Permanecimos sentados en la hierba para centrar de algún modo nuestras mentes y recuperar el aliento. Estaba mojado, cansado, frío, aturdido y, además, me dolía el pulmón herido. Había perdido mis zapatillas y me percaté de que Beth también iba descalza. La parte positiva era que estábamos vivos y que conservaba mi treinta y ocho en la pistolera. Desenfundé el revólver y me aseguré de que la única bala restante estuviera en el lugar adecuado del tambor para el siguiente disparo.
—Yo también conservo la mía —dijo Beth después de palparse los bolsillos.
Todavía llevábamos puestos los impermeables y los chalecos salvavidas, pero me percaté de que Beth había perdido los prismáticos que antes colgaban de su cuello.
Observamos el mar y las nubes aterradoras que giraban en torno al ojo de la tormenta. No había cesado la lluvia, pero ya no era tan abundante como antes. Cuando uno está empapado hasta los huesos, un poco de lluvia carece de importancia. Lo que me preocupaba era la hipotermia que podía sobrevenirnos si permanecíamos demasiado tiempo inmóviles.
—¿Cómo está el corte de tu frente? —pregunté después de mirar a Beth.
—Bien —respondió—. Lo he limpiado con agua salada.
—Estupendo. ¿Y tu herida de bala?
—Espléndida.
—¿Y los demás golpes y contusiones?
—Todos y cada uno en perfecto estado.
Me pareció advertir cierto sarcasmo en su tono de voz. Me puse de pie y sentí que me flaqueaban las piernas.
—¿Estás bien? —preguntó Beth.
—Estupendamente —respondí, tendiéndole una mano para ayudarla a levantarse—. Nos hemos salvado del fuego pero seguimos en la brecha —agregué, mezclando dichos.
—Creo que Tom y Judy Gordon se habrían sentido orgullosos de tu habilidad marinera —dijo Beth con toda seriedad.
No respondí. Había implícita otra frase silenciosa, que diría aproximadamente: «Emma se sentiría orgullosa y halagada de ver lo que has hecho por ella».
—Creo que deberíamos dirigirnos hacia el estrecho y buscar el laboratorio principal —dijo Beth.
No respondí.
—No podemos dejar de ver las luces —prosiguió—. Pediremos ayuda a la fuerza de seguridad de la isla y yo llamaré por teléfono o por radio a mi oficina.
Tampoco respondí.
—¿John?
—No he venido hasta aquí para pedirle ayuda a Paul Stevens —respondí.
—John, no estamos en muy buena forma, disponemos de cinco balas entre ambos y vamos descalzos. Ha llegado el momento de llamar a la policía.
—Tú puedes ir al edificio principal si lo deseas. Yo voy en busca de Tobin.
Di media vuelta y empecé a andar por el promontorio en dirección este, hacia donde había visto fondeado el barco de Tobin, a un kilómetro aproximadamente a lo largo de la playa.
No me llamó, pero al cabo de un minuto caminaba junto a mí. Proseguimos en silencio. No nos quitamos los chalecos salvavidas, en parte porque abrigaban, pero supongo que también porque uno nunca sabe cuándo caerá de nuevo en la bebida.
Los árboles llegaban al borde del acantilado erosionado y abundaban los matorrales. Descalzos, caminábamos cautelosamente y avanzábamos con lentitud.
Había amainado el viento en el centro de la tormenta y el aire permanecía inmóvil. Oí incluso el piar de algunos pájaros. Sabía que donde estábamos la presión atmosférica era sumamente baja y, a pesar de no ser sensible habitualmente a las variaciones climáticas, me sentía más o menos… nervioso y supongo que también bastante fuera de mí. En realidad, tal vez lo que me sentía era hastiado y sanguinario.
—¿Tienes algún plan? —preguntó Beth, en una especie de susurro.
—Por supuesto.
—¿En qué consiste tu plan, John?
—Mi plan consiste en ser flexible.
—Un magnífico plan.
—Desde luego.
Brillaba un poco la luna a través de las oscuras nubes y alcanzábamos a ver unos tres metros delante de nosotros. No obstante, era peligroso caminar al borde del precipicio debido a la erosión y decidimos adentrarnos en la isla, para seguir hacia el este por el camino de grava que había utilizado el autobús de Paul Stevens durante nuestra visita a Plum Island. Como el camino estaba cubierto de ramas y árboles caídos, no teníamos que preocuparnos de que nos sorprendiera algún vehículo de vigilancia.
