15

Lo siente ahora, ha empezado a sentirlo y no se daba cuenta aún, ha sentido, con el primer trago, el dulce fuego en la garganta y en el estómago, el primer golpe de aturdimiento, el sabor luego en el paladar, mezclado con la saliva, diluido en ella, pero eso, el primer efecto del anís, su dulzura ahora expandiéndose por todo el cuerpo como la sangre por las venas, no es lo que más le importa, ni lo que siente con más fuerza. Es una sensación de vértigo, de peligro, pero también de seguridad, una cosa cálida que crece en su estómago y le sube hacia la garganta mientras mira alrededor suyo el espectáculo turbulento y monótono de todos los días, los vendedores en los puestos, detrás de las pilas de verduras o de fruta, de la abundancia obscena de los pescados y las carnes, el ruido de las voces de las mujeres, los gritos de los descargadores, los alaridos tremendos de las pescaderas. Es un poder, una potestad, la conciencia exacta y secreta de lo que lleva escondido en el bolsillo derecho del pantalón vaquero, oculto pero abultando un poco, porque el pantalón era muy ceñido. Le basta, acodado en la barra del bar, frente a la copa de anís seco que acaba de pedir, y que deberá beberse en dos tragos, en menos de un minuto, antes de que noten su falta, con deslizar su mano derecha por el costado y tocar la dureza, la intuición fulgurante del metal saltando con una velocidad y un sigilo de resortes de acero, un relámpago en la mano derecha, en los dedos sucios, húmedos, tan impregnados de olor que ya huele también como ellos el cristal de la copa, todo se contamina, se contagia enseguida, se pudre, sólo el aroma del anís es lo bastante fuerte como para borrar la pestilencia, aunque sea unos segundos, durante el gesto de ebriedad y delicia de apurar la copa echando hacia atrás la cabeza. Con el dedo índice reconoce la forma de la navaja cerrada en el bolsillo, y ahora nota que el corazón le ha empezado a latir más fuerte, que se le queda seca la boca, saliva y anís diluido en ella, el sabor del alcohol parecido en su crudeza al sabor de la sangre, la herida del filo en la palma de la mano, muy leve, invisible al principio, luego convirtiéndose en una línea rojo claro de la que brotaba la sangre con una fluidez inesperada, sin que él hubiera sentido el dolor ni la profundidad del corte: había sido el mismo temblor, la misma urgencia, la navaja abierta en la mano y la palma cerrándose en torno a ella con una fuerza a la que era muy fácil abandonarse, como al efecto del primer trago crudo de anís o de whisky o al impulso de salir a la calle a mirar y a buscar y la tentación y el vértigo impune de detenerse junto a un portal, al lado de un panel de porteros automáticos, detenerse y elegir al azar un timbre y pulsarlo con el dedo índice, el corazón palpitando, la espalda apoyada en la puerta de cristales, con un aire perfectamente casual, el dedo índice de una mano tocando en los llamadores de los pisos y las yemas de los dedos de la otra rozando el bulto escondido en el bolsillo, conteniendo las ganas de deslizarse hacia la bragueta tensa de los vaqueros, un deseo urgente, irremediable, tan fuerte que se convertía en una presión en las sienes y en un principio de sudor, como cuando se ha bebido a una temperatura calurosa, al salir del trabajo, en el mediodía incandescente del verano. Los ojos espiando, a la derecha y a la izquierda, mientras se vuelve a llamar y se espera a que alguien conteste, pero no hay peligro, siempre hay gente que llama a los porteros automáticos, mensajeros, empleados de tiendas, vecinos que han olvidado las llaves. Y sin embargo el peligro forma parte de la tentación, es el peligro lo que ha sentido nada más beber el primer trago de anís, a media mañana, en el bar del mercado. El camarero tiene la cara vuelta hacia el televisor, y el ruido del programa matinal que lo tiene tan absorto se mezcla con el rumor de pasos y de gritos de la gente amplificado por las grandes bóvedas con vigas de metal. Un trago, un pelotazo, menos de un minuto, nadie se entera, y si se enteran qué, bastante trabaja uno para que se forren otros. Ahora, siempre que mira un televisor encendido, se acuerda de cuando vio en las noticias la cara de la niña, y aunque sabe que es imposible imagina que cualquier día puede ver su propia cara, y al pasar junto a las tiendas de electrodomésticos de la calle Nueva siempre mira con recelo los televisores encendidos de los escaparates, uno tras otro, las imágenes moviéndose en silencio, idénticas o multiplicadas, la locutora de un telediario, un paisaje africano con animales salvajes, una de esas telenovelas de después de comer que están viendo siempre su padre y su madre. Y de pronto la niña, desconocida, con otro peinado, con una cara sonriente, no estaba seguro de haber sabido quién era si no hubiesen dicho su nombre, si no hubiesen mostrado después las imágenes del terraplén, la zanja, las agujas de los pinos, la cartulina azul atada con una goma que la niña no había soltado a lo largo de todo el camino, a través de toda la ciudad, la mano derecha apretándole el hombro y sintiendo la forma frágil de los huesos debajo de las yemas de los dedos, el