El invierno y el miedo, la presencia del crimen, habían caído sobre la ciudad con un escalofrío simultáneo, con un sobrecogimiento de calles silenciosas y desiertas al anochecer, batidas por una lluvia fría y por un viento grávido de olores a tierra que en el curso de una o dos noches derribó todas las hojas de los plátanos y los castaños, secas desde antes del verano por culpa de la larga sequía. De nuevo había hojas oscuras y empapadas en el pavimento de las plazas, de nuevo se escuchaba el agua en los canalones de cinc y hacía falta salir a la calle con abrigo y paraguas, y comprarles a los niños impermeables y botas de goma. La lluvia, tan necesitada, vino al mismo tiempo que los anocheceres tempranos de octubre y que la noticia del crimen, y el tránsito de la estación sorprendió a la ciudad como la salida de un túnel al final del cual apareciera un paisaje desconocido. El pasado, el verano eterno de la sequía, los días aún tórridos de finales de septiembre, estaban tan lejos como el tiempo anterior a la desaparición y al asesinato de la niña, a la llegada de las cámaras de televisión y las riadas de periodistas que se instalaron en la plaza del general Orduña, frente a la comisaría, como una colonia tumultuosa de aves migratorias, y se marcharon luego tan rápidamente como habían venido, dejando tan sólo en recuerdo de su presencia vasos de papel y recipientes de comida rápida tirados en los jardines que rodean la estatua, y también una vaga conciencia de mentira y ultraje. Con una codicia de grandes aves rapaces vinieron de la capital de la provincia, de Sevilla y Madrid, y ocuparon los costados de la plaza con sus grandes camiones y sus coches coronados por antenas parabólicas. Asaltaban sin respeto a la gente con los micrófonos en la mano, montaban guardia frente al portal donde había vivido la niña, rodeaban a todas horas la puerta de la comisaría, una multitud erizada de micrófonos, de cámaras de vídeo, de chasquidos de disparos y flashes, de pequeños cassettes que asediaban al inspector cuando salía o entraba. Sólo al principio, desde luego, cuando apareció el cadáver y se corrió el rumor de que un sospechoso estaba detenido, de que la policía había logrado localizar el origen de una de las llamadas anónimas que sonaban cada tarde en casa de la niña, justo a la misma hora en que su padre empezó a pensar que tardaba demasiado en volver, a las siete menos cuarto, la niña estaba haciendo los deberes y bajó a la papelería a comprar una cartulina de color azul y una caja de ceras y ya no volvió más. Ahora alguien llamaba por teléfono, justo a esa hora, a las siete menos cuarto, llamaba y permanecía en silencio, invisible y oscuro en alguna parte de la ciudad, al lado de un teléfono, impune y sádico, aunque no fuera el asesino, aunque llamara tan sólo por curiosidad morbosa, por oír la voz ronca y desesperada del padre. Dijeron que las llamadas procedían de una casa cercana, tal vez del mismo bloque, y que el asesino era un conocido de la familia, incluso un pariente de la niña, y durante uno o dos días las cámaras fotográficas, los cassettes y los equipos de los reporteros de televisión permanecieron montando guardia frente a la comisaría o en la puerta de los Juzgados, pero al final no se supo o no se dijo nada, y los reporteros empezaron a desaparecer con el mismo estrépito de pájaros migratorios con que habían llegado, y al cabo de una semana las noticias sobre nuevos rumores o pistas habían desaparecido de los telediarios y de las primeras páginas y sólo se encontraban en las secciones de sociedad de los periódicos.
Un día el inspector vio su propia cara en el telediario, tomada de muy cerca, con su nombre y su cargo escritos en la parte baja de la pantalla, por si quedaba alguna duda, y se irritó mucho y se alarmó más de lo que él mismo estaba dispuesto a reconocer. Estaba comiendo en su mesa habitual del Monterrey, en la planta de arriba, cerca de la ventana desde donde veía la plaza y hasta el balcón de su despacho. Cuando su cara apareció en la pantalla miró en torno suyo temiendo que otros comensales se hubieran fijado, pero no había muchas mesas ocupadas, y aunque todo el mundo prestaba una atención distraída al telediario nadie pareció reparar en él. En el Monterrey solían comer viajantes solitarios, algún funcionario recién trasladado, como él mismo, gente de paso en la ciudad. Se preguntó si esas imágenes las estaría viendo alguno de los que le enviaban anónimos cuando vivía en el norte y comprendió con desagrado que había tenido un acceso innoble de cobardía, más intenso porque le alcanzaba inesperadamente, con la guardia baja, cuando ya estaba empezando a acostumbrarse a no tener miedo, en parte porque hasta entonces había poseído la razonable seguridad de que quienes lo amenazaban de muerte unos meses atrás no podían saber adónde lo habían trasladado, en parte también porque estaba tan enajenado, tan ausente de todo, tan obsesivamente dedicado a investigar la muerte de la niña, que todas las demás circunstancias de su vida se le volvían muy borrosas, borrosas y lejanas, lo mismo su mujer en el sanatorio que el pasado en el norte, las llamadas de teléfono en las que una voz joven le anunciaba que iba a morir, los sobres sin franqueo, dejados directamente en su buzón, incluso debajo de su misma puerta, una vez, pocas semanas antes de que le llegara la notificación del traslado. Tocaron muchas veces el timbre y su mujer, que estaba sola, no se atrevió a abrir, ni siquiera a aproximarse a la mirilla, y vio en silencio, paralizada por el miedo, el filo blanco que aparecía poco a poco debajo de la puerta, el sobre en cuyo interior sólo había una foto antigua del inspector recortada de una revista de la policía, una cosa olvidada, de diez o quince años atrás, y cruzando su cara, como tachándola, una cruz trazada con bolígrafo, unas mayúsculas, R. I. P., la fecha de nacimiento del inspector y tras ella una fecha de tan sólo unos días después.