Nos sentamos a descansar sobre un tronco caído. Se veía el vaho de nuestra respiración en el aire húmedo. Me quité el chaleco salvavidas, el impermeable, la pistolera y luego el jersey de cuello alto, que logré romper por la mitad, y envolví los pies de Beth con la tela.
—Voy a quitarme los calzoncillos. No mires de reojo.
—No miraré de reojo. Pero ¿puedo observar?
Me quité los ceñidos vaqueros empapados de agua y luego los calzoncillos, que rompí en dos.
—¿Calzones cortos? Te había tomado por un individuo de calzoncillos ajustados.
Por alguna razón, la señorita Penrose parecía estar de buen humor. Supongo que era la euforia postraumática de supervivencia. Envolví mis pies con los dos trozos de tela.
—Haría donación de mis bragas —dijo Beth—, pero estaban tan mojadas cuando me cambié de ropa en el barco, que no me molesté en ponérmelas de nuevo. ¿Quieres mi blusa?
—No, gracias. Con esto basta.
Volví a ponerme los vaqueros, luego mi pistolera, directamente sobre la piel desnuda, el impermeable y el chaleco salvavidas. Tenía tanto frío que empecé a temblar.
Examinamos la herida de bala de Beth, que, aparte de sangrar un poco, parecía estar bien.
Seguimos por el camino sin asfaltar. El firmamento empezaba a oscurecerse de nuevo y sabía que no tardaría en llegar la segunda parte de la tormenta, que sería tan violenta como la primera.
—Aquí es aproximadamente donde Tobin ha fondeado —susurré—. Ahora debemos proseguir con cautela y en silencio.
Beth asintió. Salimos del camino para dirigimos por el bosque hacia el norte, hasta el borde del acantilado. Y, efectivamente, a unos cincuenta metros de la orilla estaba fondeado el Chris Craft, que capeaba el oleaje sujeto a las dos anclas que Tobin había bajado, a proa y a popa. A la tenue luz de la luna vimos el ballenero en la playa, a nuestros pies, y supimos que Tobin había desembarcado. Vimos también un cabo sujeto al ballenero, que subía por el acantilado y estaba atado a un árbol, cerca de donde nos habíamos agazapado.
Permanecimos inmóviles, a la escucha, mirando en la oscuridad. Estaba bastante seguro de que Tobin se había dirigido hacia el interior de la isla.
—Ha ido en busca del tesoro —susurré.
—No podemos seguirle la pista, de modo que esperaremos a que regrese —respondió—. Entonces lo detendré.
—Eres la bondad personificada.
—¿Qué diablos significa eso?
—Significa, señorita Penrose, que uno no detiene a la persona que ha intentado matarle tres veces.
—No pensarás matarlo a sangre fría.
—¿Quieres apostar algo?
—John, he arriesgado mi vida en el barco por ayudarte. Ahora estás en deuda conmigo. Todavía soy responsable de este caso, soy policía y lo haremos a mi manera.
No vi ninguna razón para discutir lo que ya estaba decidido en mi mente.
Beth sugirió que soltáramos el cabo del ballenero para dejar que se lo llevara el oleaje y cortarle así la retirada a Tobin. Yo le señalé que si Tobin regresaba por la playa y descubría que el ballenero había desaparecido, le podía poner sobre aviso.
—Espera aquí y cúbreme —dije.
Me agarré al cabo y descendí unos cinco metros hasta el ballenero, en la playa rocosa. En la popa estaba la caja de plástico que había visto en el cobertizo, con diversos artículos en su interior, pero me percaté de que había desaparecido la sirena de aire comprimido. Probablemente, Fredric Tobin había deducido que yo la había descubierto y se desprendía de pequeñas piezas del rompecabezas. Pero no importaba porque no se enfrentaría a un jurado de doce personas.
Encontré unos alicates y extraje la clavija que sujetaba la hélice al eje de transmisión. Hallé clavijas de repuesto en la caja y me las guardé en el bolsillo. También encontré una navaja de escamar y limpiar pescado, y me la guardé. Busqué una linterna, pero no había ninguna a bordo.
Me sujeté al cabo para izarme de nuevo por el acantilado y hundí los pies envueltos en mi ropa interior en la arena de la ladera. En la cima, Beth me tendió una mano para ayudarme.
—He retirado la clavija de la hélice —dije.
—Bien —dijo Beth—. ¿La has guardado por si luego la necesitamos?
—Sí, me la he tragado. ¿Tengo aspecto de estúpido?
