—Ya pensaba que no ibas a venir nunca a verme —dijo el padre Orduña, y él no contestó, no intentó una disculpa por el retraso tan largo. Permaneció de pie en el pequeño vestíbulo, con el pelo mojado y revuelto, el anorak reluciente de lluvia, una lluvia suave y tenaz, rumorosa y tranquila, como la del norte, que se escuchaba golpear en los tejados próximos y en los cristales, que chorreaba por los canalones sobre los desiertos patios de juegos que el inspector había cruzado para llegar a las habitaciones del padre Orduña.
La ciudad vivía en el interior de la lluvia y del invierno recobrado igual que en la novedad absoluta del miedo, en el sobrecogimiento nocturno de las casas cerradas, de las leyendas de hombres del saco, mantequeros y tísicos, que volvían a contarse los niños al cabo de dos generaciones que apenas habían conocido más estremecimientos imaginarios que los de la televisión. Por primera vez en mucho tiempo los niños volvían a llevar a la escuela capuchas y botas de agua y se contaban los unos a los otros, en los pasillos de las escuelas, en el tumulto de las aulas antes de la llegada del maestro, rumores fantásticos sobre el asesinato de Fátima o sobre la aparición de un hombre alto, vestido de negro, con sombrero y paraguas, que se asomaba durante el recreo a las verjas de los patios, que se hacía pasar por un padre cualquiera a la hora de salida y vigilaba a los niños a quienes no iba a recoger nadie. Volvía el recelo ante los desconocidos, se contaban otra vez las antiguas historias de hombres con grandes abrigos que ofrecían caramelos o que pasaban de noche por las esquinas con un saco al hombro: mitologías olvidadas de merodeadores y buhoneros, anteriores no sólo a la televisión, sino también al cine y a la luz eléctrica en las calles, reliquias de los tiempos en que las noches traían siempre una oscuridad de terrores y amenazas, las noches largas del invierno, sin más luces que las de las lámparas de petróleo o los candiles de aceite, en aquellas casas donde crujían las maderas y se escuchaban sobre los techos de cañizo y de yeso los arañazos de los ratones, el silbido del viento en los postigos que nunca cerraban bien, las voces que murmuraban historias alrededor del fuego o de la mesa camilla, junto a la almohada de los niños.
Ahora, igual que habían regresado el invierno y la lluvia, volvían también los terrores de las noches antiguas, y apenas anochecía las calles se quedaban desiertas, se cerraban con doble llave los portales de las casas, se vigilaban las aceras vacías desde detrás de los visillos, en busca siempre de una figura a la que nadie sabía atribuirle rasgos precisos, a no ser los que inventaban las excitadas imaginaciones infantiles, un hombre alto con sombrero y paraguas, un hombre joven, de pelo negro y gafas oscuras, que rondaba por las calles conduciendo un coche rojo, su cara pálida apareciendo y desapareciendo al ritmo de las varillas del limpiaparabrisas bajo la lluvia de las cinco de la tarde, en la confusión de coches y paraguas y niños a la salida de las escuelas.
—He oído que tenéis una pista segura sobre él —dijo el padre Orduña—. Que la mantenéis en secreto, para no alertarlo.
—No sabemos nada, o casi. —El inspector se quitó el impermeable mojado y vio con lástima y extrañeza cómo el padre Orduña, al llevarlo a un perchero, arrastraba sobre las baldosas los pies calzados con zapatillas de suela de goma—. Nada más que tiene el pelo negro, que su sangre es del grupo cero y que fuma Fortuna.
—¿Y las huellas dactilares?
—Sólo sirven para encontrar al que ya esté fichado.
—Pero estás muy mojado, te vas a resfriar. —El padre Orduña de pronto había dejado de oír al inspector y examinaba su ropa y sus zapatos con una especie de atareada disposición maternal—. Espera, voy a encender la estufa.
—No se moleste.
—Calla, hombre, si no es más que un momento.
