Cuando Quinn volvió de nuevo a la vida, Lori estaba presionando su cuerpo sudoroso contra él y hundía el rostro en la almohada. Quinn estaba de espaldas, jadeando. Tenía una sensación extraña. Estaba agotado tras un ejercicio extenuante y, al mismo tiempo, animado por los vestigios de un luminoso placer. Dejó vagar su mirada cansada por la habitación, sorprendido por el hecho de que, después de tanto placer, todavía no hubiera anochecido.
Sus ojos le mostraron algo desconcertante. Quinn parpadeó y sacudió la cabeza.
—¿Qué demonios es eso?
Lori se incorporó a su lado
—Yo… ¿eh?
—¡Dios mío! —musitó Quinn, mirando fijamente el cuarto de baño que estaba justo al otro lado del pasillo.
—¿Qué pasa?
Quinn se sentó y puso los pies en el suelo.
—He visto un papel de empapelar con relieves dorados.
—¿Eh?
Con las energías completamente renovadas, Quinn se levantó y se acercó a la puerta medio cerrada del cuarto de baño.
—¿Una encimera con motas doradas? Madre de…
—¡Quinn! —gruñó Lori desde la cama—. ¿De qué estás hablando?
Quinn permaneció mirando fijamente durante unos segundos de estupefacción la horrible gloria de aquel cuarto de baño decorado en rosa y oro antes de volver a la cama. Baldosas rosas, armarios blancos y papel de pintar decorado con flores rosas con pétalos dorados.
—Lo siento. Necesito un momento de descanso. Me cuesta pensar que todos esos dorados hayan estado viéndome el trasero mientras disfrutábamos del sexo.
En respuesta, Lori musitó algo que parecía mostrar su irritación, pero el efecto fue amortiguado por la almohada. Quinn se tumbó en la cama con un gemido y posó la mano en la muy reconfortante curva de su trasero. Lori tenía un aspecto belicosamente dulce y despeinado bajo la débil luz que se filtraba por las persianas.
—¿Qué has dicho?
Lori alzó la cabeza unos dos centímetros de la almohada.
—He dicho que mi padre lo remodeló para mi madre en mil novecientos setenta y nueve.
—¡Increíble! ¿Te importa que vuelva para hacerle unas fotografías?
—¿Qué pasa? ¿Te dedicas a intercambiar historias de terror con tus amigos arquitectos?
Quinn no pudo evitar sonrojarse, pero intentó arreglarlo rápidamente.
—Este es un estilo tan legítimo como cualquier otro. No hay nada de lo que avergonzarse. Forma parte de nuestra historia.
—¡Yo no me avergüenzo de nada! Caramba, ¡eres un loco!
Incluso a través de la maraña de rizos que caía sobre su rostro, Quinn pudo ver su piel sonrosada, lo que le hizo recordar cómo había puesto fin a su descaro la última vez. Maldita fuera, había sido condenadamente excitante penetrarla en aquella postura. Le acarició el trasero, recordando con cariño aquel momento.
Para su sorpresa, Lori sonrió, se apartó el pelo de la cara y se volvió hacia él.
—Tienes razón. Estás perdonado. Has puesto en ello todo tu corazón.
El corazón de Quinn dio un vuelco al oír que hablaban de él. Una respuesta inquietante. Tendría que pensar en ella.
—De hecho, creo que eres un genio, Quinn. Y creo que yo soy otro genio por haberte elegido.
—No tergiverses la historia. Tú no me elegiste. Fui yo el que decidió entrometerse en tu sórdido plan.
Lori sonrió de oreja a oreja.
—Vuelves a tener razón. En ese caso, eres un genio por haberte entrometido, Quinn Jennings.
—¡Ja! —Quinn cerró los ojos y hundió la cabeza en la almohada—. Creo que lo incluiré en mis tarjetas, al lado de «grande y maravillosa».
