Beth parecía magnetizada por el espectro del enorme barco que se dibujaba sobre nosotros.
A mí también me sorprendió. Con el rugido de la tormenta y el ruido de nuestros propios motores no había oído absolutamente nada. Además, la visibilidad era muy limitada y el Chris Craft no llevaba encendidas las luces de navegación.
En todo caso, Fredric Tobin nos había aventajado en la maniobra y sólo se me ocurría pensar en la proa del Autumn Gold a punto de rajar la popa del Sondra: una imagen freudiana donde las haya.
Parecía que iba a hundirnos.
Al darse cuenta de que le habíamos visto, el señor Tobin conectó su altavoz eléctrico.
—¡Jodeos! —exclamó.
Caramba, qué lenguaje.
Pulsé la palanca de los aceleradores y aumentó la distancia entre ambos barcos. Tobin sabía que no podía superar la velocidad del Formula 303, ni siquiera en esos mares.
—¡Jodeos! ¡Estáis muertos! ¡Estáis muertos! —exclamó de nuevo.
La voz de Freddie era un tanto estridente, tal vez como consecuencia de la distorsión eléctrica.
En algún momento, Beth había desenfundado su Glock de nueve milímetros y se había agachado tras su asiento, desde donde intentaba apuntar apoyada en el respaldo. Pensé que debería disparar, pero no lo hacía.
Al mirar al Chris Craft me percaté de que Tobin no estaba en el puente descubierto, sino en la cámara de cubierta, donde sabía que había un segundo juego de controles de mando. También advertí que la ventana junto al timón estaba abierta. Aún más interesante era que el capitán, el comandante Freddie, estaba asomado a la ventana con un rifle en su mano derecha y supuse que tenía la izquierda en el timón. Apoyaba el hombro derecho en el marco de la ventana y nos apuntaba con el arma.
Ahí estábamos, en dos barcos que se desplazaban alocadamente sin luces en la oscuridad, contra viento, olas y todo lo demás, y supongo que ésa era la razón por la que Tobin todavía no había disparado.
—Haz un par de disparos —dije.
—Se supone que no debo disparar hasta que lo haga él —respondió Beth.
—¡Dispara esa maldita arma!
Lo hizo. En realidad disparó las quince balas del cargador y vi que el parabrisas que había junto a Tobin estaba hecho añicos. También vi que F. Tobin y su rifle habían desaparecido de la ventana.
—¡Buen trabajo! —exclamé.
Beth introdujo otro cargador de quince balas en la pistola y apuntó al yate.
Yo miraba fugazmente por encima del hombro, mientras intentaba controlar el Fórmula en un mar cada vez más violento. De pronto, Tobin se asomó a la ventana y vi un fogonazo en su rifle.
—¡Agáchate! —chillé.
Vio otros tres fogonazos y oí un impacto en el salpicadero, antes de que se desmoronara mi parabrisas. Beth devolvía el fuego de forma más lenta y sosegada que antes.
Sabía que no podíamos igualar la precisión de su rifle, de modo que aceleré a fondo y nos alejamos velozmente del Chris Craft sobre las crestas de las olas. A unos veinte metros, éramos mutuamente invisibles. Oí el crujido de sus altavoces, seguido de su voz estridente y chillona a través de la tormenta:
—¡Jodeos! ¡Os ahogaréis! ¡Nunca sobreviviréis a esta tormenta! ¡Jodeos!
No parecía el caballero amable y cortés al que había tenido el mal gusto de conocer. Éste era un hombre desesperado.
—¡Estáis muertos, cabrones! ¡Estáis muertos!
Me ponía realmente furioso que me estuviera provocando el individuo que acababa de matar a mi amante.
—Ese hijo de puta debe morir —dije.
—No permitas que te domine, John. Está acabado y lo sabe; está desesperado.
¿Él estaba desesperado? Nuestra situación tampoco era especialmente halagüeña.
Beth permanecía en posición de tiro, cara a la popa, y procuraba afianzar su arma en el respaldo de su asiento.
—John, gira en redondo y nos colocaremos tras él —dijo.
—Beth, no soy un comandante de la Marina y esto no es un combate naval.
—¡No quiero tenerlo a nuestra espalda!
—No te preocupes. Limítate a vigilar —respondí, echando una ojeada al indicador de combustible, que marcaba entre un octavo y vacío—. No tenemos suficiente gasolina para maniobrar.
—¿Crees que todavía se dirige a Plum Island? —preguntó Beth.
—Allí es donde está el oro.
—Pero sabe que lo hemos descubierto.
—Razón por la cual no dejará de intentar matarnos, o por lo menos de presenciar que zozobramos y nos ahogamos.
—¿Cómo hemos logrado situarnos delante de él? —preguntó después de unos instantes de silencio.
—Supongo que navegábamos más de prisa: las leyes de la física.
—¿Tienes algún plan?
—No. ¿Y tú?
—¿Ha llegado el momento de dirigirse a un puerto seguro?
—Tal vez. Pero no podemos retroceder; no quiero tener que verme de nuevo con el rifle de Freddie.
Beth encontró la carta de navegación plastificada en cubierta y la abrió sobre el salpicadero.
—Eso de ahí debe de ser el faro de Long Beach —dijo mientras señalaba.
Miré hacia adelante, a mi derecha, y vislumbré una luz tenue que parpadeaba.
—Si nos dirigimos a la izquierda del faro —prosiguió—, puede que veamos algunos indicadores del canal que nos conduzcan a East Marion o a Orient. Podemos desembarcar en algún lugar y llamar a los guardacostas o al personal de seguridad de Plum Island para advertirles de la situación.
Miré la carta, iluminada por la suave luz del salpicadero.
—Es imposible navegar con este barco, en esta tormenta, por esos estrechos canales —respondí—. El único lugar al que podría llegar es Greenport, o tal vez Dering, pero Freddie está entre nosotros y esos puertos.
—En otras palabras —dijo Beth después de reflexionar unos instantes—, ahora ya no le perseguimos a él, sino que él nos persigue a nosotros hacia alta mar.
