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Una mujer enlutada, de unos sesenta años, con aire de infortunio y de iglesia, con tacones chatos y torcidos, esperaba sentada en un banco, en el vestíbulo de la comisaría, sosteniendo entre las manos un bolso pequeño y negro como si fuera un misal, nerviosa y rígida, atenta a la puerta acristalada de la calle, donde golpeaba la lluvia, y donde aparecían de vez en cuando siluetas de policías que entraban cerrando los paraguas y sacudiéndoles el agua, maldiciendo el tiempo. Cada vez que llegaba alguien de paisano, la mujer imaginaba que sería el inspector jefe, y miraba interrogativamente al guardia sentado tras la mesa de recepción, que le hacía un gesto aburrido con la cabeza: ya se lo había dicho, el inspector jefe podía tardar mucho, incluso era posible que esa tarde ya no volviera, últimamente andaba siempre en la calle, le dijo a la mujer, ¿no veía ella la televisión?, ¿no leía los periódicos? El policía, grande y pesado, con la gorra algo echada hacia atrás y los codos sobre la mesa, como abarcando las anchas hojas del libro de entradas y salidas y el cenicero de cristal lleno de colillas, consideró a la mujer desde el otro lado del humo lento de su cigarrillo: no, no tenía mucha pinta de enterarse de nada, parecía una de esas mujeres rudas y enlutadas que vienen de los pueblos de las cercanías a hacer compras o a sacarse el carnet de identidad y se asustan del tráfico y se dejan intimidar por los modales de los funcionarios, sobre todo si llevan uniforme. Con la espalda recta contra la pared, bajo un cartel con fotografías de terroristas, con las rodillas juntas bajo su falda de luto y los tacones torcidos e idénticos, en esa actitud concentrada de inercia y determinación de las personas habituadas a esperar siempre, la mujer miraba la puerta de cristales tras la que se escuchaba la lluvia y el reloj donde la aguja de los minutos parecía avanzar de vez en cuando a espasmos casuales, y apretaba en el regazo su bolso negro, sujetándolo con dedos fuertes y romos de manejar herramientas y recoger aceituna.

—Y entonces, ¿dice usted que el señor inspector vendrá sobre las cuatro?

—Señora, no se ponga pesada, que parece que no oye lo que le digo. —El guardia se caló la gorra, como para acentuar su posición oficial, y aplastó imperfectamente un filtro muy chupado entre las colillas del cenicero—. En estos días el inspector jefe no tiene horarios, ni nadie de nosotros. No sé si se da usted cuenta de que estamos buscando a un asesino. ¿No ve usted los telediarios?

Imaginaban un fantasma al que habían dotado con todos los atributos abstractos de la crueldad y el terror, y al mismo tiempo sabían, aunque difícilmente aceptaban pensarlo, que no era una sombra de película en blanco y negro, ni uno de los tenebrosos ladrones de niños de las leyendas de otros tiempos, sino alguien idéntico a ellos, soluble en las caras de la ciudad, escondido en ellas, tal vez alguien que había mantenido conversaciones sobre el crimen con sus vecinos o sus compañeros de trabajo, que se había unido a la gran multitud silenciosa que acompañó al ataúd blanco de Fátima hasta el cementerio. Toda la ciudad se había congregado allí, desbordando la avenida de cipreses y la explanada de acceso, en la que se oían, en medio del silencio, los chasquidos de las cámaras de los fotógrafos, los motores de las cámaras de vídeo de los telediarios, una muchedumbre de rostros serios, abatidos, abrumados por la incredulidad de que un crimen semejante hubiese ocurrido en la ciudad, entre ellos, no en la televisión, no en uno de esos programas de sucesos sangrientos, sino en la misma realidad en la que ellos vivían, en las calles por las que caminaban, vinculados desde ahora sin remedio a la irrupción de la salvaje crueldad que había aniquilado a Fátima. Conocían a la niña, tenían hijos o hijas en la misma escuela a la que iba ella, habían sido compañeros de su padre en alguno de los trabajos esporádicos a los que se dedicaba, eran parientes suyos, o de su mujer, o podían contar que la conocían del vecindario, o de charlar con ella en una tienda. Hay una vanidad sórdida en la cercanía de una desgracia, como en la de un éxito: se dilucidaban parentescos, se aseguraban conexiones confidenciales con la familia, o con la policía o las oficinas judiciales, cualquiera conocía al forense o al empleado municipal que había encontrado por casualidad el cadáver, se contaba en algún puesto del mercado, como de buena tinta, que acababa de llegar un inspector nuevo de Bilbao o de Madrid a hacerse cargo de las investigaciones, un hombre de grandes conocimientos científicos que iba a descubrir al asesino gracias únicamente al análisis de la saliva que impregnaba las colillas halladas cerca del cadáver de Fátima, o por unas huellas de sangre o un simple cabello, había tales adelantos ahora en los laboratorios de la policía que un pelo o una huella dactilar o una gota de saliva bastaban para identificar a alguien y llevarlo a la cárcel.

