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Fumaba frente a la ventana de la sala de profesores, mirando con indiferencia la lluvia, el tráfico, los edificios del otro lado de la calle, bloques de pisos sin orden que ahora rodeaban la escuela, balcones y cocinas con cierres de aluminio y terrazas con ropa tendida, todo surgido en no mucho más de una década, más o menos en los últimos quince años, pues cuando ella llegó a la ciudad la escuela era un edificio solitario en un descampado, un poco más allá de las últimas casas, que ahora habían desaparecido sin dejar rastro, casas blancas, rurales, próximas a la carretera del cementerio, cuyas tapias y cipreses veía ella contra el azul de la lejanía y de los olivares desde las ventanas de la primera aula en la que dio clase, en otro septiembre lejano que recordaba muy distinto a los septiembres tórridos de ahora, un septiembre de lloviznas, de amarillos intensos en los campos donde todavía quedaban los tallos cortados del trigo y de la cebada. Cerca de la escuela había existido un arcaico molino de aceite que ella no recordaba cuándo desapareció, y desde el que llegaba en invierno un olor muy fuerte a aceitunas machacadas. En ese tiempo, por septiembre, aún se veían mulos y burros cargados con cestas rebosantes de uvas negras y rubias, aunque no habían pasado tantos años como la memoria sugería, y los cambios no habían sido tan súbitos, tan de la noche al día como ella ahora pensaba, esperando la llegada de aquel policía a quien ya creía habérselo dicho todo, firme y aburrida frente a la ventana desde la que ya no podía ver las tapias ni los cipreses del cementerio, ni las bajas casas blancas en las que se había fijado con una anticipación de desaliento la primera vez que llegó a la ciudad, en el coche de línea de Madrid, al final del verano en que había ganado las oposiciones. Con veintidós años, le parecía mentira, empezándolo todo, su vida como maestra, su matrimonio, su embarazo, en el principio de casi todas las cosas y sin ninguna costumbre, todo era novedad, incertidumbre y sorpresa, el piso adonde se mudaron olía a pintura y a yeso fresco, cada salida a la ciudad era una exploración, cada uno de los niños que se sentaron delante de ella en los pupitres el primer día de su primer curso era un enigma que la conmovía y la desconcertaba.

Se había casado un par de semanas antes de viajar a la ciudad y aún le extrañaba, al frotarse las manos, encontrar la alianza en su dedo anular, decir «mi marido» cuando hablaba con alguien, verse a sí misma de pronto, sin haberlo pensado mucho, como una mujer definitiva, ya hecha, con toda una vida por delante, como se decía, pero una vida regulada, con ciertas seguridades que su imaginación todavía no había aprendido a calibrar, en parte porque la asustaban, la seguridad de un empleo que le duraría hasta que se jubilara, el término formulario pero también abrumador que el juez había señalado para su matrimonio, hasta que la muerte os separe, era demasiado joven para haber adquirido una idea tan desproporcionada de duración. Aún contaba el tiempo por veranos y cursos, por vacaciones y períodos de exámenes, y aquel mismo año, mientras se sometía al tormento de las oposiciones, había sentido que vivía igual que siempre, un mes de junio de calor y de noches en blanco estudiando apuntes, y mientras estudiaba no se le ocurría pensar que aquellos exámenes no eran iguales a los que había preparado desde que tuvo uso de razón, que si aprobaba obtendría un beneficio más práctico que las buenas notas, un documento en toda regla de entrada en la vida adulta, en la vida práctica de la gente que trabajaba para ganarse la vida y se casaba y tenía hijos.

