Capítulo 33

Cuando subimos a la cocina, comprobamos que Eva había desaparecido.

—Puede que aquí tenga lo suficiente para conseguir una orden de registro —dijo Beth.

—No —respondí—. Lo que hemos encontrado aquí no está relacionado de ningún modo con los asesinatos, salvo de modo circunstancial. No olvides que han muerto tres testigos potenciales.

—De acuerdo… pero aquí hay restos humanos —dijo Beth—. Para empezar ya es algo.

—Cierto; justifica una llamada telefónica. Pero no menciones que los huesos pueden tener trescientos años.

Beth levantó el auricular del teléfono de pared.

—No hay línea —dijo.

—Prueba mi móvil —respondí mientras le entregaba las llaves del coche.

Salió por la puerta trasera, subió al Jeep, marcó un número y vi que hablaba con alguien.

Di un paseo por la planta baja de la casa. Estaba decorada con lo que parecían verdaderas antigüedades, pero podían ser buenas reproducciones. El estilo parecía esencialmente rural inglés, puede que de mitad del siglo XIX. Estaba claro que Fredric Tobin sabía cómo gastar su dinero. Había construido un mundo entero de placer, buen gusto y elegancia, más propio de los Hamptons que del norte de Long Island, que se enorgullecía de las virtudes y los gustos sencillos tradicionales. Indudablemente, Tobin hubiera preferido encontrarse en Burdeos o, por lo menos, en los Hamptons junto a Martha Stewart, intercambiando recetas de lenguas de colibrí rellenas, pero, de momento, como la mayoría de la gente, debía vivir cerca de donde trabajaba, donde el vino le proporcionaba el pan. En la sala de estar había un hermoso aparador de madera tallada, con cristal curvado y biselado, lleno de lo que parecían objetos de un valor incalculable. Cuando lo abrí crujió y emitió pequeños tintineos. Me encanta ese sonido; mis antepasados debieron de ser vándalos, visigodos o algo por el estilo.

Había un pequeño estudio junto a la sala de estar y examiné el escritorio de su excelencia, pero allí no guardaba gran cosa. Vi algunas fotos enmarcadas, una de Sondra Wells y otra de su verdadero amor: él mismo en el puente de su yate.

Encontré su agenda y busqué el nombre de los Gordon. Tom y Judy estaban ahí, pero sus nombres habían sido tachados. Busqué Whitestone y vi que el nombre de Emma también estaba tachado. Teniendo en cuenta que la había asesinado aquella misma mañana y que todavía no se había desvelado la noticia, eso era indicio de una mente muy enfermiza y meticulosa. El tipo de mente que a veces perjudica a quien la posee.

En la sala había una chimenea y, sobre su repisa, los soportes de dos rifles, pero allí no estaba ninguna de las armas. Eva había demostrado ser una testigo fiable.

Regresé a la cocina y me asomé a la ventana posterior. La mar estaba enfadada, como dirían los viejos lobos de mar, pero aún no estaba furiosa. Sin embargo, era incapaz de imaginar qué podía haber impulsado a Fredric Tobin a salir en un día como ése. En realidad, sí podía imaginarlo. Debía reflexionar un poco.

Beth regresó a la casa con el poncho empapado de agua, después de la corta carrera desde el coche.

—Hay un equipo de forenses en la casa de los Murphy —dijo después de entregarme las llaves— y otro en… el otro lugar. Ya no dirijo la investigación del caso Gordon —agregó.

—Mala suerte —respondí—. Pero no te preocupes, ya has resuelto el caso.

—Tú lo has resuelto.

—Eres quien debe demostrarlo. No envidio tu trabajo; Tobin puede acabar contigo, Beth, si no sigues con mucho tiento.

—Lo sé… —respondió y consultó su reloj—. Son las siete menos veinte. El personal forense y de homicidios viene hacia aquí, tardarán un poco en cruzar la tormenta. Conseguirán una orden de registro antes de entrar en la casa. Debemos estar fuera cuando lleguen.

—¿Cómo justificarás haber estado ya en el interior del edificio?

—Eva nos invitó a entrar. Estaba asustada y creía que corría peligro. Lo elaboraré un poco, no debes preocuparte por eso. Diré que bajé al sótano para comprobar la electricidad.

—Estás aprendiendo a protegerte. —Sonreí—. Parece que alternas con polis callejeros.

—Me debes cierta protección, John. Has quebrantado todas las normas del manual.

—Apenas he pasado de la primera página.

—Y no vas a seguir.

—Beth, ese individuo ha matado a tres personas por las que sentía mucho afecto y a una inocente pareja de ancianos. Las tres últimas víctimas no habrían fallecido si yo hubiera actuado con mayor rapidez y pensado mejor.

—No te sientas culpable —dijo Beth después de colocar una mano sobre mi hombro—. La policía era responsable de la seguridad de los Murphy… Y en cuanto a Emma… sé que yo no habría imaginado que corría peligro…

—No quiero hablar de eso.

