vez ha empezado la cabrona de la lluvia, el viento del oeste empuja contra sus piernas un remolino de hojas pardas y empapadas que esa misma tarde han empezado a caerse de todos los plátanos de la ciudad.