Después de pasar quince minutos lavando, Molly por fin había llegado al final de la pila que tenía en el fregadero. Lori secó el último plato, lo dejó en el escurreplatos y se secó el sudor de la frente.
—Deberías comprarte un lavavajillas —se quejó.
—Ya te lo he dicho, yo suelo utilizar platos de papel, pero por lo visto eres demasiado fina para comer en platos de papel.
—Exacto —se burló Lori—, esa soy yo. En cualquier caso, no es fácil hacer un asado en una fuente de papel.
—Lori, mírame —le ordenó Molly—. Deja de cocinar. Hace tiempo que descubrí que esa era la mejor forma de evitar manchar cazuelas y fuentes. Por no mencionar otros utensilios de cocina. O la cubertería —tomó una cuchara de plástico, sacó un recipiente de helado de la nevera y hundió la cuchara en él—. Mmm. Si hasta sabe mejor cuando lo comes con una cuchara que no tienes que lavar —lamió la cuchara hasta dejarla limpia y volvió a hundirla en el helado.
—Recuérdame que no pruebe el helado de chocolate.
Molly gruñó, mostrándole los dientes.
—¡Es todo mío! ¡Aléjate de mi presa!
Riendo, Lori se volvió y secó el mostrador. No cocinaba con mucha frecuencia en su casa, pero los últimos tres días habían sido duros para ella. No le gustaba tener que quedarse en casa de nadie, invadiendo su espacio y su intimidad. De modo que tenía la sensación de que, a cambio, lo menos que se merecía Molly eran algunos platos de comida casera.
Harry Bliss estaba fuera de la ciudad y no le había devuelto a Ben las llamadas. Este último insistía en que Lori no regresara a su casa hasta que Bliss no apareciera. Pero aunque a Lori le encantaba estar con Molly, comenzaba a necesitar desesperadamente disfrutar de su propio espacio, estar en su propia casa. En realidad, lo único que verdaderamente le apetecía era tumbarse en la cama unos cuantos días y pensar. Y llorar. Y comerse su propio helado.
—Me voy —dijo mientras pasaba por delante de Molly e iba a ponerse las playeras.
—Será mejor que me digas adónde, o Ben no tendrá más remedio que azotarme. Ese hombre es muy estricto, y muy duro —añadió con intencionalidad.
Lori se burló.
—Dios mío, estás perdiendo hasta la sutileza. Es difícil encontrar un doble sentido a tus palabras cuando ni siquiera parece que tengan uno.
—Lo siento. El libro que estoy leyendo es exageradamente obsceno. Me tiene muy distraída.
Lori elevó los ojos al cielo y se dirigió hacia la puerta de la cocina, pero Molly se aclaró la garganta.
Lori se detuvo.
—Muy bien —suspiró—. Voy al terreno de mi padre. No he pensado en otra cosa durante semanas y, en realidad, apenas he puesto un pie allí en todo el verano.
—De acuerdo, pero… —añadió Molly, con la voz afilada por la precaución—, si ves a algún constructor escondido entre los arbustos, no te acerques. No están cazando venados. ¡Quieren atraparte a ti, criatura!
—Sí, claro —dejó que se cerrara la puerta tras ella mientras murmuraba—, pero me preocupan más los osos.
Al fin y al cabo, a los constructores ricos y poderosos no les gustaba mancharse de barro sus mocasines italianos.
Mientras se alejaba de casa de Molly en la camioneta, Lori bajó la ventanilla y respiró una bocanada de aire fresco. El aire era frío y ligeramente húmedo, un tiempo extraño en aquella zona montañosa en la que normalmente era extremadamente seco y el sol brillaba como un calefactor brutal durante las tardes de verano. Pero aquel día las nubes rodaban perezosas sobre el sol, disminuyendo su poder, y la humedad enfriaba el aire. Era como una de aquellas mañanas de primavera en las que Lori iba a pescar con su padre.
Durante las últimas veinticuatro horas había ido siendo poco a poco consciente de que, en realidad, nunca había echado de menos a su padre. Su padre había ido muriendo poco a poco y, a medida que había ido pasando el tiempo, ella había ido rebajando sus expectativas. Hasta que, al final, su padre se había ido definitivamente, como si se hubiera desvanecido bajo el sol.