—Bueno… podríamos decir que le conducimos a una trampa.
—¿Qué trampa?
—Sabía que me lo preguntarías. Confía en mí.
—¿Por qué?
—¿Por qué no? —dije al tiempo que soltaba un poco los aceleradores y el Fórmula se estabilizaba ligeramente—. A decir verdad, me gusta cómo están las cosas. Ahora sé con seguridad dónde se encuentra y hacia dónde se dirige. Prefiero ocuparme de él en tierra firme. Le esperaremos en Plum Island.
—Bien —dijo Beth mientras doblaba la carta y miraba por encima del hombro—. Nos supera en armas y en embarcación.
—Correcto —respondí, fijando el rumbo a la derecha del faro, hacia la bahía de Gardiners y en dirección a Plum Island—. ¿Cuánta munición te queda?
—Me quedan nueve disparos en la pistola y un cargador de quince en el bolsillo —respondió.
—Con eso basta —dije y la miré fugazmente—. Has disparado muy bien ahí atrás.
—No mucho.
—Le has impedido apuntar y puede que le hayas alcanzado.
No respondió.
—Oí el último disparo junto al oído antes de hacer impacto en el parabrisas. ¡Maldita sea! Como en los viejos tiempos en la ciudad. Por cierto, ¿estás bien?
—Pues…
—¿Qué te ocurre? —pregunté inmediatamente, mirándola.
—No estoy segura…
—¿Beth? ¿Qué ocurre?
Vi que movía la mano izquierda sobre el impermeable y hacía una mueca. Cuando sacó la mano estaba cubierta de sangre.
—Maldita sea —exclamó.
Me quedé literalmente sin habla.
—Es curioso —dijo Beth—. No me había dado cuenta de que me había alcanzado… luego he sentido un calor… Pero no tiene importancia… es sólo una rozadura.
—¿Estás… segura?
—Sí… Siento por donde ha pasado…
—Déjame ver. Acércate.
Se acercó a mí, junto al timón, se situó de espaldas a la proa, se desabrochó el chaleco salvavidas y se levantó la blusa y el impermeable. Su costado, entre el pecho y la cadera, estaba cubierto de sangre.
—Tranquila —dije mientras la palpaba.
Toqué la herida y comprobé con alivio que era realmente superficial, a lo largo de la costilla inferior. El corte era hondo, pero no llegaba al hueso.
Beth suspiró cuando mis dedos tocaban la herida.
—No hay peligro —dije, retirando la mano.
—Ya te lo había dicho.
—Me divierte hurgar en las heridas de bala. ¿Duele?
—Antes no dolía, pero ahora sí.
—Baja al camarote y busca el botiquín.
Beth descendió por la escalera.
Escudriñé el horizonte. A pesar de la oscuridad, logré distinguir las dos masas de tierra que señalaban el fin del estrecho relativamente calmado.
Al cabo de un minuto estábamos en la bahía de Gardiners. A los dos minutos, el mar estaba como si alguien hubiera pulsado el botón de enjuagar y centrifugar. Aullaba el viento, azotaban las olas, el barco estaba casi descontrolado y yo contemplaba las alternativas.
Beth emergió a trompicones del camarote y se agarró al asa del salpicadero.
—¿Estás bien? —pregunté a gritos, por encima del ruido del viento y de las olas.
—¡John! ¡Debemos regresar! —exclamó después de asentir.
Sabía que tenía razón. El Fórmula no estaba fabricado para navegar en aquellas condiciones, ni yo tampoco. Entonces recordé las palabras de Tom Gordon una noche en la terraza de mi casa, parecía que hacía una eternidad: «Un barco en puerto es un barco seguro, pero un barco no es para eso». A decir verdad, ya no me asustaba el mar ni, para el caso, la posibilidad de mi propia muerte. Funcionaba a base de pura adrenalina y odio. Volví la cabeza hacia Beth y se cruzaron nuestras miradas. Parecía comprender, pero no deseaba compartir mi crisis psicótica.
—John —dijo Beth—, si morimos se saldrá con la suya. Debemos refugiarnos en algún puerto o en alguna cala.
—No puedo… nos estrellaríamos contra las rocas y se hundiría el barco. Debemos seguir.
No respondió.
—Podemos atracar en Plum Island —agregué—. Puedo entrar en la ensenada. Está bien señalizada e iluminada. Tienen su propio generador.
Abrió de nuevo la carta de navegación y la miró fijamente, como si intentara encontrar una respuesta a nuestro dilema. En realidad, como yo ya había señalado, los únicos puertos posibles, Greenport y Dering, estaban a nuestra espalda y entre nosotros y dichos puertos se encontraba Tobin.
—Ahora que estamos en mar abierto —dijo Beth—, deberíamos poder dar un rodeo sin cruzarnos con él y regresar a Greenport.
—Beth, debemos permanecer en el canal señalizado —respondí mientras movía la cabeza—. Si perdemos de vista esas señales, estaremos acabados. Circulamos por una estrecha pista, con un individuo con un rifle a nuestra espalda, y sólo podemos seguir adelante.
Por su forma de mirarme, comprendí que no estaba plenamente convencida de lo que le decía, lo que era comprensible porque no le había revelado toda la verdad. En realidad, yo quería matar a Fredric Tobin. Cuando creía que había asesinado a Tom y a Judy, me satisfacía la perspectiva de que acabara con él el gran Estado de Nueva York. Pero ahora, después de asesinar a Emma, debía ocuparme personalmente de él. Llamar a los guardacostas o al servicio de seguridad de Plum Island no bastaría para vengarme. Y, hablando de venganza, me pregunté dónde estaría en ese momento Paul Stevens.
—Ya han muerto cinco personas inocentes, John —dijo Beth, irrumpiendo en mis pensamientos—, y ninguna lo merecía. No voy a permitir que acabes con mi vida ni con la tuya. Vamos a regresar. Ahora.
—¿Vas a amenazarme con tu pistola? —pregunté después de mirarla.
