Fredric Tobin no parecía tener ninguna prisa por anunciar su presencia y yo escuchaba el chorreo de la lluvia mientras esperaba. Al cabo de un rato, casi llegué a creer que estaba solo, pero sentía otra presencia en la sala. Una presencia maligna, realmente nefasta.
Llevé muy lentamente mi mano izquierda a la cintura y agarré la navaja.
Él sabía evidentemente que era yo y yo sabía que era él y que me había conducido hasta ese lugar, que había elegido para mi tumba.
Él también sabía que en el momento en que hiciera cualquier movimiento o ruido, o encendiera su linterna, yo dispararía. También era consciente de que su primer disparo en la oscuridad debería ser certero, porque sería el único que haría. Así que los dos permanecimos inmóviles, como el gato y el ratón, intentando averiguar quién era el gato.
Debo reconocer que ese pequeño cabrón tenía nervios de acero. Yo estaba dispuesto a permanecer allí una semana, si era necesario, y él también. Escuchaba la lluvia y el viento, pero sin mirar al agujero del techo, para no estropear la capacidad que pudiera haber desarrollado de ver en la oscuridad.
De pie en aquel espacio húmedo, grande y tenebroso, el frío iba penetrando gradualmente por mis calcetines e impregnaba mis brazos, mi pecho y mi espalda desnuda. Tenía ganas de toser, pero reprimí el impulso.
Habían transcurrido unos cinco minutos, puede que menos, pero no más. Tobin debía de preguntarse si yo me había marchado sigilosamente. Yo estaba situado entre dondequiera que él se encontrara, y la entrada, a mi espalda. Dudaba que él pudiera salir si perdía el temple y decidía retirarse.
Por fin Tobin parpadeó, metafóricamente hablando; arrojó un trozo de hormigón o algo parecido contra el muro, que retumbó en el enorme almacén de municiones. Me sobresaltó, pero no lo suficiente para que disparara el arma. Estúpido truco, Freddie.
Permanecimos ambos en la oscuridad y yo intentaba ver a través de la negrura, oír su respiración, oler su miedo. Creí ver el brillo de sus ojos, o algo de acero, a la tenue luz que se filtraba por el agujero del techo. El brillo procedía de mi izquierda, pero no tenía forma de juzgar la distancia en la oscuridad.
Me percaté de que mi navaja también podía producir reflejos y me la llevé al costado izquierdo para ocultarla de la suave luz del techo.
Intenté ver de nuevo el brillo, pero había desaparecido. Decidí que si volvía a advertirlo, me iba a lanzar al ataque con la navaja: acometida, navajazo, quite, estocada… hasta hundir la hoja en carne y hueso. Esperé.
Cuanto más miraba al lugar donde creía haber visto el reflejo, mayor era el número de jugarretas que me hacía la vista. Veía esa especie de manchas fosforescentes que danzaban ante mis ojos, que luego tomaron forma y parecían calaveras boquiabiertas. ¡Coño! El poder de la sugestión…
Era difícil respirar silenciosamente y de no haber sido por el ruido del viento y de la lluvia en el exterior, Tobin me habría oído y yo a él. Sentí de nuevo el impulso de toser, pero una vez más logré reprimirlo.
Esperamos. Supuse que sabía que yo estaba solo. También supuse que sabía que yo tenía por lo menos una pistola. Estaba seguro de que él también tenía una, pero no la cuarenta y cinco con la que había asesinado a Tom y Judy. Si hubiera llevado consigo el rifle, habría intentado matarme en el exterior desde una distancia prudencial, al percatarse de que era John Corey quien le pisaba los talones. En todo caso, donde nos encontrábamos ahora, un rifle no era mejor que una pistola. Pero con lo que no contaba era con una escopeta.
El estruendo del disparo fue ensordecedor en aquel espacio cerrado y me llevé un susto de muerte. Pero en el momento en que me di cuenta de que no me había alcanzado y que mi cerebro registró la dirección del tiro, unos tres metros a mi derecha, y antes de que Tobin cambiara de posición, disparé mi única bala en dirección al fogonazo.
Solté mi revólver y me lancé al ataque frente a mí con la navaja, pero no entré en contacto con nada ni tropecé con ningún cuerpo en el suelo. A los pocos segundos, mi navaja rasgó el muro. Me detuve y permanecí inmóvil.
—Supongo que sólo le quedaba un disparo —dijo una voz a cierta distancia a mi espalda.
