Ahora se arrepentía vagamente de haber aceptado, pero ya no quedaba remedio, el coche de la maestra circulaba por una calle fea y confusa del norte de la ciudad, desconocida para él, y enseguida desembocó en un cruce iluminado por las luces blancas y rojas de una gasolinera. De pronto parecía que era muy tarde y que se encontraban muy lejos. Había muchos signos e indicadores de tráfico, y Susana adelantaba la cara sobre el volante para orientarse entre ellos, buscando mientras tanto una emisora en la radio, y luego una cinta de música en la guantera, donde había un desorden de documentos, cintas sueltas, cassettes vacías y gamuzas usadas de limpiar los cristales. Sonriente, nerviosa, se volvía unos segundos para mirar al inspector con gesto de disculpa, era un desastre, le dijo, para orientarse en el tráfico y para poner orden en sus cosas, más ahora, que llevaba meses sin compartir el coche con nadie, se cayeron unas cintas mezcladas con cajas vacías y al ir a recobrar una apoyó accidentalmente la mano derecha que tanteaba en la rodilla del inspector, notando enseguida la contracción muscular, la rigidez automática bajo la tela del pantalón, en la nuca del hombre que no se apoyaba del todo en el respaldo y mantenía la misma actitud de visita formal que un rato antes, en la casa de los padres de Fátima. Encajó por fin una cinta en el radiocassette, y en ese momento cambió al verde el semáforo donde estaban parados, de modo que la música empezó a sonar al mismo tiempo que el coche avanzaba más rápido, ahora por una carretera entre descampados, desde la que se veían a lo lejos, resaltando contra el cielo azul marino, algunas de las torres iluminadas de la ciudad. No se le había ocurrido preguntarle al inspector qué clase de música le gustaba, imaginando tal vez que no tenía mucho aspecto de que le gustara ninguna. Aceleró con alivio por la carretera despejada mientras agradecía, en la dificultad del silencio, la voz sedosa de Ella Fitzgerald en una balada que a ella le gustaba mucho, y que parecía singularmente apropiada para la quietud lunar de la noche, Moonlight in Vermont. Aún no había perdido aquella disposición de su primera juventud a encontrar una correspondencia entre los instantes de su vida y las canciones que más le gustaban: la música tan lenta, en la velocidad del coche, le traía lo mismo que estaba viendo con sus ojos, la luna alta y blanca y rodeada por un cerco de gasa en el aire limpio después de la lluvia, el brillo de laca del aire azul oscuro.
—No puedo entender que siga llamando —dijo—. Que no le baste con haber matado a la niña.
—No creo que sea él —dijo el inspector, mirando al frente, a la claridad de los faros.
—¿Cómo puede haber alguien tan cruel? ¿Cómo puede uno marcar fríamente un teléfono sabiendo que va a torturar a unas personas que ya están deshechas?
—Les gusta el teléfono. No corren ningún peligro y pueden disfrutar del miedo que provocan en otros.
Se acordaba de otro comedor, de otras llamadas repetidas cada día, a cualquier hora, en mitad del sueño de la madrugada. En los últimos tiempos, en Bilbao, cada vez que sonaba el teléfono su mujer empezaba a temblar. Un día la sorprendieron los timbrazos llevando en las manos una bandeja con tazas y vasos, y el cristal, la porcelana y las cucharillas tintineaban como sacudidos por un terremoto, durante el tiempo eterno en que se repetían los timbrazos y él cruzaba la habitación y extendía las manos hacia la bandeja justo cuando caía al suelo entre los pies de los dos y se rompían con estallidos secos los vasos y las tazas, mientras ella seguía temblando y miraba hacia el suelo tapándose la boca, sin darse cuenta de que ya no oía el teléfono.
