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Alguien lleva un secreto, lo alimenta dentro de sí como si fuera un animal que lo está devorando, un cáncer, las células multiplicándose en la oscuridad absoluta del interior del cuerpo, en la oscuridad blanda y húmeda, estremecida rítmicamente como por un hondo tambor, una conciencia que nadie más conoce y en la que proliferan igual que tejidos cancerosos los recuerdos obsesivos, las imágenes secretas que él no puede compartir con nadie, que nunca lo abandonarán, que lo aíslan sin remedio de los demás seres humanos. En la memoria y en los ojos de alguien están ahora mismo las imágenes indelebles del crimen, unos ojos que en este mismo instante miran en algún lugar de la ciudad, normales, serenos, tal vez, como los ojos de cualquiera.

Pero los ojos de cualquiera pueden dar mucho miedo, los ojos de uno mismo. El inspector, mirándose en el espejo del lavabo, en el pequeño aseo que había contiguo a su despacho, recordó con vergüenza secreta un tiempo no muy lejano en que se miraba en los espejos de algunos bares y el alcohol le volvía turbios y amenazadores sus propios ojos enrojecidos. Volvió a la mesa sobre la cual estaban desordenadas las fichas de los delincuentes, de los posibles sospechosos, cada uno con su secreto en la cara, en los ojos, detrás de la mirada, cada uno con su parte de desafío y temeridad y de odio, ojos inteligentes, ojos estúpidos, ojos despiadados, los ojos que habían visto los últimos instantes de vida de la niña, las pupilas en las que se había duplicado su imagen, convexa, diminuta, como vista tras la mirilla de una puerta. Clavada en la pared estaba la foto de ella que habían entregado los padres cuando denunciaron su desaparición: era un recuerdo, un mandamiento imperioso para seguir buscando, pero también, para el inspector, mirar esa cara de risueña dulzura, los ojos grandes y rasgados en los que no había ni un rastro de recelo, ni un presentimiento de dolor, era una manera de no pensar en las otras fotos, de no acordarse de la cara con los párpados entornados y la boca muy abierta que había visto súbitamente a la luz de las linternas, en una zanja, junto al tronco de un pino, sin comprender al principio plenamente lo que estaba viendo, la piel sin color, la postura como descoyuntada de la cabeza con respecto al cuello, de las piernas tan separadas, el gesto imposible de la boca, tan grande como un agujero, como un inhumano orificio o desgarradura, con el tejido blanco y sucio de las bragas saliendo de ella como un vómito o una excrecencia que el inspector tardó un poco en identificar.

Qué habría visto su asesino mientras la sofocaba, qué recuerdo llevará ahora mismo en su conciencia, a cualquier parte donde vaya, tal vez incluso en sueños, qué estaría sintiendo la niña al final. Pero eso nadie lo podría averiguar jamás, nadie sería capaz de comprender la extensión, la hondura del sufrimiento, la crueldad del terror, nadie que no fuese ella misma, la niña, Fátima, la que dejó de existir al cabo de unos segundos o minutos de jadeos, la boca abierta, los dedos masculinos empujando dentro de ella las bragas desgarradas, la tela llegando a la garganta, aplastando la lengua, introduciéndose en los orificios de la nariz: una punta de las bragas sobresalía de uno de ellos. Luego los dos ojos vivos y despavoridos habían dejado de mirar, carne muerta de pronto, carne con una cualidad de vidrio, y él se había cerciorado de que ya no respiraba y se había apartado de ella, agitado, por el esfuerzo y la ira, por la sucia lujuria, la luna llena entre las ramas altas de los pinos, la cara más blanca ahora, redonda, todavía infantil, aún la cara de una niña y no la cara de una muerta, con un reflejo último e imaginario en las pupilas, también convexo y lejano, el de la cara que se inclinaba sobre ella para asegurarse de que no respiraba.

