11

Su vida entera, su conciencia, su voluntad, se resumían ya en una sola interrogación, inmóvil y fanática, repetida siempre, desde que abría los ojos al amanecer en la cama donde llevaba meses durmiendo solo, cuando se despertaba en mitad de la noche y sabía que ya no iba a recobrar el sueño, ya sin cigarrillos ni alcohol para distraer las horas, sin nadie cerca, sin una mujer vuelta hacia el otro lado y fingiendo dormir, solo con su propia conciencia, con su sistema nervioso agudizado hasta el límite por el insomnio y por el exceso de lucidez que provocaba la ausencia de la nicotina y el alcohol en su sangre. Uno bebía creyendo que el alcohol le despertaba la fuerza y le excitaba la inteligencia, y de pronto dejaba de beber y descubría justo lo contrario, que había vivido bajo el efecto no de un estimulante, sino de un narcótico, y que sin el peso tremendo y en gran parte no advertido del alcohol el sistema nervioso y la capacidad de razonar adquirían una velocidad y una limpidez casi intolerables, sin espejismos ni reposo, aunque también sin consuelo, una claridad fría de intemperie que era el nuevo país en el que ahora habitaba el inspector, su identidad no sabía si recién surgida o recobrada, si tan falsa como las otras, las que durante años le había venido suministrando el hábito doble de la simulación y el alcohol. Vivía en otra ciudad, buscaba a alguien, comía y cenaba en una de las mesas individuales de la cafetería Monterrey, llamaba todas las tardes, entre las seis y las siete, al sanatorio donde aún no daban de alta a su mujer, se dormía tarde y con la ayuda de un valium, se despertaba automáticamente con la luz del día en un dormitorio muy parecido a la habitación de un hotel, sólo utilizaba el coche los domingos por la mañana, para ir al sanatorio. Prefería no saber mucho más de sí mismo. Sentía el alivio de haber desaparecido, de ser ahora sobre todo una ausencia en los lugares donde antes vivía, en las calles donde sin duda lo habían seguido y donde podían haberlo matado y en la casa donde tantas veces había sonado el timbre del teléfono y él o su mujer habían escuchado una voz más bruta que amenazadora, «sabemos quién eres, vamos a ir por ti, chacurra cabrón».

Yo sé quién soy, le había recitado el padre Orduña, con su profunda voz arcaica de predicador, Y vosotros quién creéis que soy. Pero él no quería descender tan hondo, ni perderse en lo que tal vez sólo era una confusión de palabras, levantadas y urdidas, como decía Ferreras, para ocultar una evidencia fisiológica inaceptable, el reconocimiento de lo que un ser humano es de verdad, por dentro, insistía Ferreras, es decir, en el sentido más literal, debajo de la piel y de los huesos del cráneo, del armazón poderoso de las costillas: un espectáculo semejante, incluso en los olores que desprendía, al mostrador de un puesto de vísceras en el mercado. Se puede dar un nombre a una cara, al brillo de unos ojos, a la superficie más frágil de un cuerpo humano, a una voz, pero cómo dárselo a un kilo y medio de masa cerebral recién extraído del cráneo, a unos pulmones o a un hígado, a una masa de intestinos que el ayudante de Ferreras, el mozo de autopsia, depositaba en un gran cubo de plástico, con la misma rudeza que un matarife.