—Lo comprendo. No tienes por qué hablar con la policía del condado cuando llegue. Márchate y yo me ocuparé de todo.

—Buena idea —dije lanzándole las llaves del coche—. Hasta luego.

—¿Adónde vas sin las llaves?

—A dar una vuelta en barco —respondí y cogí la llave del Fórmula del tablero.

—¿Estás loco?

—El jurado lo está deliberando. Hasta luego.

Me dirigía hacia la puerta trasera cuando Beth me agarró del brazo.

—No, John. Vas a matarte. Atraparemos a Fredric Tobin más tarde.

—Quiero atraparlo ahora, con sangre fresca en las manos.

—No, John —insistió mientras me estrujaba el brazo—. Ni siquiera sabes adonde ha ido.

—Sólo hay un lugar al que iría en barco en un día como hoy.

—¿Adónde?

—Ya lo sabes: Plum Island.

—¿Pero por qué?

—Creo que el tesoro todavía está allí.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo supongo. Ciao.

Me marché antes de que pudiera volver a impedírmelo.

Crucé el jardín en dirección al barco. Realmente aullaba el viento y una enorme rama cayó cerca de mí. Ya casi había oscurecido, pero no me importaba porque no deseaba ver el aspecto del agua.

Avancé por el embarcadero de poste en poste, con pequeñas carreras para que el viento no me arrojara al agua. Por fin llegué al cobertizo, que crujía y rechinaba. A la luz del crepúsculo comprobé que el Formula 303 seguía ahí, pero me percaté de que el ballenero había desaparecido y me pregunté si lo habría arrastrado el oleaje después de soltarse accidentalmente las amarras o si Tobin lo remolcaba con el Chris Craft como bote salvavidas o para acercarse a la playa de Plum Island.

Contemplé el Fórmula que subía y bajaba a merced del oleaje y golpeaba las defensas del embarcadero flotante. Titubeé momentáneamente mientras procuraba entrar en razón y convencerme de que no era necesario salir en barco durante la tormenta. De un modo u otro, Tobin estaba acabado. O puede que no. Tal vez debía acabar con él antes de que se rodeara de abogados, coartadas e indignación por mis violaciones de sus derechos civiles. Los muertos no pueden llevar a nadie ante los tribunales.

Seguí contemplando el Fórmula y, a la luz crepuscular, tuve la sensación de que Tom y Judy estaban a bordo, sonrientes, gesticulando para que me reuniera con ellos. Luego cruzó por mi mente la imagen de Emma y vi que me sonreía mientras nadaba en la bahía. A continuación vi la cara de Tobin cuando hablaba con ella en la fiesta, consciente de que la mataría…

Más allá de los requisitos legales, comprendí que para mí la única forma satisfactoria de cerrar el caso consistía en capturar personalmente a Fredric Tobin y luego… ya lo pensaría cuando llegara el momento.

De pronto, acababa de saltar a la movediza cubierta de la lancha, donde tuve que agarrarme para recuperar el equilibrio, y me dirigí al asiento de la derecha, el asiento del capitán.

Mi primer problema consistió en encontrar el contacto, que por fin localicé cerca del acelerador. Intenté recordar lo que les había visto hacer a los Gordon, así como el texto de una tarjeta de plástico, que en una ocasión me habían mostrado para que la leyera, titulada De pronto al mando. Después de leerla, había decidido que no deseaba estar de pronto al mando. Pero ahora lo estaba y ojalá hubiera tenido esa tarjeta a mano.

En todo caso, recordé que debía colocar ambos selectores de velocidades en punto muerto, introducir la llave en el contacto, hacerla girar y luego… ¿qué? No ocurría nada. Vi dos botones con la palabra start y pulsé el de la derecha. El motor de estribor giró y se puso en marcha. Luego pulsé el otro botón y arrancó el motor de babor. Me percaté de que los motores giraban un poco a trompicones y pulsé ligeramente ambos aceleradores. Recordé que debía dejar que se calentaran unos minutos; no quería que se me pararan en aquel mar. Mientras se calentaban, encontré un cuchillo en la guantera abierta, corté el cabo de guía, luego las dos amarras y el barco se desplazó inmediatamente sobre una ola, hasta golpear el costado del cobertizo, a unos dos metros del embarcadero.

Puse marcha avante y agarré las palancas de ambos aceleradores. El barco estaba aproado hacia la bahía y lo único que debía hacer era empujar las palancas de ambos aceleradores para entrar en la tormenta.

Estaba a punto de hacerlo cuando oí un ruido a mi espalda y volví la cabeza. Era Beth que me llamaba por encima del ruido del viento, del agua y de los motores.

—¡JOHN!

—¿Qué?

—¡Espera! ¡Voy contigo!

—¡Vamos! —exclamé después de colocar la palanca de cambio en posición de retroceso, agarrar el timón y lograr acercarme al embarcadero—. ¡Salta!

Saltó sobre la movediza cubierta a mi espalda y se cayó.