—No pareces estúpido, pero cometes estupideces.
—Eso forma parte de mi estrategia.
Le entregué las clavijas y me guardé la navaja.
—Lamento los comentarios desagradables —dijo Beth para mi asombro—. Estoy un poco cansada y nerviosa.
—No te preocupes.
—Tengo frío. ¿Podemos… acurrucarnos?
—¿Abrazarnos?
—Acurrucarnos. Conviene acurrucarse para conservar el calor corporal.
—Efectivamente. Lo he leído en algún lugar. De acuerdo…
Con cierta torpeza nos acurrucamos o nos abrazamos, yo sentado sobre un tronco de árbol caído y Beth sobre mi regazo, con los brazos a mi alrededor y la cabeza hundida en mi pecho. Así estábamos un poco más calientes, aunque a decir verdad, dadas las circunstancias, la situación no era sensual ni nada por el estilo. Era sólo contacto humano, trabajo en equipo y supervivencia. Habíamos superado juntos muchos percances y ahora, cerca del fin, creo que ambos sentíamos que algo había cambiado entre nosotros desde la muerte de Emma.
Además, había en todo eso un fuerte elemento de Robinson Crusoe o de La isla del tesoro y supongo que, en cierto modo, yo disfrutaba, como los chicos de todas las edades disfrutan al enfrentarse al hombre y la naturaleza. Sin embargo, tenía la clara impresión de que Beth Penrose no compartía mi entusiasmo juvenil. Las mujeres suelen ser más prácticas y, por lo general, es menos probable que les divierta revolcarse en el barro. También creo que el acecho y la matanza no atrae tanto a las féminas. Y eso era realmente el quid de la cuestión: acecho y matanza.
Permanecimos un rato abrazados, escuchando el viento y la lluvia, y viendo cómo el Chris Craft se balanceaba y cabeceaba sobre las olas, sin dejar de vigilar la playa a nuestros pies y de escuchar por si oíamos pasos en el bosque.
Por fin, al cabo de diez minutos, nos soltamos y me puse de pie para desentumecer mis articulaciones y me percaté de una inesperada rigidez en el viejo cigüeñal.
—Ya no tengo tanto frío —dije.
Beth permaneció sentada sobre el árbol caído, con los brazos alrededor de las rodillas, sin responder.
—Intento ponerme en el pellejo de Tobin —declaré.
—¿Y tiene su pellejo tanto frío como el nuestro? —dijo Beth.
—Supongamos que se dirige hacia el interior de la isla, donde el tesoro está escondido.
—¿Por qué el interior? ¿Por qué no en la playa?
—Puede que el tesoro se encontrara originalmente cerca de la playa, tal vez en uno de estos acantilados, quizá éstos sean los arrecifes del capitán Kidd, pero, con toda probabilidad, los Gordon habrían trasladado el tesoro del túnel o agujero donde se encontrara, porque el agujero podría derrumbarse y deberían excavar de nuevo.
—Probablemente.
—Creo que los Gordon escondieron el tesoro en algún lugar del interior o los alrededores de Fort Terry o, tal vez, en el laberinto de fortificaciones de artillería que nos mostraron durante nuestra visita a la isla.
—Posiblemente.
—Así que en el supuesto de que Tobin sepa dónde está, ahora debe recogerlo y trasladarlo hasta aquí por el bosque. Puede que deba hacer dos o tres viajes, según lo pesado que sea el botín.
—Podría ser.
—Si yo estuviera en su lugar, iría a por el botín, lo traería hasta aquí y luego lo bajaría al ballenero. No intentaría regresar al Chris Craft con el ballenero con este temporal, ni trasladar el tesoro con este oleaje.
—De acuerdo.
—De modo que esperará en el ballenero hasta que amaine el temporal, pero querrá zarpar antes del amanecer, cuando todavía no circula el helicóptero ni los barcos patrulla.
—También estoy de acuerdo. ¿Y?
—Debemos intentar seguirle la pista y sorprenderle cuando recupere el botín. ¿De acuerdo?
—No, no estoy de acuerdo. No sigo esa línea de razonamiento.
—Es complicado, pero lógico.
—Es realmente una estupidez, John. Lo lógico es quedarse aquí. Tobin volverá, pase lo que pase, y estaremos aquí esperándole.
—Tú puedes esperarle. Yo voy a encontrar a ese hijo de puta.
—No, no lo harás. Va mejor armado que tú y no voy a entregarte mi arma.
