El desplazamiento de los viñedos Tobin a Founders Landing, habitualmente en veinte minutos, duró una hora a causa de la tormenta. Las carreteras estaban cubiertas de ramas y la lluvia era tan intensa sobre el parabrisas que me vi obligado a avanzar con mucha lentitud y con las luces encendidas, a pesar de que eran sólo las cinco de la tarde. De vez en cuando, una ráfaga de viento alteraba la dirección del Jeep.
Beth encendió la radio y el locutor decía que la tormenta no había alcanzado todavía la categoría de huracán, pero poco le faltaba. Jasper seguía desplazándose hacia el norte a veinticuatro kilómetros por hora y el extremo de la tormenta, que absorbía humedad y fuerza en el Atlántico, se encontraba a unos cien kilómetros de la costa de Long Island.
—Esos individuos intentan asustar a todo el mundo —comenté.
—Mi padre me contó que el huracán de setiembre de 1.938 asoló por completo grandes zonas de Long Island.
—Mi padre también me habló de ese huracán. Los viejos suelen exagerar.
—Si Tobin está en casa —dijo Beth, cambiando de tema— me ocuparé yo de la situación.
—Bien.
—Lo digo en serio. Se hará a mi manera, John. No haremos nada que comprometa el caso.
—Ya lo hemos hecho. Y no te preocupes por perfeccionar el caso.
No respondió. Intenté llamar a mi contestador automático, pero no se estableció conexión.
—Se ha cortado la electricidad en mi casa —dije.
—Probablemente a estas alturas se ha cortado en todas partes.
—Esto es tremendo. Creo que me gustan los huracanes.
—Tormenta tropical.
—Sí. Eso también.
Se me ocurrió que no regresaría a Manhattan aquella noche, así que, al no asistir a mi cita obligatoria, tendría graves problemas en mi trabajo. Me di cuenta de que no me importaba.
Pensé de nuevo en Emma y se me ocurrió que si no hubiera muerto, mi vida habría sido más feliz. A pesar de todas mis divagaciones sobre la vida en la ciudad o en el campo, en realidad había imaginado mi futuro, aquí, con Emma Whitestone, dedicándome a pescar, nadar, coleccionar orinales o lo que la gente haga en este lugar. También se me ocurrió que ahora todos mis vínculos con el norte de Long Island se habían acabado: mi tía June estaba muerta, mi tío Harry vendía la casa, Max y yo nunca repararíamos la relación que en otro momento habíamos tenido, los Gordon estaban muertos y ahora Emma también había fallecido. Además, las perspectivas tampoco parecían demasiado halagüeñas en Manhattan. Miré fugazmente a Beth Penrose.
Percibió mi mirada y volvió la cabeza hacia mí.
—El cielo es muy hermoso después de la tormenta.
—Gracias —asentí.
En la zona de Founders Landing había muchos árboles viejos y, lamentablemente, habían caído muchas ramas a la carretera y los jardines. Tardamos otros quince minutos en sortear los obstáculos y llegar a la finca de Tobin.
La puerta de hierro forjado estaba cerrada y Beth dijo que se apearía para comprobar si estaba cerrada con llave, pero para ganar tiempo la embestí.
—¿Por qué no intentas rebajar tu nivel de adrenalina? —preguntó Beth.
—Lo intento.
Cuando avanzábamos por el largo camino que conducía a la casa, vi que el jardín, donde recientemente se había celebrado la fiesta, estaba cubierto de ramas caídas, cubos de basura, muebles de jardín y toda clase de desechos.
El mar, al fondo del jardín, estaba muy revuelto y sus enormes olas saltaban por encima de la playa rocosa hasta el mismo césped. El embarcadero de Tobin resistía, pero faltaban muchas labias del cobertizo.
—Es curioso —dije.
—¿Qué?
—El Chris Craft ha desaparecido.
—Debe de estar en dique seco en algún lugar —respondió Beth—. Nadie saldría a navegar en estas condiciones.
—Tienes razón.
No vi ningún coche frente a la casa, que estaba completamente a oscuras. Me dirigí al doble garaje, que estaba en otro edificio, junto a la parte posterior de la casa. Giré a la derecha y embestí con el Jeep la puerta del garaje, que se desmoronó en secciones. Al mirar por el parabrisas vi frente a mí el Porsche blanco, con parte de la puerta del garaje sobre él, y un Ford Bronco al lado.
—¡Dos coches! —exclamé— puede que ese hijo de puta esté en casa.
—Déjame a mí —dijo Beth.
—Por supuesto.
Retrocedí con el Jeep, me dirigí a la parte posterior de la casa, crucé el césped y paré en el jardín, entre sillas y mesas desparramadas.
Me apeé con el hacha en la mano y Beth llamó a la puerta. Esperamos bajo la marquesina, pero nadie contestaba y la abrí de un hachazo.
—¡John! —exclamó Beth—, por el amor de Dios, tranquilízate.
Entramos en la cocina. No había electricidad y estaba oscura y silenciosa.
—Vigila esa puerta —dije.
Me dirigí al centro del vestíbulo y llamé por la escalera.
