Apuraba el café, escaso y demasiado fuerte, que le dejaba un regusto amargo en el paladar, movía la cucharilla en el fondo de la taza y la sacaba untada en azúcar líquido, oscuro, como caramelo fundido, y lo saboreaba con una cierta fruición pueril, en la mesa en la que se había sentado desde el primer día, y que de un modo tácito le era reservada por el camarero, una mesa pequeña, junto al ventanal que daba sobre los soportales y la plaza, y en la que él se sentaba de manera que podía mirar cómodamente hacia afuera y al mismo tiempo vigilar la entrada al comedor. Le habían enseñado que no se debe dar la espalda a las puertas y que en un sitio público es preferible ver cuanto antes a los recién llegados. Uno podía estar en un bar, en un restaurante como el Monterrey, comiendo a solas el menú en su mesa de todos los días y mirando el telediario, y de pronto alguien con un aspecto normal empujaba la puerta de cristales, vestido con vaqueros, con zapatillas de deporte, con un chaquetón o un chubasquero de plástico, se llevaba la mano al costado, adelantaba el brazo y en un instante apoyaba el cañón de la pistola en la nuca y hacía fuego, y el mantel barato a cuadros o de recio papel blanco quedaba manchado de sangre y de materia cerebral. Unos segundos más tarde el recién llegado ya se había ido, con determinación, con calma, esgrimiendo todavía la pistola, como una advertencia, y las voces del telediario seguían escuchándose igual, y nadie se acercaba aún a la mesa donde la cabeza destrozada de un hombre yacía sobre un plato a medio terminar.
A lo que más le costaba acostumbrarse al inspector era a la ausencia del miedo. Había vivido y respirado el miedo durante demasiado tiempo, se lo había administrado a sí mismo como una vacuna, una dosis de veneno necesaria para lograr una cierta inmunidad, y ahora, cuando ya no lo necesitaba, el miedo seguía con él, siempre, una costumbre demasiado antigua para librarse de ella en días o semanas, en los pocos meses que llevaba lejos de Bilbao. Repetía precauciones ahora inútiles, mirar a la calle nada más levantarse, desde la ventana del dormitorio, buscando una presencia inusual, un coche o una persona no familiares en el vecindario, memorizar matrículas, cambiar sus itinerarios entre la comisaría y la casa, volverse cada pocos pasos para comprobar que no era seguido, mirar debajo del coche antes de subir a él. Y aunque ahora lo usaba muy poco, cada vez que iba a girar la llave de contacto lo hacía con un impulso de expectación, con una fracción instantánea de pánico. A otros ese gesto mínimo los había matado, y él se preguntaba siempre si llegaron a saberlo, si tuvieron tiempo de comprender que estaban muriéndose, que en décimas de segundo estarían reventados y despedazados en medio de la chatarra, jirones de tejido humano y de ropa, plástico quemado, humo denso y sofocante, ventanas con cristales rotos a las que al principio no se asomaba nadie, preferían no mirar, no saber.
Puede que no, pensaba, era posible que uno no llegara a enterarse, que estuviera distraído con cualquier cosa y fuera aniquilado sin más por la muerte, un gesto breve y una fracción de segundo eran la única distancia entre vivir y estar muerto, entre subir al coche pensando hace frío o voy a llegar tarde o el partido de fútbol de anoche fue un desastre y de pronto no ser ya nada, nada vivo y ni siquiera reconociblemente humano, trozos de carne o guiñapos de ropa y vísceras, sangre y materia cerebral sobre la tapicería, en el salpicadero de un coche destrozado por una explosión, en una calle donde tras el estrépito de los cristales todo se ha vuelto silencioso, un silencio como de antes del amanecer y alguna cara pálida y desconfiada sin asomarse del todo a una ventana alta.