Acordarse de ella acentuaba el desasosiego íntimo del arrepentimiento, la incomodidad de encontrarse en una situación inusual que lo desconcertaba mucho, y de la que ya no iba a salir al menos en dos o tres horas. Le había faltado entereza para decir que no a la invitación de la maestra, aunque estaba muy cansado y le apetecía irse a la cama con un valium y dormir toda la noche. Ahora, muy hondo dentro de él, aparte de su inhabilidad absoluta para mantener una conversación fluida que no tuviera que ver con su trabajo, notaba la irritación egoísta de quien se ha acostumbrado a los horarios rígidos y a no tratar con nadie y no tiene ya paciencia para las ficciones de la sociabilidad ni acepta con agrado el menor trastorno de su monotonía.
—Pensaba que no iba a aceptar —dijo Susana.
—¿Cómo dice? —Se quedaba absorto, mirando las luces de los coches que venían de frente, volvía a oír la voz que nombraba a Fátima en el teléfono, las otras voces que murmuraban amenazas de muerte a las cuatro de la madrugada.
—Que me iba a decir que no cuando le invitara a cenar.
El inspector la miró un instante y apartó enseguida los ojos, fijos de nuevo en la carretera. Habría podido decir que no si ella le hubiera dado tiempo, pero actuó muy rápido y lo tomó por sorpresa, sabiendo perfectamente que hasta un cierto punto lo forzaba a aceptar. Habían bajado callados en el ascensor, y al inspector se le hizo raro pensar que una parte de los hechos sobre los que se venía interrogando tan obsesivamente a sí mismo en los últimos tiempos había tenido su arranque y su escenario justo allí, en esa misma cabina de paredes metálicas a la que Fátima había subido tantas veces. En el mismo lugar donde él apoyaba ahora la mano, junto al panel con los números de los pisos, habían estado las manchas de sangre de los dedos del asesino; allí mismo le habría mostrado a Fátima una navaja, le habría tapado la boca con la mano, sofocándole la respiración. «Las cosas en las que piensa mucho uno le acaban pareciendo inventadas», le dijo luego a Susana, y ella le contestó: «Las cosas y las personas. Cuando yo me enamoraba de alguien me acordaba tanto de él y le daba tantas vueltas a la imaginación que lo veía otra vez y me costaba reconocerlo».
Pero aún no eran capaces de hablar de sí mismos con un poco de desenvoltura. En el ascensor a los dos los entorpecían la proximidad y el silencio, y casi no tenían nada más en común que el alivio de haber salido de la casa de Fátima, el piso angosto de trabajadores pobres, con demasiados muebles y cosas, enrarecido por el luto, por la falta de aire tras los balcones cerrados, el sufrimiento sin consuelo, la destilación lenta del rencor. Salieron al portal y estaba a oscuras, con una sugestión de abandono y peligro que ya parecía haber estado allí antes de que Fátima lo cruzara empujada o conducida por su asesino, que le pasaba una mano por encima del hombro y le apretaba la nuca.
Tardaron un poco en dar con la luz del portal, y al encenderla se encontró cada uno con los ojos del otro, con un exceso involuntario de intensidad que a los dos les resultó embarazoso. Nada es más difícil que aprender a mirar a alguien, a ser mirado de cerca por otro. Antes de salir a la calle Susana se abrochó hasta el cuello la trenca, se puso unos guantes de lana y hundió las manos en los grandes bolsillos, habituada al invierno, al frío de aquella ciudad alta e interior, preparada para resistirlo. En la acera, el inspector trataba de pensar con rapidez en una fórmula correcta de despedida cuando Susana le dijo que por qué no tomaban algo juntos, con cierta brusquedad, como quien llevaba un rato pensando en lo que acaba de decir.
