«Alabado sea Dios», dijo el padre Orduña, y a él se le vino a los labios la respuesta automática que no había pronunciado ni una sola vez en más de treinta años, «Sea por siempre bendito y alabado».
Parecía más pequeño, pero no mucho más viejo, usaba unas gafas de cristales muy gruesos y montura anticuada pero su pelo seguía siendo fuerte y casi todo oscuro, y si caminaba algo encorvado y arrastrando los pies no era del todo por culpa de los años, porque también había caminado así cuando era mucho más joven, a causa no de su torpeza, sino de su desaliño y su ensimismamiento. Aún sorprendía que no vistiera una sotana, que no tuviera afeitada la coronilla ni extendiera la mano para que se la besara el recién llegado. Había que inclinarse o arrodillarse al llegar a ellos, había que bajar la cabeza y besar con suavidad el dorso de la mano, y entonces se notaba muy cerca el olor de la sotana y el del jabón o la colonia que impregnaba las manos blancas, muy suaves, siempre muy frías, manos ateridas con un tacto de cera o de seda. Ahora las manos del padre Orduña eran lo más desconocido, lo más cambiado en él, manos grandes y endurecidas por años de trabajo físico, todavía con residuos de callos en las palmas, las manos de un obrero y no las de un cura, aunque también de eso se hubiese retirado hacía tiempo. Ahora no era más que un jubilado, dijo, un trasto viejo, amenazado siempre por un nuevo ataque de corazón, que tal vez lo mataría. Ya no fumaba, ya no se permitía ni un vasito de vino en las comidas, no probaba más vino que el de la consagración, dijo riéndose, y con éste apenas se humedecía los labios, le habían quitado la sal, aunque esa falta le entristecía menos que la de los cigarrillos, a los que de joven había sido muy aficionado: sentado tras su mesa, sobre la tarima del aula, liaba despacio un pitillo mientras preguntaba el catecismo. De noche, en el dormitorio, se oía su tos bronquítica, y al acercarse la cara infantil a su mano derecha se olía a tabaco y se veía la mancha amarilla de la nicotina en los dedos índice y corazón. La sotana del padre Orduña olía a cera, a iglesia, a incienso, a picadura de tabaco.
«Alabado sea Dios», dijo, después de unos segundos de vacilación, provocados sobre todo por la extrañeza de encontrar a alguien esperándolo en el pequeño recibidor. Él apenas recibía ya visitas, no como en otros tiempos, cuando aquella misma vivienda había sido lugar de consuelo, de discusión política, incluso de refugio, para algunos, en los tiempos difíciles. Una vez entró la policía, reventando la puerta, en busca de alguien que no estaba, revolvieron los libros y los papeles del padre Orduña y se marcharon dejándolo todo tirado por el suelo y la puerta medio arrancada de los goznes. De entonces quedaban algunas reliquias en las paredes, carteles de veinte años atrás que ahora eran increíblemente antiguos, un retrato del Che Guevara, un póster de Antonio Machado con algunos versos al pie, otro en el que se veía un mapa verde y blanco y una mujer joven y torpemente dibujada que parecía querer despertarse de un sueño o levantarse con dificultad del suelo: «Levántate y Anda, lucía», todos amarillentos, colgando flojamente de la pared, clavados con chinchetas. Quedaba, sobre todo, como un aire anticuado y familiar de penuria, las sillas y el sofá tapizados de plástico verde, con quemaduras viejas de cigarrillos, como en un piso de pobres, un frigorífico sobre el cual había, desde tiempos inmemoriales, un jarrón de cuello fino y largo, pintado de azul eléctrico, con flores secas, y al lado, en la pared, un calendario de los padres Reparadores, con una estampa rancia de la Sagrada Familia trabajando en el taller de carpintería de san José.
El padre Orduña, que era indiferente a las comodidades, lo era más todavía a la decoración, porque el ascetismo innato que no le permitía reparar mucho en el sabor de la comida le volvía también invisibles los pormenores materiales de las cosas que le rodeaban, su vulgaridad o su anacronismo, su estado de ruina. A él le daba igual que la pequeña cama en la que dormía tuviera el cabezal de formica, o que los zapatos que llevaba, sus zapatones de cura viejo y caminante, tuvieran la punta roma y el tacón ancho que habían estado de moda veinte años atrás, y tampoco echaba en falta una alfombra sobre la que poner los pies al levantarse cada mañana, para no pisar las baldosas heladas. Despojada de todo, su pequeña vivienda, tan angosta como un piso en una barriada obrera, tenía algo de museo involuntario de otro tiempo, no muy lejano, pero sí muy desacreditado, y hasta una gran parte de sus libros parecían reliquias de un pasado que dejó de ser moderno sin existir apenas, volúmenes de teología y de marxismo-leninismo, pasionales debates olvidados sobre la fe y el compromiso, sobre el Hombre, la Sociedad y la Trascendencia, diálogos de comunistas y católicos, incluso alguna novela vulgar de las que ahora se encontraban a precio ínfimo en las librerías de lance, de rancio título escandaloso, Los nuevos curas, Los curas comunistas.
Quién se acordaba ahora de aquello, hasta del padre Orduña se había olvidado la ciudad que renegó de él, la parte católica y levítica, la carcunda lóbrega que se avergonzó del hijo pródigo, que solicitó su destierro, su expulsión de la Compañía y hasta del sacerdocio: viniendo de donde venía, llevando el apellido que llevaba. En el sofá y en los sillones de plástico verde, en la salita de familia pobre, se habían celebrado reuniones de una clandestinidad de cristianismo primitivo, eucaristías de pan partido con las manos y vino no bebido en cálices de oro o de plata, sino en vasos grandes de cristal sintético, los vasos de las casas de comidas baratas y de los comedores de las familias proletarias, que eran los mismos, opacos de tan gastados, en los que ahora el padre Orduña ofreció café con leche tibio al visitante a quien había reconocido sin necesidad de oír su nombre. Nescafé descafeinado, leche condensada y agua que el padre Orduña no se había molestado mucho en calentar en la pequeña resistencia eléctrica que guardaba en su armario.