Evidentemente no respondí.
—Hábleme —dijo la voz.
Me volví lentamente hacia Fredric Tobin.
—Creo haber oído que su pistola caía al suelo.
Me percaté de que cada vez que hablaba había cambiado de posición. Muy listo.
—Le veo a la luz del techo —dijo.
En ese momento me di cuenta de que al lanzarme al ataque me había situado más cerca de la tenue iluminación.
—Si se atreve siquiera a parpadear, lo mataré —agregó después de cambiar nuevamente de posición.
No comprendía que no hubiera vuelto a disparar, pero supuse que tenía alguna clase de plan.
—¡Qué te jodan, Freddie! —respondí al tiempo que me separaba de la pared, aprovechando la situación.
De pronto se encendió una luz a mi espalda y me percaté de que se había situado detrás de mí y me iluminaba con su linterna.
—¡No se mueva o disparo! ¡No se mueva!
Me quedé quieto, de espaldas a él, iluminado por su linterna y con un arma que me apuntaba al trasero. Mantuve la navaja pegada al cuerpo para que no la viera, pero entonces dijo:
—Las manos sobre la cabeza.
Introduje la navaja en mi cintura y levanté las manos sobre la cabeza, todavía de espaldas a él.
—Quiero que responda a algunas preguntas —agregó.
—Y entonces me perdonará la vida, ¿no es cierto?
—No, señor Corey —respondió con una carcajada—. Va a morir. Pero, de todos modos, antes contestará unas preguntas.
—Una mierda.
—No le gusta perder, ¿verdad?
—No cuando se trata de mi vida.
Soltó otra carcajada.
—A usted tampoco le gusta perder —dije—. Le dejaron sin blanca en Foxwoods. Es un jugador realmente estúpido.
—Cierre el pico.
—Voy a dar media vuelta. Quiero ver sus dientes empastados y su bisoñé.
Mientras me volvía, con las manos sobre la cabeza, encogí la barriga y me contorsioné un poco, para que la navaja penetrara en mis ajustados vaqueros. No era donde la prefería, pero estaba oculta.
Estábamos ahora frente a frente, a unos tres metros de distancia. Con la linterna me iluminaba la barriga, no la cara, y distinguí una pistola automática en su mano derecha, que apuntaba en la misma dirección que la linterna. No vi la escopeta.
Se trataba de una de esas linternas halógenas, con el haz de luz muy concentrado, utilizadas para hacer señales a larga distancia. La luz no se dispersaba en absoluto y el lugar seguía tan oscuro como antes, a excepción del rayo que me iluminaba.
—Veo que ha perdido parte de la ropa —dijo después de desplazar el haz por mi cuerpo, de pies a cabeza.
—¡Váyase a la mierda!
—¿Dónde está su arma? —preguntó después de detener el rayo en mi pistolera.
—No lo sé. Busquémosla.
—¡Silencio!
—Entonces no me haga preguntas.
—No me importune, señor Corey, o de lo contrario la próxima bala acabará en su ingle.
No podíamos permitir que lastimara a Guillermo el Conquistador, aunque no veía cómo podía evitar importunarle.
—¿Dónde está su escopeta? —pregunté.
—Levanté el percutor y la arrojé lejos de mí. Afortunadamente, no me alcanzó el disparo. ¿Quién es el estúpido ahora?
—Un momento, estuvo diez minutos en la oscuridad cagándose de miedo para que se le ocurriera eso. ¿Quién es el estúpido?
—Empiezo a estar harto de su sarcasmo.
—Entonces dispáreme. No ha tenido ningún reparo en asesinar a esos dos bomberos mientras dormían.
No respondió.
—¿No estoy bastante cerca? ¿A qué distancia estaban Tom y Judy? Suficientemente cerca para dejar quemaduras de pólvora. ¿O preferiría machacarme la cabeza como a los Murphy y a Emma?
—Sí, lo preferiría. Puede que primero le hiera y luego le machaque la cabeza con la escopeta.
—Adelante. Inténtelo. Hará un solo disparo, cabrón; luego me tendrá encima como un halcón sobre una gallina. Atrévase.
No lo hizo y tampoco respondió. Evidentemente tenía algo que resolver.
—¿Quién más sabe de mí sobre este asunto? —preguntó por fin.
—Todo el mundo.
—Creo que miente. ¿Dónde está su amiga?
—A su espalda.