«Podíamos ir a algún bar cerca de aquí», dijo un poco aturdidamente el inspector. Conocía palmo a palmo la calle, incluso en la oscuridad, se sabía de memoria el aspecto de cada uno de los portales y las tiendas, ahora con los cierres echados, hostiles a la noche invernal, asegurados con alarmas y cerrojos contra el miedo. Frente a ellos, con las luces del escaparate apagadas, estaba la papelería donde Fátima había comprado la cartulina y la caja de ceras, un comercio muy modesto y nada próspero, sin mucho lustre, como casi todos los del barrio, portales de pequeños talleres y de negocios ínfimos. Lo ponía enfermo la calle, le acentuaba físicamente la desesperación contra sí mismo por no haber hecho nada útil todavía ni haberse aproximado tal vez ni un solo paso a la verdad.
—Los bares de aquí son muy deprimentes —dijo Susana, señalando el pequeño bar de la esquina, que tenía una luz insalubre, y del que procedía, a través del tubo de la ventilación, una pestilencia densa de frituras; luego añadió, muy rápido, igual que antes, para no conceder el tiempo de una negativa—: Tengo el coche aquí cerca, si quiere le invito a cenar en un sitio que descubrí hace poco. Le va a gustar, es un antiguo cortijo en la orilla del río.
Echó a andar, abrigada y enérgica, entre los coches aparcados. Sin convicción, aunque no del todo sin halago, el inspector la siguió, después de mirar furtivamente su reloj. No era demasiado tarde, sólo las ocho, pero habían pasado tantas horas en la casa de Fátima y anochecía tan pronto que tenía la sensación desoladora de que era de noche desde hacía mucho tiempo, como en un país boreal. Algunas noches, hacia las ocho y media, después de la cena en el comedor del sanatorio, su mujer obtenía permiso para llamarlo por teléfono desde su habitación.
—Qué barrios —dijo Susana—. Cuando yo llegué no existía ninguno de estos bloques. Todo esto eran descampados y huertas, yo los veía desde la ventana de mi clase. Es prodigioso cómo consiguieron hacer que todo fuera horrible.
Era verdad, aunque el inspector no lo había pensado hasta ese momento. Podrían encontrarse en un barrio periférico de Bilbao, o de cualquier otra ciudad, con muros de ladrillo sucio y ropa tendida en pequeñas terrazas, garajes y aceras rotas, bares de claridad grasienta, garabatos de spray. Pero ése había sido el espacio de la vida de Fátima, el posible paraíso de sus caminatas hacia la escuela, de sus juegos con otras niñas en las escaleras de los portales y sus visitas a la papelería y a las tiendas, apretando muy fuerte una moneda en la mano, llevando una lista de cosas escrita prolijamente por ella misma. Allí estuvieron, desbaratados ahora por la muerte, los itinerarios misteriosos que dibuja la mirada infantil en los mismos lugares donde los adultos sólo ven la monotonía y la fealdad de sus vidas.
—Un verdadero restaurante —dijo Susana, mientras buscaba en el bolso las llaves del coche—. Con manteles de hilo y carta de vinos, ¿no puede imaginárselo?
En sus tiempos de peor aflicción había aprendido algo sobre sí misma: que su capacidad de revivir y de salvarse del dolor dependía mucho de sensaciones físicas y de experiencias materiales, no tanto de ideas o propósitos, demasiado abstractos siempre para inspirarle confianza. No podía cuidar su alma si no cuidaba sus manos o su piel, y lo que a veces le devolvía las ganas de vivir era el tacto de un tejido gustoso o de una copa de cristal, la adquisición, en un anticuario, de una mecedora de madera bruñida. Dependía, para sus estados de ánimo, de la porcelana de las tazas del desayuno, de la calidad del pan y del aceite con que se hacía una tostada y del sabor del zumo de naranja. La desolación moral siempre tenía para ella una evidencia física. Igual que cuando estaba embarazada y su organismo le exigía con toda urgencia que tomara algo dulce para no desvanecerse, un pastel o unos bombones, esa noche sentía la necesidad de cenar bien para salvarse del recuerdo agobiante del piso y de los padres de Fátima, para curarse de la repugnancia que le había dejado la voz oscura que repetía en el teléfono el nombre de la niña.