Apagó con cuidado el cigarrillo en el cenicero que sostenía en la mano izquierda, sin apartarse todavía del ventanal, aunque había creído escuchar unos pasos que podían ser los del inspector, fuertes pasos masculinos en el pasillo ancho y vacío del colegio, desalojado ya por los niños y sin embargo de algún modo ocupado todavía como por un rescoldo de tumulto, de gritos y pasos y pisotones veloces en las escaleras, por un residuo de olores infantiles y adolescentes en el aire, que a ella le parecía, al respirarlo, un aire gastado o cansado, tan gastado como el mobiliario o los libros o las instalaciones sanitarias, tan cansado como todos ellos, los maestros, más exhaustos al final del día por comparación con la incontrolable energía física de los alumnos. Todas las tardes, a esa hora, cuando se disponía a salir de la escuela cruzando corredores a oscuras y bajando escaleras desiertas, notaba en sí misma un cansancio gradual que no era exactamente físico, ni tampoco por completo moral, una mezcla de extenuación antigua y desaliento íntimo que solía durarle hasta que llegaba a casa, al lugar donde ahora, desde unos meses atrás, no vivía con nadie. Muy sensible a la calidad de las cosas materiales que la rodeaban, le parecía que su cansancio era más bien un deterioro semejante al de los objetos que veía en la escuela y que tocaba con sus manos, todos ellos sometidos a un desgaste lento como el de la erosión del mar, a una especie de involuntaria y aceptada postergación de la que sólo ella parecía darse cuenta. Se había vuelto hacia la puerta de la sala de profesores, suponiendo que quien apareciera en ella iba a ser el inspector, pero los pasos continuaron, alejándose ahora, y la leve decepción que sintió, la irritación todavía en ciernes de seguir esperando, le hizo ver con mayor agudeza el lugar donde llevaba pasadas tantas horas muertas de su vida, donde había asistido a tantas reuniones, claustros, conspiraciones, murmullos, tragedias vulgares y secretas, donde había llegado con una mezcla de expectación, pavor e ilusión más de quince años antes, cuando era una mujer muy joven y llevaba en su vientre sin saberlo aún el embrión de una vida humana. Vio la vulgaridad aplastante que ni siquiera ella era capaz de advertir siempre con tanta precisión, los cuadros horrendos de payasos o de jarrones de flores pintados muchos años atrás por alumnos de lo que ahora se llamaba Expresión Plástica y no descolgados nunca, la fotografía enmarcada y descolorida de los reyes que ya estaba allí la primera vez que ella llegó, los calendarios de propaganda de una papelería, los estantes con libros de texto viejos o haces de exámenes o de expedientes, la máquina de escribir que aún no había sido desplazada por la aparición reciente de un ordenador, igual que la fotocopiadora no había logrado desplazar del todo al papel carbón. Ceniceros de plástico amarillo con la insignia de Ricard o Cinzano, carteles atrasados de Semana Santa: cada cosa un agravio personal, un testimonio del paso traicionero del tiempo, igual que el dolor en la espalda, que las arrugas lineales a los lados de los ojos y la grasa bajo la piel de las caderas y de los muslos, un agravio y en el fondo una claudicación de la voluntad, un rendirse al fatalismo del tedio y el envejecimiento.

En el espejo de la polvera examinó el brillo de sus ojos y el estado de la línea oscura que le subrayaba los párpados, y mientras se pasaba la barra de carmín por los labios encontró en sus pupilas una expresión de desafío hacia sí misma: qué estás haciendo aquí, dijo, y al principio esa pregunta tenía el mismo sentido general que otras veces, qué estaba haciendo en la ciudad a la que ya nadie ni nada la ataba, pero bruscamente, cuando de nuevo unos pasos se acercaban hacia la sala de profesores, la pregunta adquirió una precisión inesperada, urgente, contra la que ella misma no acertó a defenderse, qué hacía a esa hora y en ese lugar, esperando a alguien que tardaba mucho y en quien no había pensado ni una sola vez como en una persona real, sino como en una figura abstracta o en la encarnación de una tarea, la policía, el inspector que investigaba el asesinato de Fátima: había hablado una sola vez con él, o más bien había contestado a sus preguntas y lo había mirado escucharla, había advertido su condición indudable de forastero, que en aquella ciudad tan cerrada era enseguida evidente, y con la que ella de manera automática se identificaba, se había fijado en su forma de vestir, también ajena a la ciudad, porque llevaba una ropa y un calzado propios de otras tierras más acostumbradas al confort del invierno, a la asiduidad de la lluvia, un anorak fuerte, forrado, de tela impermeable, como de trato habitual con la intemperie, con el viento marítimo, unos zapatos recios y austeros de caminar por bosques. Y ahora revisaba en el espejo la línea de sus ojos y se pintaba otra vez los labios porque estaba esperando a ese desconocido, tal vez no porque le pareciera atractivo, sino porque era forastero y no tenía aspecto de acomodarse con facilidad a la ciudad, y eso la hacía imaginarlo vagamente parecido a ella.