«El alma —había dicho Ferreras en el Monterrey, con menos desapego científico que melancolía, tal vez embravecido por el espanto de la autopsia de Fátima, por el puro efecto de su segunda copa de coñac—, el inconsciente, los recuerdos, el yo. Literatura o nada más que miedo, incapacidad de mirar lo que somos con los ojos abiertos. ¿Se acuerda de aquel ruso que salió al espacio y dijo al volver que no había visto a Dios por ninguna parte? Yo miro dentro de alguien y sólo veo tejidos y órganos, desde que levanto la piel de la cara y el cuero cabelludo y abro la caja torácica, la identidad humana de lo que tengo delante de mí es un acto de fe, o más exactamente, y no se extrañe de que use la palabra, de misericordia. Con los adultos es distinto, quiero decir, con los muertos adultos. Uno ve los efectos de la edad, de las enfermedades o de los vicios, los pulmones negros, chorreando alquitrán, el hígado hinchado, uno se da cuenta y acepta que el destino de nuestra materia es la decadencia y la muerte. “El mecanismo ingenioso, pero los materiales muy mediocres”. No sé dónde he leído eso. Pero con un niño simplemente no se puede aceptar. Todo está intacto, dispuesto para la vida, los pulmones tienen un rosa muy limpio, los huesos son flexibles aún, no se quiebran como los de un hombre mayor, con ese ruido seco que hacen. No importa el número de autopsias que uno haga. Anoche, contra todas las normas de mi ética profesional, le tuve que aceptar al ayudante una copa horrible de anís seco. A él ya le da todo lo mismo, dice que lleva abiertos mil quinientos cadáveres. Yo creo que en el fondo me tiene desprecio, como un sargento chusquero a un tenientillo de academia. Serré el cráneo de la niña y extraje el cerebro, lo notaba tan húmedo y blando a pesar de los guantes de goma. Y entonces pensé que en aquella materia estaban o habían estado de algún modo todas las sensaciones y los recuerdos de la niña, el mundo entero contenido, si se para a pensarlo…».

Pero el inspector no quería pensar en nada más que en su primera y única interrogación, y el quién que le importaba carecía de las oscuridades de un alma católica o de los pormenores orgánicos que hechizaban y repugnaban a Ferreras: se resumía en un nombre y dos apellidos, en una cara que sería fotografiada de frente y en los dos perfiles. Él simplemente buscaba a un hombre de veintitantos años que había raptado y asesinado a una niña de nueve, y en ese enigma podía haber oscuridad, pero no incertidumbre, alguien lleva en las manos las huellas dactilares que Ferreras identificó en la piel y en la ropa de la niña, alguien tiene ese grupo sanguíneo y calza los zapatos cuyas suelas ahora están dibujadas en el archivo de la policía, y traga la misma saliva de la que dejó un resto en los filtros de cinco cigarrillos rubios.

Él puede decir, en el secreto de su impunidad, Yo sé quién soy él sabe que ha raptado y ha matado, y tal vez piensa o sabe también que esa íntima confesión no contiene ningún peligro, sabe que no hay testigos, salvo una mujer que no es capaz de recordar su cara, tan sólo la sangre que le brotaba de la mano izquierda y que él se chupaba. Pero luego, cuando el inspector le mostró el álbum con las fotos de los delincuentes sexuales, la mujer las fue mirando una por una y negando mecánicamente con la cabeza, estaba segura, ninguno de esos hombres era el que ella había visto. Entonces llamaron a la puerta y un guardia le dijo al inspector que la maestra lo estaba esperando, y él al principio no supo a quién se refería, tan aturdido estaba del trabajo y de la falta de sueño, la maestra de Fátima, dijo el guardia, dice que usted le había pedido que viniera.

No se vaya, le dijo a la mujer enlutada, que miraba las torvas caras de frente y de perfil de las fichas policiales con la misma actitud de pesadumbre que si repasara en un álbum familiar las caras de parientes muertos, moviendo siempre la cabeza, «no, señor, no es ninguno de éstos, si lo viera tenga usted por seguro que lo conocería, por el Señor y por la Virgen que sí». Salió del despacho y la maestra estaba esperándolo de pie en una pequeña antesala alicatada hasta la mitad de la pared con espantosos azulejos marrones que la mirada de ella no dejó de anotar, con aquel don suyo para percibir los agravios de la fealdad cotidiana de las cosas. Llevaba una trenca grande, con los hombros mojados, y fumaba un cigarrillo sosteniendo el cenicero en la mano izquierda. Sin mucha habilidad el inspector pidió disculpas por haberla hecho esperar tanto, primero en la escuela y ahora en la comisaría: la maestra, Susana Grey, suavizando el sarcasmo con una sonrisa, dijo que no importaba, que ya había empezado a acostumbrarse, y fue entonces cuando el inspector se fijó en el carmín de los labios, que de algún modo contrastaba con el aire práctico y laboral de su peinado y su ropa, de su misma presencia, pues iba vestida para el trabajo y el invierno y llevaba en la cara toda la fatiga de un día entero con los niños. Tenía el pelo negro, peinado con cierto descuido en una melena muy corta, y las cejas nítidas y oscuras. Cuando se quitó los guantes, el inspector observó a la luz de la lámpara de su mesa de trabajo que tenía las manos grandes, pero no masculinas, y que no llevaba anillos ni se pintaba las uñas. Le extrañó la falta de alianza: Susana Grey tenía un aire muy definido de mujer casada y con hijos.

