Capítulo 5

—Yo te cuidaré —susurró Rafael.

Jodi sintió entonces el roce de sus colmillos afilados contra la piel de su cuello.

—No puedes protegerme de todo —protestó con la respiración contenida en una mezcla de jadeo y sollozo.

Rafael le sostuvo la mano. Jodi sentía su espalda desnuda contra su pecho y su trasero acariciando su erección.

—Sí, claro que puedo.

Su asertividad vibró en la superficie de su piel, poniéndole el vello de punta. Al final, Rafal le soltó la mano y la deslizó a lo largo de su brazo hasta alcanzar su cadera. Continuó acariciándola en círculo hasta que llegó a su sexo. Jodi gritó su nombre como si fuera una plegaria y sintió sus colmillos afilados hundiéndose en su cuello.

Lori suspiró y arrojó el libro a los pies de la cama. Había estado leyendo desde que se había despertado a las cinco de la mañana. Era muy temprano, pero no era capaz de volver a dormirse y ni siquiera la más interesante de sus novelas conseguía retener su atención. Había pasado todo el lunes como si estuviera moviéndose en el agua. Cada movimiento le exigía mucha más energía de la que debería. Y, al parecer, el martes iba a ser igual.

Lori se descubrió a sí misma deseando poder hundirse en una profunda depresión. Suficientemente profunda como para poder quedarse en la cama y dormir durante doce horas seguidas. En aquel momento, parecía estar debatiéndose entre la ansiedad y la melancolía. Se sentía inquieta y apática al mismo tiempo. Y seriamente confundida.

Ben debía de estar equivocado sobre las causas de la herida que había sufrido su padre. Necesitaba que lo estuviera. Todavía no habían recibido los informes definitivos, de modo que podía albergar esperanzas.

Su padre había sido un buen hombre, pero también podía ser un hombre algo violento. A veces, sobre todo después del abandono de su esposa, se acercaba al pueblo para divertirse y tomar unas copas. Y no tenía ningún inconveniente en pegar unos cuantos puñetazos a alguno de sus compañeros de barra cuando le fastidiaban. El día que se había caído estaba en un bar de moteros, ya desaparecido, situado a las afueras. Las peleas formaban parte de la diversión. Seguramente, se había peleado con alguien, se había caído contra una piedra y quienquiera que fuera la persona con la que se estaba peleando había salido corriendo para salvar su pellejo. La reconstrucción de la escena en la que había tenido lugar el accidente tenía mucho sentido. Jamás la había puesto en duda.

Hasta ese momento.

Maldito fuera Ben Lawson y maldita fuera su determinación de organizar el Departamento de Policía. Su persistencia estaba teniendo efecto, por lo menos en ella. Se había pasado horas y horas tumbada en la cama, intentando encajar las piezas de aquel rompecabezas. ¿Había habido algún cambio en la vida de su padre? ¿Qué había podido ocurrir?

Ella se había ido a la universidad, sí, ¿pero eso podía haber motivado algún crimen? No había entrado ningún vagabundo en su habitación. ¿Qué otra cosa podía tener relación con su marcha? Por lo que decían los libros de contabilidad, no había habido ningún cambio significativo en las cuentas del taller. Pero a veces su padre pagaba en negro a algún trabajador eventual. Tendría que preguntarle a Joe por ello.

Pero sí había algo que había cambiado cuando ella estaba fuera. Algo que había representado un gran cambio para su padre: había comprado un terreno.

Lo había comprado justo un mes antes de sufrir el ataque. Había sido algo muy repentino. Ni siquiera se lo había comentado hasta después de haber adquirido el terreno y en aquel entonces, Lori estaba tan centrada en sus estudios que no le había preguntado por ello.

Dejando de lado la casa y un taller que era un riesgo para la ecología, aquella parcela junto al río era la única cosa valiosa que había tenido su padre.

El lunes le había llamado otro constructor, de modo que había por lo menos dos que estaban interesados en aquella parcela. ¿Pero por qué?

Lori se cubrió el rostro con un gesto de frustración.

Si de verdad su padre había sido atacado y si aquel ataque había sido premeditado, aquel terreno era el único motivo que se le ocurría. Y no era capaz de ir más allá de aquella deducción. No podía saber ni quién, ni cómo ni por qué. Iba a tener que pasar el día revisando toda la documentación de su padre y, seguramente, tampoco así averiguaría nada.