Había oído en una de las conversaciones de la sala de profesores que el inspector prácticamente acababa de llegar, y alguien bajó el tono de voz y dijo saber, de buena tinta, que lo habían trasladado con urgencia desde el País Vasco, y que su destino en una ciudad tan pequeña era tal vez un castigo por algo. Pero ella se resistía a participar en aquellas conversaciones, en parte porque el horror y el sufrimiento por el asesinato de la niña eran demasiado íntimos como para aceptar la degradación morbosa de los rumores y los chismes, en parte también porque sentía un impulso muy fuerte de desprenderse de todos los lazos cotidianos con la escuela y con la ciudad, una urgencia de ir preparando la partida, de solicitar un traslado y concederse a sí misma el privilegio de huir antes de marcharse, aquel estado de espíritu que en otros tiempos se apoderaba jovialmente de ella en vísperas de los viajes, en el principio de aquella vida que había comenzado a los veintidós años, con su título de maestra y su anillo de recién casada, con su hijo todavía embrionario y secreto creciendo como un organismo primitivo en su vientre.

Se había dado a sí misma un plazo inapelable, una tregua que ya no renovaría más, como había hecho otras veces, tantos años, a principios de curso, en los días todavía muy calurosos de mediados de septiembre, cuando llegaba a la escuela y encontraba esperándola el mismo olor peculiar que había dejado allí a finales de junio, el olor de tiza y de sudores infantiles, y con él los mismos pasillos y aulas un poco más envejecidos y abandonados, los mismos patios en los que pasaría tantas mañanas más vigilando el recreo de los pequeños, los alumnos más grandes, más altos ya que ella, los de los últimos cursos, desconocidos, aunque años antes ella les hubiera enseñado a leer y limpiado los mocos, adiestrándose ahora en la brutalidad, bajando las escaleras como caballos a galope y apartando a empujones a los pequeños, quienes también, unos años más tarde, se convertirían en lo mismo que ellos, adolescentes con bozo y entrecejo, con granos en la cara, con pantalones abolsados, camisetas anchas y flojas y botas deportivas negras, idénticos a los adolescentes de las series americanas de la televisión, oscilando al caminar como ellos, algunos, los más audaces, con gorras de béisbol vueltas del revés, mascando chicle en clase, con las piernas abiertas y el cuerpo desmadejado en el pupitre, igual que habían visto en la televisión.

Se había prometido o exigido a sí misma que aquél sería su último curso en la ciudad, que intentaría mover influencias antiguas para conseguir el traslado a Madrid, pero el primer día del curso, en la sala de profesores, mientras conversaba otra vez con las mismas palabras con los mismos compañeros del año anterior, un poco más viejos, todavía bronceados, pensó que no iba a aguantar otros nueve meses de su vida en aquella escuela y en aquella ciudad, en la que tenía la sensación de haber vivido en vano tantos años, sin obtener nada a cambio de tanto tiempo, casi la mitad de su vida, su vida adulta íntegra, porque había terminado enseguida la carrera y al año siguiente de conseguir el título de Magisterio había aprobado las oposiciones. En lugar de solicitar una plaza cerca de Madrid secundó con más docilidad que entusiasmo el propósito de su novio, que quería que se establecieran en la misma ciudad donde él había nacido, donde había tantas cosas que hacer, aseguraba él, iluminado y ambicioso, cargado de proyectos y de principios, de ideas inapelables sobre lo injusto y lo justo, sobre la pareja y la familia y la paternidad y los negocios, sobre cada aspecto de la vida humana, de la historia, de la política, de la moral, tenía él una opinión firme y taxativa, y también, desde luego, sobre el oficio de ella, que se había hecho maestra un poco por casualidad y tenía un alma demasiado práctica como para alimentarse con el tipo de abstracciones y de proselitismos pedagógicos que tanto le gustaban a él, y que deseaba aplicar igual de fogosamente en la escuela y en la educación de los hijos, cuando los tuvieran, cuando lo hubieran visto claro los dos, pues no era partidario de fiar nada a la casualidad o a la improvisación, al espontaneísmo, decía, y ese carácter concienzudo y meticuloso a ella le hacía sentirse frívola por comparación, le inspiraba algo parecido a un sentimiento de culpa, una sospecha de no estar a la altura de las convicciones tan sólidas de él, igual que no se consideraba a la altura de su inteligencia.

