Capítulo 37

No me apetecía la larga caminata por la oscuridad del túnel. Además, es una buena táctica no regresar por el mismo camino, donde podría haber alguien esperando.

Contemplé el agujero del techo. Nunca había sido tan apetecible un cielo oscuro y tormentoso. Me acerqué a la estructura de acero, que se levantaba desde el suelo hasta el techo del arsenal. Ése era el lugar por donde, en otra época, se izaban las enormes balas de cañón y la pólvora a las baterías de la superficie, así que consideré que la estructura debía de ser bastante sólida. Me subí al primer travesaño y soportó mi peso. Después de escalar otros cuantos travesaños, comprobé que estaban bastante oxidados, pero aguantaban.

La lluvia me mojaba desde el agujero del techo y los gemidos de Fredric Tobin me agobiaban desde abajo. Era de esperar que se le acabaran los gemidos al cabo de un rato. Me refiero a que, superado el horror inicial, la persona debería recuperar la compostura, guardar los intestinos en el lugar correspondiente y callarse.

En cualquier caso, mejoraba la calidad del aire cuanto más ascendía. A unos cinco metros del suelo, sentía el viento que penetraba por el agujero. A los seis metros y medio llegué al agujero, donde la lluvia azotaba horizontalmente; había vuelto la tormenta.

Ahora me di cuenta de que el agujero estaba rodeado de una verja de alambre espinoso, levantada evidentemente para evitar que los animales cayeran por el hueco cuando los emplazamientos se utilizaban como corrales.

—¡Maldita sea!

Permanecí sobre el último travesaño de la estructura metálica, con la mitad del cuerpo fuera del agujero. Ahora el viento y la lluvia ahogaban los gemidos de Tobin.

Examiné la verja de metro y medio que me rodeaba. Podía encaramarme a ella o descender y regresar por el túnel. Pensé en Tobin ahí abajo, gimiendo con los intestinos desparramados por el suelo. ¿Y si lograba controlarse y encontraba la escopeta o la pistola? Después de haber llegado hasta ahí, decidí seguir el último metro y medio.

El dolor puede ser superado generalmente por el poder de la mente, de modo que me concentré para escalar la verja, llegué arriba y salté al otro lado.

Permanecí un rato tumbado para recuperar el aliento, mientras me frotaba los cortes de las manos y los pies, agradecido de que los médicos del hospital me hubieran administrado la vacuna antitetánica, por si las tres balas estaban sucias.

Sin prestar atención al dolor de los cortes, me puse de pie y miré a mi alrededor. Estaba en un emplazamiento circular de artillería, de unos diez metros de diámetro, construido en la ladera de una colina y rodeado de un muro de hormigón a la altura de mi hombro, que en otra época había protegido el cañón situado en él. Encastrado en el suelo de hormigón había un mecanismo transversal, usado en su momento para maniobrar el cañón en un ángulo de ciento ochenta grados.

En un extremo del emplazamiento vi una rampa de hormigón que conducía a lo que parecía una torre de observación. Por lo que pude deducir, me encontraba en el lado sur de lo que parecía el hueso de una chuleta y el cañón en su época apuntaba al mar. Incluso llegué a oír el ruido de las olas en la costa cercana.

Comprendí que aquellos emplazamientos constituyeran unos buenos corrales y eso a su vez me recordó que el aire estaba impregnado de algo infeccioso. No es que uno pueda olvidar fácilmente semejante cosa, pero supongo que lo reprimía en mi mente. El caso es que alcanzaba a oír los aullidos de la sirena si me concentraba. También oía los gemidos de Fredric Tobin; no literalmente, sino en mi mente, y sabía que durante algún tiempo seguiría oyéndolos.

De modo que ahí estaba, con los gemidos de Tobin en la cabeza, la sirena de fuga bioquímica en mis oídos, el viento y la lluvia en la cara, temblando, frío, sediento, hambriento, cubierto de cortes, medio desnudo y me sentía como si estuviera en la cima del universo. Di un grito de alegría y una especie de salto.

—¡Vivo! ¡Estoy vivo! —grité al viento.