El padre Orduña desapareció por una puerta contigua que debía de ser la de su dormitorio y volvió empujando una gran estufa de butano con ruedas, una cosa grande y antigua, como de anuncio de televisión de los primeros sesenta. Abrió la espita del gas y con una lentitud alarmante buscó en sus bolsillos un mechero, y cuando acercó la llama al quemador, con la mano temblona, el gas se incendió con un brusco resplandor azulado y naranja.
—Quien ha hecho una cosa así tiene que llevarlo escrito en la cara —dijo el padre Orduña—. Llevará una señal, como Caín cuando mató a su hermano y quería esconderse de Dios.
Acercó la estufa al inspector, que se mareaba con el olor insalubre y caliente del gas, y se sentó frente a él, más viejo y encogido en el sillón demasiado grande para su tamaño, bajo la luz de un tubo fluorescente que daba al recibidor un aire desolado y administrativo. Al inspector le sorprendió que la voz y la expresión de la cara de aquel hombre a quien no había visto desde hacía más de cuarenta años conservaran una capacidad tan poderosa de intimidarlo.
—Y ahora dime por qué has tardado tanto en venir a verme.
Llevaba varios meses en la ciudad, desde principios del verano, y una de las primeras cosas que había preguntado era si aún existía el internado de los jesuitas y si seguía viviendo uno de sus fundadores, aquel cura entonces joven que según él recordaba que le habían contado era pariente del general cuya estatua picoteada de disparos antiguos aún permanecía en el centro de la plaza, frente al balcón del despacho donde él todavía estaba instalándose. Un subinspector viejo, que se dedicaba sobre todo a tareas administrativas, le dijo que el internado llevaba cerrado mucho tiempo, pero que el padre Orduña seguía vivo, y lo dijo en un tono entre de sarcasmo y de fastidio que al inspector le desagradó, aunque procuró disimular, porque era todavía un recién llegado y prefería mantenerse en una actitud de reserva neutra, estudiar a una cierta distancia los comportamientos y las reacciones de los desconocidos que desde ahora serían sus subordinados, que también lo estudiarían a él con la desconfianza y el fondo de agravio hacia quien ha venido de lejos para usurpar lo que correspondía a los méritos de otros.
—Sigue vivo —continuó el subinspector—. Pero ya no es el que era. Los años lo han suavizado mucho. Yo creo que ya no dice ni misa, de lo viejo que está.
—¿Es verdad que era familia del general de la estatua?
—Y tanto. —El subinspector, que llevaba entre las manos una brazada de archivadores de cartón, miró también hacia la plaza: era una mañana fresca, de principios de verano, y la sombra de la torre del reloj y del edificio de la comisaría se proyectaba sobre los jardines centrales, donde estaba la estatua, rígida sobre el pedestal, un poco inclinada hacia delante—. Era sobrino carnal del general Orduña, una de las mejores familias de aquí. Se puede imaginar el escándalo que se formó cuando se fue a vivir a aquel barrio nuevo de gitanos y gente maleante, el Vietnam. Primero se hizo peón de albañil. Luego entró de operario en la fundición, que había sido de su familia. Se lo puede figurar, en aquellos tiempos, un cura rojo. La gente decía que había cambiado la sotana por el mono azul.
—¿Alguna vez lo trajeron ustedes aquí?
—Más de una. —En la cara del subinspector se formó una sonrisa recelosa y cariada: era un hombre con un aspecto insalubre y desalentado de funcionario viejo, con una nostalgia evidente de tiempos pasados—. La última tuvo que venir a sacarlo el secretario del obispo. Tenían una célula comunista en la residencia… ¿Lo conoció usted también por entonces, en alguna otra hazaña?