«Bendice estos alimentos que vamos a tomar»: vasos de Duralex, unas galletas María, una bandeja de plástico con el emblema multiplicado de la Caja de Ahorros. Como en los Hechos de los Apóstoles, los justos se reunían en secreto para compartir la pobreza y la persecución. Rodeado por los jóvenes que habían subido sigilosamente a visitarlo, el padre Orduña, con jersey de lana oscura, con pantalones azul mahón, alzaba las manos como un orante arcaico, y las tenía grandes y anchas, fortalecidas y romas por el trabajo. Discutían en voz baja la epístola de san Pedro y los escritos de Lenin sobre activismo sindical, y de pronto les pareció que subía un galope violento por las escaleras y la puerta saltó, rota la cerradura a patadas, innecesariamente, porque no había cerrojo ni llave.
De aquel asalto de la policía le vinieron al padre Orduña los primeros avisos de la fragilidad del corazón. Sus superiores lo relevaron con benevolencia hipócrita de todos sus deberes pastorales, le prohibieron decir otra misa que la de las siete y media de la mañana, a la que no iría nadie. Poco a poco, cada mañana, había más figuras en los bancos: le estaba prohibido pronunciar sermones, pero elegía párrafos del Nuevo Testamento o de los profetas y los leía con una voz muy clara, resonante a esa hora todavía nocturna en las naves frías y oscuras de la iglesia.
Ahora no lo visitaba casi nadie, y sus únicos contactos regulares con el mundo exterior eran las confesiones a las que seguía dedicando una parte de la mañana, después de su misa, la primera del día, a las siete y media, muy de noche en invierno, pero le gustaba decirla, incluso cuando no había nadie, o sólo dos o tres mujeres serias y aisladas en bancos traseros, en zonas de sombra de la iglesia. Desayunaba y comía con una frugalidad extrema, en el pequeño comedor que seguía abierto para los miembros de la comunidad aún no trasladados a otras residencias, y como estaba tan débil del corazón ya no se daba los paseos largos de antes, sus caminatas por los miradores y veredas del campo. Tampoco escribía tantas cartas como en el pasado. A lo que dedicaba una parte considerable del tiempo era a organizar su correspondencia, en la que había piezas de las que se enorgullecía mucho, como las cartas que le había escrito Louis Althusser a principios de los años setenta, o una escrita a máquina por Pier Paolo Pasolini acerca de su película El evangelio según San Mateo. Esta última el padre Orduña había tenido la tentación de enmarcarla y colgarla en la pared de su habitación, pero después de mucho deliberar consigo mismo llegó a la conclusión de que si hacía eso pecaría de orgullo, o peor aún, de simple y mundana vanidad, así que la mantuvo guardada, pero no entre las otras, sino en el cajón de su mesa de noche, dentro de las páginas de un Nuevo Testamento encuadernado en piel negra y flexible que había llevado consigo desde sus días en el seminario.
Escuchaba la radio, una pequeña radio portátil que por las mañanas lo acompañaba en el cuarto de baño mientras se aseaba, y algunas veces polemizaba en voz alta con los locutores o con los políticos a los que entrevistaban, era una debilidad que se permitía sin que lo supiera nadie, un resto de su antiguo hábito de discutir ordenadamente, sistemáticamente, paso a paso, con una doble obstinación dialéctica de teología y de marxismo. Aún muy apasionado, a pesar de que cualquier arrebato le alteraba inmediatamente el corazón, se concedía trances de ira bíblica contra el escándalo de los poderosos del mundo, pero ya no los manifestaba nunca en público, por cansancio y porque no tenía muchas ocasiones de hacerlo. Con qué convicción podría predicar el reino de la justicia sobre la tierra a unas pocas mujeres mayores y aisladas, con abrigos oscuros, que se arrodillaban cada mañana a la misma hora y ocupaban el mismo lugar solitario en las filas de bancos, y a las que él conocía por sus nombres y por la monotonía de sus pecados, que le murmuraban luego en el confesonario, sin remordimiento, desde luego, sin ninguna voluntad de interesar ni de sorprender, con una especie de asiduidad administrativa en los sacramentos. Pasaba solo demasiado tiempo, contaminándose despacio por una amargura de postergación y vejez a la que no daba crédito y en la que en el fondo no se fijaba mucho, igual que no se paraba a considerar el tedio de los alimentos sin sal, el frío de las baldosas de su cuarto, la fealdad y el mal olor de la bombona de butano con la que se calentaba, contemporánea del jarrón azul eléctrico y de los sillones y el sofá tapizados de plástico verde. No hacía caso de su pesadumbre ni se quejaba de su soledad, pero cuando reconoció al visitante que permanecía frente a él, en la luz escasa del recibidor, callado, inhábil, aún sin decir su nombre, tuvo una efusión impúdica de jovialidad, un sobresalto de gratitud que le humedeció los ojos y le despertó las emociones más escondidas de su alma, ternura antigua y nostalgia sin motivo, remordimiento más preciso y más firme que los recuerdos ya en parte borrados que lo provocaban.
—Alabado sea Dios —dijo el padre Orduña.
—Sea por siempre bendito y alabado —contestó el inspector, sin que intervinieran su voluntad ni su memoria, automáticamente, dejando salir apenas las palabras de los labios.