El cura le pidió que lo acompañara, con un gesto de la cabeza, el mismo con el que daba en otro tiempo sus órdenes más inapelables, aquellas que no necesitaban la energía intimidatoria de la voz ni de las bofetadas. Hizo ese gesto, con la cabeza ladeada, y lo precedió arrastrando los pies sobre las baldosas de los pasillos con una especie de pueril agilidad, de rapidez trémula de hombre muy viejo.
Él no se acordaba de nada, asombrosamente, no tenía la menor intuición con respecto a los lugares por los que pasaba, ninguna de las cosas sobre las que le llamaba la atención el padre Orduña despertaba en él recuerdos o reconocimientos instintivos. Los pasillos si acaso le recordaban a la clínica por la que tal vez en esos momentos caminaba monótonamente su mujer. Los dormitorios vacíos, las grandes aulas donde aún quedaban tarimas llenas de polvo y grandes encerados, pertenecían a otro mundo, a un pasado lejano que no le parecía el suyo. En ese espacio negro de la memoria resaltaba la cara del padre Orduña y la de algún otro cura o instructor como en esos retratos que tienen un fondo neutro o abstracto, una pura sugerencia de vacío o penumbra. Tampoco recordaba caras o nombres de sus compañeros de internado: sólo las filas de cabezas peladas y abatidas en la formación o en la misa, la mancha al sol de los mandiles azules, jugando al fútbol en mañanas de domingo.
—Aquí estaba el aula de Química. ¿Te acuerdas?
—No me acuerdo de nada.
El padre Orduña no prestaba mucha atención a su falta de reacciones emocionales ante lo que veía, sin duda porque él tampoco era muy sentimental. Quería enseñarle exactamente algo, y en eso era en lo que se concentraba, con la determinación obsesiva de los viejos. Cuarenta años atrás, poblado por varios cientos de niños con mandiles azules, el colegio de los jesuitas había sido una construcción imponente, un laberinto de vastas aulas y pasillos a oscuras rodeado por terrenos baldíos en los que poco a poco fueron levantándose los edificios bajos de los talleres, de la granja y los patios de juego. Ahora una gran parte de aquella propiedad había sido vendida a una inmobiliaria, y los talleres y la granja habían desaparecido, igual que los mandiles azules y las cabezas pálidas y peladas de los internos. Ahora, dijo el padre Orduña, el colegio se había trasladado a otra parte, muy en las afueras de la ciudad, a unos terrenos mucho menos valiosos: lo único que quedaba del antiguo colegio era la iglesia y el edificio donde estuvieron las aulas y los dormitorios de los internos, y donde sólo él y el portero y algunos empleados muy antiguos y tan viejos como él mismo seguían viviendo, un jardinero al que ya casi no le quedaban plantas que cuidar, la cocinera que les preparaba la comida, las mujeres que mantenían limpios unos pocos dormitorios en los que de vez en cuando se quedaba algún jesuita de paso por la ciudad, algún invitado que venía a participar en un encuentro o a dar una conferencia.
—Todo tan grande, tan desmedido —dijo, con una monotonía de anciano quejoso—. Las huertas, los talleres, los campos de fútbol, la granja. Nos matábamos a trabajar en los primeros años, en la ciudad nos criticaban que nos remangáramos las sotanas y nos pusiéramos a revolver cemento y a cargar ladrillos al mismo tiempo que los albañiles. Desconfiaban de nosotros, pero todavía no mucho. Entonces a nadie se le ocurría pensar que un cura fuera rojo. Imaginábamos una sociedad perfecta, como la Sagrada Familia, como las primeras comunidades de cristianos: el trabajo, la religión, los buenos alimentos, el aire libre, los dormitorios ventilados. Todo en aquellos años horrendos, los peores, cuando la gente se caía muerta de hambre por las calles y todavía escuchábamos de noche las descargas en el cementerio. Pero íbamos a construir aquí una Ciudadela de Dios, una isla de caridad y trabajo. Por eso el padre rector aceptó la idea de traer como internos a huérfanos del otro bando o a hijos de los que estuvieran en la cárcel. Queríamos enseñarles oficios dignos a los hijos de los pobres, y durante años lo hicimos, en la medida de nuestras fuerzas, todavía me emociono al acordarme del olor a madera del taller de carpintería, y de los chicos con sus monos azules y sus herramientas en el de mecánica. Y ya ves: ahora todo vacío, inútil de puro grande, hasta la iglesia. Pero algo hicimos, creo yo, con toda nuestra ignorancia y nuestra cerrazón ideológica, aún no se nos habían abierto los ojos a la justicia pero ya nos dábamos cuenta de que el verdadero reino de Dios era el de los pobres. Ahora miro todo esto y no sé de dónde sacamos el dinero y la energía para levantar esta casa tan grande. Yendo de un sitio a otro se me van las fuerzas y tengo que sentarme a descansar en alguna escalera. ¿No ves este pasillo, que no se acaba nunca? ¿Te acuerdas de que cuando llovía no os dejábamos salir a los patios, y os quedabais durante todo el recreo en los pasillos? El edificio entero lo atronabais con vuestras voces, tocábamos la campana y los silbatos para que formarais y era inútil, no escuchabais nada.