Cada una de las pocas cartas que le llegaban la abría acordándose de quienes pierden las manos o los ojos al desgarrar un sobre, al levantar el envoltorio de un paquete sin nada sospechoso. Preferible la muerte instantánea, no el horror de la ceguera, de las manos amputadas, de las sillas de ruedas y los siniestros aparatos ortopédicos: pero no, tampoco quería esa clase de muerte, si iban por él y no le era posible escapar prefería que lo mataran rápido, pero no tanto como para que él no llegara a saberlo, sin que de algún modo comprendiera y aceptara que se iba a morir. Fátima había tenido varias horas de lento suplicio para comprender lo que iba a sucederle, pero quizás el pavor la había hipnotizado hasta cegarle la conciencia: no sufrió al final, había dicho Ferreras, la asfixia actuó sobre ella como un anestésico.
Lo estaba esperando. Se había citado con él en su despacho, pero le daba pereza levantarse y salir a la lluvia y al viento, y se concedió unos pocos minutos de tregua: no habían dado aún las cuatro en el reloj de la torre. Apurando el último resto frío de café se acordó sin nostalgia, aunque con remordimiento, de las sobremesas de otro tiempo, los cigarrillos y los vasos de whisky, el simulacro de vehemencia, lucidez y coraje que le deparaba el alcohol. Pensaba en la bebida como en el otro lugar ahora lejano que había abandonado, aunque no siempre estaba seguro de si al marcharse huía o era simplemente que lo expulsaban.
A las cuatro en punto vio desde la ventana que Ferreras llegaba a la plaza en su moto y la estacionaba en la acera frente a la comisaría, envuelto en el casco y en la ancha cazadora de cuero como en una armadura, llevando enérgicamente su cartera grande, rozada, prolija de pliegues y de hebillas. Se quitó el casco al acercarse al guardia de la puerta, y el inspector lo vio gesticular y adivinó un segundo antes de que sucediera la negativa del guardia, que señalaba hacia el otro lado de la plaza, hacia los soportales del Monterrey. Al inspector le gustaba ver a la gente a esa distancia, desde un sitio elevado y protegido, como cuando había tenido que vigilar durante mucho tiempo a alguien y había acabado adquiriendo una especie de familiaridad muy íntima con los andares y las costumbres de aquel desconocido, a quien después, si lo veía de cerca, ya no identificaba del todo con el objeto de su vigilancia. De lejos se diluía la identidad, no era difícil ver a las personas como figuras de una representación a escala, moviéndose por calles reducidas a las proporciones de un pequeño teatro, entrando en casas que en realidad tenían fachadas de cartón en las que se recortaban las ventanas, iluminadas desde detrás del escenario por una linterna o una vela.
Así veía ahora la plaza, en la quietud adormecida de la sobremesa, la estatua en el centro como una de esas figuras militares de plomo, los aligustres de copas demasiado redondas, la torre del reloj y los tejados con un color de cartón viejo, ahora empapado de lluvia, recortado contra el cielo oscuro donde las nubes se movían a una velocidad acelerada, como en un diorama defectuoso. Ferreras dejó la moto delante de la comisaría y el inspector lo vio cruzar ahora en dirección a los soportales del Monterrey y pudo calcular, igual que en una jugada de ajedrez, cada uno de sus pasos inmediatos, el momento justo en que lo vería aparecer en la puerta del comedor, con el casco de la moto en una mano y la cartera en la otra, respirando fuerte por la excitación o la prisa con que había cruzado la plaza y subido las escaleras del restaurante.