temblor en las sienes, el fuego en el estómago, como un primer trago de whisky o de anís después de muchas horas de ayuno, esa tarde había tomado un par de ellos. Había tomado un primer whisky, Doble W con hielo, sentado en el taburete, el bulto presionándole sobre el muslo, en el bolsillo derecho del pantalón demasiado apretado, pero nadie podía saber lo que guardaba allí, y aunque se supiera, qué importaba, uno tiene derecho a llevar una navaja, el mismo derecho exactamente que a tomarse un whisky con hielo y pedir otro más o a caminar por la calle buscando lo que nadie más sabe, nadie va a decirle a uno nada por llamar a un portero automático o por entrar a un portal y mirar los nombres de los buzones, nadie puede notar el temblor en las manos, la presión en las sienes, el fuego en el estómago, la presión violenta en la entrepierna, bajo la tela tan basta y apretada de los vaqueros, el instante de vértigo en que una mujer o una niña va a entrar en el ascensor y él sostiene la puerta y entra también, rápido, sonriente, callado, con el aire de ausencia y disculpa que suele ponerse en los ascensores, tan cerca de los otros, de los desconocidos, en la caja cerrada, en la celda sin salida que asciende, que puede ser detenida con un simple gesto del dedo índice, un segundo antes de que la otra persona salga de su ensimismamiento y mire de otro modo, sin alarma todavía, sin miedo, tan sólo con extrañeza, durante unas décimas de segundo, antes de ver la mancha de sangre en la palma de la mano, antes de oír el chasquido de la navaja al salir del bolsillo derecho del pantalón, tan ajustado que hay que hundir en él los dedos con cierta dificultad para atraparla. Traga saliva, ha apretado demasiado los dientes y ahora al sabor de la saliva y del anís desleído en ella se mezcla el de la sangre, igual que se le mezcla la intensidad del recuerdo y la del vaticinio, el impulso que no quiere o no sabe contener, la tentación de llegar al filo, de no traspasarlo, de seguir a una chica joven o a una niña hasta el ascensor y en el último momento hacer como que echa a andar hacia la escalera, la voluptuosidad de detener las cosas en el punto justo de máxima tensión, de ir aproximándose a ellas y no llegar nunca, un perdón secreto, la suspensión en el último instante de una condena inapelable que sin embargo era desconocida por quien casi había llegado a sufrirla.

Pero nadie lo sabe, parece mentira, da risa, todos buscando, los periodistas y los policías, todos esos gilipollas venidos de Madrid y de Sevilla y dicen que hasta del extranjero, acampados en la plaza, debajo de la estatua, con sus cámaras y sus trípodes y sus antenas parabólicas, corriendo hacia la puerta de la comisaría cuando va a salir alguien, el comisario o inspector del pelo gris que apareció luego un momento en el telediario, enseguida apartó la cara y le dio un empujón al tío de la cámara, se oyeron gritos y las imágenes oscilaban. De modo que era ése el detective, pero en España no se llaman detectives, aunque se ve que son igual de imbéciles, pues no va el tío y dice en el periódico que tiene una pista, no, un perfil, eso dijo, él se acerca a la plaza tan tranquilo, rozando con disimulo el bulto de la navaja en el pantalón, y cuando pasa entre los periodistas piensa, cabrones, si supierais, si yo os contara lo que no sabe nadie más que yo, nadie en el mundo, tan listos que sois todos, tan decididos, se nota que vienen de la capital, arrasando, con malos modos, las mujeres sobre todo, hasta la rubia que presenta un programa por las noches, lo hizo en directo desde la plaza, hablando al pie de la torre del reloj, media ciudad estaba viéndolo en la televisión y la otra media había acudido a ver en persona a la rubia tan multitudinariamente como en las procesiones del viernes santo, aplastándose los unos contra los otros detrás de las vallas custodiadas por la policía. Era muy de noche, había empezado a lloviznar y los focos echaban humo y provocaban una claridad blanca intolerable, y la presentadora rubia, más pintada que una puta, la cara blanca de polvos y cremas, hablaba debajo de un paraguas. «En esta ciudad histórica —dijo—, en esta joya del renacimiento», y a la mañana siguiente las mujeres en el mercado charloteaban como locas, excitadas, más gritonas todavía que en los días normales. Ya hasta se les había olvidado la muerta, de la que hablaban era de la otra, la presentadora rubia, rubia teñida, desde luego, teñida y operada, que se había saltado luego los precintos de la policía y había estado transmitiendo desde el mismo sitio en el que apareció la muerta. Se veía todo, decían las mujeres, contándose las unas a las otras lo mismo que todas habían visto, los jardines de la Cava, la pared del cine abandonado, los pinos y la zanja. También lo había visto él, junto a los dos viejos, qué remedio, los tres sentados a la mesa camilla, la vieja llorando y el padre murmurando por lo bajo como si masticara o mordiera, «ése no paga ni con la muerte —decía—, a ése hay que cortarle los cojones y que se desangre, muerto y matado, y que lo entierren en un muladar, que yo no quiero tenerlo cerca cuando me lleven al cementerio».