Los primeros sentimientos tras el accidente habían sido el desconcierto y la tristeza. A ellos les habían seguido la esperanza, el miedo, los cambios, la resignación y toneladas de duro trabajo. Por supuesto, había habido momentos tristes tanto antes como después de la muerte de su padre, pero solo cuando tenía tiempo para ello. Y cuando se había permitido a sí misma sentir.
Lori quería encontrar una forma de estar con él en aquel momento, de poder llorar su pérdida.
A pesar de los baches y los surcos del camino de tierra por el que conducía, el trayecto a lo largo del río fue muy relajante. En ningún momento pensó en el aspecto que tendría lleno de enormes chalets que permanecerían vacíos durante la mayor parte del año. Solo pensó en su padre metido en el río, con la gorra sobre la frente y sacando y lanzando las moscas al agua.
Casi podía verle, así que al principio no la sorprendió ver una vieja camioneta aparcada al lado del agua con las ruedas prácticamente escondidas entre la hierba. Por un momento, mientras reducía la velocidad y aparcaba detrás de aquel vehículo, tuvo la sensación de que al bajar iba a encontrarse con su padre. No sería la visita de un fantasma, sino que se encontraría por fin con la vida real después de una larga pesadilla.
Pero cuando apagó el motor, volvió rápidamente a la realidad. Sí, era la vieja camioneta de su padre, pero él no la había llevado hasta allí. Lori le había regalado a Joe aquella camioneta cinco años atrás y la verdad era que él llevaba muchos más años conduciéndola.
Lori se quedó mirando la camioneta con expresión de sorpresa. Cuando se había visto obligada a cerrar el taller, Joe le había dicho que saldría de acampada durante varios días. No le había parecido extraño. Era algo que hacía de forma habitual. Pero no tenía la menor idea de que fuera a hacerlo allí.
Bajó de la camioneta y avanzó por la carretera de tierra hasta que esta se estrechaba para convertirse en un sendero. Aquel estrecho camino se elevaba a través de la hierba para sortear una colina antes de curvarse hacia el río. El agua se arremolinaba a los pies de Lori. A unos treinta metros de distancia, el terreno volvía a abrirse y el camino descendía hacia una extensa pradera a la orilla del río. Cuando vio la tienda de campaña a la orilla del agua, se le hizo un nudo en la garganta. Se alegraba de que Joe hubiera estado disfrutando de aquel lugar, ya que ella no había podido hacerlo.
Desde el otro lado de la tienda se elevaba hacia el cielo una estrecha espiral de humo. Al acercarse, vio a Joe agachado sobre el fuego, sentado sobre un tronco y asando un pez atravesado por un palo.
Joe alzó la mirada al verla acercarse sin arquear siquiera las cejas mostrando sorpresa.
—Lori, ¿qué estás haciendo aquí? —le preguntó.
—No sabía que pensabas venir a acampar, Joe.
Joe se encogió de hombros.
—Es un lugar precioso. Desde luego, tu padre conocía el río. Espero que no te importe.
—Claro que no. Me alegro de que alguien lo pueda disfrutar.
Joe acercó otro tocón al fuego y le hizo un gesto a Lori para que se sentara. Mientras tomaba asiento y permanecía después envuelta en aquel silencio, se apoderó de Lori una reconfortante sensación. Estar allí con Joe era casi como estar con su padre. Si su padre hubiera seguido con vida, habría disfrutado junto a él de muchos momentos como aquel.
Joe se movió incómodo en su asiento.
—Espero que no hayan surgido más problemas.
—No —contestó Lori—, no ha pasado nada.
—¿Cómo tienes la mano?
—Mejor.
En realidad, apenas había pensado en ella en todo el día, excepto por las dificultades que se había encontrado a la hora de secar los platos, de modo que era evidente que estaba sanando.
—¿Lawson ha descubierto algo?
Lori estiró las piernas y suspiró.
—No, nada. Pero creo que ya sé por qué he tenido tantos problemas. Todo ha sido por culpa de este terreno.
Joe volvió el rostro lentamente hacia ella.
—¿De este terreno? ¿Pero por qué?
—Creo que alguien quiere obligarme a vender. Y rápidamente.
Joe la miró boquiabierto durante unos segundos. Después, sacudió la cabeza y volvió a cerrar la boca.
—No estoy del todo segura. He oído rumores. Ahora mismo Ben está investigándolo.
