El hombre, no sabía su nombre ni quería saberlo, le bajó bruscamente las bragas hasta las rodillas y la empujó de cara a la mesa.
—No digas una sola palabra.
Ella asintió y se mordió el labio con un gesto de desesperada anticipación. Cuando sintió aquellas manos callosas y tan poco familiares para ella tocando sus caderas, se sobresaltó ligeramente y jadeó. La tensión estaba llegando al límite en su interior, era como una serpiente que necesitaba liberarse.
Sujetándola con firmeza con una mano, el hombre posó el inicio de su sexo contra ella. No hubo caricias, no hubo una preparación previa. Se limitó a guiarse por sí mismo y empujó con una embestida fuerte y profunda. A ella no le importó. Ya estaba húmeda y dispuesta.
Marguerite gritó.
Lori bajó el libro y miró con expresión culpable a su alrededor. Joe todavía no había regresado con la grúa, pero se sentía mal porque estaba sentada en el taller, rodeada por las herramientas de su padre y completamente excitada gracias a un libro de literatura erótica. Sí, era sábado, pero en cualquier caso, aquella era una conducta poco profesional. Por lo menos debería haberse retirado a la casa. Quizá incluso haberse metido en su dormitorio. Miró el reloj. Quedaban tres horas para cerrar. Aunque ella era la jefa…
Sonó el teléfono, echando por tierra cualquier posibilidad de escaparse a la intimidad del dormitorio.
—¿Diga? —dejó el libro de relatos eróticos sobre la mesa de trabajo.
—Lori, soy Ben.
—Hola, Ben.
Seguramente llamaba para decirle que se había equivocado.
—Soy consciente de que lo que te dije el otro día debe de haberte causado una fuerte impresión. ¿Lo estás llevando bien?
—Sí, estoy bien —contestó, tensa, irritada y nerviosa.
—Me alegro. Todavía estoy a la espera de más información. Los casos tan antiguos como este tienen menos relevancia para el sistema estatal, por supuesto. Pero hasta que la reciba, me gustaría saber si puedes contestar a algunas preguntas.
Lori parpadeó.
—Sí, claro. Pero yo no estaba allí cuando ocurrió el acci… Cuando mi padre se dio el golpe en la cabeza.
—Son unas preguntas de carácter más general. ¿Sabes si tu padre tenía enemigos? No me refiero a mafiosos o a cosas de ese tipo. Sencillamente, alguien con quien no se llevara bien. A lo mejor el propietario de algún taller en Grand Valley al que le estuviera quitando clientes. O algún cliente que lo acusara de haberle engañado o robado.
—No, no creo.
—¿Y alguna mujer? ¿Estaba saliendo con alguien? ¿Tenía relación con más de una mujer a la vez?
Lori volvió a parpadear ante lo absurdo de aquella pregunta.
—No, que yo sepa.
—Muy bien. No es nada urgente. Solo quería que pensaras en esas preguntas. Anota cualquier cosa que se te ocurra. Cualquier motivo por el que alguien podría querer atacar a tu padre. El dinero y los sentimientos son los móviles más habituales en este tipo de situaciones.
—Sí, pero… —Lori cerró los ojos y se pasó la mano por la cara—. Ben, estoy segura de que fue una pelea sin importancia. Nadie quería nada de mi padre. ¡Mi padre no tenía nada que pudieran querer!
—Probablemente tengas razón, pero si no analizara las cosas desde todos los ángulos no estaría haciendo mi trabajo. No pretendo que todo esto te afecte…
—No te preocupes. Lo siento, Ben, no puedo decir que me esté haciendo ninguna gracia, pero significa mucho para mí que estés investigando el caso de mi padre. Te ayudaré en todo lo que pueda.
—Gracias, Lori. Llámame si se te ocurre algo, o simplemente, si necesitas hablar sobre ello.
Justo después de colgar, entró Joe en el aparcamiento con tanta brusquedad que Lori se sobresaltó. El polvo se levantaba alrededor de la grúa mientras Lori se frotaba los ojos.
—¿Era algo serio? —le preguntó a Joe con voz ronca cuando bajó de la cabina.
—Una rueda pinchada. ¿Te has fijado en que ya nadie sabe cambiar una rueda?
Sí, claro que se había fijado, y así se lo había dicho las miles de veces que se lo había preguntado. Aun así, el club automovilístico le pagaba treinta dólares por cada cambio de neumático, de modo que a Lori le iba estupendamente aquel supuesto declive de la civilización. Joe señaló el teléfono con la cabeza.