—¡Mierda! —musitó mientras se levantaba de la cama.

Los números rojos del despertador marcaban las cinco y media de la mañana y la miraban como si estuviera haciendo algo malo. Debía de estar a punto de amanecer y, como no podía dormir, decidió salir a dar un paseo.

Se puso los pantalones de chándal y la camiseta que había dejado al lado de la cama y se dirigió al cuarto de baño para lavarse los dientes y peinarse. Los rizos eran su único rasgo físico realmente bonito y femenino, por lo menos para ella. Tenía la nariz demasiado respingona y los ojos y la boca no tenían nada de especial. Pero desde que había aprendido a dominar sus rizos, con un producto bastante caro, por cierto, jamás salía de casa sin peinarse. Si se los dejaba encrespados y secos, se veía tan acabada como se sentía.

En cuanto volvió a sentirse animada y con el aliento fresco, se puso las zapatillas de deportes y se dirigió hacia la puerta. La luz violácea del amanecer apenas anunciaba el calor del día, pero no le importó. El frío le sentaba bien a su extraño y apático humor.

Los cantos de los pájaros irrumpieron en el silencio de la mañana. Pero en cuanto comenzó a pisar la grava del aparcamiento, ya no pudo oír nada más que aquel odioso sonido, de modo que dio media vuelta y se dirigió hacia la calle principal. Su destino era el río y podía llegar hasta allí cruzando el desguace, pero en esa zona no había camino. Además, no le apetecía tener que abrirse paso entre neumáticos viejos y carrocerías oxidadas.

Algunas camionetas la adelantaron mientras caminaba dejando tras ellas una nube de humo. Sus conductores alzaban la mano a modo de saludo. Las personas más chapadas a la antigua realmente ni siquiera saludaban en aquella zona. Los vaqueros que salían en la película Brokeback Mountain le habían recordado a muchos de los hombres de Tumble Creek, aunque quizá no tanto por la cuestión de la homosexualidad llevada en secreto. Aunque, si era algo secreto, ¿qué demonios podía saber ella? Casi todos los hombres de Tumble Creek y de los ranchos de los alrededores eran hombres estoicos, muy trabajadores y poco dados a las risas. O a las palabras, incluso.

Desde luego, no solían tener una vena artística y divertida. No se parecían en nada a Quinn.

Sonrió al pensar en Quinn cuando pasaba por delante de The Bar. A pesar de que había amenazado con hacerlo, el lunes no la había llamado. Si hubiera sido cualquier otro hombre, Lori habría dado por sentado que había vuelto a su casa, había reconsiderado la posibilidad de convertirse en su amante y había optado por una rápida desaparición. Pero tratándose de Quinn, no tenía la menor duda de que había estado encerrado en su estudio, dibujando planos durante doce horas seguidas y sin pensar siquiera en su escandaloso ofrecimiento.

La llamaría en algún momento, en cuanto volviera al mundo real, y le pediría perdón profusamente por su olvido. Pero Lori agradecía aquella prórroga. No tenía la menor idea de qué habría podido decir si Quinn hubiera seguido presionando.

Probablemente la única respuesta posible habría sido un «no». Por lo menos, si tenía un ápice de sentido común. Quinn no era el hombre con el que hacer realidad sus fantasías. Una relación con él resultaría… demasiado íntima.

Arrugando la nariz por la vergüenza que le causaba pensar en ello, Lori giró hacia el empinado camino por el que se bajaba al río. Estaba tan concentrada en pisar con firmeza los cantos rodados que amenazaban con hacerla caer cuesta abajo que ni siquiera se dio cuenta de que no estaba sola.

—¡Eh! —la llamó una voz grave, sobresaltándola de tal manera que estuvo a punto de perder el equilibro.

—¡Que te den! —gritó, mientras agitaba los brazos para no caerse.

—Cuando tú quieras, cariño —gritó Aaron Thompson como el idiota que siempre había sido.

—Gracias por correr a ayudarme —le espetó Lori—. Es una buena forma de hacer uso de esos músculos.

Sin comprender en absoluto lo que le estaba diciendo, Aaron sonrió y flexionó sus bíceps desnudos. Por supuesto, para él no tenía importancia que estuvieran a doce grados y que el agua estuviera mucho más fría. Aaron llevaba un traje de neopreno sin mangas que dejaba sus brazos al descubierto y un chaleco rojo. Lori estaba segura de que nunca llevaba ropa interior. Desde luego, no se le marcaban los calzoncillos, aunque podía distinguirse claramente el bulto de su sexo. Como siempre.