—Voy a encontrarle —dije después de mirarnos mutuamente— y si aparece antes de que yo haya regresado…
—Eso significará que probablemente te ha matado. Quédate aquí, John. La unión hace la fuerza. Sé racional.
Desoí sus palabras, me agaché junto a ella y la cogí de la mano.
—Baja al ballenero —dije—. De ese modo, le verás si se acerca por la playa o si desciende por la cuerda. Ocúltate entre las rocas. Cuando esté lo suficientemente cerca de ti para distinguirle claramente en la oscuridad, dispárale la primera bala al torso, luego acércate rápidamente y dispárale otra a la cabeza. ¿De acuerdo?
Después de varios segundos asintió, sonrió y dijo:
—Y entonces digo: «¡Alto, policía!».
—Exactamente. Vas aprendiendo.
Desenfundó su Glock de nueve milímetros y me la ofreció.
—Sólo necesito una bala si regresa aquí —dijo—. Toma. Quedan cuatro balas. Dame la tuya.
—El sistema métrico me confunde. —Sonreí—. Prefiero mi calibre treinta y ocho auténticamente americano, de seis disparos.
—Cinco disparos.
—Eso. Que no se me olvide.
—¿Puedo convencerte de que no lo hagas?
—No.
Puede que un pequeño beso hubiera sido lo apropiado, pero supongo que ninguno de nosotros estaba de humor para eso. Le estrujé la mano, ella estrujó la mía, me puse de pie, di media vuelta y me alejé de ella entre los árboles del ventoso acantilado.
A los cinco minutos llegué de nuevo al camino de grava. Bien, ahora soy Fredric Tobin. Puede que disponga de una brújula, pero tanto si la tengo como si no, soy lo suficientemente inteligente para saber que debo colocar alguna marca en uno de esos árboles, para señalar el camino al sitio de la playa donde he desembarcado.
Miré a mi alrededor y, efectivamente, encontré un trozo de cuerda blanca entre dos árboles, a unos tres metros el uno del otro. Supuse que aquello indicaba la dirección que Tobin había tomado y aunque no disponía de brújula, ni del Empire State Building para orientarme, deduje que se había encaminado al sur. Avancé entre los árboles, procurando mantener la dirección señalada.
A decir verdad, si no hubiera tenido la suerte de encontrar algo que indicara la dirección que Tobin había tomado, probablemente habría dado media vuelta y regresado junto a Beth. Pero tenía una sensación, casi una convicción, de que algo me empujaba hacia Fredric Tobin y el tesoro del capitán Kidd. Tenía una clara visión de mí mismo, Tobin y el tesoro, en la penumbra, rodeados de los muertos: Tom y Judy, los Murphy, Emma y el propio Kidd.
Se elevó el terreno y pronto llegué al borde de un claro en el bosque. Al otro lado alcanzaba a vislumbrar la silueta de dos pequeños edificios en el oscuro horizonte. Me percaté de que estaba junto al abandonado Fort Terry.
Busqué alguna señal y encontré un trozo de cuerda que colgaba de un árbol. Indicaba el lugar por donde Tobin había salido del bosque y por donde entraría a su regreso. Parecía que el sistema de navegación instintivo de mi cerebro funcionaba bastante bien. De haber sido un ave migratoria que se dirigiera al sur, habría estado en el rumbo adecuado para llegar a Florida.
No me sorprendió que Tobin se dirigiera a Fort Terry. Prácticamente todos los caminos y senderos de Plum Island convergían en aquel lugar, donde había centenares de buenos escondrijos entre los edificios abandonados y las baterías de artillería.
Sabía que si me quedaba donde estaba, podía tenderle una emboscada a su regreso. Pero me sentía más impulsado a la caza y al acecho que a la espera paciente de tenderle una emboscada.
Esperé unos minutos mientras intentaba determinar si alguien con un rifle me esperaba al otro lado del claro. Después de haber visto centenares de películas de guerra, sabía que no debía cruzar el claro, sino rodearlo. Pero si lo hacía, corría el peligro de perder a Tobin o de desorientarme. Debía seguir su mismo camino. La lluvia era más copiosa y arreciaba el viento. Me sentía desgraciado. Eché la cabeza atrás, abrí la boca y el agua me refrescó la cara y la garganta. Me sentí mejor.
Penetré en el claro y avancé por campo abierto en dirección sur. La ropa que hacía de calzado estaba hecha jirones y me dolían y sangraban los pies. No dejaba de recordarme que era más duro que el debilucho de Tobin, y que me bastaba con una bala y una navaja.