Joe suspiró, alzó la mirada hacia el cielo y después dirigió una larga mirada a su alrededor. Miraba la tienda, el prado, el río. Al cabo de unos segundos, asintió.
—Lo siento, Lori. Siento todo por lo que estás pasando.
—Gracias, Joe.
Joe sacó el pescado achicharrado de las llamas y lo colocó sobre una piedra.
—No me gusta la vida que llevas aquí y parece que no he sido capaz de convencerte de que te vayas. Así que pensé que necesitabas un pequeño empujón, ¿sabes?
Lori, que estaba ya asintiendo, se quedó de pronto fría como el hielo. Sintió un desagradable cosquilleo por los brazos, como si le estuviera subiendo por ellos todo un ejército de hormigas.
—¿Qué… qué quieres decir Joe?
—Apenas soportaba verte encerrada en el taller durante todos estos años, pero no dejaba de decirme que al final todo saldría bien. Pensaba que cuando muriera tu padre, volverías a la universidad, pero tú ni siquiera querías hablar de ello. No deberías haberte dejado atrapar por todo esto. Así que pensé que tenía que hacer algo.
—Joe —susurró Lori. Sentía un zumbido en la cabeza por culpa de la adrenalina—. Joe, estás diciendo que… ¿has sido tú el que ha destrozado el taller?
El viento presionó el pelo canoso de Joe contra su frente y después lo echó hacia atrás, mostrando su rosada calva.
—Quería que fueran cosas sin importancia. El ascensor hidráulico, las puertas… Jamás se me ocurrió pensar que podrías sufrir algún daño por culpa del aceite. Cuando me enteré de lo que te había pasado, deseé morir, Lori. El caso es que yo pensaba que si las cosas se ponían un poco más difíciles, si al final no te sentías capaz de responder a tus deudas, tendrías que venderme el terreno, pagarías las deudas y continuarías con tu vida. Hasta pensaba que dejarías el taller a mi cargo. Yo me encargaría de todo y tú no tendrías que preocuparte de nada —sonrió con tristeza—. En algún momento tendrás que volar, pajarito.
«Pajarito». No había vuelto a llamarla así desde que tenía doce años. ¿Cómo era posible que Joe hubiera hecho todas esas cosas?
—No lo comprendo —musitó Lori—. ¿Querías que te vendiera el terreno y te cediera el taller? ¿Era eso lo que querías?
—No, el problema no era el terreno. Llevo treinta años ahorrando dinero. He podido ahorrar mucho desde que tu padre… Bueno, el caso es que tengo cerca de ciento veinte mil dólares. Y quería que fueran para ti.
—¿A cambio de este terreno? —preguntó Lori.
Comenzaban a dolerle los músculos. Las manos le temblaban. No, no podía ser Joe, insistía su mente. Joe, no.
—¡Quería devolverte ese terreno! En realidad, ya no lo quiero. Pretendía dejártelo en mi testamento para que pudieras venderlo otra vez, ¿no lo entiendes? Te lo pagaría ahora, cuando más necesitas el dinero, y más adelante podrías recuperarlo. Te juro que no lo quería para mí.
En realidad, tenía sentido. Pero Lori no entendía nada.
—¿Y por qué no me contaste directamente el plan? ¿Por qué lo has hecho todo a mis espaldas? —y aterrorizándola en el proceso.
Joe alzó una mano con un gesto de exasperación.
—No habrías aceptado ni en un millón de años. Eres demasiado orgullosa, siempre lo has sido. En eso no te pareces a tu madre. Esa mujer era capaz de aceptar la ayuda de cualquiera antes de que se la ofrecieran.
Con la mirada clavada en el fuego, tomó una rama y comenzó a presionar la corteza de un tronco ya quemado.
—¿Sabes cuándo me escribió? Cuando necesitó dinero. Llevaba años fuera y no se había tomado la molestia de ponerse en contacto conmigo. Pero de pronto, reapareció como un fantasma.
Lori tenía todo el cuello en tensión. La mano rota eligió aquel momento para recordarle que se suponía que tenía que dolerle y empezó a latirle con fuerza.
—Yo creía que te había escrito para saber de mí.
Joe pareció no oírla.
—No le envié dinero, no podía. A pesar de todo, jamás pensé que sería capaz de abandonarte. A veces es duro enfrentarse a la verdad, y yo no quería ver que era una mala madre.
