—No puedes amarme —gimió, encogida por el dolor que le generaba aquella posibilidad. Cuando él la había encontrado, era una mujer rota, usada. Una prostituta arrojada en un callejón como un triste deshecho. En aquel momento, podía estar limpia y hermosa, pero no había jabón sobre la tierra capaz de convertirla en una mujer pura.
Sebastian podía desearla, pero no podía amarla. No se lo permitiría.
—Te amo —susurró Sebastian—, y serás mi esposa.
Anna sacudió la cabeza y le hizo apoyar la cabeza sobre las sábanas revueltas. Le besó para ocultar su tristeza, le abrió su cuerpo. Sebastian la dejó hacer, y ella no necesito nada más. Al día siguiente, por la mañana, desaparecería, y Sebastian renunciaría a la absurda idea del amor.
Lori cerró los ojos con un suspiro. La lectura había dejado de ser lo que era. Ninguno de los protagonistas de los libros la interesaba tanto como Quinn. Y las escenas de sexo no eran ni de lejos tan excitantes como lo que había vivido aquel verano.
Estaban en la tercera semana de octubre y la nieve había comenzado a caer. Habían cerrado el puerto. Y pensar en ello le causaba un dolor sordo en el pecho.
Hasta entonces lo había llevado todo muy bien. Realmente bien. Había llegado a aceptar lo que Quinn le había dicho, probablemente porque en su mayor parte era cierto.
Estaba asustada. Llevaba años dejándose llevar por el miedo. Por lo menos desde que su padre había sido herido. El poco valor que tenía lo había ido dejando desparramado por todo el país. Parte de su valor lo había dejado en Boston, el lugar en el que había recibido la llamada de teléfono. Otra parte se había quedado flotando en el cielo, durante el trayecto en avión que la había llevado de nuevo a casa. Pero la mayor parte había sucumbido en el hospital de Grand Valley, donde había pasado semanas al lado de su padre.
Al marcharse de Tumble Creek, al dejar a su padre, había pasado algo terrible. Aquella lógica había quedado grabada a fuego en su cabeza, junto con el mantra «si me hubiera quedado». De modo que, incluso tras la muerte de su padre, la posibilidad de marcharse y comenzar de nuevo le provocaba escalofríos. Pero al no tener ningún dinero para cambiar de vida, no había tenido que enfrentarse a aquel terror. Sin embargo, ya no podía permitirse ese lujo.
Joe había creado un fideicomiso en vida a su nombre. En un primer momento, Lori había pensado en devolver el dinero y fingir que no existía. Pero después, se había dado cuenta de que la cantidad era casi la misma que necesitaba para saldar las deudas contraídas durante la enfermedad de su padre y le había parecido justo que Joe asumiera esos gastos.
Esperaba que aquel gesto pudiera llevar alguna paz a su padre.
Sorprendentemente, ella la había encontrado. Saber lo que le había ocurrido a su padre había conseguido aliviar un vacío del que ni siquiera había sido consciente. Incluso una verdad tan dolorosa era preferible a no conocer la verdad.
De momento, había sido capaz de guardar los trofeos y esos cuadros tan horribles que su padre adoraba. Había quitado las cortinas naranjas y había abierto las persianas. Y después, no había podido parar. Pintura de color amarillo pálido para las paredes, un cobertor azul oscuro para el sofá y una lámpara de cristal que había encontrado en oferta.
El dormitorio hasta parecía más luminoso con el edredón blanco y los cojines marrones y rosas. El cuarto de baño había sido un problema. Cambiar los azulejos le había parecido una tarea que excedía sus posibilidades, pero se había atrevido a quitar el mostrador del lavabo y a reemplazarlo por uno de granito falso y había cambiado la grifería por otra de níquel. Para compensar el color rosa de los azulejos, había empapelado la pared con un papel de rayas rosas y marrones.
Por supuesto, el recuerdo de Quinn la había acompañado mientras trabajaba en el cuarto de baño. No tenía forma de evitarlo. ¿Cuántas veces habría pensado en llamarle para reírse del color dorado del mostrador, o del terrible papel pintado que había encontrado debajo del papel aterciopelado? ¿Cuántas veces había llegado a descolgar el teléfono?
Le echaba de menos. Le echaba de menos todos los días. A pesar de lo corta que había sido su aventura, había dejado huella en su alma. No, Quinn no había sido solamente una aventura. Era posible que en un principio lo creyera así, pero no podía continuar negando la verdad. Estaba enamorada de Quinn Jenning, o casi.
Pero una verdad no anulaba otra. Su vida continuaba siendo un auténtico desastre y no iba a mejorarla enamorándose. Tenía que averiguar lo que quería por sí misma.
Y allí estaba. El terreno se había puesto en venta y había sido supervisado por el abogado más inteligente que había podido encontrar. Le habían concedido un crédito con el que había podido pagar una pequeña cantidad a los empleados que quedaban en el taller cuando se había decidido a cerrarlo definitivamente. La limpieza del aceite iba despacio, pero estaban a punto de terminar. El último problema que tenía era un contrato para ocuparse de la máquina quitanieves durante el invierno, pero después… Bueno, después su vida cambiaría de alguna manera, tanto si estaba preparada para ello como si no.