Al acercarme al final del claro, vi una estrecha línea de árboles que lo separaba de la vasta extensión de Fort Terry. No tenía forma de saber hacia dónde se había dirigido Tobin y a partir de ahí ya no habría señales, porque los edificios serían ahora su punto de referencia. Lo único que podía hacer era seguir adelante.
Zigzagueé de un edificio a otro en busca de algún indicio de Tobin. Al cabo de unos diez minutos, me encontré cerca del edificio del antiguo cuartel general. Me di cuenta de que lo había perdido, de que desde ahí podía haberse dirigido a cualquier lugar: al sur, hacia la playa de las focas; al oeste, hacia el edificio principal, o al este, hacia el saliente que se parecía a una chuleta. O podía estar oculto en algún lugar, a la espera de que me acercara. O también podía haberlo perdido de algún modo, como me había sucedido en el mar, y tenerlo a mi espalda. La situación no era halagüeña.
Decidí comprobar el resto de los edificios del fuerte y eché a correr agachado hacia la capilla. De pronto oí el ruido de un disparo y me arrojé al suelo. Permanecía inmóvil cuando oí otro tiro. El ruido de los disparos era apagado, sin que le siguiera ningún chasquido agudo ni silbido sobre mi cabeza. Me percaté de que los disparos no iban dirigidos contra mí.
Corrí hasta la pared de la capilla de madera y miré hacia el sitio del que parecían proceder los tiros. Alcancé a ver el parque de bomberos, a unos cincuenta metros de distancia, y comprendí que el ruido de los disparos era apagado porque se habían efectuado en su interior.
Empecé a acercarme al parque de bomberos, pero me arrojé de nuevo al suelo cuando empezó a abrirse una de sus grandes puertas. Parecía abrirse a trompicones, como si alguien la levantara manualmente con una cuerda y una polea, y deduje que no disponían de fluido eléctrico. En realidad, en las ventanas del piso superior vi una luz que parpadeaba: velas o petróleo.
Antes de verme obligado a decidir mi siguiente paso, salió del garaje una enorme ambulancia con las luces apagadas, que se dirigió al este por la carretera, hacia el estrecho cabo donde se encontraban las baterías de artillería abandonadas.
El chasis de la ambulancia era muy elevado y pasaba sin dificultad sobre las ramas caídas en la carretera. Pronto desapareció en la oscuridad.
Corrí hacia el parque de bomberos, tan de prisa como me lo permitieron mis pies descalzos, desenfundé mi revólver y entré por la puerta abierta del garaje, donde distinguí las siluetas de tres camiones.
Había estado tanto tiempo bajo la lluvia, que su ausencia me resultó extraña durante unos diez segundos, pero me aclimaté con mucha rapidez.
Cuando mis ojos se adaptaron a la oscuridad, vi un poste de deslizamiento al fondo del garaje y un orificio en el techo, por el que se filtraba la luz parpadeante del piso superior. A la izquierda del poste había una ancha escalera. Con el revólver en la mano, subí por los crujientes peldaños. Era consciente de que no corría ningún peligro y sabía lo que me encontraría.
La escalera terminaba en un dormitorio iluminado por unas lámparas de petróleo, a cuya luz vi dos individuos en sus catres y no tuve que acercarme para saber que estaban muertos. Ahora el número de personas conocidas asesinadas por Tobin ascendía a siete. Un absurdo juicio a la antigua usanza era definitivamente innecesario para saldarle las cuentas.
Junto a cada cama había un par de botas y unos calcetines. Me senté en un banco, me puse unos gruesos calcetines y unas botas de goma que me iban bastante bien. Había taquillas en una pared y perchas en otra, de las que colgaban impermeables y jerséis. Pero ya le había quitado lo suficiente a un muerto y no porque fuera supersticioso.
Tras el dormitorio había una pequeña cocina y, en ella, una mesa con una caja de buñuelos de chocolate. Cogí uno y me lo comí.
Salí del edificio y me dirigí al este por la carretera que pasaba delante del parque de bomberos, tras las huellas de la ambulancia. El asfalto estaba cubierto de ramas aplastadas por el vehículo.
Caminé aproximadamente un kilómetro e, incluso en la oscuridad, recordé aquella carretera de la visita guiada con Stevens. La lluvia era ahora intensa y el viento empezaba a romper de nuevo las ramas de los árboles. De vez en cuando oía un crujido que parecía el disparo de un rifle y me daba un vuelco el corazón, pero era el ruido de alguna rama quebrada que caía entre los árboles.
