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Estaba inclinada sobre su ancha carpeta de anillas, inclinada y absorta, indiferente al televisor con el volumen demasiado alto que veían su padre y sus hermanos más pequeños, haciendo los deberes, igual que todas las tardes, en la mesa del comedor, de la que había retirado cuidadosamente el adorno floral del centro, para despejar el espacio que necesitaba, sus cuadernos de dos rayas, sus libros forrados por ella misma con plástico adhesivo, el estuche de cremallera donde guardaba los lápices, el sacapuntas, la goma, cada cosa en su sitio, y todas tan singularmente atractivas para ella, tan dulces de tocar, de mirar, de oler. Le gustaba mucho el olor de los lápices y el de los cuadernos, la modesta voluptuosidad del olor de la goma, de la madera, de la tinta ácida de los rotuladores, se embebía escribiendo con el lápiz bien afilado sin salirse de las dos rayas azules del cuaderno o coloreando un dibujo recién terminado, toda ella absorta, con una delicada gravedad infantil, sin que la molestara la presencia de su padre y la de sus dos hermanos más pequeños que miraban la televisión con el volumen demasiado alto.

Ni los oía, le bastaba desplegar encima de la mesa sus cuadernos y sus lápices para sumergirse en una laboriosa felicidad, los pies con zapatillas de deporte y calcetines cortos cruzados bajo la mesa, el pelo caído a los dos lados de la cara, corto, a la altura de la barbilla, peinado con raya a la izquierda, sujeto con un pasador de plástico en forma de gafas de montura rosa.