—No por mucho tiempo —respondió una voz en mi cabeza.

—¡Cómo! —exclamé, interrumpiendo mi danza de la victoria.

—No por mucho tiempo.

No era una voz en mi cabeza, sino una voz a mi espalda. Di media vuelta.

En la cima del muro, de casi dos metros de altura, había una figura corpulenta que me observaba, con un atuendo verde oscuro y una capucha que casi le ocultaba la cara. Su aspecto era el de la Muerte, de pie ahí, en plena tormenta, probablemente con una sonrisa en los labios. Aterrador.

—¿Quién diablos es usted? —pregunté.

La persona, un hombre a juzgar por su voz y su tamaño, no respondió.

Supongo que me sentía un poco avergonzado de que alguien me hubiera sorprendido dando saltos y gritos de alegría bajo la lluvia. Pero tuve la sensación de que ése era el menor de mis problemas en aquel momento.

—¿Quién diablos es usted?

Tampoco contestó. Pero ahora me di cuenta de que llevaba algo pegado al pecho. ¿La habitual guadaña de la Muerte? Ojalá. Podía haberme enfrentado a alguien con una guadaña. Pero no tuve tanta suerte; se trataba de un rifle. Mierda.

Consideré mis posibilidades. Me encontraba en el fondo de un agujero de casi dos metros de profundidad y había un individuo con un rifle sobre el muro, cerca de la rampa de salida. En dos palabras, me encontraba en un grave atolladero. Realmente jodido.

El individuo se limitaba a mirarme, desde unos diez metros de distancia, al alcance de su rifle. Estaba demasiado cerca de la rampa de salida para intentar esa vía de escape. Mi única oportunidad era el agujero del que había salido, pero eso significaba una carrera de cinco metros hacia él, salvar la verja de alambre espinoso y arrojarme a ciegas por el orificio. Para eso necesitaría unos cuatro segundos y, en ese tiempo, el individuo del rifle podría apuntar y disparar dos veces. Pero puede que no pretendiera lastimarme. Tal vez era un ayudante de la Cruz Roja con una botella de brandy. Claro.

—Eh, amigo, ¿qué le trae por aquí en una noche como ésta? —pregunté.

—Usted.

—¿Yo?

—Sí, usted. Usted y Fredric Tobin.

Ahora reconocí su voz.

—¡Caramba, Paul, ya me marchaba!

—Sí —respondió el señor Stevens—, se marcha.

No me gustó su forma de decirlo. Supuse que estaba enfadado por haberle derribado en el jardín de su casa, por no mencionar lo mucho que le había insultado. Y ahí estaba ahora, con un rifle en la mano. A veces la vida es divertida.

—Pronto se habrá marchado —repitió.

—Me alegro. Sólo pasaba por aquí y…

—¿Dónde está Tobin?

—A su espalda.

Stevens giró fugazmente la cabeza, pero volvió a mirarme.

—Se han detectado dos barcos desde el faro: un Chris Craft y una lancha. El Chris Craft ha dado media vuelta en el estrecho, pero la lancha lo ha cruzado.

—Sí, yo iba en la lancha. Había salido a dar un paseo. ¿Cómo sabía que el Chris Craft era de Tobin?

—Conozco su barco. Lo estaba esperando.

—¿Por qué?

—Ya lo sabe —respondió—. Mis sensores de movimiento y mis micrófonos han detectado por lo menos dos personas en Fort Terry, además de un vehículo. Lo he comprobado y aquí estoy. Alguien ha asesinado a dos bomberos. ¿Usted?

—No he sido yo. Vamos, Paul, me está entrando tortícolis y tengo frío. Voy a subir por la rampa e iremos a tomar un café al laboratorio…

Paul Stevens levantó el rifle y me apuntó.

—Si se mueve un jodido centímetro, lo mato.

—Comprendido.

—Estoy en deuda con usted por lo que me hizo —aclaró.

—Debe intentar superar su ira de un modo constructivo…

—Cierre esa jodida boca.

—De acuerdo.