Masticaba o mordía, se quitaba la dentadura postiza y la dejaba en la mesa, las encías rosas y los dientes sucios de pizcas de comida, encima del hule viejo que él llevaba viendo desde que tenía memoria, el muy puerco, no le ajustaba bien la dentadura y se la iba dejando siempre por ahí, en cualquier sitio, y también el vaso de plástico donde la ponía en remojo, que ni siquiera era un vaso, sino una botella de agua mineral cortada por la mitad, el muy rata, se había entretenido él mismo en cortarla con las tijeras, haciendo ese ruido que hacía con los bronquios o los pulmones. No quiere gastar nada, no se fía de nadie, está siempre mirando y repasando la cartilla de ahorros y las cuentas de la luz, del agua y del teléfono, y qué manera de comer, el ruido de la boca y el de la laringe o los bronquios o lo que quiera que tenga ahí adentro, un cáncer, quién sabe, como aquel vecino que había antes en el callejón, hace muchos años. Lo operaron y le sacaron algo, el guajerro, decían los muy bestias, hablaban de la gente como de los animales, le sacaron algo de la garganta y ya no podía hablar normal, y le quedó un agujero encima del último botón de la camisa. Hablaba llevándose un micrófono a aquel agujero, movía los labios pero las palabras no le salían por la boca, y la voz metálica daba todavía más miedo que el agujero negro en la garganta, daba mucho asco y era imposible apartar los ojos de él, de ese hueco moviéndose entre la piel arrugada. Ya no se acuerda de cómo se llamaba aquel vecino, que murió hace muchos años, no como éstos, que van a durar siempre, porque ahora los viejos no se mueren ni a los cien años, pueden durar veinte o treinta años cagándose y meándose encima, y cualquiera los mete a éstos en una residencia. El viejo lo está diciendo siempre, que él se muere en su casa y en su cama, pues nada, que se muera como le dé la gana, pero que no dé más por culo. Por ahora todavía se valen, pero dentro de cuatro o cinco años cualquiera sabe, aunque tampoco sean tan viejos ninguno de los dos. Pero es que siempre fueron viejos, al menos él no los recuerda jóvenes, ella siempre de negro y con el pelo gris y sucio y él con la boina y la chaqueta de pana, y las camisas abotonadas hasta la nuez con el cerco negro en el cuello, porque sólo se ducha cuando Dios quiere, así que cuando se sienta a la mesa no sólo hay que verlo y que oír su dentadura, sus pulmones o sus bronquios podridos, sino además oler su olor, el olor retestinado de tantos años de trabajo inmundo y el otro, el más reciente, el olor a viejo que no se lava, como si hoy en día no hubiera duchas y cuartos de baño y agua caliente, como si tuviera que lavarse todavía a manotadas en el corral. Pero tampoco quiere gastar butano, hay un escándalo cada vez que él enciende el calentador, parece que la llama azul del gas le estuviera quemando las manos al viejo, prendiéndole fuego a su cartilla de ahorros. Venga, dice, masticando, otra ducha, y además se tirará dos horas metido en el váter. Dice váter siempre, nunca cuarto de baño, los dineros en vez del dinero, y los huesos de la boca en vez de los dientes, y dice hacer de cuerpo y regoldar y paéres en vez de paredes, qué bestia, parece que se hubiera criado en un cortijo, en una cueva de la sierra. Estaba mirando a la presentadora rubia y repetía lo mismo, «ése muerto y matao, al garrote, en medio de la plaza, como antiguamente». Él callaba, si supieran, la cara sobre el plato, mirando de soslayo el televisor, no queriendo mirar hacia la dentadura que tenía tan cerca, sobre el hule agrietado, y la madre lloraba, cuándo no es jueves, lloraba viendo la foto de la niña igual que lloraba en los seriales sudamericanos de después de comer, no había manera de ver la tele con ellos, no