La carretera asfaltada, cuyas cunetas estaban completamente inundadas, se había convertido en un torrente con el agua que caía del terreno más elevado a ambos lados, por el que yo intentaba avanzar penosamente entre barro y ramas caídas. Era definitivamente peor que la acera de mi casa. La naturaleza es imponente y, a veces, un asco.
En todo caso, no prestaba suficiente atención a lo que tenía delante porque, cuando levanté la cabeza, la ambulancia estaba delante de mí, a cinco metros escasos. Me detuve inmediatamente, desenfundé mi revólver y apoyé una rodilla en el suelo. A través de la lluvia vi un enorme árbol caído frente al vehículo.
La ambulancia ocupaba la mayor parte de la estrecha carretera y me acerqué por la cuneta de la izquierda, con el agua hasta las rodillas. Me asomé a la puerta del conductor, pero no había nadie en la cabina.
Quería inutilizar el vehículo, pero las puertas estaban cerradas y el capó se abría desde el interior. ¡Maldita sea! Me arrastré bajo el elevado chasis del vehículo y saqué la navaja. No sé mucho sobre mecánica, pero Jack el Destripador tampoco era un experto en anatomía. Corté varios tubos, que eran conductos de agua, y parte del sistema hidráulico y, luego, para asegurarme, corté también algunos cables eléctricos. Razonablemente seguro de haber cometido motorcidio, salí de debajo del vehículo y seguí por la carretera.
Me encontraba rodeado de fortificaciones de artillería, unas enormes ruinas de piedra, hormigón y ladrillo cubiertas de matorrales y plantas trepadoras, muy parecidas a las ruinas mayas que había visto en una ocasión en la selva, cerca de Cancún. En realidad, eso fue durante mi luna de miel. Esto no era ninguna luna de miel, pero aquello tampoco lo había sido.
Seguí por la carretera principal, a pesar de que había numerosas sendas, rampas de hormigón y escaleras a ambos lados. Evidentemente, Tobin podía haber ido por cualquiera de aquellos caminos para penetrar en las fortificaciones. Comprendí que probablemente lo había perdido. Dejé de andar y me agaché junto a un muro de hormigón, que sobresalía de la carretera. Estaba a punto de retroceder cuando oí algo en la lejanía. Escuché, procurando aguantar mi ruidosa respiración, y lo oí de nuevo. Era un ruido agudo y quejumbroso, que por fin reconocí como el de una sirena. Procedía de muy lejos y apenas era audible entre el viento y la lluvia. Era un sonido agudo y prolongado a lo lejos, al oeste, seguido de otro corto y luego, de nuevo, otro prolongado. Era, evidentemente, una sirena eléctrica de alarma, procedente probablemente del edificio principal.
De niño había aprendido a reconocer las sirenas de alarma antiaérea y ésta no lo era. Tampoco correspondía a los bomberos, la ambulancia, la policía, ni a una fuga radiactiva, que había oído en una ocasión en una película de entrenamiento de la policía. Así que, en parte por eliminación y en parte porque no soy realmente estúpido, comprendí, a pesar de no haberla oído hasta entonces, que se trataba de una sirena de alarma de fuga bioquímica.
—Jesús…
El fluido eléctrico de la red se había cortado y ahora debía de haber fallado el generador cercano al edificio principal; las bombas de presión negativa del aire habían dejado de funcionar y los filtros electrónicos se habían desactivado.
—María…
Desde algún lugar, una gran sirena alimentada por una batería propagaba la mala noticia y todos los que estaban de servicio en la isla durante el huracán debían ponerse los trajes de biocontención y esperar. Yo no tenía ningún traje de biocontención. Maldita sea, ni siquiera llevaba calzoncillos.
—Y José. Amén.
No caí presa del pánico porque sabía exactamente lo que debía hacer. Era como en el colegio, cuando bajábamos al sótano al oír las sirenas de alarma antiaérea y se suponía que los misiles rusos se dirigían al instituto de La Guardia.
Bueno, puede que no fuera tan terrible. El viento soplaba con fuerza de sur a norte… ¿o no? En realidad, la tormenta se desplazaba hacia el norte, pero el viento soplaba en el sentido contrario a las agujas del reloj, de modo que cualquier cosa que recogiera el viento en el edificio principal, en el extremo oeste de la isla, podría llegar aquí, al extremo este.