Subió por el terraplén, tal vez a tientas, con la urgencia de huir, pisando las agujas de los pinos, que crujirían bajo las suelas de sus zapatos, pero es posible que lo hubiese preparado fríamente todo y llevase una linterna además de la navaja, aunque no hacía falta, había luna llena esa noche. El inspector se acordaba de la claridad que llenaba su habitación cuando se despertó de un mal sueño y ya no pudo volver a dormirse hasta el amanecer, se había levantado para ir al cuarto de baño y había visto el rectángulo azul de la noche en la ventana y justo en el centro, sobre los tejados y las antenas de los televisores, la luna llena, grande, blanca, con un resplandor frío y fosfórico que resaltaba los volúmenes sin iluminar el aire. Al volver del baño dobló la almohada para no tenderse del todo y se quedó recostado y despierto, mirando la luna en la ventana, volviendo la cara hacia la pared para ver la hora en el reloj digital de la mesa de noche. Había estado oyendo campanadas de horas en las torres de la ciudad, las más graves y próximas las del reloj de la plaza, junto a la comisaría, que hacían temblar ligeramente los cristales de su despacho. Tal vez, al mismo tiempo que el inspector se despertaba del sueño y se encontraba varado en el insomnio, el otro, el reciente asesino, había yacido en su cama, todavía despierto, cansado, sobresaltado, habría escondido la ropa pensando destruirla a la mañana siguiente y se habría duchado meticulosamente, y sin duda la ducha le habría concedido un sentimiento de alivio, casi de absolución, porque recién duchado no hay nadie que no llegue a sentirse inocente. Pero si no vivía solo cómo había entrado en casa sin llamar la atención de nadie, sin que una mujer o una madre saliera a abrirle o se levantara para preguntarle dónde había estado, por qué había tardado tanto. Una mujer en bata y zapatillas, nerviosa, despeinada, rígida en el recibidor, con un cigarrillo humeando en la mano, y él, el inspector, quieto junto a la puerta que acababa de cerrar, demasiado cansado o borracho para inventar un pretexto, una mentira razonable, queriendo evitar que ella oliese su aliento, o su ropa.

Cómo pudo disimular ante ellas, el asesino, ante una mujer o una madre, dónde y cómo pudo borrar antes de volver a su casa las huellas de lo que había ocurrido, las manchas, la suciedad probable en el pelo y la ropa, el olor también, quién sabe, olor a sudor y a sangre. Quién camina de noche o de día por una ciudad sin esconder un secreto, padres de familia que han rondado en coche por la carretera donde se apostan las prostitutas jóvenes, flacos espectros con las piernas desnudas y los antebrazos marcados por las diminutas picaduras de las agujas, maridos que después de salir de la oficina y antes de volver a casa se dan una vuelta por esos bares adonde acuden muchachos o llaman a un teléfono que se anuncia en las páginas de relax del periódico junto a un anuncio por palabras que es una promesa de excitación clandestina, de delito y adulterio sin huellas, sin consecuencias posteriores, sin recuerdo ni culpa, imaginan. Cada cual con su secreto, como con su carnet de identidad, con su pequeña o abrasadora dosis de vergüenza, con su discreta trampa, con el recuerdo de una hora de adulterio o de lujuria pagada con tarjeta de crédito, con el secreto de un deseo surgido simplemente al mirar a otra mujer al otro lado de la calle mientras caminaba con la suya del brazo, con la presencia desconocida o clandestina de un virus, de un remordimiento, de una enfermedad.

Solo, en su despacho, de espaldas al balcón donde había anochecido y había empezado suavemente a llover sin que él lo advirtiera, el inspector recordó la carne pálida y muerta de la niña, sus ojos entornados, su boca abierta, y como siempre que los recordaba, en medio del ancho pozo de luz amarilla que trazaban las linternas, sintió un escalofrío, una sensación de desagrado absolutamente física, de náusea, como de despertar en un sitio inhóspito y húmedo, de rozar algo mojado y desconocido en la sombra, de desagrado y de piedad, de indignación desarmada y sin límites, también de pavor, de pronto, de rabia.