entendían nada, protestaban de todo, pero eso sí, no apagaban nunca, desde por la mañana hasta medianoche con el mando a distancia sobre la mesa camilla o en el regazo, como tenían antes las mujeres el rosario. Cuando querían cambiar de canal se equivocaban y lo que hacían era subir mucho el volumen o quitarle del todo el color a las imágenes, un desastre tras otro. Para encender el calentador dejan salir mucho rato el gas, porque no aciertan a prender la cerilla, y la estufa de butano algunas veces la habían apagado soplando la llama, como si fuera lo mismo que apagar un candil en aquellas cortijadas donde se criaron, tan bastos y tan oscuros como los cerdos en las pocilgas y los mulos en las cuadras. Ésa es otra palabra que el padre no dice, cerdo, dice siempre marrano, dice es menester en vez de hace falta y botica en lugar de farmacia, y al coñac le llama la coñá, el muy bestia, podían cualquier noche soplar la llama de la estufa en vez de apagarla como las personas y se envenenarían los dos, se atufarían, como dicen ellos, los dos dormidos y luego muertos en el sofá, frente a la tele encendida, los dos con las bocas abiertas y las cabezas echadas hacia atrás. Muertos y matados, si algo sobra en el mundo es gente vieja, uno se parte el espinazo trabajando más horas que el reloj y todo se lo lleva luego el gobierno para pagarles pensiones a los viejos que no se mueren nunca, a los inválidos, a los estudiantes, para que los hijos de papá vayan a las universidades y coman con las manos limpias, sin tener que olérselas con repugnancia y lavárselas veinte veces al día, sin estropeárselas, en vez de ganarse la vida diciendo a todo sí señor y sí señora y levantándose antes que nadie. Pues no decía el viejo, el muy bestia, «ahora más vale un buen oficio que una carrera, tíos con sus carreras de médicos y de ingenieros los he visto yo echando solicitudes para barrer las calles». Y una mierda, ahora lo que más vale es lo que más ha valido siempre, una colocación, fichar a las ocho y a las tres si te he visto no me acuerdo, a tomar cañas con las manos limpias, y hasta mañana, y vacaciones cada dos por tres, como los maestros, y pagas extraordinarias, sin madrugar nunca, sin sufrir el frío del invierno a las tres o a las cuatro de la madrugada, cuando las manos se hielan con el agua fría y se desuellan con cualquier roce, parece que no es nada y de pronto surge en la piel reblandecida una línea roja que es enseguida un borbotón de sangre. A él le da ya lo mismo, claro, al viejo, bien listo que fue, aunque parezca idiota, jubilación anticipada por invalidez, el enfisema o la bronquitis o el cáncer, o eso que tienen los mineros, silicosis, se jubiló antes de tiempo pero es que ya parecía un viejo total, una ruina, como ella, han sido viejos siempre, como la casa y el barrio entero en el que viven, casas viejas y escombros, tienen las mismas caras que sus padres o sus abuelos en una foto que hay colgada sobre el aparador de su dormitorio, pero lo mismo que son viejos desde siempre también van a durar hasta no se sabe cuándo, más que un traje de pana colgado en una percha, dice el viejo, son indestructibles, a no ser que les estalle el calentador o que los asfixie una noche el gas de la bombona, atontándolos poco a poco mientras ven una película sin enterarse de nada y haciendo comentarios enojados o preguntas ineptas, pero entonces quién es el que la ha matado, no era el del bigote el padre de la niña, por qué sale de joven si antes era viejo.

Y no queda más remedio, nada más que aguantarse, irse uno a ver la otra televisión a su cuarto, a repasar vídeos, con el cerrojo bien echado, con el volumen bajo, aunque sea muy tarde, estos dos o no se duermen nunca o están siempre medio adormilados.