—¿Por fin has venido a recibir esa clase de iniciación en aguas bravas que te ofrecí?

—Ni lo sueñes.

—¿Y si traigo a una amiga? La semana pasada conocí en Aspen a una chica que me dijo que era bisexual. Le hablé de ti. Al parecer está, ya sabes… —arqueó sus cejas rubias—, interesada.

—Aaron —le advirtió Lori, y se obligó a contar hasta veinte.

La mayor parte de los habitantes de Tumble Creek pensaban que era lesbiana porque no salía con nadie y se ganaba la vida como mecánica. En el caso de Aaron, la propia Lori había alimentado activamente aquella idea, porque se había cansado de que pasara todos los días por el taller, después del último viaje del día, luciendo aquel ajustado traje de neopreno. Sobre todo después de haberle descubierto arreglándose sus partes para ofrecerle su mejor imagen justo antes de entrar en el taller.

Lori se estremeció al pensar en ello y vio los bonitos ojos azules de Aaron clavados en sus senos. Se cruzó de brazos.

—Aaron, escúchame bien, por favor. No pienso acostarme contigo y tampoco voy a acostarme con nadie delante de ti. Y tampoco voy a acostarme con nadie que tú conozcas, ni voy a hablarte de ello —le interrumpió cuando abrió la boca para protestar—. ¿Lo has entendido?

—Pero…

Parecía confundido. Le parecía imposible que una mujer, incluso siendo lesbiana, no quisiera acostarse con él, el dios de los guías del río. La miró con el ceño fruncido.

—Pero yo pensaba que éramos amigos.

—¡Oh, por el amor de Dios! Ni siquiera sé qué contestar a eso.

Aaron se encogió de hombros. Cualquier indicio de que pudiera estar pensando en algo desapareció de su rostro.

—Como tú quieras. Pero si decides cambiar de equipo, llámame.

—Yo… —era absurdo intentar razonar con un hombre que era una extraña combinación de gigoló y amante de la naturaleza—. Hasta luego.

Aaron le guiñó el ojo y volvió a concentrarse en desatar una de las cuerdas de la embarcación. Lori desvió entonces la mirada hacia su trasero, que era, seguramente, lo que Aaron pretendía, porque se volvió y la descubrió mirándole.

—¿Te estás pensando mi oferta? —ronroneó.

—No, yo solo… —con un gemido, dio media vuelta y se dirigió hacia el estrecho sendero que había ido formándose en la hierba.

Las risas de Aaron la siguieron. Lori no quería tener nada que ver con el trasero de aquel hombre, pero no había podido evitar clavar la mirada en aquel grupo de músculos que sobresalía al final de sus muslos. ¿Cuántas horas dedicaría al día a hacer ejercicio? ¿Y cuánto tardaría en ponerse el traje cada mañana?

Aaron sería el hombre perfecto para tener una aventura.

—Si no fuera Aaron —musitó para sí.

Pero sus propias palabras impactaron de tal manera en su cerebro que se detuvo sobre sus pasos. Al hacerlo, presionó la planta del pie con tanta fuerza que sintió que un canto rodado le atravesaba la suela de los deportivos. Pero no se movió.

En realidad, Aaron era el hombre perfecto para una aventura porque era Aaron. Era joven, atractivo y estaba dispuesto. Haría cualquier cosa que le pidiera. Y no corría ningún peligro de llegar a sentir algo más profundo por él. Era perfecto.

Pero en absoluto tentador.

No tenía nada que ver con Quinn.

Presionó con fuerza el pie contra el suelo, hasta sentir la piedra como una espina. Pero el dolor no afectó en absoluto a sus sentimientos hacia Quinn. Le deseaba. Y necesitaba una distracción. La necesitaba de verdad. Aquel asunto de su padre podía durar meses. Y no tenía nada que la distrajera. Excepto Quinn y su ofrecimiento.

Lori levantó el pie y continuó caminando, pendiente siempre de la posibilidad de que apareciera un oso. Si hubieran estado en primavera, ni siquiera se habría aventurado a acercarse hasta allí. En primavera, los osos no solo estaban hambrientos, sin oque tenían que proteger a sus crías.

—¡Uf! —musitó asustada.