El silencio en el que sonaba la voz del padre Orduña volvía aún más lejanos aquellos recuerdos: los pasos del inspector sobre las baldosas, el roce de las suelas de goma del cura, su respiración sorda y agitada, el ruido de llaves en un bolsillo. Según se iba cansando la cabeza se inclinaba más sobre el pecho, pero tenía la barbilla muy adelantada, la mandíbula inferior avanzando como si fuese ella la que tiraba de todo el cuerpo. Resonaban en su imaginación las voces y las caras de los niños que lo habían rodeado en esos mismos lugares, pero apenas podía pensar en quiénes serían ahora, los que sobrevivieran, en sus vidas y sus caras de hombres que ya habían dejado muy atrás la juventud. De algún modo los niños de entonces seguían perteneciéndole, eran sus contemporáneos. Pero los hombres en que se habían convertido le parecían hombres de otro tiempo, de ahora mismo, carnosos y maduros, amnésicos, con los rasgos endurecidos o embotados por los años, con una sugestión de crueldad en las caras sin rastro de inocencia, en las papadas que ceñían los cuellos de las camisas y los nudos de las corbatas. Cuando los veía de niños pensaba con aprensión en cómo serían de mayores, los imaginaba idénticos a sus padres, rurales y pobres, mal alimentados, con ojos de miedo, de obediencia y rencor. Algunos de ellos, por supuesto, fueron así, se perdieron de vuelta en la miseria de la que los había rescatado transitoriamente la caridad, quedaron anulados, desaparecieron, sin dejar otro rastro que las fichas, los cuadernos de notas y las fotografías que el padre Orduña llevaba años clasificando y ordenando, sin que nadie se lo pidiera, cada vez más torpe y más cegato, acercándose mucho los papeles a la cara para ver los nombres y las facciones de toda aquella gente olvidada: las caras alineadas en los pasillos del colegio, sobre los pupitres de madera basta con tinteros y los reclinatorios de la iglesia, solitarias y en penumbra tras la celosía del confesonario, caras y voces infantiles murmurando pecados con una gramática amedrentada de catecismo.
Otros, muchos más de los que él pudo imaginar, se fortalecieron y prosperaron, se volvieron arrogantes, se convirtieron en hombres que no se parecían en nada a quienes fueron de niños. Pero quién se parece, cavilaba el padre Orduña en silencio, mirando de soslayo al inspector, que caminaba a su lado esforzándose por no dejarlo atrás, quién conserva un rasgo, una expresión casual, un rescoldo de brillo infantil en los ojos. A veces alguien que decía ser un antiguo alumno lo saludaba por la calle y él no se acordaba, aunque intentara descubrir tras la máscara del adulto alguna persistencia de las facciones o la mirada de un niño. Pero sonreía y asentía, daba las gracias, se interesaba con vaguedad cautelosa por familias y trabajos. A principios del verano, cuando él aún no sabía que el inspector estaba en la ciudad, se presentó a visitarlo en la residencia un hombre maduro, pudiente, con un principio de brutalidad contenida en su apostura, el cuello demasiado rojo y ancho, el pecho demasiado abombado bajo la camisa, que tenía desabrochado uno de los botones del vientre. Volvía al colegio, al internado, por un impulso tal vez no de nostalgia, sino de cruda vindicación de sí mismo, se paseaba por los patios aún más perdido en el presente que en el pasado, endulzando en voz alta recuerdos inexactos que seguirían siendo demasiado crueles si el tiempo no llega a gastarlos. Le hablaba del comienzo, de los duros orígenes, a una mujer con gafas oscuras, pelo rubio teñido y pulseras, y a un hijo adolescente que miraba al suelo y no lo escuchaba.