Y, de momento, no tenía nada que hacer, a no ser que de pronto helara y la nieve quedara apilada en la carretera. Lori miró por la ventana y vio con odio aquellos copos blancos. De alguna manera, le resultaba más fácil no ponerse en contacto con Quinn cuando sabía que todavía tenía esa opción. Pero en aquel momento, no conseguía quitarse la idea de la cabeza.
Lori se estiró en el sofá y clavó la mirada en el techo. De momento estaba ocupada intentando recomponer su vida. A lo mejor, para cuando llegara el mes de mayo, era capaz de conducir hasta el puerto y llamar a la puerta de Quinn. A lo mejor incluso podía invitarle a cenar. Quizá para entonces ya estuviera preparada para dar ese paso.
Pero ¿y si le abría la puerta una voluptuosa rubia?
—Dios mío…
Faltaban todavía siete meses para mayo. ¿Cuántas probabilidades habría de que Quinn no se acostara con alguna otra mujer, aunque fuera de forma esporádica? Le bastaba pensar en ello para que se le revolviera el estómago.
Se llevó la mano al vientre para intentar controlarse, pero, fuera como fuera, no le llamaría. No tenía sentido. Su vida estaba en un estado constante de cambio y continuaría estándolo durante algún tiempo. Y aunque Quinn había sido un arrogante y un estúpido, tampoco podía decirse que ella hubiera sido encantadora. Seguramente, después de su última conversación, Quinn había dicho adiós muy buenas y había decidido continuar con su vida.
«A lo mejor está enseñándole su casa a otra chica en el ordenador en este momento…», pensó.
—¡No, por Dios! —gimió Lori.
Agarró un cojín amarillo pálido y se cubrió la cara.
Pero incluso en el caso de que estuviera saliendo con alguien, se dijo a sí misma, lo estaría haciendo casi sin querer. Dos semanas antes había recibido un ramo de flores. Sin tarjeta, sin firma… Solo un ramo enorme de margaritas. A lo mejor se las había enviado Quinn. Había llorado al recibirlas, pero no le había llamado. Y tampoco le llamaría en aquel momento.
No, no lo haría.
Desesperada por encontrar una forma de distraerse, bajó el cojín varios centímetros y agarró la Tribune. Pero el titular de la sección de cotilleos le hizo sentirse todavía peor:
La agente inmobiliaria local confirma que está saliendo con el que otrora fuera estrella del rugby Juan Jiménez. «Tenemos muchas cosas en común», declaró Helen Stowe.
Así que, al final, Helen había dado un paso adelante. Lo había arriesgado todo por Juan. Con la cabeza bien alta, había abierto valientemente los brazos al amor.
Lori dejó caer el periódico y volvió a cubrirse el rostro con el cojín. El algodón la alejaba del mundo de una forma bastante efectiva, pero estaba segura de que podía oír esos malditos copos de nieve deslizándose por el cristal de su ventana y riéndose de ella.
—Eh, idiota —saludó Molly alegremente por teléfono.
Quinn miró con el ceño fruncido el dibujo que tenía sobre la mesa.
—¿Qué quieres?
—Nada, solo te llamaba para ver qué tal estabas. Estoy preocupada por ti.
Quinn soltó un bufido burlón.
—¿Desde cuándo?
Molly no contestó.
—Molly —Quinn suspiró—, estoy bien. De hecho, creo que nunca he estado mejor.
—Quinn, la última vez que te vi parecías un paraguas.
—Muy bien. Esto no tiene ningún sentido. ¿Ben continúa dándote la medicación?
—Un paraguas —repitió lentamente, enfatizando cada sílaba, como si de esa forma pudiera hacerle entender mejor lo que estaba diciendo.
Quinn gruñó.
—Estás esquelético, pero tienes los hombros muy anchos: un paraguas.
—Vaya, gracias.
Quinn miró hacia su hombro izquierdo. Sí, reconocía que habían tenido que arreglarle algunos trajes a la altura de la cintura, pero no creía que tuviera un aspecto tan terrible. Lo único que le pasaba era que estaba teniendo más problemas que de costumbre para conciliar el sueño.
—En cualquier caso, gracias por llamar.
—¡Quinn! —gritó su hermana antes de que pudiera colgarle el teléfono.
Quinn se llevó el auricular al oído con mucho recelo.
—Lori está haciendo las cosas bien, ¿por qué no la llamas?
—No —y colgó antes de que su hermana pudiera decir nada más.
Molly se había mostrado indignada con su estupidez. «¿De verdad le has dicho que no tiene una verdadera vida?». Le había llamado zoquete, estúpido y cosas mucho peores que eso.
En algún momento, Quinn había comenzado a darse cuenta de que se había comportado como un estúpido. Había fracasado en tantas relaciones que cuando había pensado que había encontrado a la persona que estaba hecha para él, le había parecido evidente. Completamente obvio. Y no se había dado cuenta de que para Lori las cosas a lo mejor no estaban tan claras.