El río corría a su lado y rugía siempre con más fuerza de la que esperaba, a pesar de que había crecido a menos de cien metros de él. Cuando entraba en el Grand Valley, se convertía en un río ancho y de aguas tranquilas, pero allí saltaba, caía y se levantaba abriéndose camino entre rocas afiladas y empinadas cuestas. En realidad, era como su propia vida, pensó Lori. Aburrida y tranquila en un instante y caótica y vertiginosa al siguiente.

Pero si su vida iba a convertirse en un caos durante una temporada, lo mejor que podía hacer era disfrutarla.

En cualquier caso, Quinn no era el hombre ideal para tener una aventura. Le resultaba demasiado familiar. Y era demasiado amable. Pero en una cosa tenía razón: sería mucho más adecuado para mantener una aventura que para tener una relación. Lori se recordaba entrando en el cuarto de baño de las chicas tras un partido de baloncesto y encontrarse a una guapísima animadora llorando con el rostro enterrado entre las manos.

—¡Nunca me llama! ¡Nunca! Y ayer por la noche mis padres estaban fuera y ni siquiera apareció por mi casa. ¡Se suponía que íbamos a hacerlo y ni siquiera se acordó!

—Quinn es así —le aseguraba su amiga.

—¡Me odia!

—No, no te odia. Pero es un chico muy inteligente, RaeAnne. Tiene muchas cosas en las que pensar. La universidad, el béisbol…

La animadora continuaba llorando a moco tendido y ella había salido del cuarto de baño con los ojos abiertos como platos.

Sonriendo ante aquel recuerdo, sorteó un pino caído y saltó al otro lado. En aquel entonces, aquella conversación la había dejado estupefacta. Le parecía increíble que Quinn, un chico callado y bueno que para ella era como un hermano mayor, pudiera hacer llorar a una animadora. Que una animadora pudiera estar llorando porque quería «hacerlo» con él. En aquel momento, la idea le había resultado desconcertante.

Y, sin embargo, allí estaba ella, deseando «hacerlo con él». Aunque no estaba llorando, tenía que reconocer que estaba bastante confundida. Todo resultaba extrañamente natural, como si aquel suceso del que había sido testigo en el cuarto de baño del instituto hubiera sido el punto de partida del sinuoso camino que había conducido hacia una aventura inevitable entre Quinn Jennings y Lori Love.

Pero, inevitable o no, seguramente era una idea terrible. Y era muy probable que terminara llorando en un cuarto de baño. A lo mejor incluso terminaba llevando un vestido de animadora en algún momento. Víctima de alguna perversión fetichista, terminaría con una minifalda, sin ropa interior y la máscara de ojos corriendo por sus mejillas.

El eco de su propia risa al chocar contra la pared de rocas que encajonaba el río parecía confirmar su decisión. Acostarse con Quinn sería una buena idea, aunque terminara demostrando ser mala, porque le permitiría pasarse las noches recorriendo su casa y dejando mensajes furiosos a un amor olvidadizo, en vez de tener que dar vueltas y vueltas en la cama, preocupándose de una investigación que escapaba por completo a su control.

No quería pensar en lo que podían haberle hecho a su padre. No quería imaginar que alguien le había arrebatado la vida y a ella todos sus planes. De modo que, hasta que Ben la llamara para decirle que sus sospechas eran infundadas, Lori se dedicaría a pensar en Quinn.

Quinn miró el reloj y alzó de nuevo la mirada hacia la carretera que conducía en línea recta desde su casa hasta su oficina. Aquel iba a ser un día de mucho trabajo, pero estaba tan relajado como si fuera una tarde de viernes. Una hora de natación podía tener ese efecto, pero la sensación se debía a algo más que al cansancio muscular. Por fin tenía la imagen que estaba buscando para la casa de Brett Wilson. El terreno que tenía a medio camino de las montañas de Aspen era perfecto para construir, dejando de lado el hecho de que Brett quería disfrutar de la vista de su pista de esquí favorita desde el cuarto de estar. Una pista de esquí que tenía la mala fortuna de estar situada en una escarpada pared de granito.

—Compra otra parcela —había sido la primera sugerencia de Quinn al ver el terreno.

El constructor había insistido en que Brett Wilson le pagaría un suplemento si conseguía diseñar una casa en aquel lugar.