Cuando pasaban junto a alguna ventana oían muy fuerte el sonido de la lluvia. «Bendita agua —dijo el padre Orduña—, con la falta que hacía». Al inspector le sobrevino de improviso no un recuerdo, sino una sensación física muy precisa contra la que no tuvo tiempo de ponerse en guardia, una efusión a la vez de rabia antigua y de ternura, de felicidad y desamparo: el olor del cáñamo y de la lona de las alpargatas mojadas, el vaho recalentado de las respiraciones y de los mandiles húmedos en una mañana lluviosa y oscura de invierno. El padre Orduña se detuvo y se apoyó en su brazo para recobrar el aliento.
—Ya hemos llegado.
Sacó el manojo de llaves que le abultaba el bolsillo del pantalón y estuvo un rato probándolas una tras otra con creciente impaciencia hasta que por fin pudo abrir la puerta frente a la que se habían detenido. Le hizo pasar a una habitación muy pequeña, sin ventanas, en la que no se escuchaba la lluvia, ningún sonido que viniera del exterior. Buscó la luz a tientas, no la encontró y le pidió al inspector un mechero o cerillas, pero éste no tenía, y él murmuró en una parodia de viejo cascarrabias, «eso es lo que nos pasa por dejar de fumar». Como a lo largo de toda su vida, enseguida lo dominaba la impaciencia ante los pequeños contratiempos domésticos, las manos romas y blancas se le enredaban torpemente en cualquier cosa, lo mismo en una máquina de escribir a la que quería cambiarle la cinta que en un envoltorio de plástico que no acertara a abrir. Su falta de atención hacia el funcionamiento o la naturaleza de los objetos más usuales era tal vez parte de su indiferencia por los bienes y las comodidades del mundo. La vejez, la mala vista y el temblor de las manos acentuaban su descuido. Él aún tanteaba la pared cuando el inspector encendió la luz: un tubo fluorescente en el techo, muy alto, que alumbraba una habitación estrecha, con una mesa en el centro, con las paredes llenas de legajos, de libros de contabilidad y archivadores de cartón que llevaban escritas fechas de años lejanos.
—Aquí lo tienes —dijo el padre Orduña—: La historia entera del Colegio, desde que lo abrimos, en el año 47. Esto antes era un desastre, pero poquito a poco yo lo he organizado todo, cada cosa en su sitio, año por año, todos los curas y maestros y todos los alumnos que han pasado por aquí. Pensaba escribir alguna vez una historia de nuestra comunidad, pero me parece que se me ha hecho tarde. Se me iban los días sin sentir, este cuarto es más silencioso que la cripta de la iglesia, aunque por fortuna menos frío, me ponía a revisar papeles y fotos y hasta me olvidaba de bajar a comer, más de una vez me estuvieron buscando y temieron que me hubiera dado un ataque al corazón. Pero estaba tan bien aquí, con mis papeles, mi estufa y mis cigarritos. ¿Quieres ver dónde estás tú?