—Si me obligas…
—Beth, puedo navegar en estas condiciones —respondí sin dejar de mirarla fijamente—. Sé que puedo hacerlo. No nos ocurrirá nada. Confía en mí.
Me miró durante mucho tiempo antes de hablar.
—Tobin ha asesinado a Emma Whitestone ante tus propias narices y eso supone un ataque a tu virilidad, un insulto a tu imagen machista y a tu ego. Eso es lo que te impulsa, ¿no es cierto?
—En parte —respondí, ya que no tenía ningún sentido mentir.
—¿Cuál es la otra parte?
—Pues… me estaba enamorando de ella.
Beth asintió. Parecía reflexionar.
—Si de todos modos vas a lograr que nos matemos, no tienes por qué ignorar toda la verdad.
—¿Toda la verdad?
—El asesino de Emma Whitestone… y supongo que fue Tobin… la violó antes.
No respondí. También debo decir que no estaba completamente sorprendido. Todo hombre tiene una faceta primitiva, incluidos los petimetres como Fredric Tobin y, cuando ese lado oscuro se convierte en dominante, se manifiesta de un modo previsible y muy aterrador. Podía afirmar haberlo visto todo: violaciones, torturas, secuestros, mutilaciones, asesinatos y todo el resto del código penal. Pero ésta era la primera vez que el delincuente me mandaba un mensaje personal. Y yo no reaccionaba con mi sosiego habitual. La había violado. Y, cuando se lo hacía a ella, me lo hacía, o creía hacérmelo, a mí.
Guardamos un rato de silencio. En realidad, el ruido de los motores, del viento y de las olas dificultaba la conversación y no me importaba.
Beth se sentó en el asiento de la izquierda y se sujetó firmemente los brazos, mientras el barco se balanceaba, cabeceaba, guiñaba y todo lo demás, salvo rodar y zambullirse.
Permanecí de pie al timón, afianzado contra el asiento. El viento soplaba por el cristal roto del parabrisas y la lluvia llegaba por todas partes. Nos quedaba poco combustible y yo estaba frío, mojado, agotado y muy trastornado por la imagen de Tobin abusando de Emma. Beth estaba extrañamente silenciosa, casi catatónica, con la mirada fija en cada una de las olas que se acercaban.
Por fin pareció resucitar y miró por encima del hombro. Sin decir palabra, se levantó de su silla para dirigirse a la popa del barco. Volví momentáneamente la cabeza y vi que se agachaba en la popa, mientras desenfundaba su nueve milímetros. Miré a nuestra espalda, pero sólo vi muros de olas que seguían al barco. Luego, cuando el Fórmula se elevó sobre una ola de tamaño considerable, vi el puente superior del Chris Craft a nuestra espalda, a no más de veinte metros, que reducía velozmente la distancia que nos separaba. Tomé una decisión y reduje la velocidad, dejando sólo la potencia necesaria para controlar el barco. Beth se percató de la disminución de revoluciones en los motores y volvió la cabeza para mirarme y asintió para indicar que lo comprendía. Se centró de nuevo en el Chris Craft y apuntó. Debíamos enfrentarnos a la bestia.
Tobin no advirtió la repentina diferencia de velocidad y, antes de darse cuenta, estaba a menos de siete metros del Fórmula sin haber preparado su rifle. Antes de que lo hiciera, Beth disparó repetidamente a la figura oscura en la ventana de la cámara. Yo lo observaba, mirando la mitad del tiempo al frente para mantener el barco aproado a las olas y la otra mitad a la popa, para asegurarme de que no le sucedía nada a Beth.
Tobin parecía haber desaparecido y me pregunté si algún balazo lo habría alcanzado. Pero entonces se encendió de pronto un foco en la proa del Chris Craft, que iluminó el Fórmula y a Beth, agachada en la popa.
—Maldita sea.
Beth estaba introduciendo el último cargador en su Glock y Tobin, de nuevo en la ventana, había soltado el timón y apuntaba su rifle con ambas manos.
Desenfundé mi treinta y ocho, di media vuelta y apoyé la espalda contra el timón, para mantenerlo firme mientras apuntaba. El rifle de Tobin apuntaba a Beth, a menos de cinco metros de distancia.
Durante una fracción de segundo, todo pareció quedar paralizado: los barcos, Beth, Tobin, yo y el propio mar. Disparé. El cañón del rifle de Tobin, que claramente apuntaba a Beth, se dirigió de pronto hacia mí y vi un fogonazo casi en el mismo momento en que el Chris Craft, sin ninguna mano que sujetara el timón, viraba bruscamente a babor y Tobin erraba el disparo. Ahora el Chris Craft estaba perpendicular al Fórmula y vi a Tobin por la ventana lateral del camarote. Él también me vio y se cruzaron nuestras miradas. Efectué otros tres disparos y se rompió la ventana en añicos. Cuando miré de nuevo, había desaparecido.
Ahora me percaté de que el Chris Craft remolcaba el pequeño ballenero que había visto en el cobertizo; ya no me cabía la menor duda de que Tobin intentaba utilizarlo para desembarcar en Plum Island.
El Chris Craft se movía a bandazos sin rumbo fijo y era evidente que no había nadie al timón. Cuando me preguntaba si le habría alcanzado, se aproó muy decididamente a nosotros y nos iluminó de nuevo con el foco. Beth disparó contra la luz, que estalló al tercer disparo con un aluvión de chispas y cristales.
Tobin, a quien no se desalentaba con facilidad, aceleró los motores del Chris Craft y su proa se acercó a la popa del Fórmula. Nos habría embestido, de no haber sido porque Beth había sacado la pistola de bengalas y la disparó contra el parabrisas del puente del yate. Se produjo una cegadora explosión blanca fosforescente y el Chris Craft viró, cuando Tobin seguramente soltó el timón para protegerse. Era incluso posible que se hubiera quemado, cegado o que estuviera muerto.
—¡Acelera! ¡Acelera! —exclamó Beth.