—Esta señora vio a Fátima y a su asesino, justo cuando salían del portal —dijo el inspector, señalando a la mujer enlutada, que hizo ademán de levantarse e inclinó medrosamente la cabeza, como acatando la autoridad suplementaria de la maestra—. Me gustaría que usted escuchara con cuidado su descripción, por si tiene alguna sospecha de haber visto a ese individuo cerca de la escuela. Mirando tras la verja del patio, por ejemplo, o esperando a la hora de salida, entre los padres y las madres.

Pues verá usted, dijo la mujer, y empezó a repetirle a Susana palabra por palabra lo mismo que le había contado al inspector, minuciosa, exasperante, monótona, haciéndose rápidamente la señal de la cruz cuando nombraba a Fátima, ese angelico, decía, y se le saltaban las lágrimas, añadía detalles ya inciertos o del todo imaginarios, se culpaba a sí misma, cómo había estado ella para no entrar en sospechas, para no darse cuenta de que había algo raro en aquel hombre que parecía que se tapaba la boca con la mano y era que estaba chupándose la sangre.

La mujer le hablaba a Susana Grey atribuyéndole una benévola superioridad, como le hablaría sin duda a una doctora en el ambulatorio de su pueblo. De pie, la espalda contra el cristal frío del balcón, el inspector la escuchaba con desaliento y cansancio y pensaba que cualquier tentativa de descripción era inútil, porque esa mujer había visto al asesino durante unos segundos hacía varias semanas, y también porque era muy posible que en él no hubiera ningún rasgo que permitiera ser descrito con precisión, nada que no fuese vulgar, tan romo y tan común que no quedara fijado en la memoria de nadie. Salvo el detalle de la sangre, que era como una mancha violenta de color en la grisura de una fotocopia, la mujer no recordaba en realidad nada, sólo estaba segura de lo que aquel hombre no era, de a quién no se parecía, no era alto, pero tampoco muy bajo, no tenía barba, no iba vestido de una manera especial, era joven, desde luego, pero no muy joven, no era gordo, corpulento quizás, aunque tampoco mucho, no se parecía a ninguno de los violadores de asalto con navaja ni a los hombres envejecidos y oscuros que se acercaban a las niñas en los parques públicos o que les tocaban los muslos a los chicos en las butacas de los cines, a ningún miembro de aquella cofradía sórdida de miradas y perfiles que estaba catalogada en un álbum exactamente igual a los que usa la gente para sus fotos de familia, con hojas adhesivas y recubiertas de una lámina de plástico.

—Qué raro —dijo luego la maestra, cuando la otra mujer ya se había marchado y el inspector le pidió a ella que se quedara un poco más, que mirase con atención las fotos—. No me imaginaba que fuera así el archivo de la policía. ¿No tienen ordenadores, grandes ficheros informáticos?

—Aquí no, todavía, pero aunque los tuviésemos. —El inspector estaba sentado detrás de su mesa, separado de Susana por la luz de la lámpara y el álbum abierto. En su trato con los demás, sobre todo con las mujeres, prefería siempre la seguridad de la distancia física, el alivio de la corrección profesional—. Lo más probable es que ese sujeto no haya sido detenido nunca. A todos los efectos, ahora mismo es igual que si fuera invisible. ¿No le suena ninguna de esas caras? Fíjese bien. Muchos de ellos rondan cerca de los colegios. Alguno puede incluso haberla molestado a usted.