Volvían a bajar a los jardines de la Cava, adonde ya sólo acudían algunos viejos y algunos drogadictos, y donde las noches de los fines de semana acampaban cuadrillas de adolescentes que se emborrachaban con vino barato, con litronas de cerveza, con botellas de licores dulzones y mortíferos: ahora bajaban a los jardines los vecinos de otros barrios con la intención de ver el sitio exacto del terraplén donde había aparecido el cadáver, pero una cinta de plástico amarillo cerraba el paso, y un policía estaba de guardia permanente, porque el inspector llegado de Madrid o de Bilbao y el forense continuaban la búsqueda de posibles huellas, contaban que con brochas diminutas rastreaban centímetro a centímetro la tierra y apartaban las agujas secas de los pinos, que tomaban fotografías con cámaras especiales para descubrir las impresiones de suelas de zapatos, tan invisibles y sin embargo tan delatoras como las huellas dactilares. Pero pasaron los días y ninguno de los rumores fantásticos que circulaban por la ciudad llegaba a convertirse en noticia, y el número de periodistas, de fotógrafos y cámaras de televisión que montaban guardia frente a la puerta de la comisaría comenzó a disminuir, al principio de una manera imperceptible, hasta que un día ya no quedó en la plaza ningún coche con una pequeña antena parabólica sobre el techo y el escudo en colores violentos de alguna cadena de televisión pintado en la carrocería. En la falta absoluta de novedades era posible imaginar la inminencia de algún hallazgo definitivo: la policía tenía una pista segura pero guardaba silencio para atrapar al asesino, habían detenido a alguien y se lo habían llevado en secreto a otra ciudad para evitar que lo lincharan. Pero los periodistas se marcharon al mismo tiempo que comenzaba la lluvia y la ciudad ingresaba en un invierno de cielos grises y nieblas como los de muchos años atrás, y quienes tuvieron la curiosidad de bajar a los jardines de la Cava en busca del lugar del crimen encontraron la cinta de plástico amarillo de la policía desbaratada por el viento y enredada entre los setos y los troncos oscurecidos de los pinos, y ya no pudieron saber cuál era el sitio exacto donde estuvo el cadáver ni tuvieron ocasión de merodear en busca de rastros no hallados por la policía ni de reliquias de la muerte de Fátima, porque la lluvia había empapado la tierra y arrastrado las agujas de los pinos acumuladas en los años de sequía, llevándoselo todo ladera abajo hacia la tierra oscura y porosa de las huertas, hacia las acequias ahora crecidas en torrentes que inundaban los viejos cauces secos y las hondonadas de los olivares.