Quinn terminaría recibiendo aquel suplemento, aunque la verdad era que lo que le había incentivado a aceptar aquel proyecto había sido el desafío que representaba, más que el dinero. Había pasado días y días dando vueltas a todas las posibilidades, pero había conseguido encajar todas las piezas mientras nadaba, algo que le ocurría a menudo. Había algo en el ritmo y la soledad del nadador que tenía en él el mismo efecto que la meditación.

Estaba imaginando la viga saliente que sostendría el cuarto de estar cuando sonó su teléfono móvil. El sonido penetró como un pensamiento repentino en su cerebro, donde explotó como una bomba de mano.

¡Podría ser Lori!

—¡Mierda!

Quinn intentó agarrar el teléfono, pero justo en ese momento, la rueda delantera rozó la cuneta y al girar el coche bruscamente hacia el asfalto, el teléfono se le cayó.

—¡Mierda! —había olvidado llamarla—. ¡Mierda, mierda, mierda!

Entró en un aparcamiento, aparcó y se agachó para recuperar el teléfono.

—¿Diga? —prácticamente gritó.

—Buenos días, señor Jennings —la fría voz de su asistente fluyó a través del teléfono.

Era Jane. Solo Jane.

Quinn se dejó caer en el asiento, apoyando la cabeza en el reposacabezas.

—Buenos días, Jane.

—Espero no molestarle. Solo quería recordarle su agenda por si quiere ir directamente a alguna obra esta mañana.

—No, pasaré antes por la oficina. Pero recuérdamela de todas formas.

Miró el reloj. Eran las ocho y media de la mañana.

—Allá vamos —dijo Jane, como hacía siempre antes de recordarle sus citas—. Tiene una consulta preliminar con Jean Paul D’Ozeville a las diez de la mañana. Almuerza con Peter Anton, de Anton/Bliss Developers a las doce. A las tres, tiene una videoconferencia sobre la conferencia de Vancouver y una cena benéfica con Tessa Smith a las siete.

—¿En beneficio de quién?

—De la Aspen Music Foundation. Compró los tickets hace varias semanas. Creo que la señorita Smith quería conocer a Sting.

Quinn creyó detectar cierta ironía en sus palabras, algo que le habría sorprendido si no hubiera estado ocupado intentando superar la impresión que las palabras de Jane acababan de causarle.

—Tessa y yo rompimos la semana pasada.

—Pues llamó ayer para asegurarse de que no lo había olvidado.

—Eh… bueno.

Recordaba vagamente a Tessa gritándole que no iba a permitir que le hiciera perderse tan importante acontecimiento.

—¿Pero no fue a cenar con usted el viernes? —continuó Jane.

—Sí, por lo visto también me olvidé de cancelar esa cita.

Jan se aclaró la garganta.

—No tiene más citas con ella en la agenda. A no ser que a lo largo del día decida a compartir alguna comida más con ella, esta debería ser su última velada con la señora Smith.

—Muy bien. Yo no… Jane, ¿te estás riendo de mí?

—Por supuesto que no, señor Jennings. Y ahora, si no puedo hacer nada más por usted, nos veremos dentro de unos minutos.

Colgó el teléfono confirmando sus sospechas de que sí, evidentemente, se estaba riendo de él. Y se lo merecía. ¿Qué clase de hombre se encontraba con, no una, sino dos citas que no tenía previstas?

Por supuesto, si algo caracterizaba a Tessa, era su insistencia. Quinn normalmente no se daba cuenta de que una mujer estaba intentando coquetear con él, pero las mujeres como Tessa no esperaban a que un hombre se fijara en ellas, sencillamente, ocupaban el lugar que deseaban. Y así había sido en el caso de él. Una noche había alzado la mirada y se había visto saliendo con una rubia de senos grandes y tacones vertiginosos. Sus amigos del mundo de la construcción se habían quedado impresionados. Y Quinn había sido demasiado negligente como para cortar con ella, hasta que Tessa había comenzado a resultarle demasiado pegajosa. Había sido una decisión fácil.

Y hablando de decisiones fáciles…

Quinn llamó a información, consiguió el teléfono del taller y se secó el sudor de la frente mientras esperaba.

—Taller Love —le contestó una voz femenina y malhumorada.

Aquello no auguraba nada bueno.

—Lori, soy Quinn. No cuelgues. Siento no haberte llamado ayer. Yo…

—¿Se te olvidó? —le cortó Lori.