Pura estupidez.
La pobre Lori había pasado un verdadero infierno durante todo el año anterior: la pérdida de su padre, la destrucción de su negocio, la traición de un amigo que para ella había sido como un familiar. Él no tenía derecho a presionarla como lo había hecho. Había sido un idiota y lo había echado todo a perder. Y bajo ningún concepto iba a dar marcha atrás para presionar a Lori otra vez.
Bueno, por lo menos, no de momento. A lo mejor al cabo de unos meses. O al año siguiente. Definitivamente, cuando leyera en la edición en línea de la Tumble Creek Tribune que estaba saliendo con alguien. Afortunadamente, era algo que todavía no había ocurrido.
Tiempo. Por lo menos le debía eso. Pero volvería a intentarlo.
En el pasado, cuanto más duraba una relación, más y más tiempo dedicaba al trabajo. No era algo que hubiera ocurrido por casualidad. Siempre había sido él el que había puesto fin a las relaciones. Había escapado de ellas en cuanto había tenido la sensación de que comenzaban a ser demasiado profundas. Había ido alejándose hasta que la otra persona había renunciado.
Pero con Lori… Después de lo que había pasado con Lori, no quería refugiarse en la arquitectura. El problema no era que no pudiera trabajar, ni que se derrumbara cada vez que se sentara tras su mesa. Afortunadamente, podía trabajar. Pero en el instante en el que dejaba el lápiz sobre la mesa, pensaba en ella. Cuando terminaba un proyecto, era a ella a quien quería enseñárselo.
En el pasado, cuando salía con alguien, podía pasar horas tan concentrado en el trabajo que cuando levantaba la mirada se daba cuenta de que iba a llegar tarde otra vez a una cita. Pero en aquel momento, cuando alzaba la mirada, lo hacía esperando ver a Lori sonriendo y dando golpecitos en el suelo con el pie.
Lori le comprendía.
Era una pena que él no se hubiera tomado el tiempo que necesitaba para comprenderla.
—Tiempo —musitó.
Sí, eso era lo único que Lori necesitaba.
Después de mirar hacia los copos de nieve que caían perezosos tras la ventana, Quinn comenzó a preparar sus cosas. Iría un rato a nadar y después seguiría trabajando.
—Buenas noches, señor Jennings —se despidió Jane cuando pasó delante de ella.
—¿Mañana tengo alguna reunión?
—No, mañana no tiene nada —contestó.
Con la mano ya en el picaporte, Quinn se detuvo y miró a Jane.
—¿Crees que parezco un paraguas?
Jane abrió los ojos como platos y sacudió la cabeza, pero Quinn advirtió la forma en la que taladraba sus hombros con la mirada. Suspirando, se dejó caer contra la puerta.
—Lo fastidié todo, Jane. Lo hice todo fatal. Ahora lo único que quiero es darle algún tiempo.
Jane suavizó su rostro, abandonando su rictus profesional. Lori tenía razón. Era una mujer muy guapa.
—De acuerdo, pero no tarde mucho. Lori me gusta. Y es la única mujer que sabe lo que piensa con una sola mirada.
—Sí —contestó Quinn, y salió dispuesto a enfrentarse a la nieve.
Pero cuando llegó al coche, dejó de nevar. Mientras permanecía allí de pie, a punto de abrir la puerta, salió el sol. Quinn miró hacia el puerto que conducía hacia Tumble Creek. La montaña parecía resplandecer.
Lori había cerrado el taller de forma definitiva. Lo había leído en la Tribune unas semanas atrás. Y Molly le había dicho que las cosas le iban bien, realmente bien.
Habían pasado ya cinco semanas. A lo mejor era tiempo más que suficiente.
Pensó en los libros que le gustaban a Lori. En ellos no aparecía ninguna damisela en apuros, pero tampoco héroes cobardes. Lori no necesitaba que nadie la salvara, pero a lo mejor no le hacía ningún daño que le llevaran un semental y le preguntaran que si quería montarlo.
—Un semental —musitó Quinn disgustado.
Evidentemente, había leído demasiadas novelas eróticas en nombre de la investigación.
Pero después se le ocurrió algo. Algo grande. Y amarillo. Algo suficientemente poderoso como para superar una montaña de nieve y suficientemente ligero como para poder maniobrar en el puerto de montaña. Y, lo más importante, algo que Lori estaba deseando montar.
Le había prometido una recompensa por su trabajo, pero nunca se la había entregado. No podía vivir con esa deuda durante todo un invierno, ¿verdad? Lori contaba con aquella recompensa.
Seguro de haber encontrado la excusa perfecta para ver a Lori Love, Quinn abrió la puerta del coche, arrojó su maletín al interior y condujo hacia la puesta de sol.
