Nevaba suavemente en la Décima Avenida y, desde el sexto piso donde yo me encontraba, veía los copos que se arremolinaban a la luz de las farolas y los faros de los coches.
Mis alumnos llenaban paulatinamente el aula, pero no volví la cabeza para mirarlos. Era la primera clase del nuevo semestre y esperaba aproximadamente unos treinta estudiantes, pero no había consultado la lista. El título de la asignatura era Justicia Criminal 709 y el subtítulo Investigación de Homicidios. El curso constaría de quince sesiones de dos horas todos los miércoles, además de conferencias. Equivalía a tres créditos. Examinaríamos técnicas sobre la seguridad del escenario del crimen, la identificación, obtención y conservación de pruebas, las relaciones de trabajo con otros expertos, incluidos los especialistas en huellas dactilares y los patólogos forenses, así como las técnicas interrogatorias. En las últimas cuatro sesiones, examinaríamos algunos casos notables de homicidio. No analizaríamos los múltiples homicidios del norte de Long Island; lo dejaría perfectamente claro desde el primer momento.
Por regla general, mis estudiantes oscilan entre aspirantes a policías y detectives de otras fuerzas, que acuden a Nueva York con gastos pagados, policías uniformados de la ciudad y los suburbios, que aspiran a la placa dorada o buscan una ayuda para sus exámenes de promoción, así como algún abogado defensor de vez en cuando, que aprende de mí la forma de evitar que condenen por alguna razón técnica a la escoria de sus clientes.
En una ocasión, tuve un alumno que no se perdía ninguna clase, escuchaba atentamente todo lo que decía, consiguió un diez a final de curso y luego asesinó al amante de su esposa.
Creyó haber cometido el crimen perfecto, pero un testigo accidental le ayudó a conseguir una habitación junto a la silla eléctrica. Asombroso. Sigo creyendo que se merecía el diez.
Había escrito mi nombre en la pizarra y, debajo, el título de la asignatura para que los Sherlock Holmes en potencia, a quienes no bastara el nombre del profesor y el número de aula, supieran que estaban en el lugar adecuado.
Parte de mi pacto con el Departamento de Policía de Nueva York consistía en su cooperación respecto a mi inutilidad del setenta y cinco por ciento, el abandono de todos los cargos previstos contra mí y la ayuda del Departamento para asegurar mi cargo de profesor adjunto y un contrato bianual en el Colegio John Jay de Justicia Criminal. No les resultó difícil conseguirlo, ya que existe un fuerte vínculo entre el Departamento de Policía de Nueva York y el John Jay. Por mi parte, lo único que debía hacer era jubilarme y realizar declaraciones positivas en público sobre el Departamento de Policía de Nueva York y sobre mis superiores. Cumplo con mi parte. Todas las mañanas en el metro digo alto y claro: «El Departamento de Policía de Nueva York es estupendo. Me encanta el teniente Wolfe». Sonó el timbre y me alejé de la ventana para acercarme a la tarima.
—Buenas tardes —dije—. Soy John Corey, exdetective de homicidios del Departamento de Policía de Nueva York. Sobre sus pupitres encontrarán un programa general del curso, una lista de lecturas obligatorias y recomendadas, y algunas sugerencias para sus trabajos y proyectos. Todos presentarán sus proyectos ante la clase.
Y eso reducirá considerablemente mis treinta horas de clases.
Hablé un poco sobre el curso, las notas, la asistencia y cosas parecidas. Me fijé en algunos de los estudiantes de las primeras filas, que oscilaban entre los dieciocho y los ochenta años, aproximadamente mitad hombres y mitad mujeres, blancos, negros, asiáticos, hispanos, un individuo con turbante, dos mujeres con saris y un sacerdote católico. Eso sólo sucede en Nueva York. Lo que todos tenían en común, supongo, era su interés por la investigación de homicidios. El asesinato es algo fascinante y aterrador, es el gran tabú, el crimen que todas las culturas a lo largo de los tiempos han condenado tal vez como el peor delito contra la sociedad, la tribu, el clan y el individuo.
Vi muchos ojos despiertos y cabezas que asentían cuando hablaba, y supongo que todos queríamos estar ahí, lo que no siempre sucede en las aulas.
—También examinaremos algunos enfoques no científicos de la investigación —dije—, como la idea de las corazonadas, el instinto y la intuición. Intentaremos definir…
—Disculpe, detective.