El inspector no quería, pero no dijo nada. Su ternura hacia el viejo fácilmente se le podría convertir en fastidio. Por lo común no se acordaba mucho de su infancia ni de su primera juventud, le faltaba el hábito de la memoria desinteresada, y desde luego era del todo inmune a cualquier forma de nostalgia. Como había pasado una parte de la vida callando sus orígenes o inventando mentiras sobre ellos acabó efectivamente por olvidar en gran parte lo que se había esforzado tanto en ocultar. Le desagradaba mucho el placer con que casi todo el mundo cuenta cosas de la niñez, como si hubieran vivido experiencias únicas, probables novelas. Él carecía de la vanidad de los recuerdos, y si conservaba alguno con especial detalle no lo debía a la agudeza de la memoria, sino al remordimiento. Tal vez si hubiese tenido hijos se le habrían despertado las imágenes y las sensaciones de su propia infancia. Pero, igual que muchas personas que no tienen nunca trato con niños, vivía como si no hubiera conocido más que la edad adulta, y la vida de los niños le parecía un estado tan ajeno a su experiencia personal como la de los perros o los chimpancés. Sólo ahora, después del crimen, había empezado a reparar con detalle en la presencia de los niños: los veía salir de la escuela donde estuvo Fátima, había interrogado a algunos, a algunas amigas suyas, sobre todo, niñas huidizas y todavía aterradas que lo miraban como sospechando de él y retrocedían instintivamente si se acercaba un poco más a ellas.
Le sorprendía como un mundo desconocido el olor a tiza y a sudor infantil de las aulas, el tumulto en las escaleras a la hora del recreo, la discordancia de tantas voces agudas. La maestra de Fátima, a la que todos llamaban la señorita Susana, le había parecido una mujer como fatigada o exiliada en un país de seres más ruidosos, de pequeña estatura, inexplicables y pugnaces, envolviéndola con sus gritos, sus llantos, sus solicitudes urgentes y tirones de ropa igual que los liliputienses a Gulliver con sus maromas de tela de araña. La última vez que la había visto, en la comisaría, se fijó en que llevaba los labios pintados de un rojo más fuerte que el que usaba en la escuela. Su mujer tenía los labios hinchados y secos, ahora apenas los movía para hablar, cuando hablaba, y era muy difícil enterarse de lo que decía.
—En qué estarás pensando. —El padre Orduña lo miró muy de cerca con sus ojos diminutos, siempre inquisitivos y como acusadores, y dejó sobre la mesa una caja de cartón, soltándola con tanta brusquedad que levantó un poco de polvo—. Aquí están los documentos del año en que tú viniste. Aquí estará tu expediente de entonces.
—Pero por qué se molesta, padre —dijo el inspector, notando un principio injusto de irritación hacia el viejo, deseando no estar allí, en la habitación tan pequeña y sofocada de polvo, blindada de silencio como el interior de una cámara subterránea, no escuchar la respiración demasiado laboriosa del padre Orduña ni oler su aliento de enfermedad y medicina, su ropa no muy limpia, la colonia barata que usaba.
—No es molestia. —El padre Orduña ahora lo miró muy serio, irguiéndose, como cuando iba a reprender a alguien y adoptaba un aire no de amenaza, sino de gravedad—. Es que quiero que sepas quién eras. Tienes cara de no acordarte bien. Ahora a la gente se le olvidan todas las cosas, de modo que nadie sabe quién es de verdad. ¿Te acuerdas de lo que dice don Quijote? «Yo sé quién soy». Qué palabras tremendas. Y lo que les pregunta Jesús a los discípulos: «Y vosotros, ¿quién creéis que soy?». Y el caso es que no lo sabían, no podían estar seguros, y lo que es peor, no se atrevían a saberlo. Yo sé quién fuiste tú, pero eso era hace tanto tiempo que tú ya no te acuerdas o no quieres acordarte, y a lo mejor no sabes quién eres ahora.
—Lo que yo quiero saber es quién es otro.
—¿El que mató a Fátima?
—Quién si no. Eso es lo único que me importa ahora.
—¿Y no te importa saber quién eres de verdad?
—No entiendo por qué me dice eso. —El inspector apartó los ojos de la mirada del padre Orduña, ahora irritado consigo mismo, cobarde en el fondo, inseguro, como un adolescente reclamado a un despacho para recibir un sermón, a sus años—. Claro que sé quién soy. Puede que quien no lo sepa sea usted. Aquel que usted conoció no existe. Por suerte, desde luego. No tenía una vida envidiable. Si ustedes no me hubiesen recogido aquí habría acabado en un hospicio, o tirado en la calle, yendo a comer el rancho de los cuarteles.
Pero se estaba explicando, casi se confesaba ante un hombre a quien no había visto en más de cuarenta años y sin embargo le hablaba en el mismo tono que si hubiera permanecido siempre cerca de él, vigilándolo, adivinando policialmente sus pensamientos o sus debilidades, censurando sus actos como un padre fastidioso y asiduo, con una agobiante voluntad de protección, de advertencia.