Sabía, de forma instintiva, que Paul Stevens era más peligroso que Fredric Tobin. Tobin era un asesino cobarde que si olía a peligro echaba a correr. Pero estaba seguro de que Stevens era un asesino por naturaleza, dispuesto a enfrentarse cara a cara.

—¿Sabe por qué Tobin y yo estamos aquí? —pregunté.

—Por supuesto —respondió, sin dejar de apuntarme con el rifle—. El tesoro del capitán Kidd.

—Puedo ayudarle a encontrarlo —dije.

—No, no puede. Lo tengo yo.

Mira por dónde.

—¿Cómo se las arregló…?

—¿Me toma por estúpido? Los Gordon creían que yo era idiota. Sabía exactamente lo que sucedía con todas esas absurdas excavaciones arqueológicas. Seguí todos y cada uno de sus pasos. No estaba seguro de la identidad de su socio hasta agosto, cuando Tobin llegó como representante de la Sociedad Histórica Peconic.

—Un buen trabajo de investigación. Me aseguraré de que el gobierno le conceda un galardón por su eficacia…

—Cierre esa maldita boca.

—Sí señor. Por cierto, ¿no debería llevar puesta una máscara o algo por el estilo?

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¿No es ésa la sirena de alarma bioquímica?

—Lo es. Es un ensayo. Yo lo he ordenado. Todo el personal de servicio en la isla durante el huracán está ahora en el laboratorio con un equipo de protección bioquímica, ejercitándose en el proceso de biocontención.

—En otras palabras, ¿no vamos a morir todos?

—No. Usted es el único que va a morir.

Me lo temía.

—Lo que pueda haber hecho —dije en un tono oficial—, no es tan grave como cometer asesinato.

—En realidad, no he cometido un solo delito, y matarle a usted será un placer.

—Matar a un policía es…

—Usted es un intruso y, que yo sepa, un saboteador, un terrorista y un asesino. Lamento no haberle reconocido.

Tensé los músculos dispuesto a correr hacia el agujero, consciente de que era inútil, pero debía intentarlo.

—Me rompió dos dientes y me partió el labio —prosiguió Stevens—. Además, sabe demasiado. Yo soy rico y usted está muerto. Adiós, imbécil.

—Que te jodan, cabrón —exclamé antes de echar a correr, con la mirada fija en él y no en el agujero.

Levantó el rifle y apuntó. No podía fallar.

Sonó un disparo, pero no vi ningún fogonazo en el rifle ni sentí dolor en el cuerpo. Cuando llegué a la verja, dispuesto a saltar por encima del alambre espinoso y arrojarme de cabeza al agujero, vi que Stevens saltaba del muro para acabar conmigo. O por lo menos eso creí. Pero, en realidad, se estaba cayendo de frente y se golpeó la cara contra el suelo de hormigón. Choqué contra el alambre espinoso y me detuve.

Permanecí inmóvil un instante, observándole. Se contorsionó un rato, como si hubiera recibido un impacto en la columna vertebral, lo que significaba que estaba acabado. Oí el inconfundible estertor de la muerte. Por fin se estremeció y cesó el sonido. Levanté la cabeza. Beth Penrose estaba sobre el muro y apuntaba a Paul Stevens con su pistola.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —pregunté.

—Andando.

—Me refiero…

—Venía a buscarte, cuando le he visto a él y le he seguido.

—Ha sido una suerte para mí.

—No para él —respondió Beth.

—Debes decir «¡Alto, policía!» —dije.

—A la mierda con eso —contestó Beth.

—Estoy contigo. Estaba a punto de matarme.

—Lo sé.

—Podías haber disparado antes.

—Espero que no critiques mi actuación.

—No señora. Buen disparo.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí. ¿Y tú?

—Estoy bien. ¿Dónde está Tobin?

—Pues… no está aquí.

—¿Qué papel tiene ése? —preguntó después de mirar fugazmente a Stevens.

—Un simple carroñero.

—¿Has encontrado el tesoro?

—No, Stevens lo encontró.

—¿Sabes dónde está?

—Estaba a punto de preguntárselo.

—No, John, él estaba a punto de meterte una bala en el cuerpo.

—Gracias por salvarme la vida.