No contestó: no quiso que el otro supiera lo mucho que había conocido al padre Orduña. Había oído cosas lejanas sobre él a lo largo de los años, pero lo cierto era que nunca intentó volver a verlo, y que alguna episódica tentación de escribirle no había llegado a pasar de un propósito imaginario. Le escribió al principio, desde luego, recién salido del internado, cuando gracias a su mediación obtuvo una beca para estudiar el bachillerato en otro colegio de jesuitas. Le escribía disciplinadamente cada dos o tres semanas desde la fría ciudad del norte de Castilla adonde lo habían enviado, otra vez interno, según lo que ya le parecía un destino invariable de dormitorios comunes, alimentos ascéticos y corredores sombríos, pero ya adolescente, enconado en la soledad y el estudio, en una misantropía de perfeccionismo y rencorosa competición con los demás en la que muy pocas veces se concedía un apaciguamiento. Luego dejó de escribir, casi al mismo tiempo que iba dejando de confesar y comulgar, y a los efectos de la desidia y de la lejanía se fue agregando una cierta dosis de vergüenza, de miedo ante la posible o segura reprobación del padre Orduña. Primero le mintió un poco y luego simplemente dejó de escribirle. Nunca le dijo que había ingresado en la policía. Pero siempre, incluso cuando más olvidado estuvo de él, guardó dentro de sí un desasosiego de remordimiento, una noción vaga y persistente de su escrutinio, del reproche a la vez general y minucioso que sin duda y en alguna parte, si continuaba vivo, el padre Orduña seguiría formulando contra él. Algunas veces daba gracias por no haber tenido hijos, por ahorrarse el temor al desengaño, la obsesión de la ingratitud, por ahorrarle a otros el agobio del agradecimiento y la culpabilidad.
—Pensaba que ni siquiera te habías preocupado de enterarte si estaba vivo —dijo el padre Orduña, con un brillo de humedad en los ojos, de alegría y desamparo senil que enseguida eludió con un quiebro de ironía—: Me daban ganas de ir a verte, pero ya podrás imaginar que no me trae muy buenos recuerdos el sitio ese donde trabajas.
—Los tiempos han cambiado, padre.
—Los tiempos sí, pero no algunos de vosotros. —Por la expresión afable de su cara cruzó una sombra de severidad—. Aunque estoy medio ciego todavía puedo leer los periódicos. ¿Es verdad que antes de que te destinaran aquí estuviste en el norte?
—Catorce años. En Bilbao.
—¿Pasaste miedo?
—Me acabé acostumbrando.
—¿Y tu mujer?
—A ella le costaba mucho más. Llamaban a casa cuando estaba sola y la amenazaban de muerte, o se quedaban en el teléfono sin decir nada, y cuando colgaba enseguida volvían a llamar. No podía dejarlo descolgado por si llamaba yo, por si le avisaban de que me había ocurrido algo.
—También sé que no habéis tenido hijos. —Ahora había cambiado el tono de voz: era de pronto más suave, el inspector no percibía en él tan acusadamente las vela-duras de una posible reprobación—. Y que ahora ella está ingresada en esa clínica. Ya ves, a un cura viejo no le hace falta salir a la calle para enterarse de todo… ¿Le darán pronto el alta?
—El médico me ha dicho que en una semana o diez días, como máximo, hasta que termine el tratamiento.