Nadie adivina nunca nada, nadie descubre en la serie idéntica de los actos comunes ninguna señal que permita distinguir el último de ellos. El pasador de plástico estaba luego junto a ella, arrancado con violencia, sujetando todavía un puñado de cabellos que el forense, Ferreras, contó y estudió, guardándolos luego en una bolsa de plástico con una etiqueta escrita a mano por él, cabellos víctima, una bolsa pequeña, con cierre hermético, idéntica a la que contenía el pasador y a otra en la que se guardaba un solo cabello que no era de la niña, un cabello corto, muy negro, que debería ser ulteriormente analizado, porque Ferreras estaba seguro de que pertenecería al asesino. Había terminado de hacer los ejercicios de Matemáticas y de Sociales y guardado el cuaderno y los libros en su mochila, pero ahora tenía que hacer un trabajo manual, le dijo a su padre al pedirle el dinero para bajar a la papelería, necesitaba una cartulina azul y una caja de ceras. Los anuncios de la televisión hacían mucho ruido y los dos hermanos pequeños se estaban peleando por algo en el sofá, así que su padre al principio no entendió lo que ella le decía, se la quedó mirando con un cigarrillo en los labios y les dijo con ira a los niños que se callaran, que bajaran la televisión, que uno no podía enterarse de nada en aquella casa, lo mismo que solía decir todas las tardes, como si aquélla fuese una tarde normal, y también como siempre la ceniza del cigarrillo cayó en el sofá y Fátima la miró con disimulada reprobación, le desagradaba el olor del tabaco, del humo de tabaco negro que se percibía nada más entrar en el piso tan pequeño y poco ventilado, olía a tabaco negro y a aceite de girasol, pensó el inspector nada más entrar, a vida estrecha y difícil, a pobreza digna. Con la moneda de quinientas pesetas apretada en la palma de la mano Fátima salió cerrando la puerta tras de sí y su padre ya no la vio viva nunca más. Le gustaba mucho ir a la papelería, mirar en el escaparate los cuadernos intactos, las cajas de colores, las portadas brillantes de los libros, los estuches de compases y de plumas estilográficas y bolígrafos caros, pero sobre todo le gustaba empujar la puerta, encima de la cual sonaba una campanilla, y acercarse al mostrador percibiendo aquellos olores a la vez intensos y tenues, de laboriosidad y delicia, olores de regalo recién abierto en la mañana del día de los Reyes Magos. Encontraron la cartulina a unos metros del cuerpo, había rodado por el terraplén y estaba un poco más abajo, aún atada con la goma elástica que le había puesto la dueña de la papelería después de enrollarla sobre el mostrador. La caja de ceras había sido pisada, o aplastada por algo, se había abierto y una parte de las ceras estaba dispersa entre las agujas secas de los pinos, tal vez en la suela de los zapatos de alguien hay ahora mismo una mancha cremosa y delatora de color, pensó Ferreras, un indicio infalible que sin embargo no descubriremos, igual que es muy posible que las huellas dactilares y el análisis de la sangre que no pertenece a ella y del pelo corto y negro y sin la menor duda masculino no nos sirvan de nada. El cuerpo había empezado a perder la rigidez cadavérica cuando lo encontraron, y en la piel muerta y como de cera, en la parte posterior del cuello, se distinguían con una exactitud de calco las señales de la presión de un pulgar y un índice. En la parte superior del chándal, justo sobre el hombro, estaba la huella de una mano entera, una mano fantasma, precisa como una impresión en tinta o en barro fresco, manchada de una sangre que no era la de Fátima. Nadie es invisible, nadie puede pasar inadvertido: esa mano cuya forma correspondería exactamente a la mancha de sangre en el hombro del chándal de Fátima está ahora mismo en alguna parte, haciendo algo, una mano como cualquier otra, inocente y neutral, sosteniendo tal vez un cigarrillo rubio, un Fortuna, había cinco colillas cerca del cuerpo, pisadas junto a las ceras rotas, apuradas hasta el mismo filtro, y Ferreras las recogió una por una con unas pinzas de depilar y las depositó en una bolsa de plástico, pensando en la dosis mínima de información que contenían, la saliva seca, la marca de unos dientes. Guardaron en otra bolsa de plástico las ceras intactas y las aplastadas o partidas, le mostraron a la dueña de la papelería la caja pisoteada y el cilindro de cartulina azul atado con una goma y dijo que sí, que ésas eran las cosas que había comprado la niña, recordaba que había encendido las luces un poco antes de que ella entrara, porque hacía poco que habían adelantado la hora, así que a las seis y media, cuando bajó la niña, ya había empezado a anochecer. Le parecía que la estaba viendo, con su chándal y sus zapatillas, con una moneda bien apretada en la mano pequeña, siempre estaba comprando cosas modestas en la papelería, un lápiz, una goma de tinta, uno de los anticuados cuadernos de caligrafía y ortografía de los que era tan partidaria su maestra, la señorita Susana, y al entrar y al marcharse saludaba con muy buena educación, dijo la dueña de la papelería, no como tantos niños de ahora, y siempre daba las gracias. No la acompañaba nadie, estaba segura, si había alguien esperándola afuera ella no habría podido saberlo, aguardó con atenta paciencia a que la mujer midiera y cortara la cartulina y luego tardó un poco en elegir la caja de ceras, le gustaban tantas que no llegaba a decidirse, pero como no llevaba mucho dinero tuvo que comprar la más barata. Era de esos niños que van a los recados apretando fuerte las monedas en la palma de la mano, y cuando la entregan en una tienda la moneda tiene un calor de piel humana: de eso se acordaba la dueña de la papelería, de la moneda de quinientas pesetas que la niña le entregó, el metal tibio y un poco sudado, le explicó que al día siguiente debía entregar un trabajo manual, le dijo adiós, con la misma entonación seria y jovial de otras veces, y la dueña de la papelería la vio de espaldas, con su chándal rosa, su pelo corto, sus zapatillas blancas de deporte y la cartulina debajo del brazo, la puerta de la calle se cerró tras ella con el sonido de la campanilla y ya no la vio más, ya no hubo nadie que dijera haberla visto hasta que treinta horas más tarde unos empleados municipales la encontraron, en el otro extremo de la ciudad, en la ladera de pinos que descendía empinadamente desde los jardines de la Cava hasta las huertas del valle. Parecía que nadie más, salvo su asesino, la hubiese visto viva, había salido de la papelería y se había hundido súbitamente en un precipicio, en un foso de invisibilidad y de espanto nocturno, y cuando la encontraron en el terraplén fue como si hubiera sido tragada por el mar y luego devuelta a una orilla lejana, descoyuntada y desnuda, tan sólo con los calcetines puestos, lívida y rígida bajo la claridad de la luna llena, en la que se recortaban con absoluta precisión las sombras de los pinos.