Alentados por la extrañeza de aquel invierno de neblinas y largas noches de lluvias tan parecido a los inviernos que recordaban los viejos, vivían como en un tiempo denso de pasado, y en él la niña se convertía en una muerta de leyenda antigua de crímenes, de estampa primitiva de santidad y martirio, y el asesino no era un hombre como ellos, un conciudadano turbio y vulgar a quien muchos reconocerían cuando lo detuvieran, sino una sombra nítida y sin rasgos, un fantasma que había actuado sin dejar señales de su improbable consistencia material, huellas dactilares o impresiones de suelas de zapato, filtros de cigarrillo rubio, manchas de sangre y de saliva. No había nada, empezaban a pensar, no lo hallarían nunca, aquel inspector recién llegado iba a volverse a Madrid con todos sus aparatos inútiles en el equipaje, con sus brochas de rastrear la tierra, sus bolsitas de plástico, sus cámaras fotográficas especiales, su arrogancia de policía científico.

Acataban la cualidad indescifrable del crimen, el fatalismo de la invisibilidad que se había tragado a Fátima durante treinta horas y en el que simultáneamente desapareció su asesino. Pero no es posible desaparecer así, sin dejar el menor rastro, sin que quede un solo recuerdo, el testimonio de alguien, sin que nadie haya visto, se haya fijado en algo, haya presenciado una parte mínima o un indicio de lo que ocurrió en esa calle tan estrecha, en una distancia de no más de cien metros, entre la papelería y el portal, entre el adiós distraído de la dueña y la ligera alarma y luego el pánico gradual del padre: la acera angosta, los coches mal aparcados, montados sobre ella, tan cerca los unos de los otros que no dejaban espacio para pasar, las tiendas en las que los policías fueron entrando una por una, haciendo siempre las mismas preguntas con una monotonía y una paciencia invariables, mostrando la foto de Fátima, apuntando cosas en sus cuadernos de notas, cosas inútiles, tan repetidas y previsibles como las preguntas, sí, conocían a Fátima, la veían pasar por la mañana y a la salida de la escuela, no vieron nada especial esa tarde, no recordaban haber visto a nadie sospechoso, seguro que se habrían fijado, en el vecindario se conoce todo el mundo, aquí todos somos gente de bien.