—Si se propone jugar conmigo, señor Corey, morirá mucho antes y con mucho dolor.
—Usted se freirá en la silla eléctrica. Se quemará su carne, arderá su bisoñé, enrojecerán sus rodillas, le saldrá humo de la cabeza y sus lentillas se fundirán en las cuencas de sus ojos. Y, después de muerto, irá al infierno, donde volverán a freírle.
El señor Tobin no respondió.
Permanecimos ahí de pie, yo con las manos sobre la cabeza y él con la linterna en la mano izquierda y la pistola en la derecha. Evidentemente, él tenía ventaja. No le veía la cara, pero imaginaba que su aspecto era muy demoníaco y engreído.
—Fue usted quien dedujo lo del tesoro, ¿no es cierto? —dijo por fin Tobin.
—¿Por qué mató a Emma?
—Conteste mi pregunta.
—Conteste antes la mía.
—Sabía demasiado y hablaba demasiado —respondió después de unos segundos—. Pero, sobre todo, fue mi forma de expresarle a usted lo mucho que me molestaba su sarcasmo y su intromisión.
—Despiadado hijo de puta.
—La mayoría de la gente cree que soy encantador. Emma lo creía. Y también los Gordon. Ahora responda a mi pregunta. ¿Sabe algo del tesoro?
—Sí. El tesoro del capitán Kidd, enterrado aquí en Plum Island, que debía ser trasladado á otro emplazamiento, donde sería descubierto. Margaret Wiley, la Sociedad Histórica Peconic, etcétera. No es usted tan listo como supone.
—Usted tampoco. Principalmente tiene suerte, pero ahora se le ha acabado.
—Es posible. Pero todavía conservo el cabello y mi dentadura original.
—Me está usted importunando realmente.
—Soy más alto que usted y Emma dijo que mi polla era más grande que la suya.
El señor Tobin optó por no responder a mis provocaciones. Evidentemente, necesitaba hablar antes de meterme una bala en el cuerpo.
—¿Tuvo usted una infancia desgraciada? —pregunté—, ¿una madre dominante y un padre ausente? ¿En la escuela le llamaban marica y se burlaban de sus calcetines afeminados? Cuéntemelo. Quiero compartir su dolor.
El señor Tobin guardó silencio durante un rato, que pareció realmente largo. Vi que le temblaba la linterna y también la pistola. Había dos teorías sobre cómo reaccionar cuando alguien te apuntaba con un arma. La primera consistía en ser humilde y complaciente. La segunda, en incordiar al individuo armado, insultarlo y fastidiarlo para que cometa algún error. Actualmente, la primera teoría es de uso habitual en la policía. La segunda ha sido descartada por loca y peligrosa. Evidentemente, yo prefiero la segunda.
—¿Por qué tiembla? —pregunté.
Levantó ambos brazos, el izquierdo con la linterna y el derecho con su automática, y me percaté de que me apuntaba. ¡Alto ahí! Era el momento de recurrir a la primera teoría.
Nos miramos y vi que intentaba decidir si apretar el gatillo. Yo, por mi parte, procuraba decidir si dar un grito aterrador y lanzarme sobre él antes de que disparara.
Por fin bajó la linterna y la pistola.
—No permitiré que me enoje —dijo.
—Le felicito.
—¿Dónde está la señorita Penrose? —preguntó de nuevo.
—Se ha ahogado.
—No, no se ha ahogado. ¿Dónde está?
—Puede que haya ido al laboratorio principal a pedir refuerzos. Puede que esté acabado, Freddie. Tal vez debería entregarme el arma, amigo.
Reflexionó.
—Por cierto —agregué mientras reflexionaba—, he encontrado la caja con los huesos y lo demás en su sótano, bajo las cajas de vino. He llamado a la policía.
Tobin no respondió. Cualquier esperanza que pudiera albergar de que sus secretos murieran conmigo acababa de derrumbarse. Esperaba una bala de un momento a otro, pero Fredric Tobin, siempre dispuesto a negociar, me preguntó:
—¿Quiere la mitad?
Estuve a punto de reírme.
—¿La mitad? Los Gordon creían que iban a llevarse la mitad y ya sabemos lo que hizo con ellos.
—Recibieron su merecido.
—¿Por qué?
—Tuvieron un ataque de remordimientos de conciencia. Imperdonable. Querían devolver el tesoro al gobierno.
—Bueno, le pertenece.