—Me debes un pequeño favor.

—Bien, eso es todo, caso cerrado —dije.

—Salvo por el tesoro. Y Tobin, ¿dónde está?

—Por aquí, en algún lugar.

—¿Va armado? ¿Es peligroso?

—No —respondí—. Tendría que hacer de tripas corazón.

Nos refugiamos de la tormenta en un bunker de hormigón. Nos abrazamos para conservar la temperatura, pero teníamos tanto frío que ninguno logró dormir. Pasamos la noche charlando, sin dejar de frotarnos mutuamente los brazos y las piernas para evitar la hipotermia.

Beth insistió respecto al paradero de Tobin y le ofrecí una versión corregida del enfrentamiento en el almacén de municiones, según la cual yo le había apuñalado y estaba herido de muerte.

—¿No deberíamos facilitarle atención médica? —preguntó Beth.

—Por supuesto —respondí—. A primera hora de la mañana.

—Bien —dijo después de varios segundos de silencio.

Antes del amanecer regresamos a la playa.

La tormenta había cesado y, antes de que aparecieran el helicóptero o los barcos de vigilancia, repusimos la clavija y utilizamos el ballenero para acercarnos al Chris Craft. Abrí la válvula de desagüe del ballenero y dejé que la pequeña embarcación se hundiera. Luego regresamos a Greenport en el yate de Tobin y llamamos a Max. Nos recogió en el muelle y nos llevó al cuartel general de la policía, donde tomamos una ducha y nos pusimos un chándal seco y calcetines de lana. Un médico local nos hizo una revisión y sugirió antibióticos y huevos con tocino, lo que era una buena idea.

Desayunamos en la sala de juntas de Max y le ofrecimos al jefe nuestro informe. Max estaba asombrado, atónito, incrédulo, enfadado, feliz, envidioso, aliviado, preocupado, etcétera.

—¿El tesoro del capitán Kidd? ¿Estáis seguros?

—¿Entonces sólo Stevens conocía el paradero de ese tesoro? —preguntó Max durante nuestro segundo desayuno.

—Eso creo —respondí.

—¿No os estaréis callando algo? —preguntó después de mirarnos sucesivamente a ambos.

—Claro que lo haría —respondí—. Si conociera el paradero de veinte millones de dólares en oro y joyas, tú serías el último en saberlo, Max. Pero el caso es que el tesoro ha vuelto a desaparecer. Sin embargo, sabemos que existe y que estuvo brevemente en posesión de Stevens; de modo que, con un poco de suerte, tal vez la policía o los federales lo encuentren.

—Ese tesoro ha causado tantas muertes —agregó Beth— que creo realmente que sobre él pesa una maldición.

—Maldición o no, me gustaría encontrarlo —respondió Max después de encogerse de hombros—. Por razones históricas —agregó.

—Por supuesto.

Max parecía incapaz de asimilar y comprenderlo todo, y repetía preguntas que ya habíamos contestado.

—Como este informe se está convirtiendo en un interrogatorio —dije—, creo que debo llamar a mi abogado o pegarte una paliza.

—Lo siento —respondió Max con una sonrisa forzada—, es demasiado para la mente de un…

—Danos las gracias por haber hecho un buen trabajo —dijo Beth.

—Gracias por vuestro buen trabajo —repitió Max—. Me alegro de haberte contratado —agregó después de mirarme.

—Me despediste.

—¿En serio? Olvídalo. ¿He entendido correctamente que Tobin estaba muerto?

—No cuando lo vi por última vez… Supongo que debí haber insistido en que necesitaba atención médica.

—¿Dónde está exactamente esa cámara subterránea? —preguntó Max después de mirarme unos instantes.

Se lo indiqué lo mejor que supe y Max se retiró inmediatamente para hacer una llamada telefónica.

Beth y yo nos miramos mutuamente a través de la mesa.

—Serás una detective excelente —dije.

Soy una detective excelente —repuso Beth.

—Sí, lo eres. ¿Cómo puedo compensarte por salvarme la vida?

—¿Qué te parece mil dólares?

—¿Es eso lo que vale mi vida?