Lori guardó otro de los vídeos en la enorme caja e intentó no hacer ninguna mueca. Le dolía deshacerse de sus vídeos de viajes, pero era el siguiente paso de la lista y estaba ciñéndose estrictamente a ella. Si había algo que indicaba que realmente vivía atrapada en el pasado, era su colección de cintas VHS. Lori se limpió el polvo de la mano en la pernera del chándal y agarró otra cinta.
Grecia. Hizo una mueca y la guardó en la caja.
Los carteles hacía tiempo que habían desaparecido, enrollados en tubos y encerrados en el armario. Pronto pondría fotografías hechas por ella misma. No necesitaba carteles. Después, revisó las guías de viaje y se deshizo de todas aquellas que tenían más de cinco años.
La última cinta encajó limpiamente en la caja. Lori se levantó y miró a su alrededor.
—¡Soy genial!
Las motas de polvo danzaron alocadamente ante la fuerza de sus palabras, así que movió su genial trasero hasta la ventana para abrirla. Había dejado de nevar y la temperatura debía de rondar los diez grados. Todo estaba precioso. Mientras contemplaba los dientes de león que comenzaban a invadir el aparcamiento que ya nadie utilizaba, oyó un rugido en la distancia.
Lori frunció el ceño y se acercó a la ventana. Oyó algo al final de la calle, pero el sonido desapareció. Se encogió de hombros, y estaba a punto de volver al trabajo cuando vio un vehículo amarillo entre la ferretería y la gasolinera. Desde aquel lado de la casa, no podía ver la parte delantera del aparcamiento, solo la cerca de madera que lo rodeaba.
Pero vio algo alto y metálico deslizándose hacia allí. La grava crujió como si el vehículo hubiera entrado en el aparcamiento. Segundos después, cesaba el desagradable chisporreteo del motor.
—¡Uf! —exclamó.
A lo mejor alguien quería ofrecerle unos cientos de dólares por poner al día una apisonadora o algo así. Estaba observando el lateral del aparcamiento cuando apareció Quinn frente a sus ojos.
Lori retrocedió bruscamente y frunció el ceño. Llevaba ya un par de semanas durante las que creía verlo por todas partes: en el supermercado, en la cafetería, e incluso en un coche lleno de adolescentes. Pero en todas esas ocasiones había sido la visión fugaz de un hombre con el pelo castaño claro y los hombros anchos la que la había confundido.
Conteniendo la respiración, Lori se inclinó hacia delante para volver a mirar y, de pronto, el timbre de la puerta sonó. La sorpresa fue tal que se golpeó la frente con el cristal de la ventana.
—¡Dios mío!
No podía ser él, ¿o sí? ¡Y ella con un chándal rojo! Pero no, no podía ser él: el puerto estaba cerrado.
Al final, había perdido la cabeza. La tensión del último año había sido excesiva.
La entrada a la casa no era visible desde allí, pero, aun así, presionó el rostro contra el cristal, intentando ver. Era solo el conductor de la excavadora. O a lo mejor era el empleado de la mensajería y el sol le hacía parecer más alto. O…
A lo mejor era el conductor de una vieja y maltrecha excavadora.
El hombre giró en su dirección e inclinó la cabeza.
—Lori, ¿eres tú?
—¡Ay!
Lori trastabilló hacia atrás, huyendo de la voz de Quinn. No solo llevaba unos pantalones de chándal rojos, sino que tenía la mejilla aplastada contra el cristal como una niña de dos años que estuviera haciendo muecas. ¿Cómo se suponía que iba a dar una imagen de pujante éxito después de aquello?
No, no, no. Se suponía que aquel encuentro tenía que darse de una forma muy diferente. Ella pensaba dejarse caer como por casualidad en su casa al verano siguiente. Quería presentarse con unos vaqueros ceñidos y unos tacones caros. Le mencionaría su viaje a Europa como si no tuviera la menor relevancia. Y llevaría las bragas del día de la semana correspondiente por primera vez en uno de sus encuentros.
Y, sin embargo, era viernes y llevaba las bragas del martes. Aquel era el peor escenario posible.
—¿Lori? —la llamó Quinn.
Lori se bajó los pantalones del chándal. Y las bragas.
—¡Espera un momento!
Desnuda de cintura para abajo, bajó corriendo las escaleras. La ventana estaba abierta, así que bajó a toda velocidad, esperando que Quinn siguiera mirando hacia el segundo piso. Cuando llegó al final de la escalera, estuvo a punto de caerse, pero, a pura fuerza de voluntad, fue capaz de reprimir un grito. No quería que la encontraran en el suelo, con solo unos calcetines y una camiseta.
Vio los vaqueros en el suelo en cuanto llegó al dormitorio y se los puso en un tiempo récord.
—¡Un momento! —gritó mientras corría el cuarto de baño para domeñar su pelo.
Se secó el sudor de la frente, tomó aire y fue a abrir.
Cuando abrió la puerta, con tanta fuerza que estuvo a punto de estamparla contra la pared, descubrió tras ella a un Quinn con aspecto muy preocupado. Su sonrisa parecía un poco tensa.
—Eh, hola.
—¡Hola! —contestó Lori con excesivo entusiasmo.
Quinn miró tras ella.