Ferreras tardó un poco en verlo, aunque a esa hora ya no quedaba casi nadie en el comedor: quien espera alerta siempre tiene ventaja sobre el que acaba de llegar, las décimas de segundo que éste tarda en acomodar su mirada a la disposición de los objetos y de las presencias. Ferreras parecía cualquier cosa menos un forense, y no sólo por la cazadora, las botas y el casco: parecía más bien un fotógrafo de sucesos, un enviado especial a alguna parte, a alguna región peligrosa o abrupta. Tenía la cara muy morena, como si acabara de llegar de una guerra tropical, trayendo consigo algo muy valioso, un mensaje o un trofeo, el contenido de su cartera, de un cuero tan maltratado como el de su cazadora, con hebillas y pliegues, como el equipaje de un explorador. Su presencia sugería intemperies embarradas, temeridades y peligros. Pero cuando se quitaba la cazadora, o cuando estaba en el depósito, vestido con su bata blanca, parecía de pronto un médico, un médico muy serio y abstraído, que daba cuidadosas explicaciones técnicas y se ocupaba enseguida de hacerlas comprensibles a su interlocutor, a veces con un punto excesivo de pedagogía e indulgencia. Él fue quien tomó las fotografías del cadáver de Fátima. Abrió laboriosamente las muchas hebillas de su cartera y dejó sobre la mesa, de la que aún no habían retirado el mantel, un sobre grande y blanco. De más cerca se le veía que la piel atezada de la cara tenía un matiz terroso, y que sus ojos estaban enrojecidos y muy dilatados. Llamó al camarero y le pidió una copa de coñac.
—¿Usted no quiere?
El inspector movió la cabeza, señalando su taza de café. Ferreras se fijó en las tres botellas vacías de cocacola que había sobre la mesa.
—¿Sólo bebe café y cocacola? Así tiene esa cara de no dormir nunca.
—Usted tampoco parece haber dormido mucho.
—Pero yo es que estoy volado, voy siempre espídico, como si me hubiera puesto algo. —En el habla de Ferreras, como en su indumentaria, había un exceso irónico, una dosis de parodia aceptada de sí mismo, del aire de juventud o eficacia que sus palabras y su ropa o su moto atestiguaban—. Terminé de escribir esto a las ocho de la mañana, ya no atinaba ni a ver las teclas del ordenador.
El camarero trajo la copa de coñac y Ferreras bebió la mitad de un trago. En el aire quedó un olor crudo a alcohol. El inspector pidió una cocacola. Ferreras se pasó una mano por la cara, hundiendo luego los dedos en el pelo, que era gris y muy abundante, en un gesto involuntario de extenuación.
—Quería entregarle hoy mismo al juez el informe de la autopsia —dijo—. Esta copia la he traído para usted.
Iba a beber otro trago de coñac, pero aguardó a que el camarero trajese la cocacola, y cuando el inspector se la sirvió en el vaso con hielo hizo un ademán burlesco de brindis. Las personas muy reservadas lo ponían nervioso, le daban un sentimiento desagradable de desventaja. A él le costaba mucho permanecer callado, y suponía con resignación que su locuacidad lo dejaba siempre en inferioridad de condiciones. Ahora mismo, por ejemplo, el inspector lo miraba en silencio, bebiendo a sorbos cortos su cocacola, y aunque era indudable que le urgía conocer las novedades de la autopsia no mostraba impaciencia: era él mismo, Ferreras, que lo sabía ya todo, el que estaba nervioso, el que no podía seguir conteniéndose. Después pensó, según fue tratándolo más, que la atención del inspector no era menos intensa que la suya, pero procedía de una conciencia mucho más retirada hacia adentro, como de un lugar donde el inspector siempre estuviera solo, una casa en la que no recibía jamás visitas de nadie.
—No la violó —dijo de golpe Ferreras, apurando el coñac—. En ningún momento se corrió, el malnacido. Ni rastro de semen, fuera o dentro de ella. Le desgarró la vagina, eso sí. Con los dedos, seguramente. Había un pelo púbico en su garganta.
—¿Y la sangre?
—Casi toda de él, menos la de la hemorragia vaginal, que a ella no le manchó la ropa, porque ya estaba desnuda.
—¿Es la misma sangre que había en el ascensor?
—Idéntica. Grupo cero. Se debió de cortar profundamente con algo.
—¿Le mordería la niña?