—Mira quién eras. —El padre Orduña había volcado y desordenado sobre la mesa todo el contenido de la caja de cartón, buscando entre fajos de papeles y entre carpetas de un azul polvoriento con sus manos impacientes y torpes, inclinándose mucho para ver de cerca las caras de las fotografías, las listas mecanografiadas de nombres: le mostró una hoja que tenía una foto grapada en un ángulo superior, junto al membrete con el yugo y las flechas—. ¿Te acordabas?
Pero no podía acordarse, y no por falta de memoria, sino porque jamás había visto una foto suya de niño. La gente no se hacía tantas fotos entonces, no tenían cámaras, ni álbumes donde guardarlas, ni dinero para pagar a un fotógrafo. En casa de Fátima había visto docenas de fotos de la niña muerta, tomadas casi desde el mismo momento en que nació, una cara roja, el pelo tieso y aplastado, los ojos cerrados, una mueca de llanto en la boca. En la penumbra agobiante del piso donde ahora el televisor permanecía funerariamente apagado el padre y la madre de Fátima le mostraron como un copioso tesoro los vídeos y las fotos en color de la niña, fotos de cumpleaños, de bailes de disfraces, de fiestas de fin de curso, de comunión, grandes fotos enmarcadas en el salón, colgadas en la pared o dispuestas en las estanterías, sobre el televisor, como en una capilla, un catálogo inagotable que no restituía la presencia ni aliviaba el dolor, que lo poblaba todo de fantasmas patéticos y sucesivos, ahora alineados en dirección al final, episodios necesarios hacia el cumplimiento del destino: hacia las últimas fotos en blanco y negro, las que tomó Ferreras y no había visto nadie más que ellos dos.
Pero la cara de su foto infantil no le pareció del todo la de alguien dotado de una exacta identidad. No veía la cara de un niño con nombre y apellidos, con rasgos distintos a los de cualquier otro, sino una efigie más bien abstracta, como la de una moneda, una cara de época, de un cierto tiempo y de una condición social, el pelo cortado al cero, la expresión asustada, las orejas grandes, la camisa sin cuello, con los bordes gastados, abrochada hasta el último botón. Ni siquiera en el miedo que agrandaba los ojos había nada personal: era el miedo infantil a los procedimientos y a la autoridad de los extraños, el susto y la sorpresa del flash. Las manos invasoras de los adultos apretaban, hacían torcer la barbilla, palpaban dolorosamente el vientre o las rodillas o el cuello sobre las sábanas frías de un consultorio médico, introducían los dedos en la garganta, los dedos del asesino en la boca y en la garganta sofocada de Fátima, en su vagina, había dicho Ferreras, desgarrándolo todo. Las manos pálidas de los curas se levantaban verticalmente en el aire o se adelantaban para ser besadas en el dorso, o descendían cruelmente hacia la cara en una bofetada.
—Os pegábamos —dijo el padre Orduña, ahora sin mirar las fotos que tenía delante, retraído en sí mismo—. Con la mano abierta en la cara, con los nudillos en la nuca. Os amenazábamos con las palmetas o con los castigos del Infierno, os contábamos los martirios sádicos de los apóstoles y las muertes horrendas de los herejes y de los grandes pecadores. Por si no había ya bastante miedo y desgracia en vuestras vidas os administrábamos más, qué vergüenza. Todos los días, ¿te acuerdas? De la mañana a la noche, en la misa y en el rosario, en los sermones de la iglesia, en los ejercicios espirituales. Luego he pensado mucho en eso, todos estos años, sobre todo los últimos, cuando me he quedado más solo. Venía aquí, miraba vuestras caras en las fotos y me daban ganas de pediros perdón a todos, uno por uno.
—Eran otros tiempos, padre —dijo el inspector—. Ustedes hablaban y actuaban como todo el mundo.