Mentir no habría estado bien. No, definitivamente no.

—Yo no diría «olvidar» exactamente.

—No te preocupes, Quinn. Así tuve tiempo de pensar.

No, aquella no era una buena señal. Quería acostarse con Lori Love. Estaba perdiendo su oportunidad, y eso le hizo pensar en las ganas que tenía de acostarse con ella. Había llegado el momento de ser brutalmente sincero.

—Tienes razón, se me olvidó. He estado trabajando en un proyecto particularmente difícil y… Bueno, perdona, supongo que no te apetece oírlo. Sé que es ofensivo, degradante y… —intentó recordar algunos de los adjetivos que le habían dedicado en el pasado por olvidarse de sus parejas.

—No te preocupes, Quinn, no estoy enfadada.

Pero Quinn no estaba dispuesto a permitir que Lori se le escapara manteniendo una fría y educada distancia.

—Claro que estás enfadada —la presionó.

—No.

—¿Entonces por qué tienes esa voz tan rara?

—Porque estoy debajo de un coche.

—¿En serio?

—Sí —bajó la voz—. Pero estoy cómoda y así tengo más intimidad.

Quinn intentó analizar aquel extraño comentario. ¿Sería posible que no estuviera enfadada? Aun así…

—¿Y necesitas intimidad porque…?

El largo silencio de Lori parecía aumentar la distancia que había entre ellos, tensaba su conexión como un cable a punto de romperse. Lori había tenido tiempo para pensar, y seguramente eso era una mala noticia. Planificar y pensar por adelantado no era la ruta más rápida para tener una apasionada aventura. Aunque a lo mejor…

—¿Tu oferta sigue en pie? —preguntó Lori casi en un susurro.

A Quinn le dio tal vuelco el corazón que se mareó.

—Sí —contestó con una naturalidad que no sentía.

—Porque si sigue en pie, creo que es una buena idea.

Curiosamente, en aquel momento la imaginó tumbada debajo del coche con los pies y los tobillos en posición de total vulnerabilidad, disponibles para él. Podría acariciarle el empeine, besarle los dedos, rodear el tobillo con la mano y deslizarla hacia las pantorrillas. En sus fantasías, normalmente Lori iba vestida con botas y con unos gruesos vaqueros. Sin embargo, aquel día, iba descalza y vestida con un vestido de flores mientras trabajaba bajo el cromo y el acero. Su…

—¿Quinn? —susurró Lori al teléfono.

—Sí, todavía sigo pensando que es una buena idea.

El suspiro de alivio de Lori le hizo sonreír.

—Entonces, ¿quieres que pase por tu casa esta noche para darte el servicio? —le preguntó él.

Se produjo un estruendo al otro lado de la línea, seguido por el sonido de algo pesado y metálico. Quinn sonrió con la mirada fija en el anuncio de comida mexicana que tenía delante de él.

—¡Ay! —graznó Lori antes de toser—. Eh, supongo que sí. Y eso sería… ¿esta noche?

—Te estoy tomando el pelo.

—¡Gracias a Dios! Dios mío, Quinn. Eso ha sido muy cruel.

—Lo siento —pero la verdad era que no lo sentía en absoluto—. En realidad, estaba pensando que deberíamos salir a cenar. A no ser que prefieras que pase por tu casa y me baje los pantalones directamente. Tengo una hora libre antes del almuerzo.

—Quinn.

Lori agravó la voz, utilizando un tono que Quinn sospechaba empleaba con sus empleados.

—Muy bien, cenaremos antes. Desgraciadamente, esta noche tengo un compromiso. ¿Te parece que lo dejemos para mañana?

—¿Tan pronto?

—Sí —contestó sin más.

No tenía sentido prolongar la decisión durante más tiempo. Y, francamente, él no podía esperar.

—Muy bien.

Sonrió al percibir cierta vacilación en su voz. Le emocionaba que se pusiera nerviosa, que no le viera solamente como a un viejo amigo con el que iba a acostarse porque con él se sentía cómoda y segura. Quería que hubiera pasión y emoción.

—¿A qué hora? —preguntó Lori.

Quinn ni siquiera se molestaba en intentar memorizar su agenda. Jamás había conseguido recordarla, y sabía que jamás lo conseguiría.

—A las seis y media.

—Muy bien, quedamos en tu oficina.