—¿Llego en un mal momento?
—¡No, no! Qué va.
—¿Estás bien?
—¡Claro que sí! Estoy genial.
Quinn bajó la mirada hacia su pecho y volvió a mirarla a los ojos.
—Eh… parece que te cuesta respirar. ¿He… he interrumpido algo? —volvió a mirar tras ella con la mandíbula en tensión.
—No, es solo que… he bajado las escaleras corriendo… —un momento. ¿Pensaba que la había pillado con alguien? Lori sonrió—. Quienquiera que sea, esperará. ¿Qué puedo hacer por ti?
Quinn la miró entonces a los ojos.
—¿Qué?
Lori se echó a reír, resollando ligeramente, pues todavía estaba jadeando.
—Solo estaba limpiando, zoquete.
—¡Ah! —exclamó Quinn. Y repitió—: ¡Ah! —asomó a su rostro una enorme sonrisa—. Muy bien. Yo solo quería… Eh, espero que no te importe que haya venido a verte.
—En absoluto —contestó Lori—. ¿Qué querías?
—Te dije que te traería la excavadora, así que…
—¿De verdad?
Quinn señaló hacia fuera y Lori salió a la acera para poder mirar hacia la esquina.
—¡Oh, Dios mío! ¿Me vas a dejar usarla?
—Claro que sí. Te lo había prometido, ¿te acuerdas? De momento, ya he terminado con ella, así que se me ha ocurrido… —se aclaró la garganta—, ya sabes, pasarme por aquí.
—¿Pero cómo has conseguido cruzar el puerto?
—Tiene muy buena tracción. No ha sido tan difícil.
Lori sacudió la cabeza al ver la excavadora en el camino cubierto de nieve.
—¿Pero no está cerrado?
—Eh, sí —se apartó un mechón de pelo de la frente y a Lori le dio un vuelco el corazón al verle hacer aquel gesto—. He conseguido sortear la entrada. Todavía no hay mucha nieve. Y, bueno, sí, ha sido terrible.
Lori reía, pero tenía todos los nervios en tensión. ¿Qué podía ser tan importante como para que Quinn se hubiera arriesgado a cruzar el puerto en medio de una ventisca? Seguramente, no era solo la excavadora. ¿Habría ido hasta allí para declararse otra vez?
—Puedes quedártela hasta primavera. Desde luego, no pienso cruzar el puerto otra vez con ella. Creo que en algún momento hasta he estado a punto de caer rodando por la montaña, pero no puedo asegurártelo porque tenía los ojos cerrados.
Lori sonrió y asintió como una estúpida. Quinn se cruzó de brazos y miró nervioso hacia el aparcamiento.
—Bueno, pues ya está. Supongo que ahora…
¿Pretendía marcharse? ¡No, no podía marcharse todavía!
—Lo siento, estoy siendo una maleducada. Pasa, por favor.
Quinn la siguió al interior de la casa sin decir una sola palabra.
—¿Quieres tomar un café?
—No, gracias. ¡Anda! ¡Mira cómo está la casa!
Con la boca repentinamente seca, Lori miró a su alrededor. Sus habilidades como decoradora eran las de una simple aficionada y era consciente de ello. Pero Quinn continuaba sonriendo cuando volvió a mirarla.
—Un poco femenino para mi gusto, pero a ti te va perfectamente —cuando por fin la miró a los ojos, en los suyos había una cálida luz—. En realidad, yo también había pensado en el color amarillo para ti.
—¿De verdad?
—Sí. Tenía la fantasía de meterme en tu casa y cambiarte la decoración. Pero hasta yo me di cuenta de que sería una torpeza. ¿Lo ves? Estoy aprendiendo.
A Lori dejó de revolotearle el corazón, repentinamente paralizado por la esperanza, y después volvió a latirle con renovadas fuerzas.
—Ven a ver el baño.
Quinn soltó una enorme carcajada al verlo.
—¡Está genial!
—Te he guardado la repisa del lavabo. Está en el garaje.
—¿De verdad? —la risa de Quinn se transformó en una carcajada de puro placer—. ¡Perfecto! —se cruzó de brazos, se reclinó contra el marco de la puerta y buscó su mirada—. ¿Así que pensabas volver a verme algún día?
El corazón le temblaba.
—Algún día, sí. Pero no justo el día que cerraran el puerto.
—No podía esperar —contestó Quinn, bajando la voz.
—¿Ha pasado algo?
—No —confesó—. Pero no podía seguir esperando, Lori. Lo siento. Sé que traer una excavadora no es un gesto muy romántico. O a lo mejor sí. En realidad, tampoco pretendía que lo fuera. Yo solo…
Lori estaba segura de que su corazón estaba respondiendo a aquellas palabras, pero en aquel momento, no era capaz de sentir nada que fuera más allá de la atracción de sus ojos castaños.
—Lo siento —volvió a decir Quinn—. Siento todo lo que te dije, y quería disculparme personalmente.
—Gracias.