Si se asomaba al balcón y miraba a los transeúntes de la plaza era posible que viera al asesino, una cara normal, unos ojos que habían visto lo que nadie más en toda la ciudad recordaba. Entre todos los portadores de secretos ruines o atroces o miserables o pueriles ese hombre era el monarca clandestino, el dueño absoluto del peor de todos los secretos, de la peor de todas las infamias nunca confesadas.

El secreto más sagrado y más necesario era el secreto de la confesión, le había dicho el padre Orduña: cuántos secretos había escuchado en la penumbra de su confesonario, a lo largo de tantos años, sin duda más actos vergonzosos de los que habría tenido ocasión de conocer el inspector a lo largo de toda su vida como policía. Le dieron ganas de irse a la calle sin guardar siquiera las carpetas con las fotografías y las fichas, ponerse la chaqueta y el abrigo y salir a la noche de noviembre y caminar por la ciudad mirando una por una todas las caras, todas las caras de los hombres, las caras ásperas o idiotas, las caras hinchadas, las caras sanguíneas de exceso de alimentación o de alcohol, las caras brutales de los conductores que daban gritos a alguien que cruzaba un paso de cebra demasiado lentamente o que hacían sonar furiosamente el claxon porque el coche que los precedía no acababa de ponerse en marcha al encenderse la luz verde: de pronto la cara inerte o plácida de un conductor cambiaba y se convertía en la máscara cruel de alguien que podía ser un asesino, alguien que grita insultos, que desafía, rojo de ira, tensas las quijadas, los tendones y las venas del cuello, las facciones de un asesino irrumpiendo en una cara vulgar, transformándola como el pelo del Hombre Lobo en esa película que habían puesto unas noches atrás en la televisión, muy tarde. Una transfiguración así vería la niña en la cara de aquel desconocido que se le había acercado en la calle, desconocido o conocido, quién podía saberlo aún, un hombre que no debería tener un aspecto amenazador y que de pronto se convirtió para ella en un monstruo más horrendo que los de las peores pesadillas: una metamorfosis, como en la película, una cara humana transfigurada en máscara animal, respirando sobre ella, entre los pinos, echándosele encima igual que un cuadrúpedo, que una alimaña carnívora.

Era la hora de su llamada diaria al sanatorio, pero el inspector no tenía paciencia para seguir encerrado en el despacho, quería bajar a la calle, envuelto en su ancho anorak verde oscuro, invisible en la práctica, porque en la ciudad eran aún muy pocas las personas que lo conocían, y mirarlos a todos, uno por uno, examinar las miradas, las que se cruzaran con la suya y las que se apartaran de ella o permanecieran fijas en el suelo o en el vacío. Alucinado por la falta de sueño, si cerraba los ojos y adoptaba un estado de máxima tensión intelectual sentía que sería capaz de ver la cara, de ver ante sí, en lo oscuro, no los fogonazos de los párpados apretados, sino los rasgos que vio la niña, los que tal vez él mismo había visto y no había sabido distinguir: era posible que la cara estuviese en su memoria, también decían hace un siglo que la cara del asesino quedaba petrificada en las pupilas de la víctima, y que si se tomaba una foto lo bastante precisa de éstas se la podría ver, mínima y duplicada, acusatoria, definitiva, horrenda y también trivial, la cara de alguien que ha matado.