—¡Maldita sea!
Me agaché bajo la lluvia y pensé en los asesinatos, en la persecución a través de la tormenta, en lo cerca que habíamos estado de la muerte y, ahora, después de tanta locura, vanidad absurda, avaricia y engaño, llegaba la lúgubre figura de la guadaña y lo eliminaba todo. Pum. Así de simple.
Sabía, en el fondo de mí corazón, que si los generadores fallaban, todo lo que contenía el laboratorio contaminaba el aire exterior.
—¡Lo sabía! ¡Sabía que esto sucedería!
¿Pero por qué hoy? ¿Por qué tenía que ocurrir la segunda vez en toda mi vida que pisaba aquella estúpida isla?
Decidí regresar a toda prisa a la playa, recoger a Beth, utilizar el ballenero para llegar al Chris Craft y huir de la isla sin perder la esperanza. Por lo menos tendríamos una oportunidad y la de la guadaña se ocuparía de Tobin en mi lugar.
Otra idea cruzó mi mente, pero no era agradable. ¿Y si Beth había reconocido la sirena, se había trasladado al Chris Craft en el ballenero y se había marchado? Después de reflexionar, decidí que una mujer capaz de acompañarme en un pequeño barco durante una tormenta no me abandonaría en un momento así. Sin embargo, había algo en la peste más aterrador que una tempestad.
Cuando corría por la carretera en dirección a la ambulancia, comprendí algunas cosas y llegué a ciertas conclusiones: primera, había llegado demasiado lejos para huir; segunda, no quería descubrir lo que Beth había decidido; tercera, debía encontrar y matar a Fredric Tobin; cuarta, de todos modos era hombre muerto. De pronto, avergonzado por haber perdido el temple, me dirigí de nuevo a las fortificaciones para enfrentarme a mi destino. La sirena seguía aullando.
Cuando casi había subido la cuesta de la carretera, vislumbré un destello de luz, en realidad, un rayo que rozó momentáneamente el horizonte a mi derecha y luego desapareció.
Exploré la zona y encontré un sendero de ladrillos entre la vegetación. Me percaté de que alguien había pasado por allí recientemente. Me abrí paso entre la tupida vegetación y las ramas caídas, hasta llegar por fin a una especie de patio a un nivel más bajo, rodeado de muros de hormigón, con unas puertas de acero que conducían a los arsenales subterráneos. En la cima de las colinas circundantes se distinguían los Emplazamientos de hormigón de la artillería. Recordé haber contemplado aquel patio desde la cima, durante mi visita anterior.
Todavía agachado entre los matorrales, observé el espacio abierto de hormigón agrietado, pero no distinguí ningún movimiento ni volví a ver luz.
Entré cautelosamente en el patio, con el revólver en la mano, y empecé a avanzar en el sentido contrario a las agujas del reloj, con la espalda pegada al muro cubierto de líquenes.
Llegué a la primera puerta de acero, estaba cerrada y me percaté por las bisagras de que abría hacia afuera. A juzgar por los escombros frente a ella, era evidente que no se había abierto recientemente.
Seguí avanzando por el perímetro del patio, consciente de que podía ser el blanco del tiro al pichón, de un pichón muerto y asado si había alguien en los parapetos que dominaban aquel espacio abierto. Llegué a la segunda puerta de acero oxidado y la encontré igual que la primera: al parecer hacía décadas que no se había abierto.
En la tercera puerta, situada en el muro sur, uno de los batientes estaba ligeramente entreabierto. Los escombros del suelo se habían desplazado al abrirla. Me asomé a la abertura, de unos diez centímetros, pero no vi ni oí nada.
La abrí un poco más y las bisagras crujieron ruidosamente. ¡Maldita sea! Permanecí inmóvil y escuché, pero lo único que oía era el viento y la lluvia, así como el quejido lejano de la sirena, que advertía a todo el mundo que lo inimaginable había sucedido.
Respiré profundamente y entré por la abertura.
Permanecí inmóvil un minuto entero, procurando percibir en qué clase de lugar me encontraba. Igual que en el parque de bomberos, era un alivio estar al resguardo de la lluvia. Pero estaba seguro de que aquél sería mi último alivio.
La humedad se sentía y olía, como si allí nunca hubiera tocado el sol.