Hubiera querido casarse, si no de largo, al menos sí de blanco, con falda corta, tacones altos y medias de seda, y en el fondo de sí misma no le habría importado casarse por la iglesia, pero desde luego no le dijo nada de eso a él, que también tenía ideas claras y estrictas sobre la ceremonia nupcial, y cuando su madre o su padre formularon un principio de queja se indignó con ellos y se puso de parte de quien iba a ser su marido con una convicción agresiva, como si al defenderlo a él tan celosamente estuviera defendiendo su propia independencia personal y disipando sus incertidumbres más inconfesadas. De modo que se casaron en un juzgado, delante de un juez que ostensiblemente no creía en el valor de aquella ceremonia impía y que les dio una imitación fogosa de sermón eclesiástico, y a continuación, aturdidos y descorazonados por la rapidez del trámite, salieron a la calle prácticamente empujados por un funcionario judicial, pues había muchas parejas y grupos de invitados esperando, mujeres gordas con pamelas que se reían a carcajadas tirando puñados de arroz, todo con un desasosiego de ambulatorio de la Seguridad Social, con una prisa y una desgana de trámites que a ella le depararon una congoja invencible en el pecho, un violento deseo de encerrarse a llorar allí mismo, en los lavabos del juzgado, donde los carteles de hombres y mujeres estaban escritos a bolígrafo sobre una hoja de papel y pegados a las puertas con cinta adhesiva.

Ahora, a los treinta y siete años, descubría cosas de sí misma que habían afectado mucho su vida sin que ella las hubiera comprendido o aceptado, y muchas veces ni siquiera percibido, por ejemplo el modo en que influían sobre ella los detalles menores, la fealdad o la belleza de los lugares o de los objetos que la rodeaban, la pena horrenda que le dieron aquellos carteles escritos a bolígrafo y pegados de cualquier modo sobre las puertas de los lavabos, lo que había de aceptación incondicional e inadvertida de los peores horrores y claudicaciones en el abandono de ciertos detalles, en la negligencia de las cosas diarias: en invierno, en una de las mesas camilla de la sala de profesores, algunas maestras, durante el recreo, se tomaban un vaso de colacao con galletas que habían traído de casa envueltas en papel de aluminio, se abrigaban con las faldillas para recibir el calor del brasero eléctrico y mojaban las galletas en los vasos, y eso a ella le producía una desolación desde luego ridícula, pero muy intensa, como la que había sentido después de su boda al experimentar ciertos pormenores de la intimidad conyugal, al descubrir que su marido no solía vaciar la cisterna después de orinar, por ejemplo, una desolación que difícilmente podría confiar a nadie y la hacía sentirse un poco culpable, sospechosa de frivolidad ante sí misma, ante la rectitud austera de su marido.

Él la había traído a su ciudad, donde pensaba ejercer el oficio de alfarero en el taller que había heredado de su padre: al cabo de no mucho tiempo él la había dejado sola en ella, sola con el niño que había nacido justo al final de su primer curso como maestra, y que no había cumplido tres años cuando él se marchó, recto y torturado siempre, explicándolo todo, con aquella temible determinación de sinceridad que excusaba toda delicadeza. La nueva vida de pronto era otra vida, una ofuscación de soledad y trabajo, de escarnio de haber sido dejada y sobresalto de posibles regresos, angustia de noches a solas con el niño enfermo, de minutos aguardando por la mañana a que llegara la chica que iba a quedarse con él, de salir a toda prisa de una reunión en la escuela para recogerlo de la guardería, para llevarlo a urgencias a las cuatro de la madrugada, porque parecía que se asfixiaba en la cuna y la fiebre no le bajaba.