Marcó el número del sanatorio y oyó con alivio que estaba comunicando. Intentaría llamar después, desde su casa, hasta las nueve se permitían las llamadas. Guardó las fotos, cerró con llave el armario, que todavía era un armario metálico de oficina antigua, de dependencia de la brigada político social, se lavó con agua fría, y al apartarse de la cara la toalla húmeda y no muy limpia y ver de pronto sus ojos enrojecidos por el insomnio tuvo de nuevo la sensación de estar a punto de ver o de recordar los ojos del hombre que buscaba, como quien está a punto de recordar una palabra que no llega a su memoria, que punza tras ella para irrumpir en la conciencia, una burbuja que sube de lo hondo y estalla y queda en nada, un nombre que por algún motivo se niega a ser pronunciado, o una cara a la que no hay manera de asignarle el nombre y los apellidos que le corresponden, una de esas caras de nadie que tienen los muertos que aparecen en los descampados y a los que nadie reclama luego.

Pero la cara de un muerto enseguida se vuelve anónima, todas las caras de las víctimas en las fotos forenses se parecen mucho entre sí, rotos por el crimen los vínculos no sólo con la vida, sino también con toda clase de parentesco familiar. El inspector iba a salir de su despacho y se volvió desde la puerta, cuando ya la estaba cerrando, y aunque se había prometido a sí mismo que no lo haría volvió a abrir el cajón donde estaban las fotos de la niña muerta y se guardó en un bolsillo del anorak el sobre marrón que las contenía, y en el otro la cinta de vídeo que ya había mirado tantas veces, se la sabía de memoria, el vídeo de la comunión de la niña, celebrada el año anterior, en mayo, las imágenes malas, en colores vulgares, la cámara oscilante y los gritos y el ruido de platos y de música, la fila de niños y niñas acercándose a recibir la comunión, y ella de repente, destacándose ahora, como elegida por la desgracia, con su vestido blanco y su diadema, su cara morena y risueña, las manos juntas bajo la barbilla, los ojos que el inspector no asociaba ahora con los que había visto en el terraplén, igual que no parecía que la cara fuese la misma.

Estuvo a punto de sentarse otra vez, de encender la lámpara de la mesa y olvidarse de lo tarde que era, pero en el reloj de la torre, muy cerca, oyó las campanadas de las ocho, que hicieron vibrar débilmente los cristales del balcón, y ahora salió con un aire más enérgico, bajó las escaleras hasta el vestíbulo en penumbra, donde unos guardias fumaban escuchando en la radio un partido de fútbol. No iba a dormir, pensaba, no iba a dormir y no habría nada con lo que pudiera ocupar el tiempo, disimular su lentitud, ni un libro, ni una película, ni un partido de fútbol, la voz del locutor y los rugidos del público se mezclaban con los pitidos y los mensajes en la emisora de la policía, nada, el tiempo tan vacío como una habitación deshabitada, el insomnio no aliviado con cigarrillos, no enturbiado o suavizado con alcohol, no distraído por la presencia de nadie. Desde el balcón, antes de salir de su despacho, el inspector había examinado la plaza, el pavimento negro y brillante bajo la lluvia, el breve espacio arbolado frente a la comisaría, donde estaba la fuente con la estatua y se alineaban los taxis: nadie sospechoso, en apariencia, nadie que merodeara, ningún coche irregularmente estacionado, los guardias tenían instrucciones muy severas de no permitirlo, dictadas por él, desde luego, por su hábito extremo de cautela y desconfianza, por el miedo asiduo que nunca llegaba a apartarse de él, ni siquiera cuando lo olvidaba, cada vez con más frecuencia, a medida que las semanas pasaban. Notaba que se iba acostumbrando a respirar de otro modo, que muy pronto empezaría a perder agudeza, reflejos, intuición para la proximidad del peligro. Ahora iba por la calle no temiendo que lo buscaran y que lo siguieran, sino buscando él, y aunque estaba muy cansado era incapaz de concederse una tregua, de sentarse simplemente en un bar y beber una cocacola o un café y leer el periódico sin mantener una vigilancia insomne en torno suyo. Y de pronto recordaba que no había llamado por teléfono a la clínica, se concedía la disculpa de haberlo encontrado comunicando, pero eso no le curaba el remordimiento, y veía el corredor por el que paseaban a esa hora las mujeres internas, un sitio neutro como un hostal, con cortinas de tejidos sintéticos y estampas baratas de paisajes en las paredes. Alguna enfermera o alguna monja acudían al teléfono y pronunciaban con voz nítida y fría un nombre por el altavoz. Las mujeres caminaban con rapidez y monotonía, se cruzaban sin hablarse, o hablando a solas, y casi todas vestían chándals y arrastraban los pies, calzados con zapatillas de paño. Si retrasaba cada anochecer el momento de llamarla era porque le costaba mucho sostener una conversación fluida con ella. Le contaba algo y tenía la sensación indudable de no ser escuchado. Le hacía una pregunta y ella tardaba en contestar, decía sí o no y se quedaba quieta y respirando en el teléfono, y cuando la respiración se iba volviendo más fuerte era porque había empezado a llorar. Lloraba en el teléfono como tantas veces en la oscuridad del dormitorio, en silencio, de una manera sigilosa, sin gemidos ni énfasis, como si su llanto fuera algo estrictamente privado, sin relación con él, su marido, que permanecía callado y escuchándola sin hacer nada ni decir nada, quieto en el teléfono, como cuando estaba tendido junto a ella en la cama, a una distancia incalculable, de lejanía y de foso.