—¿Otro encargo?
—No, era una llamada personal.
Observó a Joe mientras este sacaba el pañuelo del bolsillo y se secaba el sudor del cuello y la frente. Parecía haber envejecido de pronto. Tenía unos años más que su padre, pero habían estado unidos como hermanos. Y para ella había sido como un segundo padre.
Llevaba trabajando en el taller desde antes de que Lori naciera y para ella, siempre había sido más que un empleado.
Joe había ido a buscarla al colegio en numerosas ocasiones, aplaudía sus éxitos, la regañaba por salir con chicos y la advertía de los peligros del alcohol. Lori no habría podido atender a su padre si Joe no se hubiera hecho cargo del taller. Nunca había podido pagarle lo que se merecía por dirigir el taller durante los primeros años de ausencia de su padre, pero Joe no se había quejado en ningún momento. Ni una sola vez.
Y Joe había conocido a su padre mejor que nadie.
—Joe, ¿puedo hacerte una pregunta?
Joe se encogió de hombros y se dejó caer en una silla.
—Puedes preguntarme lo que quieras. Dispara.
—Últimamente he estado pensando mucho en mi padre. Yo no estaba aquí cuando sufrió el accidente. ¿Cómo era su vida cuando yo me fui?
Joe se encogió de hombros.
—En realidad, igual que siempre. Trabajar, pescar, tomar una cerveza de vez en cuando…
—¿Estaba saliendo con alguien?
Aquella pregunta pareció sorprenderle. Joe se acarició la barbilla.
—¿Que si estaba saliendo con alguien? En realidad, nunca me comentó que hubiera nada serio. Había una camarera de Grand Valley con la que salía de vez en cuando, pero también cuando tú estabas aquí. Y una mujer de Eagle con la que quedó en un par de ocasiones. Pero era un solitario. Después de que tu madre… —la miró con los ojos entrecerrados—. Después de aquello, no volvió a tener muchas relaciones.
Lori esbozó una mueca. Su madre se había ido de casa cuando ella tenía cinco años. Los había dejado a los dos y no había vuelto jamás. Había muerto unos años atrás por una enfermedad hepática. Hepatitis C. De modo que Lori era, oficialmente, huérfana.
—Me escribió en una ocasión —dijo Joe.
La sorpresa de Lori fue tal que soltó una exclamación.
—¿Qué?
—Tu madre. Me escribió. En aquel entonces debías de tener unos quince años. Quería saber cómo estabas.
—Pero… ¿por qué te escribió a ti?
Joe se inclinó hacia delante, posó los antebrazos en las rodillas y clavó la mirada en el suelo.
—Estaba demasiado avergonzada como para escribir a tu padre. Le contesté diciéndole que eras admirable. Una chica inteligente y trabajadora. No volví a tener noticias de ella.
Lori se aclaró la garganta.
—¿Crees que se puso en contacto con mi padre en alguna ocasión?
Joe la miró a los ojos y le sostuvo la mirada durante largo rato.
—Nunca me dijo nada sobre el tema.
—Ya —Lori asintió y golpeó el suelo con la bota—. Supongo que nunca quiso volver a saber nada de él. Gracias por decírmelo, Joe.
—De nada, cariño. ¿Quieres saber algo más?
—No. Voy a pasarme por casa de Quinn. Si no hay ninguna llamada durante la próxima media hora, puedes marcharte. Y llámame al móvil si ocurre cualquier cosa —agarró el libro para dirigirse hacia la puerta, pero Joe se aclaró la garganta y la detuvo.
—Antes de que te vayas… ¿has vuelto a pensar en vender ese terreno de tu padre?
Lori tuvo que hacer un esfuerzo para no gemir. ¿Qué demonios pasaba con aquel terreno? Sí, estaba al borde del río, pero no tenía un acceso directo a ninguna mina de oro. O a lo mejor, sí…
—Joe, lo siento, pero todavía no estoy preparada. Sé que ya ha pasado un año, pero mi padre estaba tan contento cuando lo compró que… Ya sabes lo que quiero decir.
Joe alzó las manos y le dirigió una sonrisa triste. La compasión que vio Lori en sus ojos volvió a ser para ella una fuente de consuelo. Joe le había hecho una oferta por aquel terreno después del accidente, cuando se había dado cuenta de que tenía problemas económicos. Si alguna vez Lori se decidía a deshacerse de aquella parcela, se la vendería a Joe. Sabía que le encantaba ir a pescar allí, aunque ya no pudiera hacerlo con su compañero de pesca.