—Joe…
Lori se levantó. Quería marcharse de allí. Correr hasta el agotamiento para que su cerebro dejara de pensar. Podía perdonarle a Joe que le hubiera destrozado el taller. Sí, podía perdonarle porque sabía que sus intenciones eran buenas, aunque hubiera estado completamente confundido. Pero en ese momento, había algo diferente en su voz. Una tristeza más profunda. Un viejo recuerdo.
—Joe —repitió con la voz atragantada—, me estás asustando.
—Lo siento —susurró Joe con la voz ronca por las lágrimas reprimidas—. Lo siento mucho. Tu madre no quería llevarte con nosotros y yo no era capaz de irme sin ti. Así que yo me quedé y ella se marchó. Adiós muy buenas. De todas formas, después de una cosa así, yo no podía seguir queriéndola. ¿Qué clase de mujer podía abandonar a una hija?
Lori se llevó la mano rota al pecho.
—Joe… —no, no podía ser—. Joe… ¿estuviste con mi madre antes de que yo naciera?
La verdad le parecía de pronto muy obvia, pero Joe frunció el ceño como si no acabara de comprenderla. Al final, alzó la mirada y negó con la cabeza.
—¡No, no es eso! Yo no soy tu padre, aunque me encantaría serlo. Pero quise a tu madre. Me avergüenza admitirlo, pero así fue. Después de casarse y de tenerte a ti… —dejó caer los hombros—, parecía que le había sacado a tu padre todo lo que quería. Estaba aburrida y era una mujer muy guapa. Y yo era joven y estúpido. No sabes cuánto lo siento.
Aquel era el móvil, comenzó a reconocer su cerebro. El clásico triángulo amoroso. Pero su madre se había fugado trece años antes de que su padre hubiera terminado herido sobre el asfalto de un aparcamiento.
Comenzó a retroceder.
—Tengo que irme, Joe.
Joe se levantó.
—No.
—Joe —le suplicó—, no quiero seguir oyendo todo esto.
—Esta historia me está atormentando desde hace mucho tiempo, Lori. Y por fin tengo la oportunidad de contarte la verdad.
—No… —le suplicó Lori.
—Tu madre me escribió. Llevaba más de diez años desaparecida y de pronto volvió a dar señales de vida para pedir dinero. No se lo di. Le escribí contándole que eras una niña maravillosa y diciéndole todo lo que se había perdido por ser tan estúpida y tan egoísta. Supongo que no le sentó muy bien. Me llamó y me dijo que pensaba contárselo todo a tu padre.
Las lágrimas cegaban los ojos de Lori. Intentó secárselas, pero regresaron con fuerza.
Joe inclinó la cabeza.
—Yo estaba esperando que llegara la explosión. Sabía que si tu padre se enteraba, me echaría de aquí. Perdería a mi mejor amigo y no volvería a verte nunca más. Era una perspectiva que me aterraba, Lori, pero al final, no pasó nada. Tu madre no volvió a llamar ni a escribir nunca más. Yo pensaba que todo había terminado.
Lori dio un paso hacia atrás y tropezó con un pequeño montículo de hierba. Con la muñeca escayolada, no fue capaz de mantener el equilibrio y terminó aterrizando sobre su trasero. Joe corrió hacia ella, la levantó y la abrazó.
—Lo siento, Lori —susurró.
Lori comenzó entonces a llorar. Lloraba por lo que Joe le estaba diciendo y por lo que todo aquello implicaba. Lloraba porque le tenía miedo y, aun así, estaba enterrando el rostro en su pecho mientras él la abrazaba.
—Tu padre pretendía venderme el taller —le explicó—. Trazamos un plan. Yo trabajaría para él, aportaría todo mi tiempo al taller, y al cabo de unos años, le compraría su parte. Él podría retirarse entonces, compraría un terreno junto al río y se pasaría el resto de su vida pescando. Supongo que en algún momento dejamos de hablar sobre ello, pero yo no fui consciente.
Joe le frotaba la espalda como si quisiera tranquilizarla.