Había empujado ya las palancas de los aceleradores y el Fórmula cobraba velocidad.
Vi llamas en el puente del Chris Craft. Beth y yo nos miramos, mientras ambos nos preguntábamos si habríamos tenido suerte. Pero mientras observábamos el barco de Tobin a nuestra espalda, parecieron sosegarse las llamas y, a unos doce metros de distancia, oímos el crujido de su bocina y una vez más la voz de aquel pequeño cabrón.
—¡Corey! ¡Voy a por ti! ¡Y a por ti, señora puta! ¡Os mataré a ambos! ¡Os mataré!
—Creo que habla en serio —dije.
—Cómo se atreve a llamarme puta.
—Es evidente que sólo pretende provocarte. ¿Cómo puede saber que eres una puta si no te conoce? Quiero decir, si lo fueras.
—Sé lo que quieres decir.
—Entendido.
—Larguémonos de aquí, John. Se acerca de nuevo.
—De acuerdo —respondí, empujando de nuevo las palancas de los aceleradores.
Pero, a mayor velocidad, el Fórmula era inestable y, al producirse el impacto con la siguiente ola, se elevó tanto la proa que creí que íbamos a dar un salto mortal en el aire. Oí que Beth gritaba y temí que se hubiera caído por la borda, pero cuando el barco alcanzó de nuevo la superficie del agua, Beth rodó por cubierta hasta medio camino de la escalera, donde permaneció inmóvil.
—¿Estás bien? —pregunté.
—Sí —respondió después de levantarse.
Movió la cabeza y se situó entre el asiento y el salpicadero.
—Tú preocúpate de las olas y de las señales del canal, yo vigilaré a Tobin —dijo entonces.
—De acuerdo.
Se me ocurrió que tal vez Beth tenía razón, debería dar la vuelta para situarme a la espalda de Tobin, en lugar de que fuera él quien se nos acercara de nuevo por la popa. Puede que no nos viera, si estaba cómodamente sentado en su camarote al resguardo de la lluvia, y lográramos abordar su barco. Pero si nos veía, nos íbamos a enfrentar de nuevo al cañón de su rifle.
Nuestra única ventaja era la velocidad, que no podíamos aprovechar plenamente en aquellas condiciones.
—Muy bien. Bien pensado —dije.
Beth no respondió.
—¿Te queda alguna bengala?
—Otras cinco.
—Bien.
—No demasiado; he perdido la pistola de bengalas.
—¿Quieres que volvamos a buscarla?
—Estoy harta de tus chistes.
—Yo también. Pero no tenemos otra cosa.
Avanzamos en silencio por la tormenta, que además empeoraba.
—Tuve la sensación de que estaba muerta —dijo por fin Beth.
—No podemos permitir que vuelva a acercarse tanto —respondí.
—Dejó de apuntarme para dispararte a ti —comentó después de mirarme.
—Es la historia de mi vida. Cuando a alguien le queda una sola bala, me elige a mí.
Casi sonrió y después descendió al camarote. Transcurrido menos de un minuto, regresó y me entregó otra cerveza.
—Cada vez que te portes bien, recibirás una cerveza —dijo.
—Ya no me quedan muchos trucos. ¿Cuántas cervezas tienes?
—Dos.
—Las justas.
Consideré las alternativas y me percaté de que las había agotado prácticamente todas. Ahora ya sólo quedaban dos puertos posibles: el muelle del transbordador, en Orient Point, y la ensenada de Plum Island. Ahora estábamos probablemente cerca de Orient Point, a nuestra izquierda, y Plum Island se encontraba tres kilómetros más adelante. Miré el indicador de combustible: la aguja estaba en la parte roja, pero no llegaba todavía a la v de vacío.
El mar estaba ahora tan revuelto que durante largos períodos no lograba ver siquiera las señales del canal. Sabía que Tobin, desde su elevado puente, tenía mejor visibilidad de las señales y de nosotros. Mientras pensaba en ello, de pronto se me ocurrió que debía de tener un radar, un radar de superficie, gracias al cual nos había encontrado. Y también debía de disponer de un sonar, lo que facilitaba enormemente su navegación aunque perdiera de vista las señales del canal. En resumen, el Sandra no era equiparable al Autumn Gold.
—Maldita sea.
De vez en cuando y con mayor frecuencia, rompía una ola sobre la proa o los costados del barco y percibía que el Fórmula era cada vez más pesado. En realidad, estaba seguro de que navegaba más hundido en el agua. El peso adicional también nos obligaba a avanzar más despacio y gastar más combustible. Me percaté de que Tobin podía alcanzarnos a nuestra velocidad actual. También me di cuenta de que perdíamos nuestra batalla contra el mar, además de nuestro combate naval.
Miré de reojo a Beth, ella lo percibió y también me miró.
—En caso de que volquemos o nos vayamos a pique, quiero que sepas que en realidad me gustas.
—Lo sé —respondí con una sonrisa—. Lo siento. Nunca debí…
—Conduce y calla.
Me concentré de nuevo en el timón. El Fórmula avanzaba ahora con tanta lentitud que las olas se subían a la popa. En poco tiempo se anegaría el barco, se inundarían los motores o nos alcanzaría Tobin, sin que en esta ocasión pudiéramos huir de él.
Beth vigilaba por si veía a Tobin y, naturalmente, no pudo evitar darse cuenta de que las olas se subían a la popa y el barco navegaba cada vez más hundido en el agua.
—John, va a inundarse el barco.
Miré de nuevo el indicador de gasolina. Nuestra única oportunidad en esa situación consistía en acelerar los motores y ver lo que sucedía. Llevé la mano a los aceleradores y los empujé a fondo.
El Fórmula avanzó, lentamente al principio, pero luego cobró velocidad. A pesar de que ahora entraba menos agua por la popa, la proa golpeaba violentamente las olas que teníamos delante. Tan violentos eran en realidad los impactos que daban la sensación de golpear un muro de ladrillo cada cinco segundos. Creí que la embarcación se desintegraría, pero el casco de fibra de vidrio resistía.