Lori le acompañaba en alguna ocasión, y era como si su padre estuviera con ellos. Como en los viejos tiempos. Joe y su padre, sus dos personas favoritas.
Joe cerró sus dedos llenos de cicatrices sobre el codo de Lori.
—No quiero presionarte, Lori. Pero cuando estés preparada para hablar del tema, dímelo. Dime, ¿qué es ese libro que estás leyendo? —alargó la mano para agarrarlo, pero Lori lo apartó de su alcance.
—¡Nos vemos el lunes! —se despidió mientras agarraba las llaves del coche para dirigirse a la cabaña de Quinn.
Después de bajar la ventanilla y salir del taller, Lori metió un CD en la disquetera y puso la música a todo volumen. Sabía que el viento iba a hacer estragos en su pelo, pero, por una vez en su vida, no le importó. La música a todo volumen y aquel día tan hermoso alejarían todos sus fantasmas. Principalmente, porque ella quería que así fuera.
Fuera lo que fuera lo que había pasado en su vida, fuera ella quien fuera, necesitaba liberarse del pasado, aunque solo fuera durante unos minutos. Su pelo, lo único que de verdad le gustaba de sí misma, volaba al viento. La música retumbaba de forma muy sensual a través de todo su cuerpo y el aire frío coloreaba sus mejillas.
Tenía veintinueve años. Era huérfana. Una mujer soltera sin ninguna relación en el horizonte. Pero no era una persona acabada. Lo que necesitaba era distraerse.
Ben había removido sus recuerdos y como no fuera capaz de encontrar la manera de distraerse, iba a terminar viviendo entre fantasma. No tendría que ir muy lejos para llegar a encontrarse en esa situación. Vivía en la casa de su padre, conducía la camioneta de su padre y hacía su trabajo. Si no tenía cuidado, iba a terminar convertida en un hombre de cincuenta y nueve años con una barba entrecana y vello en los brazos.
Sí, necesitaba distraerse. Necesitaba ser una chica. No, una chica no, una mujer. Una aventura podía ofrecerle esa posibilidad y darle algo en lo que pensar mientras Ben le destrozaba involuntariamente la vida.
¿Pero de verdad le serviría de algo tener una aventura? Ya había tenido unas cuantas y no podía decir que hubiera visto explotar fuegos artificiales ante sus ojos. Había sentido algún petardo quizá, y un poco más abajo. Eso había sido todo. Noche de aventura acabada. ¿Qué clase de distracción era esa? Ella necesitaba algo más intenso.
Sinceramente, Lori nunca había estado tan excitada en los brazos de un hombre como cuando leía alguna de las novelas eróticas a las que Molly la había enganchado. Y a pesar de lo que se rumoreaba por los alrededores, las mujeres no le interesaban. ¿Eso qué podía significar? ¿Necesitaría quizá algo más retorcido? ¿Necesitaba un desconocido que la tratara con la misma violencia que aparecía en el libro que estaba leyendo?
—¡Dios mío, creo que no! —musitó para sí.
¿Quería que la ataran, que la azotaran, o que se la rifara una manada de hombres lobo? Porque también le gustaban ese tipo de historias. Soltó una carcajada burlona. La fantasía de los hombres lobos sería la más difícil de cumplir. Tendría que dedicarse a pasear con tacones por el bosque, rezando para que alguno de aquellos campistas desaliñados fuera una fiera sexual.
La camioneta rugió mientras subía la cuesta por la que se alcanzaba el punto más alto del puerto, pero Lori ni siquiera se fijó en la impresionante vista. Estaba demasiado ocupada analizando sus necesidades sexuales.
Nada de hombres lobos entonces, pero ¿y todo lo demás?
No había estado durante suficiente tiempo en la universidad como para salir con más de un chico, no había tenido tiempo para experimentar y, desde entonces, apenas había tenido alguna que otra cita. Su gemido de frustración se paró en seco al pasar sobre un bache. Citas. Apenas había conocido unos cuantos hombres con los que le había apetecido acostarse, y no era capaz de imaginarse pidiéndole a alguno de ellos que la azotara.
Aunque probablemente Jean Paul supiera cómo azotar a una chica. Probablemente lo había hecho docenas de veces. A lo mejor podía llamarlo. A lo mejor…
—¡Oh, por el amor de Dios! —gruñó.