—Un buen día, me enteré de que había comprado uno de los prados de la rivera del río. Pero cuando le pregunté por ello, estuvo dándome largas. Tampoco quiso pronunciar una sola palabra cuando le hablé del taller. Yo había invertido veinte años en ese taller y no estaba dispuesto a seguir trabajando como un maldito mecánico hasta el día de mi muerte. Me había hecho una promesa, Lori. Y, de pronto, ni siquiera era capaz de responder a una maldita pregunta.
Lori respiraba el olor a humo de su ropa matizado por el hedor metálico del pescado fresco. ¿Cuántas veces había olido esa combinación en las camisas de su padre?
—¿Le mataste? —le preguntó con un suspiro—. ¿Fuiste tú?
Sintió rugir la respiración de Joe en su oído.
—Había estado bebiendo. Pasé por allí y vi su camioneta. Estaba tan enfadado que me detuve y esperé a que saliera. Él también había bebido. No tardamos mucho en comenzar a gritarnos. Le acusé de habérmela jugado y de haber incumplido una promesa. Le dije que era un condenado mentiroso y un avaricioso. Él se limitó a mirarme con desprecio. «Joe» —me dijo—, «yo no quería tener esta conversación contigo, pero no me estás dejando otra opción. No voy a venderte el taller porque me despreciaría a mí mismo si te dejara comprar el lugar en el que estuviste acostándote con mi mujer».
Lori se apartó de él. Tenía que hacerlo.
Joe la dejó marchar.
—Así que, al final, tu madre se lo había dicho. Yo no estaba enfadado. No, no estaba furioso. Estaba asustado. Tu padre era como un hermano para mí y lo de tu madre me parecía como algo que había pasado en otra vida. Pero le miré a los ojos y comprendí que tu padre había decidido que no podía soportarlo. Tu padre y tú erais mi única familia. Yo estaba aterrorizado. Ni siquiera sé por qué, Lori, te lo juro. El caso es que vi esa piedra y quise impedir que se marchara.
Lori debía de estar retrocediendo, porque Joe alargó la mano hacia ella y ella se apartó rápidamente.
—¡No me toques!
—¡Lori, Dios mío, no sabes cuánto lo siento! Mi pajarillo. Durante todos estos años, todo esto ha estado matándome.
—No —sollozó Lori.
En medio de los intensos latidos de su corazón, Lori registró de pronto un nuevo sonido. El crujido distante de las ruedas sobre la tierra.
Joe se detuvo. Elevó la mirada por encima de los hombros de Lori. Esta continuó retrocediendo, hasta que dio media vuelta y salió corriendo. No quería oír nada más.
Quinn no estaba seguro de lo que estaba haciendo. Al principio, pensó en dejarse caer por allí para ver cómo le iban las cosas a Lori. Al fin y al cabo, uno tenía derecho a pasarse por casa de su hermana cuando quisiera. No era nada extraño.
Pero Lori no estaba y Molly le había dado la dirección del terreno del río como si fuera algo natural que fuera a buscarla allí. Cuando la carretera había desaparecido para dar lugar a un camino de baches y surcos, Quinn había desconectado por fin el piloto automático.
¿Qué estaba haciendo allí, siguiendo a Lori a un espacio privado? Quería verla, sí, pero no tenía ningún derecho a entrometerse en su vida. Lori no quería su ayuda. Ni siquiera quería su compañía.
Quinn pisó el freno, reconsiderando lo que estaba haciendo. No tenía ningún derecho a entrometerse en su vida. Debería regresar a su casa y consolarse con la información que podía salir en la Tumble Creek Tribune. La semana anterior, Miles había relacionado el nombre de Quinn con el de Lori. Desgraciadamente, la visión de sus dos nombres juntos había estado a punto de provocarle a Quinn un infarto.
Fijó la mirada en el vacío y descubrió de pronto el resplandor del sol contra una superficie metálica. Entrecerró los ojos. Sí, allí estaba la camioneta de Lori, aparcada sobre la hierba.
En medio de aquel camino de tierra, Quinn clavó en ella la mirada.
Debería marcharse, comprendió.
Giró el volante con fuerza y comenzó a girar el coche. Pero a medio giro, frenó con tanta fuerza que se le fue la cabeza hacia delante.
Sí, al lado de la de Lori había otra camioneta aparcada.
Abrió la puerta sin pensar siquiera lo que hacía y corrió hacia allí. Una gota de lluvia cayó sobre su frente. Dos. Y después diez. Las gotas de agua se transformaban en música al caer sobre el río, una música apenas audible por encima del rugido del agua entre las piedras. Justo cuando estaba llegando a una cuesta, oyó un sonido agudo, como la llamada de un halcón.