Pequeñas tiendas de un barrio no muy próspero, la lechería, la tienda de ultramarinos, la de chucherías, que se llenaba de niños a la salida de la escuela, la pastelería, donde Fátima había comprado un bollycao en la mañana del día de su desaparición, todos la conocían, todos recordaban lo dulce y lo bien mandada que era, algunos eran capaces de contar cosas nimias ocurridas hacía tiempo, la bolsa de globos que compró Fátima en la tienda de chucherías para su cumpleaños, la hoja de papel en la que llevaba siempre apuntadas a la tienda de ultramarinos las pequeñas compras que le encargaba a deshoras su madre. Había como una voluntad común de recuerdo de Fátima, de ternura herida, incluso de agravio vengativo, un instinto unánime de mostrar a quienes no la habían conocido la calidad de su inocencia, el horror de un crimen que se parecía al de los martirios antiguos de niños, a las historias de hombres del saco y de ladrones de vísceras o de sangre infantil. La recordaban, en algunas tiendas tenían clavada en la pared la foto en color que publicó una revista, y la cara de Fátima cobraba enseguida un aire de martirio religioso y abstracto, de lejanía en la muerte, con ese punto de desfallecimiento en la mirada y en la sonrisa que adquieren los muertos de las fotografías. Contaban cosas, se corregían entre sí, detallando exactitudes, maldecían, vindicaban la pena de muerte, la ejecución inmediata del asesino, echaban el cierre a las tiendas en las noches de frío y lluvia que llegaron con el invierno y miraban hacia la oscuridad del fondo de la calle con aprensión de vigilancia, recelando de los desconocidos, de cualquier sombra solitaria que surgiera entre los coches aparcados, al amparo de los aleros y de los portales. Pero no había nadie que declarase haberla visto justo después de salir de la papelería, nadie vio a ningún merodeador ni se fijó en ningún coche de aspecto poco familiar que rondara despacio por la calle, perturbando el tráfico tal vez, nadie vio a Fátima inclinada sobre la ventanilla de un coche en marcha, como quien se acerca para explicar una dirección, nadie la vio subir a un asiento delantero. Se volvió invisible, de pronto, salió de la papelería, caminó un trecho por la acera, con su cartulina azul marino enrollada bajo el brazo y su caja de ceras en el bolsillo del pantalón, quizás se detuvo y miró a un lado y a otro antes de cruzar hacia su portal, como hacía siempre, y simplemente desapareció, aunque era o parecía imposible, en una calle estrecha, muy frecuentada, con las tiendas abiertas, iluminadas ya, en el anochecer temprano de octubre, y hubo un momento en que su padre, sentado frente al televisor junto a los hijos pequeños, advirtió que tardaba un poco, sin alarmarse todavía, podía haberse distraído en la calle charlando con alguna amiga del colegio, o con la tendera de la pastelería o de los ultramarinos. Luego dijeron que daba gusto conversar con ella, que hablaba como una persona mayor, aunque no tenía la suficiencia antipática de esos niños que se fingen adultos, era un cierto don que poseía, dijo después Susana Grey, su maestra de los últimos cursos, con el que algunas personas nacen, el don de prestar atención a lo que les dicen los demás, de alentarlos a contar sus vidas y de explicarse cuidadosamente con ellos. Para escuchar lo que le contaban abría mucho los ojos, le aparecía una sonrisa tenue de complacencia en los labios, como cuando atendía en clase a la explicación de algo que le gustara mucho. Quién sabe si la atraparon por eso, si quien la arrebató de la vida en el trayecto cotidiano entre la papelería y su casa no la hechizó contándole algo, no solicitó su atención de un modo que ella, por cortesía, no habría sabido rechazar.

Indagaron en todos los portales, en cada uno de los pisos con balcones a la calle, preguntaron a cada uno de los niños y de las niñas de su clase, a todos los que la conocían, tal vez quien se la llevó había hablado con ella al salir del colegio, tal vez había ocurrido algún incidente, la posibilidad de una venganza, incluso de un malentendido, algún hombre desconocido podría haber sido visto hablando con ella, o esperándola a la salida, pero era inútil, y parecía mentira, nadie sabía ni recordaba ni se había fijado en nada, justo a esa hora, entre las seis y media y las siete menos cuarto de la tarde, en aquel espacio mínimo donde sin remedio habría sucedido el encuentro, donde no era posible que nadie hubiera presenciado el hecho extraño y tal vez violento que debió de ocurrir, el golpe de la puerta de un coche al cerrarse con excesiva brusquedad, el gesto de alguien que tira de una niña, o que se inclina sobre ella con una actitud turbia. En las mañanas de lluvia, en las tardes abreviadas por los bajos cielos grises y los anocheceres tempranos, veían a los policías regresar a las mismas tiendas donde ya habían hecho otras veces las mismas preguntas, los guardias de uniforme y los inspectores de paisano, algunos de ellos enviados como refuerzos desde la capital, mojados y tenaces, dirigidos por un hombre de pelo escaso y gris y acento forastero al que veían a veces parado y absorto en medio de la calle, o en la acera, junto al portal de Fátima, con un anorak abierto y las manos en los bolsillos, indiferente a la lluvia y al tráfico, mirándolo todo, las caras y las cosas, con una expresión de perplejidad ensimismada y de vigilancia obsesiva, como si no viera nada de lo que tenía alrededor y al mismo tiempo lo espiara todo sin mostrar señales de su indagación. Llamaban uno por uno a todos los porteros automáticos, subían a todos los pisos, limpiándose los zapatos mojados en las esterillas de los vestíbulos, pidiendo disculpas y detalles, urdiendo con sus anotaciones el edificio abrumador e inútil de todas las cosas que todo el mundo había hecho o presenciado aquella tarde de octubre, reconstruyendo la historia ínfima y universal del vecindario, el mapa infinitesimal de cada minuto y de cada acto, de lo que había sucedido con certeza o lo que sólo era figuración y frágil conjetura, puro espejismo inducido por la voluntad retrospectiva de precisar pormenores. Pero había una fisura, una burbuja o una niebla de invisibilidad en el tiempo en la que se había sumergido Fátima al salir de la papelería con su chándal rosa, su rollo de cartulina azul y su caja de ceras, y ya parecía que esos minutos precisos eran los únicos en los que nadie había visto nada y que justo en ese tramo de la calle no había cruzado nadie en ese momento, ni había mirado nadie desde ningún balcón.