¡Ella no quería que la pegaran! Lo único que quería era tener un par de orgasmos. Quería crepitar, explotar, sentir toda esa maldita pasión.
Estaba a punto de cumplir treinta años y no tenía ninguna relación a la vista. Pero aunque no tuviera un plan para escapar de su propia vida, todavía no estaba dispuesta a renunciar. Algún día dejaría Tumble Creek, encontraría la manera de marcharse. Pero, de momento, quería… más. Cualquier excusa para no pensar en sus problemas.
En vez de preocupándose, quería estar resplandeciendo, gimiendo, jadeando. Excitada. Como las mujeres que aparecían en esos libros.
Desde luego, no iba a conseguirlo con unos zapatos nuevos, pero por lo menos era una manera de empezar. Una señal de que estaba lista y dispuesta. Y quizá, solo quizá, apareciera un perfecto extraño y la convenciera para que se quitara los zapatos. O, mejor aún, para que se los dejara puestos.
Lori pisó el acelerador y miró hacia el cielo.
—¡Hola, Quinn! —dijo una voz tras él.
A pesar de las ganas que tenía de continuar tomando notas sobre su última idea, Quinn dejó el bolígrafo sobre la mesa con un gesto decidido y se volvió hacia la recién llegada. Cuando vio aquel pelo castaño y rizado enmarcando unos ojos verdes, sonrió.
—¡Lori! —la envolvió en un abrazo.
—¡Oh! ¡Hola! —farfulló Lori.
Quinn la soltó rápidamente.
—¿Cómo estás?
—Bien… Como siempre.
Hundió las manos en los bolsillos del mono gris mientras un golpe de viento le despeinaba el pelo. Se sonrojó ante la atenta mirada de Quinn.
—Tienes un aspecto magnífico. ¿Quieres un café?
—Eh… no, creo que no. Será mejor que me ponga a trabajar. Ayer por la noche llegaron las piezas.
—¡Vamos! Tómate un café conmigo. Todavía me siento mal por cómo te traté la última vez.
—¿Qué pasó? —preguntó Lori, aunque ya estaba entrando en la cabaña.
Quinn advirtió que, al meter las manos en los bolsillos del mono, Lori tensaba la tela de la parte del trasero. Y pensó entonces que no la había visto vestida con nada que no fuera un mono en los últimos cinco años. O quizá incluso diez.
Pasó por delante de ella para conectar la cafetera que tenía enchufada a la corriente del generador. Cuando se volvió de nuevo hacia Lori, esta estaba caminando lentamente alrededor de la cabaña.
—¿De verdad vives aquí?
Quinn miró hacia la cama.
—A veces.
Las botas de Lori resonaban contra la vieja madera del suelo. Quinn la recorrió con la mirada, desde la punta metálica de las botas hasta la delicada forma de su rostro y negó con la cabeza.
Lori le miró con el ceño fruncido.
—¿Qué significa ese gesto?
—Nada. He pasado aquí la mayor parte del verano.
Lori miró con extrañeza a su alrededor.
—¿Dónde guardas tus trajes?
—En mi casa de Aspen. Voy allí todas las mañanas a ducharme y vestirme. El calentador solar no es particularmente efectivo con el frío que hace aquí por las noches.
—Me lo imagino. Me parece increíble que haga esta temperatura a mediados de agosto. En Tumble Creek hacía un día muy agradable —se estremeció y desvió la mirada hacia la cafetera.
Quinn se echó a reír y agarró una taza.
Lori miró hacia la ventana.
—Debe de haber muchos osos por esta zona.
—¿Osos? No sé.
Lori hizo un gesto con la mano, señalando a su alrededor.
—Hay osos por todas partes. Quinn, ¿por qué te sentiste mal la última vez que estuve aquí?
—Porque cuando viniste a ver la excavadora, estaba completamente absorto en mi trabajo.
—Un poco, sí —dijo Lori con una sonrisa.
—Prácticamente no me di cuenta de que estabas aquí hasta que te fuiste. Me sentí como un completo idiota.
Lori hizo un gesto, quitándole importancia.
—No seas ridículo. Te conozco lo suficiente como para no sentirme ofendida. Siempre has sido así. ¿Cómo solía llamarte tu padre? ¿Don Distraído?
—Sí —Quinn sonrió.