Después, al acordarse de ella, en la embotada estupefacción del dolor, su padre había de sentir la extrañeza de que la última imagen que le quedaba de su hija fuese tan idéntica a otras, tan hecha de simple repetición y costumbre, él sentado en el sofá junto a los dos hermanos más pequeños, el segundo todavía con pañales y chupete, el televisor encendido, más grande y más ruidoso en el comedor tan pequeño, ya abrumado por el tamaño del mueble librería que ocupaba entera una pared, los niños merendando y viendo los dibujos animados y los anuncios. Al más pequeño Fátima le había preparado un poco antes el biberón de la fruta, según le había dicho su madre cuando iba a salir, pero a ella no le hacía falta que nadie se lo recordara, tenía la seriedad de esas niñas que se han acostumbrado desde muy pequeñas a ayudar en la casa y a cuidar hermanos menores, una seriedad antigua de clase trabajadora, le dijo al inspector su maestra, la señorita Susana, Susana Grey, que había estado con ella a lo largo de los últimos tres cursos, y como notó que al inspector le extrañaba un poco ese comentario puso cierto cuidado en explicarse bien: «Quería decir —le dijo— que era la seriedad que aprendían antes los niños de las familias trabajadoras; los acostumbraban desde pequeños a la conciencia del esfuerzo y del valor de las cosas, y los niños ayudaban a los padres en el taller o en el campo y las niñas a las madres en la casa, y sin darse mucha cuenta, sin perder del todo la sensación de que estaban jugando, llegaban a los nueve o a los diez años con un instinto de responsabilidad que en las últimas generaciones ha desaparecido sin dejar rastro».

—¿Y eso a usted le parece mal? —dijo el inspector.

—No me parece nada —la señorita Susana tenía un aire indisimulado de recelo, de antipatía defensiva, pero se notaba que era una actitud muy forzada en ella, tal vez inducida por una vaga hostilidad hacia la policía y los interrogatorios—. Sólo le cuento lo que sé. Hace quince o veinte años los niños de esta clase eran más fuertes. Tenían una noción del trabajo y de la solidaridad. Ahora son un poco menos pobres que antes, pero no tienen nada y no saben defenderse.

Hablaba como desconfiando de que un inspector de policía pudiera entenderla. También para ella, y con una inadvertida rapidez, Fátima se convertía en una figura del pasado, en una imagen última de normalidad cotidiana que se había quebrado de pronto y que ahora le costaba mucho esfuerzo de la memoria reconstituir: no se atiende a lo que ocurre cada día, no se sabe cuándo al decir hasta mañana se está uno despidiendo para siempre. Siempre era de los últimos al salir de la clase, porque tenía que guardarlo todo en la mochila en perfecto orden y con mucho cuidado, dijo la señorita Susana, y señaló la mesa donde se sentaba Fátima, idéntica a las demás, hacia la mitad de la fila que estaba junto a la ventana, una mesa de material sintético, de color verdoso, muy maltratada, de mala calidad, como todo en el aula, en la escuela entera, todo estaba gastado y maltratado, reciente y ya decrépito, hecho con materiales muy baratos, y ese desgaste se notaba tal vez más cuando las aulas y los pasillos estaban vacíos y se contagiaba de algún modo a los maestros, a la señorita Susana, que tenía sin embargo un aire incierto de juventud y coraje, de dignidad en la fatiga, al final de un día entero de clases.

Le señaló al inspector la mesa de Fátima, idéntica a las otras, más vacía que ellas, porque ahora era la mesa de una niña muerta y nadie había vuelto a ocuparla, y su forma tan simple, su superficie sintética, su desgaste de cosa reciente, mal hecha y mal cuidada, cobraban de pronto una cualidad dramática de fragilidad y desolación, de espacio irreparablemente abandonado, dañado por la ausencia y la muerte. Fátima era una ausencia más que un recuerdo, porque es muy difícil pensar en una niña como en alguien que ha muerto. Su mesa vacía e idéntica a las otras aludía sin embargo tan poderosamente a ella como las fotos o como el chándal sucio y manchado de sangre o el pequeño pasador de plástico rosa con unos cuantos cabellos prendidos. Era la mesa en la que se había estado sentando desde el principio de curso y de la que se levantó justo una hora y media antes de desaparecer para siempre, cuando la señorita Susana, que terminaba de borrar el encerado y recogía sus carpetas y su bolso, le dijo, como le decía casi todas las tardes, que se diera prisa, la reprendió afectuosamente por ser tan lenta en todo, por quedarse siempre la última.