Le preguntó al inspector si podía fumar, y él dijo que sí con la cabeza y le ofreció un cenicero. Ella sacó del bolso, no sin dificultad, un paquete de cigarrillos y una caja más bien incongruente de fósforos de cocina, y a continuación, en vez de encender el cigarrillo, sacó también un estuche de gafas, y cuando se las puso su cara cambió, se volvió más seria, más perfilada, dándole un aire de mujer más joven y a la vez más dueña de sus actos, sin el punto engañoso de vaguedad que había en sus ojos miopes cuando no las llevaba. Podía tener treinta y siete o treinta y ocho años, calculó el inspector, cuarenta como máximo. Que no fuera mucho más joven en el fondo lo tranquilizaba. No sabía tratar con personas muy jóvenes, hombres o mujeres, a no ser que pertenecieran al mundo familiar y previsible de la delincuencia, y ni siquiera a ésos, muchas veces, no a los más jóvenes de todos, a los adolescentes a quienes había visto destrozar escaparates e incendiar autobuses en Bilbao, amenazar de muerte y a cara descubierta a los policías que los miraban inmóviles, pasivos tras los escudos y los cascos.

—¿Le suena alguna de esas caras?

—Me dan miedo todas.

Se estremecía al mirar las facciones de aquellos hombres, algunos muy jóvenes y otros septuagenarios, despeinados, sin afeitar, hoscos frente a la cámara de la policía, nunca con caras de arrepentimiento ni de miedo, sino de rencor, de furia callada y desafío: unánimes en las frontalidades y en los perfiles, en las mejillas mal afeitadas, en la fijeza de las pupilas, le parecían las máscaras de una masculinidad brutal, no de trastorno mental ni de lujuria, sino de soberbia y de odio, de fría determinación y crueldad ocultas bajo unos rasgos casi siempre normales. Alguno de ellos podía actuar esa misma noche en algún callejón: ella misma, al entrar en el portal oscuro de su casa, podía sentir de pronto la mordaza de una mano en la boca y el filo de una navaja en el cuello. Le desagradaba mirar las fotos, le costaba mucho detener su atención en cada una de ellas. Había tenido una sensación semejante alguna vez que se vio obligada, en una reunión de amigos, a ver un vídeo pornográfico.

—Fíjese sobre todo en los más jóvenes —dijo el inspector—. El que buscamos no debe de tener más de veinticinco años.

—Hijo de mala madre. —Susana Grey apartó los ojos del álbum y miró la foto de Fátima que el inspector seguía teniendo clavada en la pared—. Cómo hay que ser para hacerle eso a una niña.

—Probablemente no es capaz de hacerlo con una mujer adulta.

—No me diga que están enfermos —dijo la maestra, con un acceso de dignidad y de rabia—. Que no pueden evitarlo. Es como decir que esos militares serbios de Bosnia no pueden vencer el impulso de matar y violar mujeres.

—No pensaba decirlo.

«No se corrió —había dicho Ferreras—, el muy cabrón ni siquiera tuvo una erección completa». Pero usó los dedos, que eran muy fuertes y tenían las uñas mal cortadas, o con el filo muy áspero, por las señales que habían dejado en la piel de Fátima. Así que seguramente se dedica a un trabajo manual: al inspector le extrañó no haber pensado antes en eso, las uñas de filos rotos de quien trabaja con sus manos, miró las uñas sin pintar en las manos de Susana, deslizándose sobre las hojas plastificadas del álbum, a la luz de una lámpara cercada por la penumbra, porque ya era noche cerrada, y tuvo la sensación de haber despertado de un sueño inadvertido y brevísimo, un sueño del que volvía con un fragmento mínimo pero valioso de recuerdo, casi de adivinación, las uñas rotas de alguien, más capaces de desgarrar que de arañar, posiblemente con los filos oscuros, conteniendo en su mugre residuos infinitesimales de la sangre y de la piel de Fátima.