—Eres una persona increíble. Estoy convencido de que, en cuanto estés preparada para ello, harás cosas maravillosas. Y sé que eso no tiene nada que ver ni con mi propia agenda, ni con lo que yo piense ni con mi vida.
Algo burbujeaba en el interior de Lori.
—Estoy recibiendo clases —confesó de pronto.
Y sintió tal vergüenza, que de pronto le entraron ganas de taparse los ojos. Pero no lo hizo.
—Me he matriculado en la Universidad de Colorado. Estoy recibiendo clases a distancia.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, aunque no estaba segura de por qué. Y cuando Quinn la abrazó, no le importó.
—¿Te has matriculado en Comercio Exterior? —le preguntó.
Lori sentía su aliento en el pelo. Sorbió llorosa.
—No, estoy dando clases de contabilidad.
Quinn retrocedió y la miró a los ojos.
—¿De contabilidad? ¿De verdad?
—Me encantaba llevar la contabilidad del taller y pensé que quería probarlo y ver si también me gustaba estudiarla. Y me gusta.
—Eso es genial.
Parecía tan orgulloso que Lori volvió a abrazarlo. Quinn no parecía querer despedirse de ella para siempre. En absoluto. De hecho, tensó los brazos a su alrededor y suspiró contra su sien.
—¿Has cenado? —le preguntó Lori.
Quinn negó con la cabeza.
—Tengo perritos calientes.
—Perfecto —contestó Quinn.
Y lo fue. Cenaron sentados a la mesa, sonriendo entre bocado y bocado.
—Lori, lo siento de verdad —volvió a disculparse Quinn cuando terminó el segundo perrito.
Lori dejó la cerveza encima de la mesa y se cruzó de brazos.
—Fuiste muy cruel.
—Lo sé. Fue…
—Pero tenías razón. No en lo de intentar convertirme en tu mujer, sino en todo lo demás —sonrió para aliviar la tensión, pero Quinn continuaba pareciendo desolado—. Tranquilízate, Quinn, de verdad. Me enfadé tanto que eso me dio la energía que necesitaba para comenzar a cambiar de vida. Al final, tu conversación fue de lo más motivadora.
—Bueno, mejor. Ahora tienes muy buen aspecto. La casa por fin parece pertenecerte. Y lo de las clases de contabilidad… Me alegro mucho por ti, Lori.
—Gracias.
Lori se terminó el perrito caliente. Estaba limpiándose las manos cuando Quinn se aclaró la garganta.
—Gracias por la cena. Esta noche me quedo a dormir en casa de mi hermana. ¿Te apetecería comer mañana conmigo en Grand Valley?
—¿No tienes que trabajar?
Quinn inclinó la cerveza en su dirección.
—Creo que a Jane le encantaría que la llamara para decirle que estoy enfermo. De hecho, estoy seguro de que insistiría en que no fuera.
—¿Ahora tienes que irte?
Quinn se reclinó en la silla y miró hacia el techo.
—No he venido para intentar volver a meterme en tu vida.
—Pero eso de meter se te daba muy bien, ¿no te acuerdas?
La carcajada de Quinn fue tan sonora que Lori se sobresaltó.
—¿Cómo voy a olvidarlo? Hasta lo he puesto en las tarjetas. La pobre Jane estaba escandalizada.
—Mentiroso.
Quinn suspiró y sonrió con cansancio.
—Quédate —susurró Lori—. Por lo menos para tomarte otra cerveza. Si al final estás demasiado borracho como para ir solo hasta casa de Molly, iremos dando un paseo.
«O puedes quedarte aquí», añadió en silencio. Se preguntó si Quinn se daría cuenta si le cambiaba la botella medio vacía de cerveza por otra nueva.
Todavía no se consideraba preparada para una relación permanente con Quinn, pero no soportaba la idea de que se marchara. Quería estar cerca de él, oler su piel, lamer su cuello. Su cuerpo se sentía arrastrado hacia él, su piel le suplicaba que se acercara. Pero Quinn todavía no había contestado a su invitación. Si se marchaba, ella tendría que sufrir la vergüenza de intentar deslizarse a escondidas por una de las ventanas de Ben. Y Ben tenía una pistola.
—En junio viajaré a Europa —anunció en un intento desesperado por retenerle.
Inmediatamente se sintió ridícula. Era absurdo presumir de algo que no tenía ningún valor. Pero Quinn la miró boquiabierto.
—¿Estás de broma?
—Claro que no. Voy a conseguir más dinero del que esperaba por el terreno. Lo he tasado sabiendo lo que podría llegar a valer y dejaré que sean los constructores los que asuman el riesgo. Serán ellos los que se enriquezcan o se arruinen. Y voy a hacer un viaje de seis semanas a Europa. Por fin.
—Vaya, Lori… pero ¿seis semanas?
—Así que, si quieres, puedes quedarte a hablarme de cuáles son tus edificios preferidos de París. Será la primera ciudad que visite.