El padre Orduña, para concentrarse en escuchar, bajaba la cabeza y la movía afirmativamente y tenía enlazadas las manos, exactamente en la misma actitud que en el confesonario. El inspector, que carecía casi por completo de la costumbre indulgente de recordar la infancia, tuvo sin embargo como un instante de clarividencia en el tiempo, y vio esa misma cabeza, mucho más joven, moviéndose igual que ahora en una penumbra eclesiástica, las mismas manos pálidas y enlazadas, y recobró el olor misterioso de entonces, el olor a sotana, a iglesia y a tabaco del padre Orduña, que lo interrogaba amedrentadoramente, en voz baja, en vísperas de su primera comunión, que lo escuchaba luego con una lenta gravedad, que alzaba la mano pálida y blanda en el aire, en un gesto fugaz de absolución. Pero ahora no estaban en la iglesia, sino sentados el uno frente al otro en los dos sillones del recibidor, separados por una mesa baja sobre la que había revistas viejas, boletines sindicales o parroquiales, una mesa y unos sillones como los de la sala de espera en los que casi nadie se sienta a esperar nada. Ahora, calculó el padre Orduña, el inspector habría rebasado los cincuenta años, pero lo que le costaba más no era recordar cómo había sido de niño, cuando lo llevaron al internado, sino prestar una verdadera atención a sus rasgos de ahora, a su cara vulgar, castigada y enérgica, a su presencia desordenada y fornida de adulto que empieza a declinar. Con una nostalgia de paternidad imposible el cura pensaba que tal vez uno nunca puede ver plenamente como adulto a alguien cuya infancia presenció y sigue recordando, y que la verdadera memoria de los primeros años de la vida nunca le pertenece a uno mismo, sino a quienes lo conocieron, a quienes lo educaron y lo vieron crecer. En la cara áspera y rojiza, en el pelo canoso, revuelto y escaso, en el cuello envejecido y no muy bien afeitado del inspector no había rastros del niño ahora inverosímil que sin embargo había sido: el padre Orduña sintió con un orgullo melancólico que era él mismo el depositario del pasado más íntimo de otro hombre, de un desconocido.
Por unos momentos lo examinó en silencio, preguntándose en qué medida la cara del inspector repetía ahora, como suele sucederles a los hombres cuando envejecen, algunos rasgos exactos de la cara de su padre, a quien el padre Orduña sólo había visto una vez, hacía muchos años, y de quien el inspector no hablaba nunca. La cara no sólo es el espejo del alma, pensaba: también se va volviendo el espejo de las caras de los muertos. Cuarenta años atrás, en esa misma habitación, un chico que ahora sólo existía en el recuerdo del padre Orduña había permanecido muchas veces exactamente así, como ahora estaba el hombre de mentón áspero, cara rojiza y pelo escaso y gris, mojado todavía. Lejos, detrás del ruido de la lluvia en los tejados y en los cristales de las ventanas, sonaron campanadas de funeral en la torre de alguna iglesia, y su resonancia lenta y honda trajo al interior de aquella habitación en la que los dos hombres se habían callado y sólo uno de ellos miraba francamente al otro una sugestión antigua de intemperie invernal, de callejones oscuros por los que se deslizan mujeres con velos camino de atrios iluminados. Tendría entonces la misma edad que la niña cuando la mataron, calculó el padre Orduña: un chico flaco, recordaba, con la cicatriz de alguna pedrada muy visible entre el pelo rapado, con alpargatas, con calcetines grises, con un mandil gris y un cuello de celuloide blanco, con sabañones en las manos y en las orejas, con grandes ojos de asombro y desamparo infantil que por fortuna no sólo estaban guardados en la fragilidad de la memoria de un viejo. Se había impuesto a sí mismo la tarea de custodiar lo que ya no importaba a nadie, de preservar lo olvidado y perdido, sus cartas de Pasolini y de Althusser, sus remotos boletines ciclostilados que aliaban la buena nueva de Cristo y las diatribas de los profetas con los vaticinios científicos de Marx, de Lenin, de Ernesto Guevara. Todo lo tenía clasificado y guardado, y lo cuidaba tan celosamente como los archivos que nadie aparte de él había mirado desde hacía décadas, y cuya existencia probablemente nadie más conocía o recordaba. Estanterías metálicas pintadas de gris, archivadores de cartón, legajos atados con cinta roja, listas mecanografiadas de nombres, expedientes con fotografías. La única llave disponible la guardaba él. La tenía en el bolsillo, en el gran manojo de llaves que abrían todas las habitaciones desiertas del internado.
—Ven conmigo —dijo, en el mismo tono inapelable de otros tiempos, y se incorporó sin dificultad, incluso con una viveza de anciano impaciente—. Quiero enseñarte algo.