Cada cual con su secreto escondido en el alma, royéndole el corazón, inaccesible siempre, no sólo para los desconocidos, sino para quienes están más cerca, los matrimonios que paseaban del brazo por las calles nocturnas, los hombres solos que conducen coches al salir del trabajo y aguardan con impaciencia a que cambie al verde el semáforo, los hombres o las mujeres cuyas siluetas veía el inspector en las ventanas iluminadas de las casas, las figuras solitarias que se deslizaban cerca de las paredes, que doblaban con aire de cautela o de huida las esquinas de los callejones. También él, un desconocido, un forastero en la ciudad, recién llegado casi, viviendo solo, caminando sin sosiego, quedándose despierto hasta que clareaba el día en un dormitorio conyugal en el que su mujer no había estado nunca. Había echado a andar sin darse mucha cuenta de hacia dónde iba, por calles mal iluminadas que empezaban a quedarse desiertas, había llegado a la plazoleta de una iglesia donde sus pasos sonaron con un eco muy claro y luego se extravió por unos callejones en los que no recordaba haber estado nunca. Había dejado de llover y un gajo de luna blanca y alta se deslizaba entre jirones de nubes, pero el aire estaba denso todavía de humedad y de niebla. Buscaba la salida hacia una calle principal pero no acertaba a encontrarla. Ahora no pisaba asfalto, sino un empedrado desigual, brillante bajo las luces débiles de las esquinas. Justo en el ángulo donde se quebraba un callejón había una hornacina con un Cristo iluminado por una lámpara amarilla. Se sorprendió de tener miedo, no el miedo usual de su vida adulta, sino otro mucho más antiguo, como un recuerdo de pavor infantil, el miedo de los niños a perderse en calles oscuras y desconocidas. Si ahora viniese alguien hacia él y se cruzaran y fuese el asesino de la niña él no podría saberlo. Caminó más deprisa, sin ver a nadie, oyendo tan sólo ruidos de cubiertos y de televisores en el interior de las casas, porque sin duda era la hora de cenar. Salió con alivio a una calle más ancha, y luego a una plaza vacía y mal iluminada, y entonces vio que había llegado al pequeño parque al final de la ciudad, al filo de los terraplenes, muy cerca del lugar donde había aparecido la niña. Seguro que él ha vuelto también, pensaba, internándose en las sombras de los setos y de los cipreses, de los rosales abandonados, escuchando sus propios pasos sobre la grava del parque, sobre los cristales de botellas rotas. Pero era como oír los pasos del otro, como tener su presencia muy cerca, al alcance de la mano extendida, quieta y aguardando allí mismo, entre las sombras de los árboles que parecían algunas veces sombras humanas.