Miré y vi una mano levantada que se agitaba en la última fila. ¡Maldita sea! Por lo menos podía esperar a que acabara de hablar. Supongo que la mano estaba pegada a un cuerpo, pero la mujer a la que pertenecía ésta se había situado tras un individuo muy corpulento y lo único que alcanzaba a ver era la mano que se agitaba.
—Sí, dígame —respondí.
Beth Penrose se levantó y estuve a punto de desmayarme.
—Detective Corey, ¿tratará usted el tema de los registros y las confiscaciones legales y el de los derechos de los sospechosos en caso de registros ilegales, así como la forma de llevarse bien con su compañero o compañera sin causarle irritación? —preguntó.
La clase se rio. A mí no me pareció divertido.
—Voy a tomarme un pequeño descanso —dije después de aclararme la garganta—. Regresaré dentro de cinco minutos.
Salí del aula y caminé por el pasillo. Todas las demás clases trabajaban y el corredor estaba silencioso. Me detuve junto al grifo y bebí un trago de agua.
Beth Penrose me observaba a pocos pasos de distancia. Me incorporé y la contemplé. Llevaba unos vaqueros ceñidos, botas de montaña y una camisa de franela remangada y varios botones desabrochados. Tenía un aspecto más marimacho de lo que hubiera imaginado.
—¿Cómo está tu herida? —pregunté.
—Ninguna complicación. Fue sólo una rozadura, pero me ha dejado una cicatriz.
—Cuéntaselo a tus nietos.
—Por supuesto.
Nos quedamos mirándonos.
—No me llamaste —dijo por fin.
—No, no lo hice.
—Dom Fanelli ha tenido la amabilidad de mantenerme informada.
—¿En serio? Le daré un puñetazo en la nariz cuando me lo encuentre.
—No, no lo harás. Me gusta, lástima que esté casado.
—Eso es lo que él dice siempre. ¿Te has matriculado en mi asignatura?
—Por supuesto. Quince clases de dos horas cada una, todos los miércoles.
—Y te desplazas desde… ¿Dónde vives?
—Huntington. Tardo menos de dos horas en coche o en tren. La clase termina a las nueve, de modo que puedo estar en casa para ver las noticias de las once. ¿Y tú?
—Llego a mi casa para ver las noticias de las diez.
—Me refiero a lo que haces, aparte de dar clases.
—Me basta con esto. Tres clases diurnas y una nocturna.
—¿Echas de menos el trabajo?
—Supongo que sí. Echo de menos el trabajo, los compañeros, la sensación de estar haciendo algo, pero, definitivamente, no añoro la burocracia ni la imbecilidad. Había llegado el momento de hacer un cambio. ¿Y tú? ¿Todavía en plena euforia?
—Desde luego; soy una heroína. Todos me quieren. Soy un ejemplo para la policía y para mi sexo.
—Yo lo soy para el mío.
—Ésa es sólo la opinión de tu propio sexo. —Rio Beth.
Evidentemente, su conversación era mejor que la mía.
—Me he enterado de que has hablado varias veces con el fiscal de Suffolk —dijo Beth.
—Sí. Todavía intentan dilucidar lo ocurrido. Les ayudo tanto como puedo, teniendo en cuenta mi conmoción cerebral, que me ha causado amnesia selectiva.
—Eso he oído. ¿Es ésa la razón por la que te olvidaste de llamarme?
—No. No lo olvidé.
—Entonces… —Empezó a decir antes de cambiar de tema—. ¿Has vuelto por el norte de Long Island desde…?
—No. Y probablemente nunca vuelva. ¿Y tú?
—En cierto modo me enamoré del lugar y he comprado un pequeño chalet de fin de semana en Cutchogue con un par de hectáreas de terreno, rodeado de campos de cultivo. Me recuerda la granja de mi padre cuando era niña.
Empecé a hablar, pero decidí no hacerlo. No estaba seguro de cuál era el propósito de Beth Penrose, pero dudaba de que hiciera un viaje de tres o cuatro horas todos los miércoles sólo para oír las sabias palabras del maestro, que ya había oído en setiembre y que en parte había rechazado. Evidentemente, la señorita Penrose aspiraba a algo más que a los tres créditos de la facultad. Por otra parte, yo apenas empezaba a acostumbrarme a la libertad.
—En la inmobiliaria local me comunicaron que tu tío había vendido la casa —dijo Beth.
—Sí. Por alguna razón me supo mal.
—Puedes visitarme cualquier fin de semana en Cutchogue.
—Pero antes debo llamar por teléfono —dije después de mirarla.