—No, porque yo no estoy…

—Escucha, Quinn, no tengo ningún interés en pasarme la tarde sentada en el sofá de mi casa, vestida y con tacones, esperando que te acuerdes de nuestros planes. Nos veremos en tu oficina.

—Muy bien, de acuerdo.

Lori colgó el teléfono sin añadir nada más, dejando a Quinn con la mirada fija en el letrero del restaurante durante algunos segundos de estupefacción.

—Es imposible que olvide esta cita —dijo para sí—. Estaré con todas las alarmas encendidas.

Todavía se estaba preguntando qué demonios significaba esa frase cuando llegó minutos después a la oficina. Una cita más con Tessa y disfrutaría de su aventura con Lori Love durante lo que esperaba fuera una larga temporada.

Lori salió de debajo del coche y se limpió las manos en un trapo.

—Joe —llamó mientras se levantaba y se estiraba—. ¿Te importa quedarte solo unos minutos? Tengo que ir a hacer un recado.

En cuanto Joe levantó el pulgar en señal de aprobación, Lori salió del taller para dirigirse al local de su agente inmobiliario. Mientras caminaba por la acera, se daba cuenta de lo bien que se sentía enfrentándose por fin a algo. Llevaba mucho tiempo siendo demasiado pasiva, dejando que pasara la vida. Comenzaba a asumir el control de pequeños detalles de su vida. Por fin. A lo mejor aquel era el inicio de una verdadera existencia.

—No parece que tenga muchas probabilidades —musitó Lori para sí, pero sonreía cuando abrió la puerta de la pequeña oficina de la calle principal—. ¡Hola, Helen! —saludó a la mujer rubia que había al final de la habitación.

Helen Stowe alzó la mirada del café que se estaba sirviendo.

—¡Eh, Lori! ¿Qué puedo hacer por ti?

—Solo venía a hacerte un par de preguntas. ¿Qué tal te va? Pensaba que ibas a quedar con Molly y conmigo en The Bar la semana pasada.

Helen se encogió de hombros, se sentó tras su escritorio y le hizo un gesto a Lori para que ocupara la silla que tenía frente a ella.

—He estado muy ocupada.

—El viernes nos dejaremos caer por allí. ¿Por qué no vienes?

—¡Oh! —Helen pestañeó con fuerza—. Yo no… me gustaría, pero yo…

—Helen —Lori suspiró—, ¿has roto con Juan?

Juan era el camarero y el encargado de The Bar. Y también tenía diez años menos que la recientemente divorciada Helen.

—No —contestó con un trémulo suspiro—. Él…

Una gruesa lágrima escapó de sus ojos y comenzó a rodar por su mejilla dejando tras ella un rastro de rímel.

—¡Oh, Helen!

—¡Me dijo que estaba cansado de ocultar nuestra relación! Que me avergonzaba de él, ¡pero no es cierto! Es solo que… —aquella solitaria lágrima fue solo la primera de otras muchas.

A Lori se le cayó el alma a los pies al ver tan triste a su amiga.

—Lo siento mucho, Helen.

—La culpa es mía —respondió mientras abría el cajón del escritorio para sacar una caja de pañuelos de papel—. No debería haber empezado a salir con él. No comprende lo que significa para una mujer de más de cuarenta años salir con un hombre más joven —se inclinó hacia delante—. ¿Sabes que incluso hay una palabra para definirnos? A las mujeres como yo nos llaman «asaltacunas».

—Sí, ya lo he oído.

—¡Es humillante!

—Bueno, también puede ser algo muy moderno eso de salir con un chico más joven.

—¿Moderno? —chilló Helen—. ¿Sabes lo que diría la madre de Juan si se enterara? Lleva años detrás de él, diciéndole que empiece a tener hijos. Si apareciera con una vieja como yo, probablemente llamaría a un sacerdote para que le practicara un exorcismo.

—Helen… —dijo Lori suavemente.

Helen se sonó la nariz e hipó desolada.

—¿Te gusta Juan?

Helen volvió a arrugar el rostro y Lori comprendió cuál era la respuesta.

—Si de verdad te gusta, ¿no crees que deberías darle una oportunidad a vuestra relación? ¿Que deberías darle a Juan una oportunidad?

Helen negó con la cabeza mientras las lágrimas continuaban fluyendo.