Beth subía y bajaba sujeta a su asiento a cada impacto de las olas.
Mantener los aceleradores a fondo funcionaba en lo concerniente a mantener el control de la embarcación y evitar que se inundara, pero no favorecía el consumo de combustible. Sin embargo, no tenía otra alternativa. En el gran reino de las transacciones, había cambiado la certeza de hundirnos en ese momento por la de quedarnos pronto sin combustible. Menudo negocio.
Pero mi experiencia con los indicadores de combustible, desde que tuve mi primer coche, es que pecan por defecto o por exceso respecto a la cantidad real de gasolina que uno tiene. No sabía en qué sentido mentía ese indicador, pero no tardaríamos en averiguarlo.
—¿Cómo va el combustible? —preguntó Beth.
—Bien.
—¿Quieres que paremos en una gasolinera y pidamos direcciones? —preguntó intentando un tono de voz alegre.
—No. Los hombres de verdad no piden direcciones y disponemos de suficiente combustible para llegar a Plum Island.
Beth sonrió.
—Baja un rato al camarote —dije.
—¿Y si volcamos?
—El barco pesa demasiado para volcar. En todo caso nos hundiremos, pero lo sabrás con un buen margen de tiempo. Descansa un poco.
—De acuerdo.
Beth bajó al camarote. Saqué la carta de navegación de la guantera abierta y dividí mi atención entre la carta y el mar. A la izquierda, en la lejanía, vislumbré una luz parpadeante y comprendí que se trataba del faro de Orient Point. Miré la carta. Si viraba ahora al norte, probablemente me iba a encontrar con los muelles del transbordador de Orient Point. Pero había tantas rocas y tantos bancos de arena entre el puerto y el faro que necesitaría un milagro para sortearlos. La otra posibilidad consistía en seguir otros tres kilómetros aproximadamente e intentar llegar a la ensenada de Plum Island. Pero eso significaba penetrar en el estrecho de Plum, que ya era bastante traidor con las mareas y vientos habituales. En una tormenta o un huracán, bueno… sería como mínimo un reto.
Beth subió por la escalera tambaleándose de costado y de frente. Agarré su mano tendida, la ayudé a subir a cubierta y me ofreció una barra de chocolate envuelta.
—Gracias —dije.
—Abajo, el agua llega a la altura de los tobillos —dijo Beth—. Las bombas de la sentina siguen funcionando.
—Bien. El barco parece un poco más ligero.
—Estupendo. Descansa. Yo conduciré.
—Estoy bien. ¿Cómo va tu pequeño rasguño?
—Bien. ¿Cómo va tu pequeño cerebro?
—Lo he dejado en la orilla.
Mientras me comía el chocolate, le expliqué nuestras alternativas.
—¿De modo que podemos estrellarnos contra las rocas de Orient Point o ahogarnos en el estrecho? —preguntó después de comprender perfectamente nuestras opciones.
—Exactamente —respondí, dando unos golpecitos en el indicador de combustible—. Hemos pasado sobradamente el punto de regreso a Greenport.
—Creo que allí perdimos nuestra oportunidad.
—Supongo… Pero dime, ¿Orient o Plum?
—Hay demasiados obstáculos para la navegación entre aquí y Orient —respondió después de examinar un rato la carta—. No veo ninguna señal del canal que conduzca a Orient —añadió mirando a su izquierda—. No me sorprendería que algunas se hubieran soltado y las hubiera arrastrado el oleaje.
—Seguro —afirmé.
—Y olvídate del estrecho —dijo Beth—. Se necesita por lo menos un transatlántico para cruzarlo con esta tormenta. Si tuviéramos suficiente combustible, podríamos esperar a que pasara el ojo del huracán —agregó antes de levantar la cabeza—. No tenemos ninguna alternativa.
Y puede que fuera cierto. Tom y Judy me habían dicho en una ocasión que solía ser un error dejarse llevar por el instinto de dirigirse a tierra en una tormenta. La costa es traidora, es el lugar donde las olas pueden destrozar el barco, echarlo a pique o arrojarlo contra las rocas. En realidad, es menos peligroso enfrentarse a la tormenta en mar abierto, siempre y cuando se disponga de combustible o vela. Pero para nosotros no existía esa alternativa, porque teníamos a un individuo con un rifle y un radar pegado a la cola. No teníamos más remedio que seguir adelante y ver lo que Dios y la providencia nos deparaban.
—Mantendremos el rumbo y la velocidad —respondí.
—De acuerdo. Eso es lo único que podemos hacer… —afirmó—. ¿Qué diablos…?
Volví la cabeza y vi que Beth miraba fijamente hacia la popa. Yo también miré, pero no vi nada.
—Lo he visto —dijo Beth—. Creo que lo he visto —agregó, de pie en la silla, donde mantuvo el equilibrio un segundo antes de caer sobre cubierta y levantarse de nuevo—. ¡Está pegado a nuestra cola!
—¡Maldita sea!
Ahora sabía con certeza que ese cabrón tenía un radar y me alegré de no haber intentado dar un rodeo para situarme a su espalda.
—No es que tengamos mala suerte —agregué—, es que dispone de un radar. Nos ha tenido localizados desde el primer momento.
—No hay adonde correr ni dónde esconderse —asintió Beth.
—Sin duda no hay dónde esconderse, pero intentemos correr.
Empujé a fondo las palancas de los aceleradores y aumentó la velocidad.
Guardamos silencio mientras el Fórmula cortaba violentamente las olas. Calculé que nuestra velocidad era de unos veinte nudos, aproximadamente un tercio de lo que era capaz el barco en un mar tranquilo y sin la sentina y el camarote llenos de agua salada. Supuse que el Chris Craft era capaz de, por lo menos, veinte nudos en aquellas condiciones y de ahí que lograra alcanzarnos.
—John, se nos acerca —exclamó Beth.