—¿Estás bien?

Se puso de pie, una ola levantó el barco y volvió a caerse.

—Estoy bien —respondió después de levantarse de nuevo e instalarse en el asiento izquierdo—. Vamos.

—¿Estás segura?

—¡Adelante!

Apreté los aceleradores y salimos del cobertizo para penetrar en la lluvia. Al cabo de un segundo, vi una ola gigantesca que se nos acercaba por estribor. Viré y dirigí la proa a la ola. El barco se elevó sobre la cresta de la ola, que rompió a nuestra espalda y nos dejó literalmente suspendidos en el aire. Cayó de proa y penetró en el oleaje. Luego se elevó la proa, la popa penetró en el agua, empezaron a empujar las hélices y nos pusimos en marcha, aunque en la dirección equivocada. Aproveché la depresión entre dos olas para virar ciento ochenta grados y dirigirnos al este. Cuando pasábamos junto al cobertizo oí un fuerte crujido, vi cómo toda la estructura se ladeaba a la derecha y luego se derrumbaba en el mar efervescente.

—¿Sabes lo que haces? —preguntó Beth por encima del ruido de la tormenta.

—Por supuesto. Hice un cursillo titulado De pronto al mando.

—¿Sobre barcos?

—Eso creo —respondí antes de volver la cabeza y cruzar las miradas—. Gracias por haber venido.

—Conduce —dijo Beth.

El Fórmula avanzaba a media potencia, que es como creo que debe hacerse para mantener el control en una tormenta. Parecíamos estar por encima del agua la mitad del tiempo, volando sobre las crestas de las olas, luego penetrábamos en otras olas, chirriaban las hélices, mordían el agua y nos propulsaban como un cohete hacia adelante. Sabía que debía mantener la proa en dirección al oleaje y evitar que alguna ola grande nos golpeara de costado. El barco probablemente no se hundiría, pero podría volcar. Había visto barcos volcados en la bahía en tormentas menos bravas.

—¿Sabes navegar? —preguntó Beth.

—Por supuesto. En rojo se gira a la derecha.

—¿Qué significa eso?

—Se debe mantener la señal roja a la derecha cuando se entra en un puerto.

—Nosotros no vamos a ningún puerto. Salimos a la mar.

—Entonces hay que buscar señales verdes.

—No veo ninguna señal —dijo Beth.

—Yo tampoco. Me quedaré a la derecha de la doble línea blanca. Eso no puede perjudicarnos.

No respondió.

Intenté mentalizarme. Navegar no era la mayor de mis aficiones, pero me habían invitado a muchos barcos a lo largo de los años y creía haber adquirido algunos conocimientos desde que era niño. En junio, julio y agosto había salido con los Gordon una docena de veces y a Tom, que no dejaba de charlar, le encantaba compartir conmigo su entusiasmo y sus conocimientos náuticos. No recordaba haberle prestado demasiada atención (me interesaba mucho más Judy en biquini), pero tenía la seguridad de que en algún lugar de mi cerebro había un recoveco titulado Barcos. Sólo debía encontrarlo. En realidad, estaba seguro de que sabía más sobre barcos de lo que me imaginaba. O eso esperaba.

Estábamos ahora en plena bahía de Peconic y el barco golpeaba duramente el agua, entre continuas sacudidas y zarandeos, como si condujera un coche sobre los travesaños de una vía de ferrocarril. Percibía que mi estómago no estaba sincronizado con el movimiento vertical del barco: cuando el barco descendía, mi estómago estaba todavía arriba y cuando se elevaba, descendía mi estómago. O eso parecía. Como la visibilidad era nula a través del parabrisas, me levanté para mirar por encima de él, con el trasero apoyado en el asiento, la mano derecha en el timón y la izquierda agarrada al salpicadero. Había tragado suficiente agua salada para elevar cincuenta puntos la presión sanguínea. También empezaban a arderme los ojos. Miré a Beth y comprobé que también se frotaba los ojos.

A mi derecha vi un enorme velero de costado en el agua, con la quilla ligeramente visible y el palo mayor y la vela parcialmente sumergidos.

—Dios mío —exclamé.

—¿Necesitan ayuda? —preguntó Beth.

—No veo a nadie.

Me acerqué al velero, pero no parecía haber nadie agarrado a los palos o a la arboladura. Encontré el botón de la sirena en el salpicadero y lo pulsé varias veces, pero no vi ninguna señal de vida.

—Puede que hayan alcanzado la orilla en un bote salvavidas —dije.

Beth no respondió.

Seguimos nuestro camino. Recordé que yo era aquel individuo al que no le gustaba siquiera el suave balanceo del transbordador y ahí estaba en esos momentos, en una lancha de diez metros, surcando lo que era casi un huracán.

Notaba el impacto en mis pies, como si alguien me apaleara las suelas de los zapatos, y las sacudidas se desplazaban por mis piernas, rodillas y caderas, que ya empezaban a dolerme. En otras palabras, estaba harto.