Alzó la mirada hacia las nubes, pero no vio nada, salvo la lluvia que continuaba cayendo. Inclinó la cabeza, intentando evitarla.
—¡Quinn! —se repitió el grito, dejándole completamente paralizado.
Utilizando la mano a modo de visera, distinguió por fin que algo se movía delante de él. Unos rizos oscuros se mecían en las entrañas del viento. ¡Era Lori!
Y corría hacia él. ¡Corría hacia él! Quinn estaba empezando a sonreír cuando registró el movimiento agitado de sus manos y el pánico que reflejaban sus ojos.
El miedo explotó por sus venas y salió corriendo a toda velocidad.
A más de cinco metros de distancia, podía oír el esfuerzo que estaba haciendo para respirar.
Por fin la tuvo frente a él.
—¡Lori! —gritó mientras Lori alargaba su brazo bueno para apartarle.
Quinn posó las manos sobre ella. No estaba sangrando.
—¡Fue Joe! —jadeó—. ¡Fue Joe!
Quinn sacudió la cabeza.
—¿Qué pasa con Joe?
Tambaleándose, Lori tiró de Quinn hacia su camioneta, agotada por la carrera.
Quinn miró hacia atrás, pero siguió a Lori hasta la camioneta.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué corres?
—Tengo que salir de aquí. Y creo que… creo que tengo que llamar a la policía.
El miedo volvió a metérsele bajo la piel. Quinn le rodeó los hombros con el brazo y la condujo hacia su coche.
—¿Estás bien?
Lori negó con la cabeza, abrió la puerta y prácticamente se lanzó al interior del vehículo. Las lágrimas empapaban su rostro.
Quinn cerró la puerta, corrió hacia la otra y en cuanto estuvo sentado tras el volante, le agarró la mano a Lori.
—¿Qué ha pasado?
—Joe… fue Joe el que atacó a mi padre.
Quinn sacó el teléfono móvil del bolsillo.
—¿Está aquí?
—Está acampando en el terreno de mi padre. Y… acaba de confesar. Lo ha confesado todo. Mi padre y él tuvieron una discusión y… Dios mío… Me he asustado, he salido corriendo y…
—No tengo cobertura —anunció Quinn, y maldijo frustrado—. Vámonos. Se lo contaremos a Ben. Todo saldrá bien.
Alargó la mano hacia las marchas justo en el momento en el que Lori soltaba una exclamación. Cuando siguió el curso de su mirada, descubrió a un hombre en la distancia, con las facciones borrosas por la lluvia que se deslizaba por el parabrisas.
—¿Es Joe?
Temiendo que pudiera pasar algo, puso el coche en modo automático. Pero la figura permanecía quieta, observándolos. Después, el hombre alzó la mano y se despidió de ellos, como si quisiera verlos marcharse antes de dar media vuelta.
—¿Lori? —musitó Quinn.
Lori asintió.
—Vámonos. En cuanto nos acerquemos a la autopista tendrás cobertura.
Quinn le tomó la mano y se la apretó suavemente. No le había gustado el tono apagado de su voz.
—Fue él —susurró Lori. Las gotas de lluvia descendían por su nariz—. Fue él el que mató a mi padre. Pero dice que no quería hacerlo.
Quinn notaba los músculos tensos por la impresión, pero intentó hablar con calma por el bien de Lori.
—Estoy seguro de que no quería matarlo.
A pesar del calor del interior del coche, Lori estaba temblando.
—Pero era… su mejor amigo…
Aquellas fueron las últimas palabras que Lori pronunció durante largo rato. Se acurrucó en silencio en el asiento delantero del coche mientras Quinn conducía tan rápido como podía para regresar cuanto antes a la civilización. Estaban cerca de la autopista cuando el teléfono comenzó a dar señales de vida. Lori ni siquiera miró hacia Quinn mientras llamaba a Ben para explicarle lo ocurrido.
Diez minutos después, llegó Ben con lo que parecía toda la policía de Tumble Creek. Los coches patrulla pasaron en dirección contraria, dirigiéndose hacia el lugar en el que Joe estaba acampado. Quinn se limitó a esperar en silencio en la cuneta, tomando la mano de Lori. Al cabo de un rato, Lori dejó de temblar. La lluvia se transformó en una ligera llovizna hasta terminar desapareciendo por completo.