Al volver la cabeza, vi la vaga silueta del barco de Tobin sobre la cresta de una ola gigantesca, unos doce metros a nuestra espalda. Al cabo de unos cinco minutos, podría utilizar su rifle para dispararnos con bastante precisión, mientras que tanto mi treinta y ocho como la nueve milímetros de Beth eran bastante inútiles, salvo por algún disparo afortunado.
—¿Cuánta munición te queda? —preguntó Beth.
—Veamos… En el tambor caben cinco balas… he disparado cuatro… ¿Cuántos disparos le quedan al policía?
—¡Esto no es un maldito chiste!
—Intento hacer la situación más llevadera.
Oí algunas palabras soeces en boca de la relamida señora Penrose y luego me preguntó:
—¿No puedes sacarle más velocidad a este jodido artefacto?
—Tal vez. Busca algo pesado en la cámara y destruye el parabrisas.
Beth bajó y subió de nuevo con un extintor, que utilizó para romper el cristal del parabrisas. Luego lo arrojó por la borda.
—A esta velocidad entra menos agua en el barco y las bombas de la sentina aligeran minuto a minuto el peso, de modo que lograremos acelerar un poco. Además —agregué—, quemamos ese pesado combustible.
—No necesito una lección de física.
Estaba enojada y eso era preferible a la sumisa resignación que antes se había apoderado de ella. Es bueno ponerse furioso cuando el hombre y la naturaleza conspiran contra ti.
Beth descendió varias veces al camarote y en cada ocasión regresó con algo para tirar por la borda, incluida, lamentablemente, la cerveza del frigorífico. Logró transportar un televisor portátil por la escalera, que también acabó en el agua. Arrojó asimismo varias prendas de vestir y zapatos por la borda y se me ocurrió que si lográbamos despistar a Freddie, cabía la posibilidad de que si veía los restos podía creer que habíamos naufragado.
Ganábamos un poco de velocidad, pero el Chris Craft reducía la distancia y era inevitable que muy pronto nos sometiera al fuego de su rifle.
—¿Cuántas balas te quedan? —pregunté.
—Nueve.
—¿Sólo llevabas tres cargadores?
—¿Sólo? Tú te paseas con un tirachinas de cinco disparos, sin una sola bala de repuesto, y tienes la osadía de… —De pronto dejó de hablar, se agachó tras su asiento y desenfundó su pistola—. Acabo de ver un fogonazo —explicó.
Volví la cabeza y, efectivamente, ahí estaba el intrépido cabrón de Freddie en su puesto de tiro. Vi otro fogonazo. Dispararse de un barco a otro en plena tormenta es fácil, pero acertar es difícil. Así que no estaba excesivamente preocupado, pero llegaría el momento en que ambas embarcaciones estuvieran sobre la cresta de una ola, y Tobin tenía la ventaja de la altura y del cañón.
Beth se reservaba sensatamente los disparos.
Vi el faro de Orient Point directamente a mi izquierda y mucho más cerca que antes. Comprendí que la tormenta nos había arrastrado hacia el norte, a pesar de mantener rumbo este. También comprendí que sólo podía hacer una cosa y la hice: giré el timón a la izquierda y el barco se dirigió al estrecho.
—¿Qué haces? —preguntó Beth.
—Vamos al estrecho.
—¡John, nos ahogaremos!
—Si no lo hacemos, Tobin acabará por alcanzarnos con su rifle o nos embestirá con su barco y disfrutará viendo cómo nos ahogamos. Si nos hundimos en el estrecho, puede que él se hunda con nosotros.
Beth no respondió.
La tormenta procedía del sur y en el momento en que nos aproamos al norte, el barco cobró cierta velocidad. En menos de un minuto, avisté el contorno de Plum Island delante de mí, a la derecha. A mi izquierda se encontraba el faro de Orient. Puse rumbo a un punto entre el faro y la costa de Plum Island para penetrar de lleno en el estrecho.
Al principio, Tobin nos siguió, pero, cuando empeoró el oleaje y el viento que soplaba entre ambas masas de tierra alcanzó proporciones supersónicas, le perdimos de vista y supuse que había abandonado la persecución. Estaba bastante seguro de lo que se proponía hacer a continuación y hacia adonde se dirigía. Esperaba seguir vivo dentro de quince minutos para comprobar si estaba en lo cierto.
Estábamos ahora en el seno del estrecho, entre Orient Point al oeste y Plum Island al este, la bahía de Gardiners al sur y el canal de Long Island al norte. Recordé que Stevens nos había contado que un huracán, hacía varios siglos, había ahondado el fondo de aquella zona y lo comprendí. El mar parecía una lavadora, que levantaba todo del fondo: arena, algas, madera, escombros y toda clase de residuos. Era inútil intentar controlar el barco. El Fórmula no era más que un resto flotante a merced de la tormenta. En realidad, hizo capilla varias veces, que en lenguaje vulgar significa que giró sobre sí mismo, con la proa mirando alternativamente al sur, al este y al oeste, pero empujados siempre por la tormenta hacia el canal, que era por donde quería ir.
La idea de llegar a la ensenada de Plum Island era casi irrisoria, al comprobar ahora lo horrendo de la situación.
Beth logró llegar junto a mí, se situó entre mi espalda y la silla, y se agarró a mí con piernas y brazos, mientras yo sujetaba con todas mis fuerzas el timón. Era casi imposible hablar, pero acercó la boca a mi oído y dijo:
—Estoy asustada.
¿Asustada? Yo estaba loco de terror. Aquélla era indudablemente la peor experiencia de mi vida, sin contar mi paseo hasta el altar.
El Fórmula daba ahora tantos tumbos que estaba completamente desorientado. Había momentos en los que me daba cuenta de que habíamos despegado literalmente y era consciente de que el barco, que había demostrado una buena estabilidad en el agua, podía dar saltos mortales en el aire. Creo que sólo el agua de la sentina nos permitió mantener la posición correcta durante nuestras incursiones en la estratosfera.
Tuve la serenidad de reducir al ralentí los motores, tan pronto me percaté de que las hélices pasaban más tiempo en el aire que en el agua. La administración del combustible es una estrategia a largo plazo y yo me encontraba en una situación a corto plazo, pero… nunca se sabe.