—Eso no es una disculpa. —El padre Orduña se miraba las manos enlazadas con una expresión triste que acentuaba su cara de vejez, y parecía que al mirárselas veía en ellas todo el dolor que en años muy lejanos habían infligido, aquellas mismas manos ahora blandas, temblorosas, con el dorso manchado—. Os castigábamos a quedaros de rodillas con los brazos abiertos, os amenazábamos, os espiábamos siempre, os envenenábamos el alma con la obsesión del pecado. Eso era lo que hacíamos.
—Cualquier padre castigaba entonces a correazos a sus hijos. Usted no tiene la culpa de que los tiempos fueran así.
—Pero mírate bien, que ni siquiera te has fijado —dijo el padre Orduña, devolviéndole la hoja de papel con la foto que el inspector había dejado sobre la mesa sin apenas mirarla—. Eras exactamente así cuando viniste. Miro esa foto y estoy viéndote. Os puse en fila cuando os trajeron de la estación y pensé: «Ése es el más débil». No te atrevías ni a probar el tazón de cacao que os dimos para desayunar.
El padre Orduña podía haberle mostrado cualquiera de las demás fotos del archivo y él también habría creído que era la suya: si estaba seguro no era por la cara en blanco y negro de un niño de otra época, sino por el nombre y los dos apellidos mecanografiados en el papel con letras mayúsculas. Leyó por encima la fecha y el encabezamiento, Madrid, la prosa cruenta y oficial que resumía en unas cuantas líneas su origen y la mancha con la que había nacido y el porvenir que se le asignaba, hallándose su madre falta de medios e incapacitada por enfermedad y su padre cumpliendo la arriba señalada condena, al leer eso sintió que enrojecía y que el padre Orduña iba a darse cuenta. El niño de la foto no era él y la noche en la que lo hicieron viajar en el vagón de tercera de un tren helado y lentísimo sin decirle adónde había sucedido en otra época del mundo, pero la vergüenza, y el remordimiento de sentirla, sí eran plenamente suyos, los atributos íntimos de su identidad personal.
—Teníamos que enderezaros, que cristianizaros —dijo el padre Orduña—. Nos decían que os enviaban aquí para que os arrancáramos la mala simiente que vuestros padres os habrían inculcado en el alma. Éramos como misioneros, como evangelizadores.
—¿Usted creía entonces en eso?
—Por supuesto que lo creía. —Ahora fue el padre Orduña quien bajó la cabeza: cada cual lleva consigo su propio remordimiento, su variedad personal de vergüenza—. Yo tenía mis ideas sobre la caridad y los pobres, pero era un cura integrista. Había estado en la guerra en el lado de los que ganaron.
—¿Cómo capellán?
—No, hombre, ojalá. —El padre Orduña fingía ordenar sobre la mesa las cartulinas de un fichero de alumnos—. Pegando tiros, de alférez provisional. Lo de hacerme cura vino luego. Una vocación tardía. Como la tuya por las fuerzas del orden.
El tono de impertinencia afectuosa no llegaba a velar un filo persistente de reprobación, algo que estaba en sus ojos, la clase de censura que es más eficaz porque no llega a formularse en palabras y se fortalece así en la culpa del otro.
—De algún modo tenía que ganarme la vida.
—¿Llegó a saberlo tu padre?
—Creo que no. —El inspector se encogió de hombros y dejó sobre la mesa el papel con la foto: quería dar por terminada la visita, salir cuanto antes de la habitación—. Murió antes de que yo terminara Derecho. Pero bastante desgracia le parecía ya que un hijo suyo quisiera ser abogado y apolítico.
—Nadie puede ser apolítico.
—Eso es lo mismo que decía él.
—¿Discutíais mucho?
—Apenas lo veía. Le dio una trombosis y cuando llegué al hospital yo creo que ya no me reconoció. Seguramente pensaba de mí lo mismo que usted, pero a él no le daba reparo decírmelo en la cara.
—¿Lo mismo que yo? —Muy cerca del inspector, más bajo y ancho que él, el padre Orduña se erguía para mirarlo a los ojos—. Qué sabes tú lo que yo pienso.
—Que cometí una especie de traición a los míos, quienesquiera que fuesen. Ustedes siempre andaban buscando traidores y apóstatas, gente a la que excomulgar.
—«¿Ustedes?».