Sentía náuseas de la sal, del movimiento, de las constantes sacudidas contra las olas y también de mi incapacidad para separar el horizonte de la superficie del agua. Sin mencionar mi precario estado físico postraumático… Recordé que Max me había asegurado que no sería agotador. Si hubiera estado allí en aquel momento, lo habría atado a la proa.

A través de la lluvia alcanzaba a ver la orilla, unos doscientos metros a mi izquierda, y al frente, a la derecha, se llegaba a vislumbrar Shelter Island. Sabía que íbamos a estar un poco más seguros si nos situábamos a sotavento de la isla.

—Puedes desembarcar en Shelter Island —dije.

—Pilota este maldito barco y deja de preocuparte por la frágil y pequeña Beth.

—Sí señora.

—Ya he estado antes en mares agitados, John. Sé cuándo hay que tener, pánico —añadió.

—Bien. Avísame cuando llegue el momento.

—Falta poco —respondió—. Entretanto, voy a bajar en busca de chalecos salvavidas e intentaré encontrar algo más cómodo que ponerme.

—Buena idea. Lávate la sal de los ojos y busca también una carta de navegación.

Desapareció por la escalera situada entre los dos asientos. El Formula 303 tiene un camarote bastante amplio para ser una lancha, y también un váter, que podría ser útil en un futuro muy próximo. En dos palabras, era una embarcación muy cómoda y muy marinera en la que siempre me había sentido seguro cuando Tom o Judy iban al timón. Además, a Tom y a Judy, igual que a John Corey, no les gustaba el mal tiempo y, apenas vislumbrar la primera cabrilla, regresábamos a puerto. Sin embargo, ahí estaba, enfrentándome a uno de mis peores temores, mirándolo, por así decirlo, a los ojos y el muy osado me escupía a la cara. Pero, aunque parezca una locura, casi disfrutaba del viaje: la sensación de potencia cuando ajustaba los aceleradores, la vibración de los motores, el timón en la mano. De pronto al mando. Había pasado demasiado tiempo sentado en la terraza trasera.

Me puse de pie, con una mano en el timón y la otra en el parabrisas para no perder el equilibrio. Escudriñé la ondulada superficie a través de la copiosa lluvia, en busca de un barco, del Chris Craft para ser exacto, pero apenas alcanzaba a distinguir el horizonte o la costa.

Beth apareció en cubierta y me entregó un chaleco salvavidas.

—Póntelo —exclamó—. Yo sujetaré el timón.

Todavía de pie, sujetó el timón mientras me ponía el chaleco. Vi que de su cuello colgaban unos prismáticos. Se había puesto también unos vaqueros bajo un impermeable amarillo, unas zapatillas de goma y un chaleco salvavidas color naranja.

—¿Te has puesto la ropa de Fredric? —pregunté.

—Espero que no. Creo que pertenece a Sondra Wells. Aprieta un poco —respondió—. He colocado una carta de navegación sobre la mesa, si quieres echarle una ojeada… —agregó.

—¿Sabes interpretarla? —pregunté.

—Un poco. ¿Y tú?

—Por supuesto; el color azul es agua, y el castaño, tierra. Luego la miraré.

—He buscado una radio en el camarote —dijo Beth—, pero no he encontrado ninguna.

—Puedo cantar. ¿Te apetece Oklahoma?

—Por favor, John, deja de hacer el idiota. Me refiero a un transmisor de radio para pedir auxilio.

—Ah… eso. Aquí tampoco hay ninguna radio.

—Abajo hay un cargador de teléfono móvil, pero sin teléfono —dijo Beth.

—Claro. La gente suele usar teléfonos móviles en los barcos pequeños. Personalmente, prefiero la radio. En cualquier caso, me estás diciendo que estamos incomunicados.

—Efectivamente. No podemos pedir socorro.

—Bueno, tampoco podían hacerlo los tripulantes del Mayflower. No te preocupes.

—He encontrado una pistola de bengalas —dijo mientras daba unos golpecitos al enorme bolsillo de su chubasquero, sin prestar atención a mis palabras.

—Bien, puede que más tarde la necesitemos —respondí, a pesar de no creer que alguien pudiera ver una bengala esa noche.

Tomé de nuevo el timón y Beth se sentó junto a mí en la escalera. Decidimos dejar de dar gritos y guardamos un poco de silencio. Estábamos empapados de agua, con el estómago revuelto y asustados. Sin embargo, parte del terror de navegar en la tormenta había pasado, creo, al percatarnos de que ninguna ola iba a hundirnos.

Al cabo de unos diez minutos, Beth se puso de pie y se acercó para que la oyera.

—¿Estás realmente convencido de que se dirige a Plum Island? —preguntó.

—Sí.

—¿Por qué? —preguntó.

—Para recuperar el tesoro.

—No habrá ninguno de los barcos patrulla de Stevens, ni ningún helicóptero de los guardacostas con esta tormenta —dijo Beth.