—¿Eh, es que tienes una memoria fotográfica?
Quinn podía percibir el sonrojo que acompañaba sus palabras.
—¿No sería en este caso una memoria auditiva?
—Lo que tú digas. Por lo que yo sé, apenas recuerdas nunca nada de una conversación. Es una lástima que te acuerdes de todo lo que he dicho en un momento de pasión.
Riendo, Quinn fue tanteándola a ciegas, hasta que encontró su mano y entrelazó los dedos en los suyos.
—Cuando estoy concentrado, me acuerdo de todo. Una conferencia sobre arcadas sirias, una conversación sobre la ostentación en la arquitectura del siglo XVI —le acarició los nudillos con el pulgar—. El sexo contigo. Todas ellas cosas que merecen una intensa concentración.
—¡Caramba! Me estás comparando con la arquitectura del siglo XVI. Me siento halagada —un bostezo interrumpió sus palabras.
—Duérmete —susurró Quinn, volviéndose para darle un beso en el pelo.
Lori durmió profundamente, envuelta en aquel calor especiado por el sexo.
Quinn no se molestó en apartarse. Respirar su fragancia le hacía sentirse como si estuviera expuesto a alguna clase de droga. Como el opio, quizá.
Aun así, no estaba cansado. Normalmente, no se acostaba hasta la una de la madrugada. Pero en aquel momento estaba tan relajado como podía estarlo un hombre que acababa de disfrutar de la mejor experiencia sexual de su vida, de modo que ni siquiera se tomó la molestia de buscar su ropa. No tenía ninguna prisa por marcharse.
Su encuentro con Lori había sido increíblemente erótico. En él se habían combinado la libertad para hacer exactamente lo que quería y el saber que se había comprometido a hacer realidad las más perversas fantasías de una mujer encantadora a la que conocía de toda la vida. Le parecía imposible pensar que durante las miles de veces que la había saludado, que se había cruzado con ella en un pasillo o la había dicho adiós desde el coche, había tenido esos mismos pezones de color rosa pálido. Y esos rizos oscuros que ocultaban su sexo húmedo y hambriento. No había sabido que apretaría los puños cada vez que le acariciara el clítoris, o que maullaría como un gatito cuando estuviera a punto de alcanzar el orgasmo.
Y, definitivamente, no había sabido que ordenándole que se pusiera de rodillas podría causar toda una explosión a través de su cuerpo, como si le hubiera sacudido una corriente eléctrica.
¡Guau!
Lori le apretó la mano.
—No te olvides del teléfono —farfulló.
—¿Qué?
¿Qué significaba eso? ¿Le estaba pidiendo que se marchara? ¡Él no quería irse!
—Tu teléfono. Ha sonado antes.
—¿Cuándo?
Quinn la miró a la cara y descubrió que había abierto un ojo.
—Cuando estábamos disfrutando del sexo. ¿De verdad no lo has oído? Pensaba que estabas de broma.
—Estaba concentrado, ¿recuerdas?
Pero tras la mención de Lori, recordó que había oído el pitido que le recordaba que había recibido una llamada.
—¿Sabes? Cuando estoy trabajando apenas oigo nada.
—¿Trabajando? —farfulló Lori.
Quinn frunció el ceño.
—Ya sabes lo que quiero decir.
Al oír la carcajada de Lori, el cuerpo de Quinn registró un cálido placer. El ronco sonido de su carcajada le envolvió y la cama tembló ligeramente, arrastrándole hacia su diversión. Su corazón respondió latiendo un poco más fuerte. No fue que se le acelerara el pulso, sino que latió con más fuerza. Fue extraño.
Quinn estuvo desconcertado durante varios minutos, antes de darse cuenta de que Lori estaba dormida. Resoplaba de vez en cuando, sin llegar a roncar, pero cuando se despertara, él pensaba decirle que había roncado, solo para provocarla.