Quinn ni siquiera contestó. Agarró la cerveza, tomó a Lori de la mano y la condujo al sofá. Lori solo tuvo que hacer unas cuantas preguntas para que Quinn se desbordara, describiendo catedrales, librerías y palacetes. Lori no tomaba notas. De hecho, ni siquiera escuchaba. Se limitaba a observar cómo iba transformándose su rostro, que pasaba de la seriedad a una admiración reverencial. Movía las manos, señalando estructuras que Lori no podía ver.
Lori se derretía en el sofá. Aquel hombre era una obra de arte. Un hombre al que su pasión dotaba de una particular belleza. Podría pasar horas observándole. Cuando por fin se interrumpió, Lori exhaló un profundo suspiro.
—Eres increíble. Si alguna vez miras a una mujer de esa forma, la pobre se va a encontrar con problemas serios.
Quinn frunció el ceño y por fin pareció volver a la realidad.
—¿Perdón?
—No, nada.
Quinn la fulminó con la mirada.
—Espero que no lo hayas dicho en serio.
—¡O, vamos, Quinn! Reconócelo, cuando hablas de arquitectura te conviertes en una persona diferente.
—¿Crees que los edificios me gustan más que tú?
Lori esbozó una mueca, pero no contestó. Pretendía ser diplomática. Pero, aparentemente, Quinn no apreciaba la diplomacia. Dejó la cerveza vacía con un golpe seco sobre la mesa y le tendió la mano.
—Vamos.
—¿Qué?
Lori aceptó la mano que le tendía y se encontró dirigiéndose hacia el baño.
—¿Qué haces?
—Mira.
Quinn la obligó a mirarse en el espejo. Permanecía tras ella, con las manos en sus hombros.
Ella parecía… en ese momento se dio cuenta de que se había olvidado de ponerse el sujetador debajo de la camiseta. Considerándolo todo, no era un error particularmente grave.
—Mírate —susurró Quinn mientras se enredaba uno de sus rizos en el dedo—. Eres preciosa, Lori.
Lori bajó la mirada, ligeramente avergonzada.
Quinn sacudió la cabeza.
—Eres increíble. Una obra de arte e ingeniería.
—Te aseguro que no.
—Mira —tiró ligeramente de su rizo—, tu pelo es como un entrecruzado arabesco…
Lori comenzó a negar con la cabeza.
—Al descender oculta la frágil voluta de tu oreja…
Le rozó la oreja con los labios y se detuvo allí un instante, rozando su piel con la delicadeza de una mariposa.
Lori se estremeció.
—Y aquí… —deslizó la mano por su cuello para posarla sobre su pecho—. Tu clavícula es como un arco formero, que se curva deliciosamente hacia tu hombro. Lo he dibujado tantas veces en mi mente…
Deslizó los labios hasta su hombro y trazó sobre su forma un camino de besos.
A Lori le latía con fuerza el corazón y tenía tal tensión en el pecho que apenas podía respirar. Las palabras de Quinn la doblegaban, sus consonantes acariciaban su piel. ¿Aquello estaba sucediendo de verdad?
—El arco ojival bajo tu brazo —rozó el bíceps con las yemas de los dedos—, y las cúpulas perfectas de tus senos.
Lori le observó mientras extendía los dedos bajo la curva de su seno. Sintió que le flaqueaban las rodillas. Quinn se detuvo para contemplar su reflejo en el espejo.
Mientras ambos miraban, alzó las manos y le bajó los tirantes de la camiseta. La camiseta cayó, dejando sus senos al descubierto. Lori soltó una exclamación y oyó el maravilloso suspiro de Quinn tras ella. Quinn se adelantó para arrodillarse a sus pies.
—Tus pezones son como dos delicadas escarapelas que se tensan para hacerse notar, para que yo me fije en ellas.
Antes de que Lori hubiera comenzado a estremecerse, Quinn posó los labios sobre el pezón y lo deslizó delicadamente en su boca. Succionó mientras ella gemía y continuó descendiendo.
—Tus costillas —acarició con los labios todas y cada una de sus costillas—, tus costillas son los puntales que sostienen la estructura de tu cuerpo.
—Quinn —susurró Lori, pero Quinn continuó descendiendo.
Hundió la lengua en su ombligo.
—Tu ombligo es una hornacina diminuta escondida en la curva de tu vientre.
Cuando llegó al botón de los vaqueros, Lori echó la cabeza hacia atrás y la apoyó contra el marco de la puerta.
Sintió un ligero tirón, oyó cómo se deslizaba la cremallera, y no se atrevió a abrir los ojos por miedo a descubrir que estaba soñando. Pensaba en el cuerpo de Quinn cada noche, incluso cuando estaba enfadada con él. Pero jamás había imaginado que oiría unas palabras tan bellas saliendo de sus labios.
Los vaqueros fueron deslizándose desde sus piernas.
—El espacio en el que tus muslos se arquean para encontrarse con tu sexo —susurró con la voz tan ronca que Lori apenas podía oírle—. Y tu sexo…
La acarició con las dos manos, deslizando los dedos entre sus rizos mientras continuaba descendiendo con los pulgares, haciéndola abrirse a él.
Lori gimió.