Entonces, una tarde de principios de noviembre, tan cerrada de lluvia que estaban encendidas las luces de las oficinas y las tiendas aunque no eran ni las cuatro, aquella mujer enlutada, de unos sesenta años, no muy bien vestida, con cierto aire de infortunio y de iglesia, de trabajo rudo en el campo, con las manos ásperas y rojas que sujetaban el bolso sobre su regazo, llegó a la comisaría y dijo que quería ver al inspector jefe, o a quien mandara allí, y cuando el guardia de la entrada le pidió que le contara a él el motivo de su visita se negó con suavidad y determinación a decírselo, y se sentó en un banco de espaldar rígido, donde más de una vez se sentaban prisioneros esposados, debajo de un cartel con fotografías en color de terroristas, y cuando el inspector entró, dos horas más tarde, ya muy de noche, lo reconoció y fue hacia él aunque no lo había visto hasta entonces, y de un codazo se desprendió del guardia grande y pesado que quería retenerla: quiero hablar con usted, dijo, obstinada y nerviosa, y abrió el bolso y sacó de él una hoja doblada, el recorte de una revista que traía en color una foto de Fátima. Suba conmigo, dijo el inspector, y la mujer miró de soslayo y con desprecio al guardia de la entrada, pensó que al hombre que acababa de llegar se le notaba enseguida que era él quien mandaba, y lo siguió escaleras arriba, y luego por un pasillo muy feo, con azulejos marrones, como los de la entrada, el inspector abrió una puerta y encendió la luz sin entrar, para cederle el paso a ella, en esos detalles se notaba cuando un hombre era un caballero, la invitó a sentarse, tenía el pelo mojado y bajo la luz eléctrica relucía el anorak que no se había quitado aún. La mujer desdobló la hoja cortada de la revista y la alisó encima de la mesa, señalando la cara de Fátima con un índice torcido y fuerte, con la uña ancha, rota y un poco oscurecida en el filo: «Yo vi a esa niña —dijo—, mi hermana me enseñó la revista y a mí me dio un vuelco el corazón, me acordé de pronto de todo». Se le humedecieron los ojos y pareció que el luto que llevaba era por Fátima, vivía casi todo el año en una cortijada en la orilla del río, pero de vez en cuando subía a la ciudad, a visitar a una hermana suya, y aquella tarde salía de casa de su hermana y vio a la niña, «se lo juro a usted —dijo—, como estoy viéndolo a usted ahora mismo, iba con un hombre joven, moreno, sí señor, parecía su padre o su tío, la llevaba pasándole una mano por el hombro, se cruzaron conmigo en la acera». El inspector, muy excitado, conteniéndose con dificultad, desconfiando todavía, le preguntó por qué se había fijado, qué fue lo que le llamó la atención, y la mujer dijo, de nuevo al filo de las lágrimas, los ojos húmedos brillando en su cara castigada, «me fijé porque el hombre tenía sangre en la otra mano y se la iba chupando, y yo pensé, como no tenga cuidado va a manchar de sangre la ropa de la niña».