—Ninguno. Además, las carreteras estarán intransitables y no podrán circular los camiones de vigilancia.

—Efectivamente. Por cierto, ¿por qué no esperó Tobin a tener todo el tesoro antes de matar a los Gordon? —preguntó Beth.

—No estoy seguro. Puede que los Gordon le sorprendieran cuando registraba su casa. Estoy convencido de que se proponían recuperar todo el tesoro pero algo falló.

—Y ahora debe hacerlo personalmente. ¿Sabe dónde está?

—Tiene que saberlo, de lo contrario no se dirigiría allí —respondí—. Descubrí a través de Emma que Tobin estuvo en una ocasión en la isla, con el grupo de supervisión de la Sociedad Histórica Peconic. Entonces se habría asegurado de que Tom y Judy le mostraran el emplazamiento exacto del tesoro que, evidentemente, se suponía que era una de las excavaciones arqueológicas de Tom. Tobin no era una persona confiada y no me cabe la menor duda de que no les gustaba especialmente a los Gordon, ni tampoco confiaban en él. Se utilizaban mutuamente.

—Siempre hay disputas entre ladrones —dijo Beth.

Quise decir que Tom y Judy no eran ladrones, pero lo eran. Y cuando cruzaron la barrera entre los ciudadanos honrados y los conspiradores, su destino quedó sellado. No soy moralista, pero es algo que veo todos los días en mi trabajo.

Nos dolía la garganta de chillar y de la sal, y volvimos a guardar silencio.

Me acercaba al estrecho entre la costa sur de la zona norte de Long Island y Shelter Island, pero el estado de la mar parecía empeorar en la boca del estrecho. De pronto apareció inesperadamente una ola gigantesca que permaneció un segundo en el aire a la derecha del barco. Beth la vio y dio un grito. La ola rompió exactamente encima del barco y tuvimos la sensación de encontrarnos bajo una catarata.

Quedé tumbado en cubierta y, a continuación, una corriente me arrastró por la escalera y caí encima de Beth. Ambos hicimos un esfuerzo para levantarnos y me arrastré por los peldaños. El barco estaba descontrolado y el timón giraba a su antojo. Agarré la rueda y la sujeté mientras me instalaba en el asiento, justo a tiempo para aproarme hacia otra ola monstruosa. Ésta nos levantó y tuve la extraña experiencia de encontrarme a unos tres metros de altura, con ambas orillas por debajo de mí.

La ola rompió y nos dejó un instante en el aire antes de caer en el seno de la siguiente ola. Corregí el rumbo y aproé el barco de nuevo al este, con el propósito de penetrar en el estrecho, donde el mar debía de estar más calmado.

Miré a mi izquierda en busca de Beth, pero no la vi en la escalera.

—¡Beth!

—¡Estoy aquí! ¡Ahora voy! —respondió desde el camarote.

Subió a gatas por la escalera y me di cuenta de que le sangraba la frente.

—¿Estás bien? —pregunté.

—Sí… sólo me he dado algún golpe. Me duele el trasero. —Intentó reírse, pero dio la impresión de que sollozaba—. Esto es una locura.

—Baja al camarote y prepárate un martini; mezclado, no agitado.

—Tu absurdo sentido del humor parece ir con la situación. Se empieza a acumular agua en el camarote y oigo que funcionan las bombas de la sentina. ¿Tienes algún chiste para eso?

—Pues… no sé… tal vez lo que oyes no es la bomba, sino el vibrador de Sondra Wells bajo el agua. ¿Qué te parece?

—Me parece que voy a saltar por la borda. ¿Bastan las bombas para eliminar el agua que entra?

—Supongo. Depende de cuántas olas rompan en cubierta.

A decir verdad, me había percatado de que el timón respondía torpemente, como consecuencia del peso del agua en la sentina y en el camarote.

Guardamos silencio durante los diez minutos siguientes. Entre ráfagas de viento cargadas de lluvia, mi visibilidad alcanzó unos cincuenta metros durante unos segundos, pero no vislumbré el yate de Tobin, ni ningún otro barco, salvo un par de pequeñas embarcaciones que habían zozobrado y la tormenta arrastraba a la deriva.

Me percaté de un nuevo fenómeno o tal vez debería decir un nuevo horror, que era algo que los Gordon denominaban seguimiento del mar y que había experimentado con ellos aquel día en el estrecho. Lo que ocurría era que el mar a nuestra espalda avanzaba con mayor rapidez que el barco, golpeaba la popa de la embarcación y la dejaba casi descontrolada, con un movimiento lateral denominado guiñada. Las dos únicas cosas correctas eran que seguíamos todavía rumbo este y que aún flotábamos, aunque no sé por qué.