—No importa a quién pertenezca, lo que importa es quién lo encuentra y quién lo guarda.
—La ley de Fredric Tobin: Quien posee el oro hace la ley.
Se rio. Unas veces lo enojaba y otras le hacía gracia. Como no había otro policía, me veía obligado a interpretar el papel del bueno y el malo. Como para convertirme en un esquizofrénico.
—Los Gordon acudieron a mí para preguntarme si consideraría negociar un pacto con el gobierno —explicó Tobin—, en virtud del cual obtendríamos una participación justa del tesoro como recompensa por haberlo encontrado y el resto se invertiría en equipamiento de última tecnología para el laboratorio, más algo de dinero para unas instalaciones recreativas en Plum Island, una guardería infantil en Long Island para los hijos de los empleados, la limpieza ambiental de la isla, restauración histórica y otros proyectos meritorios en Plum Island. Habríamos sido héroes, filántropos y legales. Les dije que me parecía una idea maravillosa —agregó después de una breve pausa—. Evidentemente, a partir de entonces era como si estuvieran muertos.
Pobre Tom, pobre Judy. Estaban completamente fuera de juego cuando hicieron el pacto con Fredric Tobin.
—¿De modo que la idea de Fredric Tobin el Magnánimo no le apetecía?
—En absoluto.
—Estoy convencido, Freddie, de que sólo se hace el duro. Apuesto a que tiene el corazón de un buen chico. No me sorprendería que lo guardara en un frasco, sobre la repisa de la chimenea.
Una vez más se rio. Había llegado el momento de cambiarle de nuevo el humor y mantenerlo interesado en la conversación.
—Por cierto, la tormenta ha destruido sus viñedos y el cobertizo de sus barcos. Y yo he destrozado su bodega y también su piso en la torre Tobin. Sólo quería que lo supiera.
—Gracias por compartir esa información conmigo. No es usted muy diplomático, ¿verdad?
—La diplomacia es el arte de decir «Bonito perro» hasta que uno encuentra una piedra.
—Pues se ha quedado sin piedras, señor Corey, y lo sabe —dijo con una carcajada.
—¿Qué es lo que quiere, Tobin?
—Quiero saber dónde está el tesoro.
—Creí que estaba aquí —respondí, un tanto sorprendido.
—Yo también lo creía. Estuve aquí en agosto, en una visita arqueológica privada con los Gordon. Entonces estaba aquí, en esta habitación, sepultado bajo las viejas cajas de municiones. Pero ha desaparecido. En su lugar hay una nota —agregó.
—¿Una nota? ¿Una de esas notas que te mandan a la mierda?
—Sí. Una de esas notas que te mandan a la mierda, de los Gordon, en la que dicen que han trasladado el tesoro y que si les ocurre alguna desgracia imprevista, nunca se descubrirá su nuevo emplazamiento.
—De modo que se ha jodido a sí mismo. Me alegro.
—No puedo creer que no compartieran el secreto con alguien de su confianza —dijo Tobin.
—Puede que lo hicieran.
—Alguien como usted. ¿Fue así como supo que esto no tenía nada que ver con la guerra bacteriológica? ¿Fue así como descubrió la existencia del tesoro del capitán Kidd? ¿Fue así como supo que yo estaba involucrado? Respóndame, Corey.
—Lo averigüé todo por mi cuenta.
—¿Entonces no tiene la menor idea de dónde se encuentra el tesoro ahora?
—En absoluto.
—Es lamentable.
Levantó de nuevo la automática en posición de tiro.
—Bueno, puede que tenga alguna pequeña pista.
—Lo suponía. ¿Le mandaron una carta póstuma?
No, pero ojalá lo hubieran hecho.
—Me dieron algunas indicaciones que no tienen mucho sentido para mí, pero tal vez lo tengan para usted.
—¿A saber?
—Bueno… ¿Cuánto cree que vale?
—¿Para usted o en total?
—En total. Yo sólo quiero el diez por ciento por ayudarle a encontrarlo.
Levantó la linterna hasta iluminar mi pecho, justo debajo de la barbilla, y me observó un rato.
—¿Me está tomando el pelo, señor Corey?
—De ningún modo.