Beth se sujetaba con más fuerza todavía, y de no haber sido por el peligro inminente de morir ahogados, me habría gustado. Dadas las circunstancias, esperaba que el contacto físico le proporcionara cierto alivio. Sé que conmigo funcionaba.
—Si caemos al agua —me dijo al oído—, sujétame con fuerza.
Asentí. Pensé de nuevo que Tobin había matado ya a cinco buenas personas y estaba a punto de causar la muerte a otras dos. Me parecía increíble que ese gusano inmundo hubiera causado realmente tanta muerte y dolor. Mi única explicación era que los individuos de poca estatura, con ojos pequeños y movedizos y mucho apetito eran despiadados y peligrosos. Tenían verdaderamente algo de que vengarse. Bueno, puede que eso no fuera todo.
En todo caso, cruzamos el estrecho como un bólido en un tobogán. Paradójicamente, creo que fue la ferocidad de la tormenta lo que nos permitió llegar sanos y salvos, además de que probablemente estaba subiendo la marea. Toda la fuerza del mar, del viento y de la marea empujaba hacia el norte, eliminando de algún modo los peligrosos torbellinos que el viento y la marea provocan en el estrecho. Para ampliar la analogía, era la diferencia entre estar atrapado en la taza del váter cuando se tira de la cadena o verse propulsado por un desagüe.
Estábamos ahora en el canal de Long Island y tanto el mar como el viento eran ligeramente más moderados. Aceleré los motores y nos dirigimos al este.
Beth seguía agarrada a mi espalda, pero no con tanta fuerza.
Delante de nosotros, a la derecha, se vislumbraba la oscura silueta del faro de Plum Island. Sabía que si lográbamos doblar aquel cabo, íbamos a estar un poco más protegidos del viento y del oleaje, como lo habíamos estado junto a Shelter Island. Plum Island no tenía tanta elevación como aquélla y estaba más expuesta al océano, pero debería de brindarnos cierta protección.
—¿Estamos vivos? —preguntó Beth.
—Por supuesto. Has sido muy valiente y muy tranquila.
—Estaba muerta de miedo.
—No importa.
Solté una mano del timón y estreché la suya, fuertemente sujeta a mi barriga.
Llegamos a sotavento de Plum Island y pasamos junto al faro a nuestra derecha. Ahora alcanzaba a ver el interior de la linterna del faro, donde distinguí un punto verde que parecía seguirnos, y se lo mostré a Beth.
—Es un dispositivo de visión nocturna —respondió Beth—. Los hombres del señor Stevens nos observan.
—Efectivamente —asentí—. Es prácticamente la única medida de seguridad que les queda en una noche como ésta.
Plum Island nos protegía parcialmente del viento, y el mar estaba un poco más calmado. Oíamos las olas que azotaban la playa a unos cien metros de distancia.
Entre la copiosa lluvia, llegué a distinguir el fulgor de unas luces tras los árboles y comprendí que se trataba de las luces de emergencia del laboratorio principal. Eso significaba que funcionaban todavía los generadores y eso, a su vez, indicaba que los filtros de aire y las purificadoras cumplían aún su cometido. Habría sido realmente injusto sobrevivir a la tormenta y luego morir por culpa del ántrax después de desembarcar en Plum Island.
Beth me soltó y deslizó su pelvis entre mi silla y mi trasero.
—¿Qué crees que le ha ocurrido a Tobin? —preguntó después de situarse junto a mí, agarrada al salpicadero.
—Me parece que ha seguido por el sur de la isla. Seguramente cree que estamos muertos.
—Probablemente —respondió Beth—. Yo también lo creía.
—A no ser que mantenga contacto radiofónico con alguien en Plum Island, que sepa por el vigilante del faro que lo hemos logrado.
—¿Crees que tiene un cómplice en Plum Island? —preguntó Beth después de reflexionar unos instantes.
—No lo sé, pero pronto lo averiguaremos.
—¿Y adónde se dirige Tobin ahora?
—Sólo puede ir a un lugar y es éste, a este lado de la isla.
—En otras palabras —asintió Beth—, se acerca en dirección contraria y nos lo encontraremos de frente.
—Bueno, intentaré evitarlo. Pero sin duda ha de dirigirse a sotavento de la isla si lo que pretende es fondear y acercarse a la orilla con el ballenero.
—¿Vamos a desembarcar? —preguntó Beth al cabo de unos segundos.
—Eso espero.
—¿Cómo?
—Intentaré montar el barco sobre la playa.
—Hay muchas rocas y encalladeros a lo largo de esta playa —dijo Beth después de consultar la carta.
—Entonces encuentra un lugar donde no haya rocas ni encalladeros.
—Lo intentaré.
Seguimos rumbo este otros diez minutos. Miré el indicador de combustible y marcaba «Vacío». Comprendí que debía dirigirme a la playa porque si nos quedábamos sin combustible, el temporal nos iba a arrastrar a alta mar o a arrojarnos contra las rocas. Pero quería avistar por lo menos el barco de Tobin antes de desembarcar.
—John, casi no nos queda combustible. Debes dirigirte a la playa —dijo Beth.
—Un minuto.
—No disponemos de un minuto; estamos a unos cien metros de la playa. Hazlo ahora.
—Intenta avistar el Chris Craft delante de nosotros.
Levantó los prismáticos que llevaba todavía colgados del cuello y miró por encima de la proa.
—No, no veo ningún barco —dijo—. Dirígete a la playa.
—Otro minuto.
—No. Ahora. Lo hemos hecho todo a tu manera, ahora lo hacemos a la mía.
—De acuerdo…
Pero, antes de empezar a virar hacia la playa, de pronto cesó el viento y vi un increíble muro de nubes sobre nuestras cabezas. Pero aún más increíble fue ver el firmamento, rodeado de ese muro de nubes que giraba vertiginosamente como si estuviéramos en el fondo de un pozo. Luego vi las estrellas, que creía que nunca volvería a ver.