Aquella noche abrió con mucho cuidado la puerta al llegar y ni siquiera encendió la luz del portal ni la de la escalera, avanzó muy despacio, tanteando las paredes, el pasamanos de la baranda insegura, al llegar arriba oyó la respiración cancerosa o bronquítica o silicosa del viejo, y cuando ya había cogido ropa limpia y una bolsa de basura donde guardar la que traía sucia y manchada y empujaba la puerta del cuarto de baño escuchó la voz de la madre y casi le da un síncope, pero no de miedo, sino de pura rabia, qué iba a hacer si ella salía y lo miraba. Lo llamó con la voz rara y blanda de cuando no tenía los dientes postizos, como si no estuviera segura de que era él quien había entrado, tan miedosos siempre los dos de los ladrones, dijo, «hay que ver lo tarde que vienes, nos tenías ya muy preocupados». Así que ninguno de los dos estaba durmiendo, porque el padre dijo, como masticando las palabras muy ensalivadas, «viene a estas horas y luego a ver quién lo despierta para que llegue a tiempo a su trabajo»: como si tuvieran que llamarlo, como si él no se levantara a su hora en punto cada día y cumpliera con su obligación sin faltar nunca. Les contestó cualquier cosa, sin disimular el fastidio, el simple desprecio que le provocaban los dos, entró en el cuarto de baño y aseguró el cerrojo que él mismo había instalado, se desnudó examinando con mucho cuidado cada prenda y las fue guardando en la bolsa de plástico, la escondería bajo llave en su armario hasta que a la tarde siguiente pudiera poner la lavadora. La colada, por supuesto, la hace él, se pasa uno la vida trabajando más horas que un reloj y luego tiene que llegar a su casa y poner la lavadora, porque la vieja no sabe hacerlo, y si lo intenta es peor, la mitad de las veces provoca un desastre. Habría debido tirar la ropa manchada, pero cualquiera lo hacía, la vieja la echaría enseguida de menos, empezaría a hacer preguntas machaconas, como por casualidad, fingiéndose muy sutil, dejando caer indirectas, hay que ver cuánto hace que no te pones el jersey que te eché para tu santo. Así que mejor lavarlo todo, se lava y se estrena, como decía el anuncio, se lava uno las manos debajo de un chorro de agua hirviendo y con un jabón bien fuerte y luego no queda ningún olor, entra uno en la ducha a las dos de la madrugada, aturdido todavía, asustado, un poco borracho, recordando cosas que le parecen soñadas, y cuando sale enrojecido y desnudo frente al espejo turbio de vapor ya es como si fuera otro, como si no hubiera hecho nada ni estuviera cansado hasta el límite del desvanecimiento, y luego, sin dormir, baja a la calle y encuentra la vida de todos los días, más bien de todas las noches y madrugadas, los callejones deshabitados, los basureros en la plazuela próxima, afanándose en su oficio repugnante a la luz rojiza que gira sobre la cabina del camión, entre el ruido de la maquinaria que aplasta y moltura los desperdicios. Seguro que ninguno de esos basureros tiene carrera, por mucho que diga el viejo, pero eso sí, su buen sueldo fijo sí que tienen, pagas extra y vacaciones, y el olor no es más nauseabundo, y sindicatos que los defiendan y que los lleven a la huelga, a ver si un día se pone él en huelga qué pasa, qué consigue, que lo despidan como a un perro, ésa es la verdad de la vida, por culpa del viejo que a las cuatro de la madrugada, en la noche de lluvia fría y de viento, se queda tan gustosamente en la cama, con su jubilación anticipada, cociéndose en sus gases calientes y podridos mientras uno se levanta mucho antes de que se retiren las putas y los borrachos. Recién duchado, con una especie de presión muy fuerte en la nuca, con algo de mareo, con lucidez y vértigo al mismo tiempo, la ropa limpia, la cara recién afeitada, oliendo a loción, las manos limpias, que se ensuciarán enseguida, con esa mugre y ese olor que sólo borra fugazmente el anís pero que mancha el cristal de la copa, el pelo todavía húmedo, el motor de la furgoneta trepidando en el callejón, los faros que alumbran el empedrado y la cal de las paredes, los ojos fosforescentes de un gato. Pero esa noche no era igual que todas, y no sólo por lo que él sabía y no sabe nadie más en el mundo: cuántas horas, cuántos días tardarán en saber, en encontrar lo que nadie más que él sabe dónde está. Sube en la furgoneta hasta la plaza del general, que a esas horas siempre está casi a oscuras y vacía, y comprende que algo ha empezado ya a ocurrir, tan pronto, tan enseguida, le da un vuelco el corazón, ve de soslayo que están encendidas las luces de la comisaría, que hay guardias y hombres de paisano en la puerta y varios coches patrulla con los motores en marcha, con las luces azules de las sirenas destellando en silencio, en la calma fría de la noche de luna.