Y ahora, si tenía nostalgia de algo, no era de su juventud ni de las ilusiones de entonces, de lo que se había roto para siempre al acabar su vida conyugal —una candidez en gran medida inaceptable para alguien adulto, una predisposición de credulidad y confianza que ya no recobraría nunca más—, sino de la pura sensación de novedad, de vida abierta y recién comenzada, lo mismo en la ternura que en el dolor, en la alegría que en el miedo: cuando ella llegó a la ciudad el mundo no estaba usado, como ahora, ni era previsible, ni podía ser tolerablemente manejado a base de desengaño y astucia. Las cosas surgían y cambiaban de un día para otro, la llegada del primer invierno en aquella ciudad y en las habitaciones del primer piso que tuvieron alquilado era el principio excitante de una estación nueva, de una vida que olía a cosas recién hechas, a habitaciones recién pintadas, a madera fresca de muebles, el olor que empezó a notar entonces cuando volvía de la escuela y que enseguida identificó como un rasgo y a la vez un símbolo de la nueva vida.

Nada pesaba sobre ellos, nada era del todo seguro ni definitivo, habían montado una estantería a base de tablones alzados sobre ladrillos, usaban como mesas de noche dos sillas viejas que ella había traído de la escuela, aprendían a cocinar con el libro de Simone Ortega, aunque él nunca tuvo paciencia ni paladar para las comidas laboriosas que a ella le gustaban, y lo mismo las habitaciones del piso que las horas del día tenían para ellos utilidades en gran medida intercambiables, y podían quedarse hasta el amanecer charlando y fumando con algunos amigos (Ferreras y su novia de entonces, sobre todo, la mosca muerta del pelo sucio y el pecho plano, pensaría luego con rencor tardío y del todo inútil), y levantarse a las tres un domingo, y hacer el amor en la cocina con un arrebato de urgencia o pasar una tarde entera defendiéndose del frío muy abrigados en la cama, leyendo a la luz nublada de invierno.

Con su primer sueldo pagó el primer plazo de un gran equipo de música, casi el único mueble sólido o valioso que había en la casa, brillante de botones plateados y de agujas indicadoras que oscilaban como las de los sismógrafos, en aquellos tiempos anteriores a las tecnologías digitales. Tenían unos pocos discos, un Carmina Burana que a él le gustaba mucho, hasta el punto que se entusiasmaba y hacía ademanes como de cantar en el coro o dirigir la orquesta, un doble de los Beatles, algo de música sudamericana, que aún no había caído en el descrédito. Pero había un disco que a ella le gustaba por encima de todos, y que aún se sabe de memoria, aunque hace tiempo que no lo escucha, una selección de canciones de Joan Manuel Serrat que procuraba oír cuando él no estaba, no porque la criticase abiertamente, sino porque sonreía con cierta condescendencia, una sonrisa que era de esos gestos singulares que resumen un carácter y alertan sobre él, de desdén y de paciencia, de incansable vocación pedagógica. De ese disco a ella le gustaba sobre todo una canción, Tiempo de lluvia: le parecía que hablaba justo de aquel otoño de su vida, el de los veintidós años y el comienzo de todo, un otoño lento, de cielos limpios por las mañanas y atardeceres nublados y con viento, cuando lo más dulce de todo era entrar de noche en la cama y notar el roce ya cálido y agradecido de las sábanas sobre la piel, libre ahora del sudor del verano, más sensitiva, renacida, con un exceso de sensibilidad que ella aún no atribuía al embarazo, a la brizna de vida que crecía en su vientre. Tardes de lluvia en las que el sol volvía cuando ya se esperaba el anochecer, después de la oscuridad engañosa del nublado: miraba desde la ventana, aún sin cortinas, la lluvia resplandeciendo al sol oblicuo del atardecer, y al volverse hacia el interior de la habitación casi vacía estaba viendo el mismo lugar que retrataba la canción:

Es tiempo de lluvia,

de vivir de beso en beso

entre paredes de yeso

y dejar los días correr…

La canción estaba hecha para ella, para aquel septiembre y aquella tarde exacta en la que aún ignoraba que iba a tener un hijo a finales de la siguiente primavera, que sería así la estación inaugural de su maternidad, igual que el otoño estaba siendo la de su ingreso en el trabajo y en la vida conyugal. Es tiempo de lluvia, seguía escuchando, cantaba ella también, muy quedo, tiempo de amarse a media voz.