Tobin permaneció un rato en silencio, desgarrado entre el deseo ardiente de acabar conmigo inmediatamente y la vaga esperanza de que yo supiera realmente algo respecto al paradero del tesoro. Buscaba entre migajas y lo sabía, pero no podía aceptar el hecho de que toda su estrategia se hubiera desmoronado, que no sólo se había arruinado, sino que el tesoro había desaparecido, que se habían desperdiciado varios años de esfuerzo y que era bastante probable que lo juzgaran y condenaran por asesinato, y acabara en la silla eléctrica.
—Era realmente increíble —dijo por fin Tobin—. No sólo había monedas de oro, sino joyas… joyas del gran mogol de la India… rubíes, zafiros y perlas en exquisitos engarces de oro… y bolsas y bolsas de piedras preciosas… Había joyas por un valor de diez o veinte millones de dólares… tal vez más… —declaró con un pequeño suspiro—. Creo que usted ya lo sabía. Creo que los Gordon se lo contaron o le dejaron una carta.
Deseaba fervientemente que lo hubieran hecho, a ser posible lo primero. Pero no habían hecho ni lo uno ni lo otro, aunque tal vez se lo proponían. Pero, como sospechaba, aparentemente los Gordon le habían dado a Tobin la impresión de que John Corey, del Departamento de Policía de Nueva York, sabía algo, y se suponía que eso debía mantenerlos vivos, pero no fue así. De momento conservaba mi vida, pero no por mucho tiempo.
—Usted sabía quién era yo cuando fui a verle a sus viñedos.
—Por supuesto. ¿Se cree la única persona lista en el mundo?
—Sé que soy el único listo en esta sala.
—Si es tan jodidamente perspicaz, señor Corey, ¿por qué está ahí con las manos sobre la cabeza y por qué soy yo quien tiene el arma?
—Buena pregunta.
—Me está haciendo perder el tiempo. ¿Sabe o no sabe dónde está el tesoro?
—Sí y no.
—Ya basta. Tiene cinco segundos para decírmelo. Uno… —Empezó a contar mientras se preparaba para disparar.
—¿Qué importa donde esté el tesoro? Nunca se saldrá con la suya, ni respecto al tesoro, ni a los asesinatos.
—Mi barco está equipado para llevarme hasta Sudamérica. Dos…
—Sea realista, Freddie. Si se imagina a sí mismo en una playa, rodeado de hermosas indígenas que le ofrecen mangos, olvídelo. Entrégueme el arma y me aseguraré de que no lo manden a la silla eléctrica. Le juro por Dios que no le matarán.
Lo haré yo personalmente.
—Si sabe algo, le conviene contármelo. Tres…
—Creo que Stevens averiguó algo. ¿Qué opina?
—Es posible. ¿Cree que él tiene el tesoro? Cuatro…
—Freddie, olvide ese jodido tesoro. Si sale al exterior y escucha atentamente, oirá la sirena de alarma de peligro bioquímico. Ha habido una fuga. Debemos llegar a un hospital en las próximas horas o, de lo contrario, moriremos.
—Miente.
—No, no miento. ¿No ha oído la sirena?
—Supongo que, de una forma u otra, todo ha terminado —dijo después de un prolongado silencio.
—Efectivamente. Hagamos un trato.
—¿Qué clase de trato?
—Me entrega la pistola, salimos de aquí, vamos rápidamente a su barco y luego al hospital. A continuación, le contaremos al fiscal del distrito que se ha entregado voluntariamente y le concederán la libertad bajo fianza. Dentro de un año le juzgarán y todo el mundo tendrá la oportunidad de contar sus mentiras. ¿Qué le parece?
Tobin guardó silencio.
Evidentemente, la posibilidad de conseguir la libertad bajo fianza con una acusación de múltiple asesinato era inexistente y, además, no había utilizado palabras como detención, cárcel ni nada igualmente negativo.
—Tenga la seguridad de que yo mismo me ocuparé de usted si se entrega voluntariamente. Se lo juro por mi madre.
No le quepa la menor duda.
Parecía considerar mi propuesta. Era un momento delicado y peligroso, porque debía elegir entre luchar, huir o entregarse. No olvidaba que Tobin era un jugador atroz a largo plazo, excesivamente engreído para abandonar el juego cuando perdía.
—Estoy convencido de que usted no está aquí como agente de la autoridad —dijo.
Temía que llegara a dicha conclusión.