Esperaron los dos en silencio.
Para cuando llegó Ben en su camioneta, el sol ya había salido y estaba iluminando el paisaje empapado.
Quinn salió del coche y le abrió la puerta a Lori. Frunció el ceño al percibir la tensión de su movimiento.
—¿Le han detenido?
No comprendió la mirada cautelosa que Ben le dirigió, pero, por si acaso, le rodeó a Lori el hombro con el brazo.
—No estaba en el campamento —le explicó—. ¿Has dicho que le habías visto en el sendero?
Lori asintió.
—Uno de mis hombres ha visto unas marcas justo al borde del sendero, al final de la cuesta. Es una zona extremadamente resbaladiza en este momento.
Lori sacudió la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
—Hay huellas en el barro y unas marcas justo a la altura del agua. Todas las cosas de Joe siguen en su sitio.
—Seguramente habrá salido corriendo —insistió Lori.
Ben asintió, pero volvió a mirar a Quinn con aquella expresión extraña.
Quinn comprendió entonces su significado.
—¿Por qué no te llevo a casa, Lori? Necesitas cambiarte de ropa. Ben nos avisará en cuanto averigüen algo.
—No quiero irme ahora —replicó Lori.
—Estás empapada. Ve por lo menos a cambiarte de ropa. Después, podemos volver.
—No.
¿Qué podía hacer? Cansado de intentar comunicarse en silencio con Ben, Quinn convenció a Lori de que por lo menos esperara sentada en el coche. Después, se volvió hacia el policía.
—¿Qué estabas intentando decirme?
Ben miró hacia el coche de Quinn.
—Es bastante habitual que la gente desaparezca después de hacer una confesión de ese tipo.
—Antes has insinuado que puede haberse resbalado y haber caído al río.
—Sí, eso es lo que he insinuado, pero, no tiene ningún sentido que estuviera tan cerca del río.
—¡Oh, mierda!
—Creo que será mejor que vuelva al campamento. En cuanto sepa algo…
El crepitar de la radio de Ben los interrumpió. Ben se acercó inmediatamente a escuchar aquel confuso mensaje. Cuando regresó al lado de Quinn, su expresión era sombría. Lori debió de verlo, porque salió del coche y le miró fijamente.
—Lo siento —dijo Ben—, le han encontrado justo pasada la zona en la que acampó.
Lori tenía todo el cuerpo en tensión.
—¿Qué?
—Lo siento —repitió Ben.
—¿Está… muerto?
—Sí.
—¡Pero estaba justo allí! Nos ha dicho adiós con la mano. Joe… —de su rostro desapareció toda sombra de color. Quinn la agarró del brazo—. A lo mejor… —musitó.
Ben clavó la mirada en el suelo durante unos segundos, antes de volver a mirar a Lori.
—Ha sido un accidente, y el río apenas tiene profundidad en esa zona. Todo ha acabado muy rápido.
—¿Pero tú crees que…?
Quinn no le dejó terminar la frase. La envolvió en un abrazo y la estrechó contra su pecho.
—Déjame llevarte a casa.
Lori se aferró a su camisa.
—No podemos dejarle allí. ¡No podemos dejarle así! No puedo creer que…
—Ben —intervino Quinn—, ¿cuánto tiempo puede llevarnos todo esto?
—Espero que no más de una hora, pero podría ser más.
—Esperaremos en el coche.
Ben asintió, se llevó la mano a la cadera y volvió a mirar al suelo un segundo antes de sacudirse el sentimiento que lo embargaba, cualquiera que este fuera.
—Intentaré acelerar el proceso. Tendré que haceros algunas preguntas, pero eso puede esperar hasta mañana. Ayúdala a entrar en calor.
—Lo haré.
Una vez en el interior del coche, Lori volvió a sumirse en el silencio. Quinn no podía hacer nada, salvo observarla con impotencia y esperar.
Dos horas después, todo había terminado. Lori estaba acurrucada en la cama de Quinn, con una sudadera y unos calcetines. Abrigada, seca y todavía en silencio. Quinn por fin había conseguido rescatarla, pero había descubierto que no se sentía tan bien como había imaginado.