—Pero me alegro de que esta vez hayas descendido de tu nube durante el tiempo suficiente como para invitarme a un café —alzó la taza para darle las gracias y bebió un sorbo—. Muy rico. Creo que ya estoy en condiciones de volver a enfrentarme a ese viento terrible.
—¡Espera!
Quinn se arrodilló, buscó en una caja de madera que tenía al lado del mostrador de la cocina y sacó un gorro de lana. Se lo puso rápidamente a Lori.
—Esto te ayudará —musitó mientras se concentraba en meter dentro del gorro todos aquellos rizos.
—¡Ya basta! —Lori intentó apartarse—. No me gustan los gorros.
—Hace frío.
—Con el café me basta.
Consiguió apartarle por fin las manos, se arrancó el gorro, se levantó sacudiendo la melena en toda su gloria y le fulminó con la mirada.
—Y yo que siempre te he considerado una mujer sencilla. ¿Quién iba a pensar que fueras tan rara e irritable?
Lori elevó los ojos al cielo y se terminó el café que le quedaba.
—En tres cuartos de hora habré terminado.
—¡Espera! Ahora no te vayas a enfadar —adoptó una burlona expresión de gravedad—. Esto está saliendo peor incluso que la última vez. Siento haberte puesto ese gorro. Perdona. Ha sido un gesto inapropiado y terrible por mi parte. No sé en qué estaba pensando.
La diversión sustituyó inmediatamente al enfado en el rostro de Lori, que se echó a reír.
—Simplemente, no me gustan los gorros de ningún tipo. Y deja ya el tema.
Siempre había tenido una sonrisa magnífica. En los escasos momentos en los que, en el autobús del colegio, no iban con la cabeza metida en sus respectivos libros, Quinn la oía reír y se volvía para disfrutar de aquella radiante y enorme sonrisa. No eran sonrisas frecuentes, lo que las hacía más importantes todavía. ¿Y en aquel momento? En aquel momento, Lori era todo un misterio para él. Un misterio desconocido y completamente autosuficiente.
Pero continuaba teniendo una sonrisa maravillosa.
Fue consciente en aquel momento de lo mucho que se alegraba de verla.
—Gracias por venir a arreglar la excavadora, Lori.
—De nada, Quinn —contestó con dulzura, y comenzó a caminar hacia la puerta con sus botas enormes—. Dame una hora. Y después hablaremos de la gratificación.
Lori se apartó unos mechones de la cara mientras estudiaba el motor de la excavadora. Estaba haciendo un esfuerzo por asegurarse de parecer irritada en vez de ligeramente excitada. Aquellas manos sobre las que se había preguntado habían acariciado sus mejillas, su frente. A pesar de su aspecto elegante, los dedos de Quinn eran ligeramente ásperos, seguramente por el trabajo que hacía allí, en la montaña.
Pero había sido una caricia fraternal. Que era justo lo que tenía que ser. Quinn era el hermano de su mejor amiga. Pensaba en ella como en una hermana pequeña, o, seguramente, no pensaba jamás en ella.
—Lo más probable es eso último —musitó para sí, y se obligó a volver a trabajar.
—¿Has dicho algo?
Lori se sobresaltó y se golpeó un codo con el capó, pero Quinn no lo notó. Estaba ya preparado para volver a su mesa.
—¿En qué estás trabajando? —no pudo evitar preguntar.
Quinn alzó la mirada y parpadeó, como hacia cada vez que emergía a la superficie.
Lori repitió la pregunta.
—En los planos de la casa.
—Pero si ya has empezado a construirla.
Miró hacia las líneas de cemento que había al borde de la pradera. Ya había echado los cimientos.
—Sí, y ya tengo todos los planos. En realidad, lo tenía todo terminado, pero ahora estoy dándole vueltas a los detalles del diseño. Estoy cambiándolos constantemente —sonrió, como burlándose de sí mismo—. Hago esto a diario para otras personas, pero me resulta mucho más difícil planear una casa en la que voy a vivir durante décadas. Se me ocurre una idea brillante y al día siguiente me parece completamente absurda. Creo que estoy empezando a comprender a esos clientes que cambian continuamente de opinión.
—Supongo que eso es bueno.
Lori observó el prado, los árboles y el cielo que se extendía sobre el precipicio.
—¿Y vienes aquí en busca de inspiración?
A Quinn se le iluminó la mirada.