Tampoco tenía, después de separarse, mucha nostalgia sexual: guardaba en su corazón como yacimientos de confusa ternura que prefería no recordar con detalle, y desde luego no echaba de menos a quien fue su marido, incluso le resultaba desagradable pensar en la posibilidad real de acostarse alguna vez con él, o la aparición fugaz en su conciencia de alguna escena sexual de hacía diez o quince años. Gradualmente, según fue venciendo el horror y la humillación del abandono, fue comprendiendo que en realidad él no había sido nunca un amante memorable, ni siquiera en los primeros tiempos, en el primer otoño de la nueva vida, en la ciudad nueva para ella. De algo sí tenía nostalgia: la sensación cálida, incrédula, secreta al principio, de estar embarazada, era la novedad máxima que resumía y exaltaba a las otras, que las envolvía en una dulzura también nueva, jamás sentida por ella hasta entonces, y desde luego absolutamente personal, porque ni siquiera tenía la sensación de compartirla del todo con su marido. Era una dulzura en cuya naturaleza estaba el no poder ser compartida sino con quien aún tardaría siete meses en nacer, una felicidad que nada amortiguaba y que ni siquiera disminuía ni se desgastaba con el paso del tiempo, ni cuando se convertía en una noticia familiar.

—Pero de pronto él no quería que tuviéramos al niño —le dijo una tarde al inspector, unos dos meses después de que se encontraran en la sala de profesores de la escuela, cuando ya se había acostumbrado a hablarle sin que él le hiciera preguntas ni le contara muchas cosas, tan sólo le ofrecía una atención silenciosa y concentrada—. Dijo que era demasiado pronto, que rompía todos nuestros planes. Que ninguno de los dos estábamos emocionalmente maduros para asumir la paternidad. Las palabras de entonces. Las palabras parece que son verdaderas y exactas y luego resulta que llegan y se van como las canciones del verano.

Ni siquiera tenía nostalgia de su hijo, que había dejado de vivir con ella al final del curso anterior, el que Fátima terminó con las mejores notas de toda la clase, seria y sonriente al recogerlas, feliz, avergonzada de su propia excelencia, por un escrúpulo de timidez o pudor. Su hijo tenía catorce años, medía uno noventa, se afeitaba todos los días y dejaba la cuchilla sucia y el frasco de espuma de afeitar abierto en el lavabo. No limpiaba el váter después de orinar, y solía olvidarse de tirar de la cadena. Que ahora ya no viviese con ella era un alivio inconfesable, que también tenía, como de costumbre, su parte de culpabilidad. No echaba de menos al adolescente que se había ido a vivir temporalmente con su padre dejándola sola por segunda vez en aquella ciudad que no era la suya. Pero tenía una nostalgia muy intensa del niño que había sido desde que lo sintió por primera vez latir y moverse en su vientre hasta que tuvo nueve o diez años, y ahora se daba cuenta de que en su nostalgia había una parte de luto porque esa edad que ella añoraba en su hijo era la misma en la que la muerte había detenido para siempre a Fátima. No había diferencia, no contaba para nada el vínculo de la sangre. Muerta la niña, miraba sus trabajos escolares y su pupitre vacío con un hondo luto de orfandad, como si también a ella le hubiesen arrancado de la vida a su hija.

Estaba tan ensimismada que cuando sonó el timbre del teléfono le provocó un sobresalto de angustia y urgencia idéntico al de la alarma de un despertador. Con torpeza, como quien ha sido despertado bruscamente, descolgó y preguntó quién llamaba y al principio no reconoció la voz del inspector. Había ocurrido algo, le dijo, le iba a ser imposible visitarla en la escuela, tal vez a ella no le importaría ir a su despacho, a cualquier hora de la tarde, estaría esperándola.