—De acuerdo, quinientos.

—¿Qué te parece una cena esta noche?

—John… —sonrió con cierto anhelo—, siento mucho aprecio por ti, pero… es demasiado complicado… con todas esas muertes… Emma…

—Tienes razón —asentí.

Sonó el teléfono que había sobre la mesa y levanté el auricular.

—De acuerdo —respondí antes de colgar—, se lo diré. Ha llegado la limusina del condado para usted, señora.

Se puso de pie, se dirigió a la puerta y volvió la cabeza.

—Llámame dentro de un mes, ¿de acuerdo? ¿Lo harás?

—Sí, lo haré —respondí, consciente de que no lo haría.

Nos miramos, le guiñé un ojo, ella también lo hizo, le mandé un beso y me lo devolvió. Beth Penrose dio media vuelta y se fue.

Max regresó a los pocos minutos.

—He llamado a Plum Island y he hablado con Kenneth Gibbs —dijo—. ¿Le recuerdas? El ayudante de Stevens. El personal de seguridad ya ha encontrado a su jefe, muerto. El señor Gibbs no parecía demasiado afligido, ni siquiera particularmente curioso.

—Nunca viene mal una promoción inesperada.

—Sí. También le he dicho que busquen a Tobin en el arsenal subterráneo. ¿No es eso?

—Eso es. No recuerdo cuál era. Estaba oscuro.

—Claro —dijo Max y reflexionó unos instantes—. Menudo embrollo. Vamos a necesitar una tonelada de papel para… —agregó antes de interrumpirse para mirar a su alrededor—. ¿Dónde está Beth?

—Ha llegado la policía del condado y se la ha llevado.

—Bien, de acuerdo. Por cierto, acabo de recibir un fax de aspecto oficial, del Departamento de Policía de Nueva York, en el que me piden que te localice y te vigile, hasta que lleguen a eso del mediodía.

—Bien, aquí estoy.

—¿Vas a escabullirte?

—No.

—Prométemelo o tendré que ofrecerte una habitación con rejas.

—Te lo prometo.

—De acuerdo.

—Facilítame transporte a mi casa. Necesito recoger algunas cosas.

—De acuerdo.

Se ausentó y asomó la cabeza un agente uniformado, mi viejo amigo Bob Johnson.

—¿Le llevo?

—Sí.

Fui con él y me acercó a la casa de mi tío Harry. Me puse un bonito chándal en el que no decía «Propiedad de la policía de Southold», cogí una cerveza, me senté en la terraza posterior y contemplé el cielo que empezaba a despejarse y la bahía que se calmaba.

El cielo era de un azul casi incandescente, que se da cuando una tormenta ha eliminado todos los contaminantes y limpiado el aire. Así debía de ser la atmósfera hace un siglo, antes de los trenes y camiones de gasoil, los coches, los barcos, las calderas de petróleo, las segadoras, los herbicidas, los insecticidas y quién sabe qué otros productos que flotan en el ambiente.

El jardín estaba hecho un asco debido a la tormenta, pero la casa estaba bien, aunque seguía sin electricidad y la cerveza estaba caliente, lo que era desagradable, pero la parte positiva era que me impedía escuchar el contestador automático.

Supongo que debí haber esperado a los agentes del Departamento de Policía de Nueva York, como se lo había prometido a Max, pero decidí llamar un taxi para que me llevara a la estación de Riverhead y tomar el tren a Manhattan.

De regreso a mi piso de la calle Setenta y Dos Este después de tantos meses, vi que había treinta y seis mensajes en el contestador automático, que son los máximos que puede guardar.

La mujer de la limpieza había amontonado el correo sobre la mesa de la cocina, que en total constituía unos cinco kilos de porquería.

Entre las facturas y demás basura se encontraba el certificado definitivo de mi divorcio, que pegué con un imán a la puerta del frigorífico.

Estaba a punto de abandonar el montón de correo no solicitado cuando un sobre blanco sin ninguna impresión publicitaria me llamó la atención. Estaba escrito a mano y la dirección del remitente era la de los Gordon, pero el matasellos era de Indiana.