—El ojo pasa por encima de nosotros —dijo Beth.
El viento había amainado, pero el oleaje no. La luz de las estrellas se filtraba por aquella especie de agujero y alcanzábamos a ver la playa y el mar.
—Adelante, John —exclamó Beth—. No tendremos otra oportunidad como ésta.
Y tenía razón. Lograba ver las olas que rompían, lo que me permitía cronometrarlas, así como las rocas que salían del agua y el oleaje peculiar de los encalladeros y bancos de arena.
—¡Adelante!
—Un minuto. Quiero ver dónde desembarca ese cabrón, no quiero perderle en la isla.
—¡John, estás sin combustible!
—Sobra combustible. Busca el Chris Craft.
Beth pareció resignarse a mi estupidez y levantó los prismáticos para escudriñar el horizonte. Después de lo que parecía media hora, pero que probablemente era sólo un minuto o dos, señaló y exclamó:
—¡Allí!
Me entregó los prismáticos. Miré a través de la oscura lluvia y, efectivamente, se distinguía una silueta en el negro horizonte, que podía ser el puente del Chris Craft o un montón de rocas.
Después de acercarnos un poco más, comprobamos que se trataba realmente del Chris Craft y que permanecía bastante quieto, lo que indicaba que Tobin había echado por lo menos dos anclas, a proa y a popa. Le devolví a Beth los prismáticos.
—Bien. Vamos a la playa. Sujétate. Vigila las rocas y obstáculos parecidos.
Beth se arrodilló en su asiento, se inclinó hacia adelante y se agarró fuertemente al marco del parabrisas, desprovisto de cristal. Cuando se movía, advertía por la expresión de su cara que le dolía la herida.
Viré noventa grados a estribor y aproé el barco hacia la lejana playa. Las olas empezaron a romper en la popa y aceleré los motores. Necesitaba aproximadamente un minuto de combustible.
La playa se acercaba y se distinguía con mayor claridad. Las olas que la azotaban eran monstruosas y cada vez más ruidosas conforme nos acercábamos.
—¡Banco de arena a proa! —exclamó Beth.
Consciente de que no disponía de tiempo para maniobrar, aceleré a fondo y cruzamos el banco frotando la arena.
La playa estaba ahora a menos de cincuenta metros y creí realmente que podíamos lograrlo. Entonces el Fórmula golpeó algo mucho más duro que un banco de arena, oí el ruido inconfundible de la fibra de vidrio cuando se quiebra y al cabo de una fracción de segundo se elevó el barco y cayó de nuevo con un gran estruendo.
Miré a Beth y comprobé que seguía agarrada al marco del parabrisas.
El barco era ahora muy pesado e imaginé la cantidad de agua que entraba con el casco partido. Los motores parecían trabajar forzados, incluso acelerados a fondo. Las olas nos empujaban hacia la playa, pero la resaca nos hacía retroceder entre el oleaje. Nuestro progreso, si es que avanzábamos, era mínimo. Entretanto, el barco se llenaba de agua, que alcanzaba ya el peldaño inferior de la escalera.
—¡No avanzamos! —exclamó Beth—. ¡Arrojémonos al agua!
—¡No! No nos movamos del barco. Esperaremos la ola perfecta.
Mientras esperábamos, veíamos que se acercaba la orilla y luego retrocedía durante unos seis ciclos de olas. Volví la cabeza para ver cómo se formaba el oleaje. Por fin vi cómo crecía una ola gigantesca a nuestra espalda y puse el Fórmula, casi inundado, en punto muerto. El barco retrocedió ligeramente y se subió a la ola justo en la cresta ascendente.
—¡Agáchate y agárrate fuerte! —exclamé.
Beth se agachó y se agarró a la base de la silla.
La ola nos propulsó como una tabla en su cresta elevada con tanta fuerza que el Fórmula, de cuatro toneladas, con varias toneladas adicionales de agua, avanzó como un cesto de mimbre en una cascada. Yo anticipaba un desembarco anfibio, que sería una caída desde el aire.
Mientras salíamos disparados hacia la playa, tuve la serenidad de desconectar los motores, de modo que si sobrevivíamos al aterrizaje no hiciera explosión el Fórmula, en el supuesto de que quedara algo de combustible. También me preocupaba que las hélices nos decapitaran.
—¡Agárrate fuerte! —exclamé.
—¿En serio? —respondió Beth.
Aterrizamos en la playa de proa entre olas. El Fórmula rodó de costado y ambos saltamos del barco en el momento que azotaba una nueva ola. Encontré una piedra saliente, que rodeé con el brazo, y agarré la muñeca de Beth con la otra mano. La ola rompió, retrocedió, y echamos a correr como el diablo hacia el interior. Beth se sujetaba el costado herido.
Llegamos a un acantilado erosionado y empezamos a escalar por la arena mojada, la arcilla y el óxido férreo, que se desprendían a grandes pedazos.
—Bien venido a Plum Island —dijo Beth.
—Gracias.
De algún modo, llegamos a la cima y nos desplomamos sobre la hierba, donde permanecimos un largo minuto. Luego me incorporé y contemplé la playa a nuestros pies. El Fórmula había volcado y vi que su casco blanco estaba completamente abierto. Rodó de nuevo cuando la resaca lo arrastró hacia el mar, se enderezó momentáneamente, luego zozobró de nuevo y otra ola lo arrojó a la playa.
—No me gustaría estar en ese barco —dije.
—Y a mí no me gusta estar en esta isla —respondió Beth.
—Salimos del fuego para caer en las Brasas —dije.
—¿Te importaría mantener la boca cerrada unos cinco minutos?
—Con mucho gusto.
A decir verdad, me sentó bien el silencio relativo después de horas de viento, lluvia y el ruido de los motores. En realidad, llegaba a oír los latidos de mi corazón, las palpitaciones en mis oídos y el jadeo de mi pulmón. También oí una vocecita en mi interior que me decía:
—Atención a los hombrecitos con grandes rifles.