Pero en realidad no estaba segura de recordar exactamente esa última vez. Quizás, sin darse mucha cuenta, la estaba falsificando, usaba para darle verosimilitud rasgos de muchas otras tardes, igual que su padre, por mucho que se desesperase en la obsesión del dolor y del remordimiento, no lograba estar seguro de que su último recuerdo de ella era verdad, no podía revivir cada instante de los últimos que pasó con su hija, cada detalle de lo que ocurría como una repetición soñolienta de tantas otras tardes. El sufrimiento y el insomnio actuaban como ácidos sobre ese pasaje tan breve de su memoria, sobre esa hora que luego reconstruyó en voz alta tantas veces como la revivió en su imaginación y en sus sueños, en los sueños intolerablemente crueles en los que su hija no le pedía dinero para bajar a la papelería o regresaba luego de la calle, igual que siempre, atareada y animosa, igual que cada una de las veces en las que había bajado a comprar algo a la papelería o a la tienda y había regresado sin que su padre comprendiera o agradeciera el valor de su vuelta, el don de su presencia intacta y asidua, de la dulzura y la reserva de sus afectos infantiles.

—¿Sabe lo que me hace desvelarme muchas veces? —dijo la maestra, Susana Grey, de pie junto a la mesa de Fátima, la cara vuelta hacia el patio donde unos niños de los últimos cursos jugaban al fútbol, como para eludir la mirada del inspector—. Me pongo a pensar que si no les hubiera encargado ese trabajo manual ella no estaría muerta.

Si no hubiera tenido que ir a la papelería a comprar la cartulina azul y las ceras de colores, si su padre no la hubiese dejado, si su madre, que al irse de compras le había preguntado si quería acompañarla, hubiera insistido un poco más cuando Fátima le dijo que no podía salir, que aún le faltaba terminar los deberes y hacer el trabajo manual, si ella, su madre, no se hubiera marchado, si algún azar mínimo hubiera interrumpido el curso atroz de los hechos idénticos, si no hubiera sido una niña tan seria en su enérgica vitalidad infantil, si no hubiera disfrutado tanto con las cartulinas y las pequeñas tijeras, con las reglas y los lápices de colores y las grandes letras mayúsculas que coloreaba y recortaba luego y pegaba con una exacta pulcritud sobre la cartulina de los murales. En el insomnio, en las breves horas de sueño que le deparaban los tranquilizantes y que agitaba la extenuación de sufrir, su padre recobraba con una punzada de estremecimiento el instante justo en que la niña le había pedido dinero para comprar una cartulina y había salido dando un portazo que él recordaba ahora, pero que sin duda entonces no escuchó: imaginaba o soñaba que no había llegado a salir, que regresaba cinco minutos más tarde con el rollo de cartulina azul que luego encontraron junto a su cuerpo descoyuntado y lívido; soñaba que la buscaban durante horas por calles y bosques nocturnos y que de pronto aparecía sonriente y tranquila, con ese aire de morosidad que tenía al hacer las cosas que le gustaban mucho, y les preguntaba por qué se habían preocupado tanto, sólo se había distraído un poco en la papelería, o jugando en la calle con una de sus amigas de la escuela.

Todas las cosas deslizándose con esa suavidad sin contratiempos que se recuerda y se añora siempre después de una desgracia, cada una de ellas enredándose con la siguiente para llegar a la última tarde en la vida de Fátima, los hechos más habituales, ahora conspirando para empujarla hacia la muerte, su mesa limpia en el aula, junto a la pared con zócalo de azulejos sanitarios y la ventana por la que se veía un patio de deportes, su caminata lenta desde la escuela hacia su casa, un poco inclinada bajo el peso de la mochila, los pasos exactamente repetidos de su itinerario, la manera en que se detenía siempre en los cruces y miraba a un lado y a otro para ver si venían coches, todo a su tiempo, en su minuto preciso, la llamada al portero automático, la merienda, sus hermanos viendo los dibujos animados y los anuncios de la televisión y su padre fumando junto a ellos en el sofá, en el salón demasiado pequeño donde no había sitio para nada, la madre que podía haberle salvado la vida simplemente llevándosela de compras y sin embargo se marchó sin ella, todo repetido, igual que cada tarde, con el automatismo de los actos diarios de la vida, todo llevándola como una corriente inadvertida y poderosa hacia ese instante entre las seis y media y las siete menos cuarto, hacia ese pozo de oscuridad y desconocimiento del que nunca volvió: como caer por un precipicio al dar un paso o perderse en el mar y aparecer ahogado a la noche siguiente en una costa deshabitada y lejana.