Eché la cabeza atrás para que la lluvia me limpiara la sal de la cara y de los ojos. Y, como me encontraba mirando al cielo, dije para mis adentros: El domingo por la mañana fui a la iglesia, Señor. ¿Me viste? En la capilla metodista de Cutchogue. A la izquierda del banco central. ¿Emma? Díselo. Eh, Tom, Judy, señores Murphy… hago esto por vosotros. Podréis agradecérmelo personalmente dentro de unos treinta o cuarenta años.

—¿John?

—¿Qué?

—¿Qué estás mirando ahí arriba?

—Nada. Tomo un poco de agua fresca.

—Te traeré agua del camarote.

—Todavía no. Quédate aquí un poco —respondí—. Luego te dejaré el timón y descansaré un rato.

—Buena idea —dijo Beth y permaneció silenciosa durante un minuto—. ¿Estás… preocupado? —preguntó luego.

—No. Estoy asustado.

—Yo también.

—¿Ha llegado el momento del pánico?

—Todavía no.

Examiné el salpicadero y vi por primera vez el indicador de combustible. Señalaba aproximadamente un octavo de depósito, lo que equivalía a unos cincuenta litros, que, a media aceleración, con aquellos enormes motores contra la tormenta, significaba que no nos quedaba mucho tiempo ni podíamos recorrer una gran distancia. Me pregunté si lograríamos llegar a Plum Island. Quedarse sin gasolina en un coche no es el fin del mundo, quedarse sin combustible en un avión es el fin del mundo y quedarse sin gasolina en un barco durante una tormenta probablemente también lo era. Decidí que debía vigilar el indicador de combustible.

—¿Se ha convertido ya en huracán? —pregunté.

—No lo sé, John, y me importa un comino.

—Lo mismo digo.

—Tenía la impresión de que no te gustaba el mar.

—Me encanta el mar. Lo que no me gusta es estar sobre él.

—Hay varios puertos deportivos y ensenadas en la costa de Shelter Island. ¿Quieres arrimarte a puerto?

—¿Y tú?

—Sí, pero no.

—Lo mismo digo —respondí.

Por fin entramos en el estrecho entre el norte de Long Island y Shelter Island. La boca del estrecho medía aproximadamente un kilómetro y Shelter Island, al sur, tenía suficiente volumen y elevación para protegernos, por lo menos, parcialmente del viento. Con menos aullidos y chapoteo podíamos hablar con más facilidad, y el mar estaba ligeramente más calmado.

Beth se puso de pie y se sujetó al asa del salpicadero, situada encima de la escalera.

—¿Qué crees que sucedió aquel día?, ¿el día de los asesinatos? —preguntó.

—Sabemos que los Gordon salieron del puerto de Plum Island a las doce del mediodía, aproximadamente —respondí—. Se alejaron lo suficiente de la orilla para que el barco patrulla no pudiera identificarlos. Miraron con los prismáticos y esperaron a que pasara el barco de vigilancia. Luego apretaron el acelerador y se dirigieron a toda prisa a la playa. Disponían de entre cuarenta y sesenta minutos antes de que apareciera de nuevo el barco patrulla. Esto quedó claro en Plum Island, ¿no es cierto?

—Sí, pero yo creía que hablábamos de terroristas o personas no autorizadas. ¿Me estás diciendo que entonces pensabas ya en los Gordon?

—Más o menos. No sabía por qué ni lo que se proponían, pero quería saber cómo podían haber hecho lo que fuera: un robo, etcétera.

—Sigue —asintió Beth.

—Después de una veloz carrera se acercaron a la orilla. Si un barco patrulla o un helicóptero hubiera visto su barco fondeado, no habría sido un grave problema porque todo el mundo reconocía su singular embarcación. No obstante, según Stevens, nadie vio su barco aquel día. ¿Correcto?

—De momento.

—Hacía un apacible y bonito día veraniego. Los Gordon se acercaron a la orilla en su bote de goma, con la caja de aluminio a bordo, y lo ocultaron entre los matorrales.

—Y las palas.

—No. Ya habían desenterrado el tesoro y lo habían ocultado en un lugar de fácil acceso. Pero antes tenían que preparar el terreno: trabajo de archivo y arqueológico, comprar la parcela de Margaret Wiley, etcétera.

—¿Crees que los Gordon intentaban engañar a Tobin? —preguntó Beth.

—No lo creo. Los Gordon se habrían contentado con la mitad del tesoro, menos otra mitad para el gobierno. Sus necesidades no se acercaban, ni de lejos, a las de Tobin. Además, los Gordon aspiraban a la publicidad y la fama de ser los descubridores del tesoro del capitán Kidd. Sin embargo, las necesidades de Tobin eran otras y también su plan. Ningún escrúpulo le impedía asesinar a sus socios, apoderarse de la totalidad del tesoro, ocultar la mayor parte de él, descubrir luego una pequeña parte en su propia finca y celebrar una subasta en Sotheby’s, ante la prensa y los inspectores de Hacienda.