Dijo que siempre se le extraviaban las llaves del coche: sacaba cosas del bolso y las dejaba sobre el techo del Opel Corsa blanco, racimos de llaves de su casa y de la escuela, paquetes de kleenex y de tabaco, cajas de cerillas de cocina, una cartilla de ahorros, una tarjeta de crédito, el estuche de las gafas, recibos viejos de cajero automático. Las encontró por fin, abrió el coche, volvió a guardarlo todo en el bolso, se quitó la trenca antes de sentarse, y de pronto pareció menos fornida y más joven, con su jersey de lana gruesa, sus pantalones de pana y sus botas de invierno. Para conducir se puso las gafas, y adquirió enseguida, de perfil, la fuerte barbilla sobresaliendo justo del cuello alto del jersey, una inmediata severidad práctica, confirmada por la eficacia terminante con que sus manos desbloquearon el dispositivo de seguridad del volante y empezaron a manejarlo.
—Ese anorak suyo —dijo, mientras maniobraba el coche marcha atrás para salir a la calzada—. Enseguida me fijé en él.
—No me diga. —El inspector se sentía algo inseguro, como si le rondara el ridículo o la fragilidad de lo furtivo, sentado en un coche que él no conducía junto a una mujer que no era la suya ni tampoco una de aquellas conquistas de erotismo alcohólico que le habían deparado algunas noches no tan lejanas ni tan fáciles de borrar como él hubiera querido. Su asiento estaba además muy cerca del salpicadero, y él llevaba las piernas encogidas y no acertaba a tantear el mecanismo que lo haría retroceder. «La palanca está a su derecha, debajo del asiento», dijo Susana, mirándolo un instante: que hubiera adivinado su pensamiento le hacía sentirse un poco más ridículo. Encontró la palanca y con intenso alivio supo manejarla. Respiró profundamente, aunque con sigilo, extendió las piernas pero no llegó a apoyar la nuca en el respaldo.
—Ese anorak es la clase de ropa que nadie lleva aquí —continuó Susana—. Tan recia, tan de invierno, de un clima menos africano y con un nivel de vida más alto. Así que nada más verlo a usted en el patio de la escuela pensé: viene del norte, del País Vasco o de Santander.
—He vivido bastantes años en Bilbao. Me dieron el traslado a principios del verano.
—¿Le gustaba?
—Qué pregunta —dijo el inspector. A un policía destinado allí no era muy frecuente que se la hicieran, tal vez porque nadie la consideraba necesaria. Pero él mismo quedó un tanto asombrado de la convicción de su respuesta—: Sí que me gustaba, aunque le parezca mentira.
Ahora que ya no estaba en el norte comprendía que se había acostumbrado muy hondamente a algunas cosas, a las monotonías y a los matices de los paisajes y del clima, a la proximidad del Cantábrico y a los colores suavizados por la niebla, lavados por la humedad, mucho menos rotundos que en el sur, donde todo, cuando llegó, había sido de una nitidez hiriente, cegadora, sin gradaciones de tonalidad ni de sombra: el color pardo o calizo de la tierra desnuda, los azules y blancos tan excesivos en el cielo del mediodía como en la cal de las paredes, la crudeza con que de pronto aparecían las cosas en aquellos paisajes nunca del todo ajenos al desierto, un árbol, una casa de campo, una roca, incluso un río, no los ríos brumosos del norte, con las orillas difuminadas por la vegetación, sino corrientes menguadas por años de sequía y discurriendo entre laderas de una desnudez mineral.
—¿Pasaba mucho miedo? —Era una mujer que no se detenía ante ninguna pregunta. Mostraba una mezcla desconcertante de cortesía extrema y de curiosidad, una deferencia innata hacia las experiencias y las vidas de quienes trataban con ella. Se daba cuenta de que casi todas las personas desconfían si alguien da señales de curiosidad hacia ellas, y de que muy pocas tienen la generosidad necesaria como para prestar atención a las vidas de los otros.