Vio su propia cara en la pantalla del televisor, pero la imagen no duró más de un segundo, y en cualquier caso ésa fue la última vez que hubo referencias a la muerte de la niña en un telediario. Temía de pronto que los demás se olvidaran de ella con la misma inconstancia frívola con que al cabo de dos o tres semanas ya parecían haberla olvidado los periodistas, y se prometió a sí mismo que él no iba a olvidar. Iba a seguir buscando en las caras y en los ojos de la ciudad la mirada del asesino, repasaría uno por uno todos los episodios del hallazgo y de la investigación, todas las declaraciones, los atestados, los informes forenses, las densas páginas mecanografiadas y fotocopiadas muchas veces de la prosa jurídica, de los relatos policiales que él mismo había dictado: hojas densamente escritas, sin acentos, con faltas de ortografía, mecanografiadas por guardias que sólo manejaban los dedos índices de las manos, leídas y repetidas con una monotonía de noches de insomnio, de fórmulas legales que sin embargo mantenían intacta la sugestión del espanto, el recuerdo de una noche de octubre, fría y morada, de lluvia leve, de niebla, las linternas moviéndose entre los troncos anchos de los pinos y las siluetas de los policías, horadando apenas la niebla, cruzando en ella sus haces diagonales de luz con un recuerdo de reflectores antiaéreos.
—Está muerta desde anoche —dijo el forense, arrodillado junto a ella, en el círculo tembloroso de luz donde coincidían varias linternas, una de ellas la del inspector—. ¿A qué hora dicen que desapareció?
—Sobre las siete menos cuarto —dijo el inspector, sin poder apartar los ojos de la cara de la niña, de los párpados entornados y lívidos, del borde del tejido que sobresalía de su boca y de uno de los orificios de su nariz—. Unos minutos antes la vio la dueña de la papelería.
—Entonces no creo que viviese más de dos horas.
—La estrangularon, ¿no? —El juez de guardia señaló las dos manchas moradas que había en el cuello, translúcidas a la luz de las linternas, como manchas antiguas sobre una superficie de mármol.
—Creo que la asfixió —dijo el forense—. Le hundió las bragas hasta el fondo de la garganta. Intentó respirar por la nariz y lo único que logró fue taponarse los orificios.
—Quería que no gritara —dijo el juez.
—Quería matarla —corrigió con sequedad el inspector, y se inclinó junto al forense para examinar más de cerca las manchas en el cuello de la niña. La luz de la linterna dio un reflejo de movilidad y de brillo a la fracción de los globos oculares no tapada por los párpados. Durante un segundo pareció que los ojos miraban, deslumbrados por la cercanía de las linternas, delgados gajos blancos, sin pupilas, fugazmente revividos bajo las pestañas infantiles. La boca abierta era un crudo gesto de terror tan intolerable como las piernas muy separadas o la torsión excesiva de la cabeza contra el hombro derecho, en el que se distinguían unos arañazos y unas señales moradas idénticas a las del cuello: pero en los párpados, en el filo curvo de los ojos que se vislumbraba bajo las pestañas, había una expresión casi de calma, de dulzura, una quietud preservada e intacta de sueño infantil.
—Perdió el conocimiento al final —dijo el forense en voz baja, inclinado aún sobre ella, formulando para sí mismo o para la niña muerta una esperanza de orden privado, que no tenía que ver nada con su oficio ni con la presencia de los otros, ni siquiera con la justicia o el crimen, sólo con la posible piedad final, con el alivio o la absolución de la muerte—. La falta de oxígeno le sirvió de anestesia.