—Estoy sola —respondió—. ¿Y tú?
—¿Qué te ha contado mi excompañero?
—Dice que estás solo.
—Pero no solitario.
—Sólo me ha dicho que no salías con nadie en particular.
No respondí. Consulté mi reloj.
—Mis fuentes de la oficina del fiscal me han dicho que irá a juicio, sin negociación previa. Quieren la pena de muerte por homicidio en primer grado.
Asentí. Puede que no lo haya mencionado, pero el destripado y despeluchado Fredric Tobin había sobrevivido. No me había sorprendido excesivamente, porque sabía que no le había infligido ninguna herida necesariamente mortal. Había evitado sus arterias, no le había apuñalado el corazón ni cortado la yugular, como probablemente debí haber hecho. Creo que inconscientemente no fui capaz de cometer un asesinato, aunque si en mis esfuerzos por capturarlo hubiera fallecido del trauma o de la pérdida de sangre, no me habría importado. Actualmente, estaba en una celda aislada de la cárcel del condado, con la perspectiva de pasar el resto de su vida entre rejas o de ser electrocutado, o tal vez recibir una inyección letal. Ojalá el Estado se decidiera. En cuanto a Fredric, soy partidario de la silla eléctrica y me gustaría ser uno de los testigos oficiales para ver cómo le sale el humo por las orejas.
No me autorizan a visitar a ese pequeño cabrón, pero me he asegurado de que tuviera mi número de teléfono. El gusano me llama cada dos semanas desde la prisión. Yo le recuerdo que su vida de vino, mujeres, canciones, Porsches, lanchas y viajes a Francia ha terminado y que pronto lo sacarán de su celda antes del amanecer para ejecutarlo. Por su parte, me asegura que vencerá sus dificultades y que más me vale que me ande con cuidado cuando salga. Es increíble la vanidad de ese cabrón.
—He visitado la tumba de Emma Whitestone, John —dijo Beth.
No respondí.
—La enterraron en un hermoso cementerio antiguo, junto a todas las tumbas de los Whitestone. Algunas tienen trescientos años de antigüedad.
Tampoco dije nada.
—Sólo la vi en una ocasión, en tu cocina —prosiguió Beth—, pero me gustó y quise llevar unas flores a su tumba. Tú también deberías hacerlo.
Asentí. Debí haber pasado por la floristería y haber asistido al funeral, pero no lo hice. No pude.
—Max ha preguntado por ti.
—No me sorprende. Cree que tengo veinte millones de dólares en oro y joyas.
—¿Los tienes?
—Por supuesto. Por eso estoy aquí para completar mi pensión.
—¿Cómo está tu pulmón?
—Bien —respondí mientras me daba cuenta de que varios alumnos se habían impacientado y estaban en el pasillo, algunos para ir al lavabo y otros para fumar un cigarrillo—. Debo volver a clase —agregué.
—De acuerdo.
Lentamente caminamos juntos por el pasillo.
—¿Crees que algún día encontrarán el tesoro del capitán Kidd? —preguntó ella.
—No. Creo que el paranoico de Paul Stevens lo escondió tan concienzudamente que permanecerá oculto otros trescientos años.
—Puede que tengas razón. Lástima.
—Tal vez no. Quizá debería quedarse donde diablos esté.
—¿Eres supersticioso?
—No lo era. Ahora no estoy seguro.
Llegamos a la puerta del aula.
—He descubierto que hay una piscina en este edificio. ¿La usas alguna vez? —preguntó.
—De vez en cuando.
—La próxima semana traeré mi bañador. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Beth…
—¿Sí?
—¿No va a ser esto un poco embarazoso?
—No. Pero espero conseguir un diez.
Sonreí.
—Haré lo que sea necesario para conseguirlo.
—No acepto sobornos.
—¿Qué apuestas?
Varios estudiantes nos observaban, sonreían y cuchicheaban.
Entramos en el aula. Beth se dirigió al fondo y yo a la tarima.
—Tenemos otro detective de homicidios entre nosotros —dije a la clase—. Se trata de la detective Beth Penrose del Departamento de Policía del condado de Suffolk. Puede que su nombre les resulte familiar de un caso de asesinato reciente y todavía abierto en el norte de Long Island. Trabajé con ella en el caso y ambos aprendimos algo de nuestras técnicas y estilos respectivos. También me salvó la vida y, para compensarla, la llevaré a tomar unas copas después de la clase.
Todos aplaudieron.