—Mucho. Siempre estaba esperando que me ocurriera algo. Salía de casa por la mañana y pensaba que quizás ya no volvería esa noche.
—¿No se llegaba a acostumbrar?
—Claro que sí. La gente se acostumbra a lo peor. A vivir con una enfermedad o con las piernas cortadas, a estar siempre temiendo morir. Hasta los padres de Fátima se acostumbrarán.
—¿Y su mujer?
—¿Cómo dice?
—Su mujer. —Susana indicó el anillo de casado en la mano izquierda del inspector—. ¿Se acostumbró ella?
El inspector enrojeció, aunque no creía que Susana hubiera podido advertirlo: conducía muy atenta a la carretera, pero volvía constantemente la cara hacia él, en rápidas indagaciones sobre su expresión o sus gestos, que le parecían a la vez neutros y muy reveladores, sometidos a un exceso de tensión que se quebraría sin remedio más de lo que él deseara, incluso de lo que percibiera él mismo.
—Tuvo una crisis nerviosa muy fuerte casi cuando ya nos veníamos. —Al inspector le desagradaba mucho hablar de su mujer, en gran parte porque no sabía cómo hacerlo, cuál era el tono adecuado para explicarse ante una casi desconocida que lo llevaba en su coche, que lo había invitado a cenar: al mismo tiempo se sentía torpe con una y desleal hacia otra, se arrepentía amargamente de haber aceptado, añoraba la tranquila seguridad, la soledad y el tedio de su casa—. Ahora está ingresada en un sanatorio. Me dicen que saldrá pronto. En realidad me lo vienen diciendo desde que ingresó.
—La echa mucho de menos.
No había preguntado: afirmaba. Pero el inspector, si se hubiera atrevido a decir la verdad, no habría contestado que sí. Quería que volviera, y no sólo del sanatorio, sino del túnel de desolación y mutismo en el que llevaba tanto tiempo sumida, pero no podía decir que añorara su presencia junto a él, que sintiera su falta en la casa al volver del trabajo. A nadie le podía decir que muchas veces había pensado dejarla, no porque deseara a otra mujer, a otras, sino simplemente porque no la quería, porque hubiera preferido estar solo, sin el continuo agobio de pensar que ella estaba esperándolo cuando tardaba, que estaba sufriendo cada gesto suyo de despego y frialdad: no era verdad que uno pudiera acostumbrarse a todo, ella no lo había logrado, después de tantos años.
—Mire la luna —dijo Susana: se habían quedado los dos en silencio. Frente a ellos, por encima del valle ondulado de olivares y de la silueta negra de la sierra, la media luna blanca permanecía inclinada e inmóvil como un globo, cercada por una incandescencia fría que apagaba a su alrededor el brillo de las constelaciones—. Qué alta está. ¿Conoce esa canción? Qué alta está la luna. Creo que va a sonar de un momento a otro. Marcel Proust creía de pequeño que todos los libros trataban de la luna. A mí me pasa eso con las canciones. Casi todas las que más me gustan tienen que ver con ella.
—Está en cuarto creciente.
—Yo eso nunca lo sé. ¿Cómo puede estar seguro?
—Un cura me lo explicó hace muchos años y no se me ha olvidado. La luna es embustera, me decía. Cuando tiene forma de C, no está en cuarto creciente. Lo está cuando parece una D mayúscula. Cada vez que la miro me acuerdo de eso.