—No creo. No hay señales de resistencia. Ni escamas de la piel del individuo en sus uñas, ni pelos arrancados. Si le hubiera mordido habríamos encontrado algún residuo en los dientes de Fátima, y desde luego algo de sangre.
Pero la sangre estaba en el ascensor, una huella roja junto al panel de mandos, y también en la baranda de la escalera, y en la pared, casi la huella completa de una mano, como esas manos azules que se ven en las fachadas de algunas casas en las aldeas de Marruecos, dijo Ferreras, a quien su espléndida disposición de explorador sólo había llevado en su vida al norte de África, en los tiempos de los viajes en busca de hachís. De modo que su asesino no la había asaltado en la calle, sino probablemente en el ascensor, cuando Fátima volvió de la papelería. Debió de verla cuando rondaba el portal y entró al mismo tiempo que ella, y cuando el ascensor empezó a subir y la niña permanecía callada junto a aquel hombre en el espacio tan estrecho, con su caja de ceras y su cartulina bajo el brazo, él hizo un gesto que ella no entendió, que no la alarmó todavía, extendió la mano y pulsó el botón de parada y ya estaba sangrando. Con qué se habría cortado, dijo el inspector, cómo, y vio la mancha de esa misma mano en el hombro del chándal de Fátima, las manchas exactas de los cinco dedos, como en una impresión de huellas dactilares, la mano ensangrentada que se hincaría en la clavícula y en el hombro delicado de la niña, apretando los huesos tan frágiles, desgarrando luego, hendiendo.
—Intentaría penetrarla y no pudo —dijo Ferreras, en el tono más neutro que pudo obtener, pero no lograba controlar sus nervios, se pasaba la mano por el pelo rizado y gris y observaba de soslayo la manera metódica en que el inspector bebía su cuarta cocacola—. Les pasa algunas veces. Entonces la obligaría a que le hiciera una felación. Usó la navaja. La niña tiene una incisión muy clara en el cuello. Pero se controlaba: le clavó la punta menos de un milímetro.
Ninguno de los dos quería pensar de verdad en lo que estaba diciendo. Contrastaban pormenores, pero eludían imaginar las circunstancias que revelaban, el espanto cifrado en cada uno de ellos. La mano ensangrentada, los dos dedos que habían dejado sus señales indelebles en la parte posterior del cuello, la desgarradura en el sexo infantil, el pelo púbico, negro y rizado, adherido en el interior de su garganta. El inspector no quería detenerse a saber lo que habían visto los ojos claros y acerados de Ferreras en la mesa de autopsia, lo que habían tocado sus manos grandes y morenas, manos de reportero o de explorador y no de médico. Pensó conjeturalmente en una extraña cofradía de la que él y Ferreras eran miembros, pero a la que no le gustaba nada pertenecer: compartían un secreto y un recuerdo con el hombre que había asesinado a Fátima. Igual que los ojos de Ferreras, ahora enrojecidos y dilatados por la falta de sueño, por el espanto de lo que habían presenciado, los de ese hombre tendrían una expresión insondable, llevarían infinitesimalmente en el fondo de la pupila como un fogonazo la misma cara que no podía olvidar el inspector y que estaba inmovilizada en las fotografías, la cara que ni siquiera los padres de Fátima habían llegado a ver.
—Y por ahí anda —dijo el inspector, señalando a la gente que pasaba por la plaza, figuras con abrigos, tapadas por paraguas, inclinadas bajo la lluvia, empleados que regresaban a las oficinas o a los comercios después de comer y de adormecerse un rato en el sofá, una mujer con un carrito de niño forrado de plástico, un viejo con sombrero y bufanda que esparcía granos de trigo o migas de pan en el enlosado del centro de la plaza, atrayendo en un estrépito de aleteos a las palomas que abandonaban las copas de los aligustres y los hombros manchados de herrumbre de la estatua del general—. Por ahí anda el muy cabrón, en medio de nosotros, tan tranquilo, perfectamente seguro de que no tenemos nada para atraparlo.