—Tu sexo es un pórtico gótico con delicadas palmetas. Algo demasiado bello para ser creado por un ser humano. Imposible de reproducir en piedra. Lo sé porque he intentado reconstruirte mentalmente. He permanecido tumbado durante horas, esculpiendo tus formas tras mis párpados cerrados…
Dibujó las líneas de su sexo con los pulgares, encendiendo en su vientre remolinos de fuego.
—Y al final… —le hizo abrir las piernas delicadamente y acercó la cabeza para acariciarla con la lengua—, al final, la piedra angular de todo tu cuerpo.
Cuando la lamió, Lori gimió. No podía reprimirse, y tampoco quería hacerlo. Las palabras de Quinn volaban a través de ella, se arremolinaban en su cabeza y en su pecho. Y estaba presionando con la lengua justo el lugar indicado. Sollozando, alcanzó el orgasmo en cuestión de segundos. Todo su cuerpo salió al encuentro del placer que Quinn le ofrecía.
Todavía no había terminado de temblar cuando Quinn la levantó en brazos y la llevó a su nueva cama. Hizo el amor lentamente con ella. En aquella ocasión, no hubo rudeza ni conversaciones morbosas. No hubo cuerdas, ni palabras duras. Estaban solo Quinn y ella. Lori le abrazaba con fuerza, como si ni siquiera con sus fuertes embestidas estuviera suficientemente cerca de ella. Le envolvió con las piernas y lloró mientras él alcanzaba el orgasmo.
Quinn le apartó el pelo de los ojos y la besó para secarle las lágrimas.
—Me gustas más que cualquier edificio, Lori Love —susurró, provocando una nueva oleada de lágrimas—. Mucho más. Y ahora no te voy a decir cuánto.
—Te he echado de menos —susurró Lori con la voz atragantada.
—Yo también te he echado de menos. Y he estado pensando…
Lori pareció quedarse paralizada.
—¡Oh, no!
—En serio —se tumbó a su lado, pero la retuvo contra él—. Ben se va ir a vivir con Molly.
Lori alzó la barbilla y le miró.
—A mí no me ha dicho nada.
—Creo que te lo ha ocultado por delicadeza. Sabía que estabas en tu casa, con el corazón roto y… ¡Ay! —se llevó la mano a las costillas que Lori acababa de golpear—. En cualquier caso, Ben va a alquilar su casa y he pensado que podría alquilársela durante un año.
—¿Qué? —Lori negó con la cabeza—. No tiene ningún sentido. No puedes dejar tu casa.
—No, no puedo y no quiero. Pero ahora es invierno. No puedo estar visitando obras, así que paso la mayor parte del tiempo proyectando, dibujando y reuniéndome con diferentes clientes. No hay ningún motivo por el que no pueda trabajar aquí durante un par de semanas al mes. Y en verano estar aquí no supondrá ningún problema. Además, he pensado que si me porto bien, a lo mejor me das otra oportunidad. Solo quiero que salgamos juntos, eso es todo.
—¿Solo salir?
—Soy consciente de que necesitas tiempo. No quiero presionarte, pero tampoco quiero renunciar a ti. Me gustas mucho más que cualquier edificio, Lori.
—¿Vendrías a vivir a Tumble Creek por mí?
—Claro que sí. Tenías razón. Te pedí que lo sacrificaras todo por mí, y eso fue una tontería.
—Mm.
—Pero mi ego ya no puede soportar más rechazos, así que, si tienes que decirme que no quieres volver a verme en tu vida, dímelo rápido. Pero será mejor que suenes convincente, porque todavía puedo sentir la huella de tus uñas en mi trasero.
—¡Cierra el pico! —exclamó Lori, alegrándose de tener una oportunidad de reír.
Mientras reía, Quinn la besó, y continuó haciéndolo durante mucho, mucho tiempo. Cuando por fin la soltó, Lori estaba prácticamente derretida.
Quinn tomó aire.
—¿Me dejarás mudarme temporalmente a Tumble Creek e invitarte a cenar varias noches al mes para que no te olvides de mí este invierno?
—¿No piensas arrodillarte delante de mí mientras lo preguntas?
—No pretendía asustarte —aderezó la broma con un bostezo—. Además, estoy muy cansado.
—Sí —contestó Lori—, lo haré.
Sonriendo, le acarició el pelo. La emocionaba poder volver a tocarle otra vez.
—Y… Quinn, ¿crees que podrías… reunirte conmigo en Córdoba?
Contuvo la respiración, esperando una respuesta que no llegaba.
—¿Quinn? —le llamó avergonzada.
Continuaba sin responder, así que Lori se incorporó ligeramente para verle la cara. Su atractivo y viril amante se había quedado profundamente dormido.
Lori se acurrucó contra él, tiró del edredón para arroparse y arroparle y se quedó rápidamente dormida. Soñó que bailaba con un atractivo desconocido en un bar en España. Y, curiosamente, el desconocido tenía unas manos muy elegantes y un gran interés por la arquitectura de la zona. Y decía llamarse Joaquín.