A Susana le estaba pareciendo que la voz de Ella Fitzgerald era demasiado triste y buscó otra música que le avivara el ánimo, una cinta de Paul Simon, Graceland, que siempre había tenido sobre ella un efecto infalible. No hablaban ahora, hipnotizados los dos por las claridades y las sombras del paisaje nocturno, la tierra pálida, recién empapada por las lluvias, y las copas de los olivos repitiéndose con la misma exactitud de metrónomo de los postes telefónicos. La claridad de la luna exageraba y volvía más próximos los volúmenes azulados de la sierra, resaltando las manchas blancas de los pueblos en sus estribaciones, con su parpadeo de luces amarillas. No hablaban, cada uno atento al otro y receloso de él, buscando palabras, dejándose llevar por el impulso del coche y por el magnetismo de la música en el espacio sellado. Susana observó que el inspector había apoyado por fin la nuca en el respaldo. Con la mano izquierda se daba golpes callados en la rodilla, llevando el ritmo, no sin cierta habilidad que ella también anotó.
—¿Le gusta esta música?
—Me gusta mucho oírla así, de noche, en una carretera vacía.
—Yo me escapo con ella. Cuando estoy muy quemada de la ciudad y ya no me consuela leer libros ni oír discos arranco el coche al anochecer y me voy a cualquier parte, huyo, me imagino que estoy viajando muy lejos. Veo las luces de uno de esos pueblos y conduzco hacia ellas, con la música bien alta, y cuando llego la cinta se ha acabado, veo el pueblo, se me cae el alma a los pies y vuelvo por donde había venido, pensando que mi vida aún podía haber sido peor si me hubieran destinado a ese lugar. Pero así descubro algunos sitios que me gustan mucho: el restaurante del cortijo lo encontré el verano pasado. Me invité a mí misma a cenar y no me bebí entera la botella de vino porque me dio corte salir luego sola y dando algún traspié.
Habían llegado a un puente sobre el río, que bajaba ancho y lento, crecido por la lluvia reciente, con relumbres de fósforo bajo la claridad lunar. Venía un coche de frente y Susana tuvo que esperar a que pasara. «Ya llegamos», dijo, indicando un edificio justo al otro lado, con tejados desiguales y muros altos que caían a pico sobre las barrancas. Río abajo discurría una línea de ferrocarril. A esa distancia, en mitad de la noche, arriba, sobre la ladera densa de cañaverales y retamas, el lugar tenía para la imaginación de Susana una sugerencia de castillo cerrado al que se llega después de un largo viaje, en otro país, a una distancia que no medían los kilómetros. Era restaurante y también hospedería, le dijo al inspector mientras estacionaba el coche, al filo de un bosquecillo de almendros, en el espacio empedrado que había frente al portalón de entrada. Había unos cuantos coches más, y en cuanto caminaron hacia la casa les llegó del interior una sonoridad amortiguada y alentadora de voces y cubiertos.
—Mire qué nombre tiene —dijo Susana, deteniéndose frente al arco de la puerta, ya excitada por la inminencia de la cena, de las copas de cristal sonoro y los cubiertos de plata, de la delicia del primer sorbo de vino tinto—. «La Isla de Cuba». Yo creo que es lo que más me gustó la primera vez que estuve aquí. Les pregunté a los camareros, pero ninguno sabía el motivo del nombre. Mire la ciudad, cómo se ve desde aquí. Ella sí que parece una isla.
Antes de entrar al restaurante el inspector siguió la dirección que le indicaba la mano extendida de Susana, y compartió entonces con ella, sin saberlo, la sensación de haber huido muy lejos en no más de media hora, en el tiempo de unas cuantas canciones. Vio la colina oscura, la línea de la muralla, las luces remotas de los miradores, y le pareció por un instante que estaba viendo una ciudad a la que no había ido nunca, o a la que nunca había llegado a regresar. Pero no olvidaba, ni siquiera en ese momento, como no se olvida un enfermo crónico del dolor que lo lacera, o un obsesivo de su monomanía, no se olvidaba de que en ese lugar tan abstracto como el dibujo sin nombre de una ciudad nocturna, en alguna parte, caminando por una calle o escondido en una habitación, iluminado por la misma luna, mirando el fútbol en la barra de un bar, estaba esperándolo alguien a quien aún no había visto, a quien reconocería en cuanto lo tuviera delante de sus ojos.