—Tenemos sus huellas —dijo Ferreras, nervioso, alentado por la ira, echado hacia delante, apartando las botellas vacías de cocacola para dejar espacio a las hojas mecanografiadas de su informe—. Tenemos su sangre y su saliva, su pelo y su piel, la forma de las suelas de sus zapatos, y estoy esperando que me manden de Madrid el informe de su ADN. Ya no es posible ir por ahí sin dejar ningún rastro, usted lo sabe, inspector, tan sólo con ese pelo que había en la garganta de Fátima podemos identificarlo. Es fantástico, ¿no se da cuenta? En un pelo, en una limadura de uñas, en una gota de saliva, ahí está nuestra vida entera, más información de la que cabe en la biblioteca más grande del mundo, todo lo que uno es, lo que sabe y lo que no sabe de sí mismo, su origen y su destino, la enfermedad de la que va a morirse.
Pero nada de eso me sirve ahora, pensaba el inspector, asintiendo a las palabras de Ferreras desde la distancia clausurada en la que el otro lo veía, acordándose de las palabras del padre Orduña, busca sus ojos, su cara entre la gente, no su código genético ni su grupo sanguíneo y ni siquiera sus huellas dactilares, que ahora no sirven de nada porque lo más probable es que no esté fichado, busca sus ojos, su cara, el espejo de su alma, el espejo más turbio en el que puede mirarse nadie en la ciudad, ahora mismo, mientras el cadáver helado y recosido de Fátima yace no bajo tierra, sino en un frigorífico de aluminio, mientras vuelve a caer la lluvia como una restitución de los inviernos del pasado y las nubes son tan bajas y oscuras que ya se han iluminado algunas ventanas en la plaza, los neones de las oficinas y de los comercios, de los despachos de la comisaría.
Alguien sale ahora, clandestino y vulgar, alguien joven, de veintitantos años, con el pelo negro y rizado, fuerte, con una sangre de tipo cero fluyendo por sus venas, con manos anchas, de dedos cortos y fornidos, con huellas dactilares nítidamente dibujadas en los informes de la policía, con la misma exactitud con que está registrado el dibujo de las suelas de los zapatos del número cuarenta que tal vez sigue llevando ahora, y que confirman que no puede ser muy alto, uno sesenta y tantos, asegura Ferreras, haciendo un gesto excesivo con las manos, como para moldear en el aire una figura de yeso, alguien que fuma Fortuna, que debe de tener los dedos manchados de nicotina, por el número de colillas que dejó en el terraplén, filtros marcados por sus dientes, manchados y reblandecidos por su saliva, en la que hay trazas de alcohol, alguien que se parece a cualquiera pero que no puede ser del todo idéntico a los demás, habrá en su presencia un rasgo que lo delate, uno solo, tan indudable como los detalles de su código genético, la expresión de su cara, el brillo de sus ojos, pero la cara es un espacio vacío, una cara borrada o tachada, alguien camina ahora mismo por la ciudad y tal vez cruza con andares furtivos y lentos la misma plaza en la que el inspector y Ferreras miran la llegada prematura del atardecer y tiene manos y zapatos y pelo y huellas dactilares y guarda un paquete de cigarrillos rubios y tal vez una navaja pero no puede ser identificado ni reconocido porque aún no tiene cara, ni siquiera las facciones rudimentarias y amenazadoras de un retrato robot.
—Mire quién va por ahí. —Ferreras, al hablarle, le distrajo de sus cavilaciones sombrías, como si le obligara a abrir los ojos, a despertar de un sueño; le señalaba a una mujer que estaba cruzando la plaza a la altura de la estatua, el inspector no la distinguía porque en ese momento el paraguas le tapaba la cara—. Susana, Susanita Grey. Tenía que haberla conocido cuando llegó a esta ciudad, hace no sé cuántos años.