—Los dos lados, quiero decir. —Al inspector, que no tenía costumbre de mantener verdaderas conversaciones con nadie, le costaba mucho explicarse—. Los curas y los del partido de mi padre. Mi padre consideraba a Stalin o a Fidel Castro o a Ho Chi Minh tan infalibles como ustedes al Papa. Por eso acabaron luego entendiéndose tan bien, tenían la misma afición a dividir el mundo entre leales y traidores.
—Algo tenemos tú y yo en común, y es que a mí también me llamaron traidor. —En la voz del padre Orduña volvía a haber una entonación de ternura—. Todavía queda gente en esta ciudad que me lo sigue llamando, no te imaginas cómo son. Decían que leía en misa panfletos comunistas, y sólo eran fragmentos de los evangelios y de las epístolas o los profetas. ¿Te acuerdas de la epístola de Santiago?
El inspector dijo que no. Cuando se casó alguien le había regalado una Biblia grande, forrada de piel sintética, con las letras y los cantos dorados, pero él no la había leído nunca. Aquellas biblias formaban parte entonces del mobiliario de los recién casados, como el mueble bar o el crucifijo del dormitorio. El padre Orduña cerró los ojos y recitó de memoria y sin vacilación, con la voz ronca y fuerte:
—«Ea, ya ahora, ricos, llorad aullando por vuestras miserias que os vendrán. Vuestras riquezas están podridas, vuestras ropas están comidas de polilla, vuestro oro y plata está corrompido de orín, y su orín os será en testimonio y comerá del todo vuestras carnes como fuego…». Tus predecesores en la comisaría me abrieron un expediente por propaganda ilegal. Claro que tuvieron que archivarlo cuando supieron que sólo había leído unos versículos del Nuevo Testamento. El párroco que había en la iglesia de la Trinidad pedía públicamente en sus sermones que se me expulsara del sacerdocio. Pobre hombre, Dios tuvo misericordia de él y se lo llevó muy poco después de la muerte de Franco.
Al padre Orduña, en su vejez, se le humedecían enseguida los ojos, y aquella propensión a las lágrimas le desagradaba mucho, le parecía casi un pecado de impudor. Con un pañuelo se limpió aturdidamente los ojos y los cristales de las gafas, y antes de doblarlo de cualquier modo y de guardárselo otra vez se sonó la nariz.
—Tengo que irme, padre —dijo el inspector—. Hay mucho trabajo en la comisaría.
Lo había dicho tan bajo, después de pensarlo tanto y de no atreverse, que el padre Orduña no lo oyó. Estaba ordenando de nuevo carpetas y expedientes, cartillas de notas, fichas de cartón con fotos, nombres y fechas en las que estaban resumidas otras vidas infantiles muy parecidas a la del inspector, tan semejantes a ella como las caras de los otros niños, vidas olvidadas de desamparo y pobreza, de miedo a las palmetas y a las sotanas y a los castigos del Infierno. Más de cuarenta años atrás, cuando aquel chico aterrado y anémico empezó a crecer saludablemente y rompió a escribir y a leer con una agudeza inesperada, el padre Orduña lo miraba jugar en el patio o atender en el aula y se le venían en secreto a la imaginación unas palabras del Evangelio que hasta entonces posiblemente no había entendido: Éste es mi hijo amado, en quien tengo complacencia.
—Padre —repitió el inspector, más alto, pero el padre Orduña no levantó los ojos, que para vergüenza suya habían vuelto a humedecerse—. Tengo que irme ya.
El padre Orduña fingió otra vez que se limpiaba los cristales de las gafas y recogió de cualquier manera el desorden de la mesa, guardando luego la gran caja de cartón en su lugar de la estantería. Esperó a que saliera el inspector para apagar la luz, y cuando iba a hacerlo se quedó quieto un instante, como perdido en algo, mirando los lomos de cartón alineados en las estanterías metálicas.
—No sé cómo no se me ha ocurrido antes —dijo—. Él también puede estar aquí.
—¿Qué dice? —El inspector ya perdía de verdad la paciencia, se le estaba haciendo muy tarde, y si había una urgencia nadie sabía dónde encontrarlo.
—Ese hombre al que tú buscas —dijo sombríamente el padre Orduña—. El que mató a esa niña. Quizás fue alumno nuestro y su foto está en el archivo.