Beth se llevó la mano bajo el chubasquero y sacó las cuatro monedas de oro. Me las mostró y yo cogí una para examinarla, mientras ella se ocupaba del timón. La moneda era del tamaño aproximado de un cuarto de dólar, pero muy pesada; siempre me ha sorprendido lo mucho que pesa el oro. Era muy brillante, con el perfil de un individuo y una escritura que parecía española.

—Esto podría ser lo que llaman un doblón —dije mientras se lo devolvía.

—Quédatelo para que te traiga suerte.

—¿Suerte? No necesito la clase de suerte que le ha dado a los demás.

Beth asintió mientras examinaba las tres monedas que tenía en la mano y luego las arrojó por la borda. Yo hice lo mismo.

Evidentemente, fue un gesto idiota, pero hizo que nos sintiéramos mejor. Comprendí la superstición universal de los marinos de arrojar algo valioso o a una persona por la borda, para apaciguar el mar y que éste dejara de hacer lo que fuera que los estuviera aterrorizando.

De modo que nos sentimos mejor después de arrojar las monedas al mar, y el viento amainó realmente un poco conforme avanzábamos junto a la costa de Shelter Island y disminuyó también la altura y la frecuencia de las olas, como si hubiera surtido efecto la ofrenda.

Las masas de tierra a mi alrededor parecían negras, completamente desprovistas de color, como pilas de carbón, mientras que el mar y el cielo desprendían una aterradora luminiscencia gris. Normalmente, a aquella hora podían verse las luces de la costa, indicios de existencia humana, pero al parecer se había interrumpido el fluido eléctrico en todas partes y la costa había retrocedido uno o dos siglos en el tiempo.

En general, la tormenta era todavía horrible y sería de nuevo mortífera cuando nos separáramos de Shelter Island para entrar en la bahía de Gardiners.

Sabía que debía encender mis luces de navegación, pero había sólo otro barco en la zona y no quería que me viera. Estaba seguro de que él tampoco había encendido sus luces.

—De modo que los Gordon no tuvieron tiempo de regresar a por su segundo cargamento antes de que pasara de nuevo el barco patrulla de Plum Island —dijo Beth.

—Efectivamente —respondí—. En un bote de goma sólo se puede transportar cierta cantidad, y no quisieron dejar los huesos y lo demás en la lancha mientras hacían un segundo viaje.

—De modo que decidieron disponer de lo que ya habían recuperado —afirmó Beth— y volver en otro momento a por la parte principal del tesoro.

—Exactamente. Con toda probabilidad aquella misma noche, a juzgar por el cabo provisional con que amarraron el barco. De camino a su casa, debieron de pasar por la de Tobin en Founders Landing. Estoy seguro de que pararon en el cobertizo, tal vez con la intención de dejar en su casa los huesos, el baúl podrido y las cuatro monedas como una especie de recuerdo del hallazgo. Cuando vieron que no estaba el ballenero, dedujeron que Tobin había salido y se dirigieron a su propia casa.

—Donde sorprendieron a Tobin.

—Eso es. Él ya había saqueado la casa para simular un robo y comprobar si los Gordon ocultaban parte del tesoro.

—También querría comprobar si en la casa había alguna prueba que pudiera incriminarlo.

—Por supuesto. Luego los Gordon atracaron en su propio embarcadero y puede que entonces izaran las banderas de señalización de «Cargamento peligroso, necesitamos ayuda». Estoy seguro de que izaron la bandera pirata por la mañana, para indicarle a Tobin que aquél era, efectivamente, el día de marras, como estaba previsto. El mar estaba tranquilo, no llovía y se sentían muy seguros de sí mismos y repletos de buenas intenciones…

—Y cuando los Gordon atracaron en su embarcadero, el ballenero de Tobin estaba en algún lugar cercano de las marismas.

—Sí —respondí antes de reflexionar unos instantes—. Probablemente nunca sabremos lo que ocurrió a continuación: lo que se dijeron, lo que Tobin creía que contenía la caja, lo que a los Gordon les pareció que Tobin se proponía. En algún momento, los tres comprendieron que su sociedad había terminado. Tobin sabía que no tendría otra oportunidad para asesinar a sus socios. De modo que levantó su arma, pulsó la palanca de la sirena de aire comprimido y apretó el gatillo. La primera bala alcanzó a Tom en la frente a bocajarro, Judy dio un grito, miró a su marido y recibió el segundo balazo en la sien… Tobin soltó la palanca de la sirena. Abrió la caja de aluminio y comprobó que apenas contenía oro o joyas. Supuso que el resto del botín estaba a bordo del Spirochete y registró el barco. No encontró nada. Se dio cuenta de que acababa de matar las gallinas que debían entregarle los huevos de oro. Pero no estaba todo perdido. Sabía o creía que podía acabar el trabajo solo.

Beth asintió y reflexionó unos momentos.

—O puede que Tobin tenga otro cómplice en la isla.

—Desde luego —respondí—. En cuyo caso, prescindir de los Gordon no tenía mucha importancia.