Un rugido procedente de su propio estómago le distrajo de futuros planes. Así que se levantó de la cama, se puso los boxer y se dirigió a la cocina. Seguramente Lori tendría algo de embutido en la nevera. O crema de cacahuetes.
El teléfono volvió a sonar, lo agarró y lo miró. Aparecía el nombre de su padre en el identificador de llamadas, lo que quería decir que era una llamada de su madre. Su padre jamás le llamaba por teléfono. Nunca. En el caso de los hombres, solo consideraba aceptable el uso del teléfono para llamadas urgentes. Suspirando, Quinn activó el mensaje y se reclinó contra el mostrador de la cocina para oírlo.
—Quinn, soy tu madre. Espero que todo vaya bien. Hace días que no sabemos nada de ti y últimamente nos sentimos muy solos aquí. A tu padre y a mí nos haría mucha ilusión que vinieras a vernos el Día del Trabajo, pero ya sé que últimamente el trabajo te tiene muy ocupado. Estamos muy orgullosos de ti. ¡Llámanos!
Un mensaje perfecto y cariñoso a oídos de cualquiera. Pero aun así, puso a Quinn de mal humor. Su madre no se sentiría tan sola si no continuara ignorando a Molly. Desde que se había enterado en qué consistía el trabajo de su hermana, había decidido adoptar el papel de víctima por sufrir la desgracia de tener una hija inmoral y se había dolido todavía más por la férrea defensa que Quinn hacía de su hermana.
Borró el mensaje y comenzó a marcar el teléfono. Sí, sus padres estaban muy orgullosos de él. Siempre lo habían estado. Desgraciadamente, su aprobación era como una tarta: cuantas más porciones le daban a Quinn, menos quedaban para Molly. Y con Quinn siempre habían sido espectacularmente generosos.
El hábito de abstraerse en el trabajo había comenzado muy temprano, en la escuela primaria, cuando los informes con las notas inevitablemente provocaban algún comentario cruelmente despectivo de su padre hacia Molly.
«Alégrate de ser mujer, Molly, porque así no tendrás que asumir nunca grandes responsabilidades», o, «mira, Molly ha conseguido una buena nota en plástica».
Eran momentos que Quinn odiaba. Sus padres habían conseguido convertir su aprobación en algo que Quinn rechazaba. Leía, estudiaba y pasaba días en su habitación construyendo maquetas y proyectando edificios. Había aprendido a desconectar del mundo y a concentrarse en el trabajo.
A lo mejor debería llamar a su madre para agradecérselo. Al fin y al cabo, si hubiera estado menos concentrado en el trabajo y hubiera prestado más atención a sus relaciones, seguramente no habría sido capaz de echar una mano a Lori en aquella aventura sexual. Aquella relación a corto plazo parecía perfecta para compensar todas las relaciones que, involuntariamente, había desperdiciado.
—Acabas de dar en el clavo —musitó para sí, y se acercó a la nevera para sacar un refresco.
Descubrió que no solo había refrescos fríos, sino también un paquete sin abrir de perritos calientes que estaban pidiendo a gritos que alguien los comiera.
—Una mujer increíble —suspiró Quinn mientras sacaba los perritos y un refresco de cola.
Devoró dos perritos y se bebió la cola. Terminó un tercero y se dirigió al cuarto de estar, preguntándose mientras lo hacía si debería marcharse o si realmente le apetecía quedarse a pasar allí la noche.
La vista del cuarto de estar le hizo abandonar cualquier otro pensamiento.
¿Qué demonios hacía una mujer tan luminosa como Lori en aquella casa? ¿Conservaba aquellos trofeos, los muebles antiguos y aquellos cuadros tan horribles en honor a su padre? ¿O, sencillamente, no le importaban tanto como para tomarse la molestia de cambiarlos?
Ya fuera con vaqueros o con vestidos, Lori siempre vestía con colores alegres y con ropa juvenil. Necesitaba luz y color a su alrededor.