Abrí el sobre y saqué las tres hojas que contenía, escritas nítidamente a mano por ambas caras con tinta azul. Leí:

«Querido John, si estás leyendo esto, significa que estamos muertos, de modo que saludos desde la tumba». Dejé la carta sobre la mesa, me acerqué al frigorífico y saqué una cerveza.

—Saludos desde la tierra de los muertos vivientes —respondí.

Seguí leyendo:

«¿Sabías que el tesoro del capitán Kidd estaba sepultado cerca de aquí? Bueno, ahora puede que ya lo sepas. Eres una persona inteligente y apostamos a que has averiguado parte de todo esto. En todo caso, ésta es la historia». Tomé un trago de cerveza y leí las tres páginas, en las que había un relato detallado de los sucesos relacionados con el tesoro de Kidd, Plum Island y la relación de los Gordon con Fredric Tobin. No había sorpresas en la carta, sólo algunos detalles que se me habían pasado por alto. En cuanto a algunos aspectos sobre los que había especulado, como el descubrimiento del paradero del tesoro en Plum Island, decían lo siguiente:

«Poco después de nuestra llegada a Long Island recibimos una invitación de Fredric Tobin a una degustación de vino. Asistimos a dicha velada en los viñedos Tobin y conocimos a Fredric Tobin. Siguieron otras invitaciones». Así empezó la seducción de los Gordon por parte de Fredric Tobin. En algún momento, según la carta, Tobin les mostró un mapa rudimentario dibujado sobre pergamino, pero no les dijo cómo lo había conseguido. El mapa era de Pruym Eyland e incluía direcciones en grados, distancia en pasos, puntos de referencia y una gran cruz. El resto de la historia era previsible y poco tardaron Tom, Judy y Fredric en establecer un pacto diabólico.

Los Gordon aclaraban que no confiaban en Tobin y que probablemente sería el causante de sus muertes, aunque pareciera un accidente, obra de agentes extranjeros o lo que fuera. Por fin, Tom y Judy habían llegado a comprender a Fredric Tobin, pero habían tardado mucho y era demasiado tarde. En su carta no se mencionaba a Paul Stevens, sobre quien no tenían la menor sospecha.

Se me ocurrió que Tom y Judy eran como los animales con los que trabajaban: inocentes, ingenuos y condenados desde el primer momento de pisar Plum Island.

La carta terminaba diciendo:

«Ambos te apreciamos y confiamos plenamente en ti, John, y sabemos que harás todo lo posible para que triunfe la justicia. Cariñosamente, Tom y Judy». Dejé la carta sobre la mesa y durante un largo rato mi mirada se perdió en la lejanía.

De haber recibido antes esa carta, la última semana de mi vida habría sido muy diferente. Sin duda, Emma todavía viviría, aunque probablemente nunca la habría conocido.

Hace un siglo, la gente podía llegar a una encrucijada en su vida en alguna ocasión y verse obligada a elegir una dirección. Actualmente vivimos inmersos en microchips, donde se abren y se cierran millones de caminos cada millonésima de segundo. Pero, lo peor del caso, es que son otros quienes pulsan los botones.

Después de una media hora meditando sobre el sentido de la vida, alguien llamó a la puerta y la abrí. Eran unos agentes de policía, concretamente unos payasos de asuntos internos que, por alguna razón, parecían enfadados conmigo. Fui con ellos al cuartel general, para explicar por qué no había contestado las llamadas oficiales de teléfono y por qué no me había presentado a mi cita, por no mencionar la colaboración con la policía de Southold. Lamentablemente, estaba allí mi jefe, el teniente Wolfe, pero también Dom Fanelli, a quien me encantó ver de nuevo, y nos reímos juntos.

Los jefes hablaron de toda esa basura del lío en el que estaba metido, por lo que llamé a mi abogado y al representante de nuestra asociación profesional y, por la tarde, ya casi se había llegado a un pacto.

Es la vida. El significado de la vida no tiene mucho que ver con el bien y el mal, lo justo y lo injusto, el deber, el honor, el país, ni nada de eso; tiene que ver con el establecimiento de un pacto adecuado.