—Estoy convencido de que se lo ha tomado todo personalmente y de que se propone hacer conmigo lo que yo les hice a Tom, Judy, los Murphy y Emma…
Evidentemente, estaba en lo cierto y eso me convertía en hombre muerto. Así que me arrojé a la izquierda, lejos del haz de la linterna, y rodé por el suelo en la oscuridad. Tobin movió la linterna y disparó, pero yo estaba mucho más lejos de lo que calculaba. Aproveché el ruido del disparo para rodar en dirección contraria y saqué la navaja de mis vaqueros, antes de que me amputara el pene.
La concentrada luz se desplazaba frenéticamente por la sala. De vez en cuando, disparaba a ciegas y la bala rebotaba en los muros de hormigón, mientras el estruendo del disparo retumbaba en la oscuridad.
En una ocasión, el rayo me pasó por encima, pero, cuando Tobin se percató y volvió a enfocarlo en el mismo lugar, yo ya me había desplazado de nuevo. Jugar al escondite con balas y una linterna no es tan divertido como parece, pero más fácil de lo que cabe suponer, especialmente en un gran espacio como aquél, desprovisto de obstáculos.
Palpaba en busca de la escopeta cada vez que rodaba por el suelo o me arrastraba, pero no llegué a encontrarla. A pesar de no disponer de arma de fuego, ahora era yo quien tenía ventaja y, siempre y cuando ese imbécil tuviera la linterna encendida y siguiera disparando, yo sabría dónde estaba. Era evidente que el impávido Freddie había perdido el temple.
Antes de que se le ocurriera apagar la linterna, me lancé sobre él como un jugador de rugby. Me oyó en el último instante y giró hacia mí simultáneamente la linterna y la pistola en el momento de la embestida. Hizo el mismo ruido que un globo al reventarse y se desplomó como un bolo. No podía conmigo. Primero le arrebaté la pistola de la mano y luego le quité la linterna. Apoyé mis rodillas en su pecho, con la linterna en una mano, iluminándole la cara, y la navaja en la otra, junto a su garganta.
—De acuerdo… De acuerdo… Ha ganado… —dijo Tobin respirando con dificultad.
—Correcto —respondí, golpeándole con el mango de la navaja y rompiéndole el puente de la nariz.
Oí el crujido de la fractura y vi que le salía sangre por la nariz mientras gritaba. Los gritos se convirtieron en gemidos y me miró con los ojos muy abiertos.
—No… por favor… basta…
—No, no, no basta. No basta.
El segundo golpe con el mango de la navaja le quebró la dentadura y luego utilicé la hoja para quitarle la melena. Gimió de nuevo, pero estaba bastante aturdido y no reaccionó plenamente ante mi agresividad.
—¡Le aplastaste la cabeza! —Me oí exclamar en la oscuridad—. ¡La violaste! ¡Jodido hijo de puta!
—No… no…
Sabía que ya no actuaba de un modo racional y debí haberme marchado. Pero las imágenes de los muertos acechaban en la negrura y después del terror del viaje en barco, de la persecución por Plum Island, de la fuga bioquímica y de eludir balas en la oscuridad, John Corey se había convertido en algo que debía mantenerse preferiblemente oculto. Le golpeé dos veces en la frente con el mango de la navaja, pero no logré fracturarle el cráneo.
Tobin soltó un lastimero lamento.
Quería incorporarme y salir corriendo antes de hacer algo irremediablemente perverso, pero en mi corazón había despertado esa maldad que todos albergamos.
Llevé la navaja a mi espalda y, con un impulso, la hundí en el vientre de Tobin a través de sus pantalones, con un corte lateral que abrió su carne y sus intestinos salieron de la cavidad abdominal.
Tobin dio un grito, pero luego se sumió en un extraño silencio y permaneció inmóvil, como si intentara comprender lo sucedido. Debió de sentir el calor de la sangre, pero sus constantes vitales eran buenas y probablemente agradecía a Dios el hecho de seguir vivo. No tardaría en remediarlo.
Llevé mi mano derecha a su vientre, agarré un buen puñado de intestinos calientes, tiré de ellos y los arrojé sobre su cara.
A la luz de la linterna se cruzaron nuestras miradas y su expresión era casi enigmática. Pero como no disponía de ningún referente para comprender la naturaleza de la materia humeante que tenía sobre la cara, decidí darle una pista.
—Tus entrañas —dije.
Gritó repetidamente mientras agitaba las manos frente a su cara.
Me levanté, me limpié las manos en los pantalones y eché a andar. Los gritos y los gemidos de Tobin retumbaban en la intensa frialdad de la sala.