Suspirando, Quinn sacudió la cabeza y se volvió hacia la cocina, pero una luz azulada en el segundo piso reclamó su atención. Se quedó paralizado y observó la pared que había al final de la escalera. Otro reflejo azulado. Parecía el reflejo de un televisor. Subió corriendo las escaleras.
Había tres puertas en aquel piso, pero solo una de ellas estaba abierta. Tras ella encontró lo que parecía el dormitorio de una adolescente, así que imaginó inmediatamente que debía de haber sido el dormitorio de Lori. La habitación que ocupaba en aquel momento era la que había sido de su padre y aquel dormitorio con una colcha de color rosa y las paredes cubiertas de pósteres había sido el suyo. Encendió la luz.
Aunque su mente continuaba insistiendo en las imágenes de grupos de rock y de Madonna, sus ojos enviaban señales diferentes sobre los pósteres que decoraban la habitación. Parecían fotografías de viajes.
—Caramba.
Algunos de ellos parecían anuncios antiguos, pero la mayor parte eran las típicas fotografías que uno veía en una agencia de viajes. Roma, París, Turquía, Grecia, Irlanda, Amsterdam, Baviera, Londres y Los Alpes. Había destinos algo más exóticos, como El Cairo y Madagascar.
Sorprendido, giró lentamente en círculo, como si, de alguna manera, aquel movimiento pudiera ayudarlo a encontrar sentido a lo que veía. En una esquina había una estantería abarrotada de libros, así que Quinn sorteó la cama y la televisión y revisó los títulos. Muchos de ellos eran guías y libros de viajes. Y había cientos, además de los que había apilados en el suelo.
¿Lori viajaba? Seguramente. Pero de pronto, de entre la niebla de sus pensamientos flotó hasta él un recuerdo. Molly había comentado en alguna ocasión que Lori había renunciado a sus sueños para cuidar a su padre. Le había comentado algo sobre Europa y unos estudios de Comercio Exterior.
—Mierda —musitó.
Sintió la presión del corazón en el pecho. Fue acariciando los lomos de los libros uno tras otro: Guía para mujeres que viajan solas por Francia. Inglaterra por cincuenta dólares al día. Había cientos de libros.
Aquella habitación era el refugio de Lori en su casa. Y a lo mejor no era tan desgarrador como parecía. A lo mejor lo de los libros de viajes era una simple afición.
Pero cuando se volvió para marcharse, la vista de la pared más alejada le hizo detenerse en seco. En aquella pared, había un mapa del mundo gigante. Los colores más brillantes se concentraban dentro de las fronteras europeas e iban extendiéndose como tentáculos hacia Asia, África y el resto del mapa. Cuando se acercó, advirtió que aquel batiburrillo de colores estaba formado por chinchetas. Cientos de chinchetas de diferentes formas y tamaños, como si alguien hubiera arrojado confeti contra el mapa durante el transcurso de una fiesta.
Pero aquello no era una fiesta. No había chinchetas en Colorado. No había una sola chincheta en los Estados Unidos. Aquel no era un mapa de los lugares en los que Lori había estado. Era un mapa de los lugares que soñaba con visitar.
Se detuvo a un metro de distancia y se negó a avanzar. Aquello era algo muy íntimo. No estaba destinado a que nadie lo viera.
De modo que se volvió hacia la televisión y se obligó a dejar de pensar en el mapa. Miró apenas un instante las imágenes de Venecia que aparecían en la pantalla y apagó el DVD. Después, bajó las escaleras y fue apagando el resto de las luces de la casa. Cuando regresó a la cama con Lori, intentó con todas sus fuerzas no dejarse llevar por la fantasía de querer salvar a la damisela en apuros.
Aquello era una aventura y él no era un príncipe enviado para salvar a la hermosa princesa.
Aun así, la idea continuaba ardiendo como una llama en su pecho.