Me desplacé silenciosamente dos largos pasos a la izquierda y entré en contacto con una pared. Después de tocarla determiné que era curvada y de hormigón. Di cuatro pasos en dirección contraria y me encontré con otra pared curvada de hormigón. Deduje que me encontraba en un túnel, semejante al que había visto durante nuestra visita a la isla, que conducía supuestamente a la morada de los extraterrestres y al laboratorio nazi.
Pero yo no disponía de tiempo para los nazis, ni me interesaban los extraterrestres. Debía decidir si aquél era el camino que Tobin había tomado. En cuyo caso, ¿iba en busca del tesoro? ¿O había advertido mi presencia y me tendía una trampa? En realidad, no me importaba lo que se propusiera a condición de que estuviese allí.
No vi ninguna luz delante de mí, reinaba la oscuridad absoluta que sólo se da bajo tierra. Ningún ojo humano podía adaptarse a aquella oscuridad, de modo que si Tobin estaba allí, tenía que encender su linterna para apuntarme con el rifle. Y si lo hacía, mi disparo iba a seguir directamente el haz de su linterna. En esa situación, no habría un segundo disparo.
Como el impermeable y las botas de goma hacían ruido, decidí quitármelos junto con el chaleco salvavidas. Vestido elegantemente con una pistolera de cuero, vaqueros, sin ropa interior, una navaja en el cinturón y los calcetines de lana de un difunto, empecé a avanzar en la oscuridad absoluta, levantando bastante los pies para evitar escombros, desechos o lo que fuera. Pensé en ratas, murciélagos, bichos y serpientes, pero los alejé de mi mente porque eso no era lo que me preocupaba en ese momento. Mi inquietud era el ántrax en el aire a mi espalda y un psicópata armado en la oscuridad, en algún lugar delante de mí.
Santa María… Siempre he sido muy religioso, en realidad muy devoto. Sólo que no lo menciono ni pienso mucho en ello cuando todo va bien. Por ejemplo, cuando me estaba muriendo desangrado en la alcantarilla, no invoqué a Dios sólo porque tuviera problemas, sino porque no tenía otra cosa que hacer y parecía el lugar y el momento adecuados para rezar… Madre de Dios…
Pisé algo resbaladizo con el pie derecho y casi perdí el equilibrio. Me agaché, palpé alrededor del pie y encontré un objeto metálico. Intenté levantarlo, pero no se movía. Volví a pasar la mano y por fin descubrí que se trataba de un raíl empotrado en el suelo de hormigón. Recordé que Stevens nos había mencionado que, en otra época, había un ferrocarril de vía estrecha en la isla, que trasladaba la munición desde los barcos que atracaban en la ensenada hasta las baterías de artillería. Aquello era evidentemente un túnel de ferrocarril que conducía a un almacén de municiones.
Mantuve el pie en contacto con el raíl y seguí adelante. Al cabo de unos minutos, me percaté de que la vía giraba a la derecha y tropecé con algo rugoso: Me agaché y palpé. Había una aguja, con un raíl que se dirigía a la derecha y otro a la izquierda. Cuando empezaba a creer que Tobin y yo nos estábamos acercando al final de la vía, apareció una bifurcación. Permanecí agachado y escudriñé la oscuridad en ambas direcciones, pero no logré ver ni oír nada. Pensé que si Tobin creyera estar solo, tendría su linterna encendida o, por lo menos, haría ruido al andar. Como no podía verlo ni oírlo, hice una de mis famosas deducciones y concluí que sabía que no estaba solo. O puede que estuviera muy por delante de mí. O quizá ni siquiera estaba allí… Ruega por nosotros pecadores…
Oí algo a mi derecha, como un trozo de hormigón o una piedra que cayera al suelo. Escuché más atentamente y oí algo que parecía agua. Se me ocurrió que con la lluvia podía haber derrumbamientos en el túnel… Ahora y en la hora…
Me incorporé y avancé hacia la derecha, guiado por el raíl. Aumentó el ruido del agua que caía y mejoró la calidad del aire.
A los pocos minutos tuve la sensación de haber llegado al final del túnel y de encontrarme en un espacio más amplio: el almacén de municiones. En realidad, cuando levanté la cabeza, alcancé a ver un pequeño fragmento del oscuro firmamento. La lluvia penetraba por el agujero y caía al suelo. También llegué a discernir algún tipo de andamio que ascendía hacia el agujero y comprendí que se trataba del ascensor de municiones para trasladar los proyectiles a las baterías de la superficie. Así que ése era el final de la vía y sabía que Tobin se encontraba ahí y me estaba esperando… De nuestra muerte. Amén.