—Mi marido me dejó, Lori. Me dejó después de veinte años de matrimonio. No puedo volver a pasar por una cosa así, y cualquiera se apostaría el cuello a que Juan me abandonará dentro de unos años. ¡Pero si estoy a punto de tener la menopausia y él probablemente ni siquiera sabe lo que significa esa palabra!

Lori suspiró.

—Es muy buena persona.

Helen irguió la espalda y tomó aire, haciendo temblar su impresionante escote.

—Sí, claro que lo es. Y por eso no voy a atarle a una vieja urraca como yo.

Aunque cuando pensaba en una vieja urraca jamás imaginaba a mujeres con tacones, minifaldas y bien dotadas, Lori asintió. Probablemente, la madre de Juan tampoco aprobaría los tacones y el escote. Era una mujer chapada a la antigua que tenía ideas muy conservadoras sobre las mujeres, sobre todo si salían con su hijo.

—Ahora voy a lavarme un poco —anunció Helen—, y cuando vuelva, hablaremos de lo que necesitas.

Vaya, eso sonaba muy oficial. Lori estuvo observando las fotografías de las propiedades disponibles en la zona hasta que Helen regresó con la nariz enrojecida, colorete en las mejillas y la mascarilla de ojos respuesta.

—Dime, Lori Love, ¿qué puedo hacer por ti?

—En realidad, no vengo a comprar nada, pero quiero preguntarte por el terreno de mi padre.

—¿Sí?

—Chris Tipton me ha llamado varias veces porque está interesado en comprar ese terreno, y el lunes me llamó un hombre al que no conocía. ¿Se ha puesto alguien en contacto contigo?

—Desde luego. Pero como me dijiste que no tenías interés en hablar siquiera de ello, no te he llamado.

—Me parece bien. Pero estoy empezando a preguntarme a qué viene de pronto tanto interés. ¿Quién más ha preguntado por ese terreno?

—Espera un momento —Helen giró la silla hacia un archivador y buscó hasta encontrar una carpeta que sacó del cajón—. Aquí lo tenemos. El mes pasado llamó alguien de una empresa llamada Anton/Bliss Developers, y en primavera recibí una llamada de The Valiant Group. Además de… Veo que tengo una nota porque la semana pasada llamó también alguien para preguntar, pero no dejó ningún dato. Los otros dos dejaron sus números de teléfono y me pidieron que los llamara si mostrabas algún interés en vender. ¿Quieres que llame?

—No —contestó Lori rápidamente—. ¿Pero podrías pasarme sus nombres y sus números de teléfono?

—No pretenderás hacer la venta por tu cuenta, ¿verdad? Porque, sinceramente, ambas son compañías muy importantes y, tanto si lo haces a través de mi inmobiliaria como si no, te recomendaría que consultaras con un abogado y…

—Ahora mismo no estoy interesada en vender. Pero comienzo a preguntarme si en esas tierras no habrá un pozo de petróleo o algo parecido. ¿Has oído comentar algo?

Helen se encogió de hombros.

—Nada en absoluto. Mantendré los oídos bien abiertos, pero es un paraje precioso y en esta zona hay mucha gente con dinero.

—Sí…

Pero su padre había comprado aquel terreno por menos de setenta mil dólares. También entonces era un paraje precioso y había mucha gente adinerada por la zona.

Helen le tendió un papel con la información que le había pedido.

—Gracias. Si alguna vez me decido a vender, tendré que saber el valor que tiene el terreno para esa gente.

—¿Por qué no lo vendes, Lori? Tu padre ya no está y, si no me equivoco, nunca tuviste ningún interés en ocuparte del taller, ¿verdad?

—Yo solo… —Lori negó con la cabeza. En aquel momento, no le apetecía pensar ni en sus sueños ni en sus temores y sus problemas de dinero—. Es complicado.

—Muy bien —Helen le palmeó la mano. Su sonrisa transmitía comprensión y quizá también pena. Genial—. Si aparece algún otro comprador, te llamaré. Y si averiguas algo, no dejes de informarme.

—Trato hecho. Y tú piensa un poco más en lo de Juan, ¿de acuerdo?

Helen la fulminó con la mirada, pero Lori no permitió que eso la afectara mientras corría de nuevo hacia el taller. Pro fin tenía algo, una pista. A lo mejor no tenía nada que ver con lo que había ocurrido diez años atrás, pero continuaba teniendo un misterio que resolver.

Un misterio y una aventura. Casi podía decir que comenzaba a disfrutar de una vida auténtica.