—¡Exacto! La luz, el color… Las sombras y los tonos cambian de un momento a otro. Necesito que las ventanas sean perfectas, que tengan la forma y la altura exactas. Pensar en la textura de las paredes contra la luz. Necesito saber qué vistas tendré por la mañana, por la tarde y por la noche.
Acompañaba sus palabras con el movimiento de sus manos y Lori saboreaba cada arco, cada giro.
—La noche que viniste aquí —continuó diciendo—, justo después de que te marcharas, el sol comenzó a filtrarse entre las hojas de los álamos y comprendí el tipo de ventana que debería poner sobre la puerta principal. La piedra exacta que utilizaré para la chimenea en el segundo piso… Mierda, ¡lo siento!
Lori salió entonces del hechizo provocado por los ojos y la voz profunda de Quinn.
—¿Qué pasa?
—Lo siento. Sé que termino aburriendo a la mayor parte de la gente. Me temo que los ingenieros informáticos no son los únicos friquis.
—¡No, pero si a mí me parece increíble! Hablas como si estuvieras enamorado.
—¡Oh! —Quinn se sonrojó.
Aquel hombre alto y triunfador que estaba frente a una cabaña de madera con una camisa de franela se sonrojó.
—A mí me parece encantador —le aseguró Lori.
—Sí, genial. «Encantador», el mejor cumplido para un friqui.
Lori no pudo evitar una carcajada. Al verle fruncir el ceño, rio más todavía.
—Déjalo, Quinn. No pienso compadecerte. Aunque quieras convencerme de que eres un friqui, sigues siendo un hombre atractivo, rico y triunfador. Pobrecito.
Sacudió la cabeza y se puso a trabajar, sacando el antiguo motor de arranque. A lo mejor Quinn era un hombre volcado en su trabajo hasta la obsesión, pero Lori conocía a muchas chicas que cuando estaban en el instituto, antes de que Quinn hubiera ido a la universidad, le consideraban misteriosamente atractivo. Los adjetivos «estudioso y distraído» adquirían un significado muy diferente cuando el chico en cuestión era guapo y amable.
—¿Atractivo? —oyó preguntar a Quinn.
Alzó la mirada y le descubrió apoyado en el porche, observándola.
—¿Eh?
—Atractivo. Has dicho que era atractivo —mantenía una expresión seria, pero se adivinaba la risa en sus ojos castaños.
Lori sintió un intenso calor en el rostro. Le apuntó con la llave inglesa.
—Solo estaba dándole un masaje a tu ego.
—Pues has hecho un buen trabajo. Me ha gustado tu masaje.
Lori gruñó frustrada.
—Vete de ahí. No puedo trabajar si me sigues mirando.
—La última vez comentaste algo de una gratificación. ¿A qué te referías exactamente?
Su voz había adquirido un matiz ronco y juguetón que la confundía. Y la palabra «masaje» continuaba vibrando en todo el cuerpo de Lori.
—A nada —contestó bruscamente—. Solo esperaba que me dejaras la excavadora en alguna ocasión. Cuando hayas terminado la obra.
—¿Eso es todo?
—Sí. Y ahora, ¿podrías dejarme tranquila?
—Pero si eres tú la que está en mi oficina —como si quisieran confirmar sus palabras, los álamos sacudieron en aquel momento sus ramas.
—Muy bien. En ese caso, dedícate a contemplar los árboles. No me mires a mí.
—No quiero ser tan poco hospitalario.
Lori pensó entonces en su mirada recorriendo su cuerpo como en una rápida caricia, lo cual, era una tontería, teniendo en cuenta que iba vestida con un triste mono gris.
De pronto, odió ir vestida de aquella manera. Era sábado. A lo mejor debería haberse puesto una camiseta y unos pantalones cortos y haber diseñado un plan que le proporcionara miles de razones para agacharse delante de él mientras trabajaba. Por supuesto, todo eso habría sido previo a la congelación.
Lori le dio entonces la espalda.
—Muy bien. En ese caso, trabajaremos y hablaremos al mismo tiempo.
—¿Sobre qué?
Lori se encogió de hombros e intentó asegurarse de que su tono pareciera completamente natural.
—¿Cuál fue el primer país de Europa en el que estuviste? Porque estudiaste allí, ¿verdad? Háblame de ello.
Tras unos segundos de silencio, Quinn comenzó a hablar. Fue bajando la voz a medida que hablaba, como si lo estuviera haciendo para sí mismo, pero Lori absorbía todas y cada una de sus palabras y las atesoraba para pensar en ellas más adelante.