Proseguimos por el estrecho, que tiene seis kilómetros de longitud por uno como mínimo de ancho. Ahora reinaba decididamente la oscuridad: ninguna luz, un cielo sin luna ni estrellas y sólo un mar negro como el azabache y un cielo como el carbón. Apenas se distinguían las señales del canal. De no haber sido por ellas, habría estado completamente perdido y desorientado y habría acabado contra las rocas o en algún banco de arena.

Vi algunas luces en la orilla a nuestra izquierda y comprendí que nos encontrábamos frente a Greenport, donde, evidentemente, utilizaban generadores de emergencia.

—Greenport —dije.

Beth asintió.

A ambos se nos ocurrió la misma idea, que fue la de refugiarnos en el puerto. Imaginé que estábamos en un bar, donde se festejaba tradicionalmente el huracán, a la luz de las velas y con cerveza caliente.

En algún lugar a nuestra derecha, aunque no alcanzaba a verlo, se encontraba el puerto de Dering, en Shelter Island, y sabía que allí había un club deportivo donde podría amarrar el barco. Greenport y Dering eran los últimos puertos de fácil acceso antes del mar abierto. Miré a Beth.

—Cuando pasemos de Shelter Island, el mar estará muy agitado —dije.

—Está muy agitado ahora —respondió, encogiéndose de hombros—. Intentémoslo; siempre podremos dar media vuelta.

Consideré que era el momento de mencionarle el estado del combustible.

—Nos queda poca gasolina y en algún lugar de la bahía de Gardiners nos encontraremos en la legendaria situación de no poder regresar.

—No te preocupes por eso —respondió Beth después de mirar fugazmente el indicador de combustible—. Zozobraremos mucho antes.

—Eso suena como una de las imbecilidades que yo suelo decir.

Inesperadamente, me sonrió. Luego bajó al camarote y regresó con un salvavidas, es decir, una botella de cerveza.

—Bendita seas —exclamé.

El movimiento del barco era tan violento que no podía llevarme la botella a la boca sin golpearme los dientes y opté por verter la cerveza desde lo alto a mi boca abierta, pero la mitad me cayó en la cara.

Beth trajo una carta de navegación plastificada, que colocó sobre el salpicadero.

—Ahí delante, a la izquierda, está Cleeves Point y allí, a la derecha, se encuentra Hays Beach Point, en Shelter Island. Pasados esos puntos, entraremos en una especie de embudo entre Montauk Point y Orient Point, donde penetra de lleno la fuerza del Atlántico.

—¿Eso es bueno o malo?

—No tiene gracia.

Tomé otro trago de cerveza, una marca cara de importación, como era de esperar en Fredric Tobin.

—Me gusta la idea de robarle el barco y tomarme su cerveza —dije.

—¿Qué te ha resultado más divertido —preguntó Beth—, destrozarle el piso o hundirle el barco?

—El barco no se hunde.

—Deberías mirar abajo.

—No es necesario, lo percibo en el timón —respondí—. Buen lastre.

—De pronto te has convertido en un auténtico marino.

—Aprendo con rapidez.

—Claro. Descansa un poco, John. Yo me ocuparé del timón.

—De acuerdo.

Cogí la carta de navegación, le cedí el timón a Beth y descendí al camarote.

El suelo estaba cubierto por casi diez centímetros de agua, lo que significaba que las bombas de la sentina no achicaban lo suficiente. Un poco de agua no importaba como lastre, así compensaba la pérdida de peso de los depósitos de combustible. Era una pena que los motores no pudieran alimentarse de agua.

Fui al váter y vomité medio litro de agua salada. Me lavé la sal de la cara y de las manos y regresé al camarote. Luego me senté en uno de los bancos convertibles en cama para estudiar la carta de navegación y tomarme la cerveza. Me dolían los brazos, los hombros, las piernas y las caderas, y me palpitaba el pulmón, pero mi estómago estaba mucho mejor. Después de examinar la carta un par de minutos, me dirigí al frigorífico en busca de otra cerveza y subí a cubierta.

Beth se manejaba perfectamente en la tormenta, que, como ya he dicho, no era tan violenta a sotavento de Shelter Island. La mar era gruesa, pero previsible, y el viento no era tan violento a resguardo de la isla.

Miré al horizonte y alcancé a distinguir la silueta negra de los dos cabos, que señalaban el fin del pasaje protegido.

—Yo me ocuparé del timón —dije—. Tú coge la carta de navegación.

—De acuerdo —respondió mientras señalaba en la carta—. Ahora la navegación será un poco compleja. Debes mantenerte a la derecha del faro de Long Beach.

—Muy bien —dije.

Cambiamos de lugar. Cuando pasaba junto a mí miró hacia la popa y dio un grito.

Supuse que había sido una ola monstruosa lo que la había asustado y miré por encima del hombro al coger el timón.

No podía creer lo que veía: un enorme yate, un Chris Craft para ser exacto, el Autumn Gold concretamente, a menos de diez metros de nuestra popa, en rumbo de colisión y acercándose a toda máquina.