—¡Señor Tobin! ¿Estás en casa, Fredric? ¡Eh, amigo!
Voy a rebanarte el pescuezo.
Nadie respondió.
Oí un ruido en el suelo del primer piso, dejé el hacha, desenfundé mi treinta y ocho, y subí los peldaños de cuatro en cuatro. Corrí por el pasillo hacia donde había oído el crujido.
—¡Manos arriba! ¡Policía! ¡Policía! —exclamé.
Oí ruido en uno de los dormitorios e irrumpí en el cuarto cuando se cerraba la puerta del armario. La abrí y una mujer empezó a chillar. Y chillar. Tenía unos cincuenta años y era probablemente el ama de llaves.
—¿Dónde está el señor Tobin? —pregunté.
Se cubrió la cara con las manos.
—¿Dónde está el señor Tobin?
Beth llegó en ese momento al dormitorio, pasó junto a mí y cogió a la mujer del brazo.
—No pasa nada. Somos policías.
Sacó a la mujer del armario y la sentó sobre la cama.
Después de un minuto de charla amigable, supimos que la mujer se llamaba Eva, que su inglés era precario y que el señor Tobin no estaba en casa.
—Sus coches están en el garaje —dijo Beth.
—Llegó y se fue.
—¿Adónde se fue? —preguntó Beth.
—Cogió el barco.
—¿El barco?
—Sí.
—¿Cuándo? ¿Cuánto tiempo hace?
—No mucho —respondió la mujer.
—¿Está segura? —preguntó Beth.
—Sí. Lo he visto —contestó señalando la ventana—. El barco ha salido hacia allá.
—¿Iba solo?
—Sí.
—Acérquese a la ventana —le dije.
Lo hizo y me situé junto a ella.
—El barco, ¿en qué dirección se ha ido? ¿Hacia dónde? —pregunté mientras señalaba con las manos.
—Esa dirección —respondió Eva, indicando hacia la izquierda.
Contemplé la bahía. El Chris Craft Autumn Gold se había dirigido al este desde el cobertizo, pero no se veía nada en el mar salvo las olas.
—¿Por qué ha salido en el barco? —preguntó Beth.
—Tal vez para deshacerse del arma asesina —contesté.
—Creo que pudo haber elegido un día mejor —comentó Beth y se dirigió de nuevo a Eva—: ¿Cuándo se ha marchado?, ¿hace diez minutos?, ¿veinte?
—Tal vez diez. Puede que más.
—¿Adónde iba?
—Ha dicho que regresaría por la noche —respondió Eva después de encogerse de hombros—. Me ha dicho que me quedara aquí, que no tuviera miedo, pero estoy asustada.
—No es más que una tormenta tropical —le expliqué.
Beth cogió a Eva de la mano, salieron del dormitorio y se dirigieron a la cocina en la planta baja. Las seguí.
—Debe permanecer en la planta baja —dijo Beth—. No se acerque a las ventanas. ¿De acuerdo?
Eva asintió.
—Busque velas, fósforos y una linterna —prosiguió Beth—. Si tiene miedo, vaya al sótano. ¿Comprendido?
Eva asintió de nuevo y se dirigió a uno de los armarios en busca de velas.
—¿Adónde va con este tiempo? —preguntó Beth después de reflexionar unos instantes.
—Debería estar en los viñedos, haciendo lo que pudiera por proteger su propiedad. Pero no ha ido a la bodega en barco —respondí—. ¿Le ha visto caminar hasta el barco? —añadí, dirigiéndome a Eva—. ¿Me comprende?
—Sí. He visto cómo iba al barco.
—¿Llevaba algo consigo? —pregunté mientras gesticulaba—, ¿en las manos?
—Sí.
—¿Qué?
Optó por enmudecer.
—¿Qué llevaba? —preguntó Beth.
—Arma.
—¿Arma?
—Sí. Gran arma, arma larga.
—¿Un rifle? —preguntó Beth, gesticulando como si apuntara con una escopeta.
—Sí, rifle —respondió Eva mientras levantaba dos dedos—. Dos.
Beth y yo nos miramos.
—Y para excavar —agregó Eva, haciendo gestos como si cavara—. Excavar.
—¿Una pala?
—Sí, una pala. Del garaje.
—¿Y una caja? —pregunté después de reflexionar unos instantes—. ¿Fardo? ¿Bolsa? ¿Caja?
Eva se encogió de hombros.
—¿Qué opinas? —preguntó Beth.
—De lo que estoy seguro es de que Fredric Tobin no ha salido de pesca con dos rifles y una pala. Las llaves, ¿dónde están las llaves? —le pregunté a Eva.
Nos condujo hasta el teléfono de pared, junto al que había un cuadro de llaves. Tobin, que era un maniático de la pulcritud, había puesto etiquetas en todas las llaves. Vi que las del Chris Craft habían desaparecido, pero las del Fórmula seguían ahí.
—Abajo, en el sótano —dijo Eva mientras yo pensaba en mi siguiente estropicio.
Ambos la miramos. Señalaba una puerta al fondo de la cocina.
—Fue abajo. Algo abajo.
Beth y yo nos interrogamos mutuamente con la mirada.
Evidentemente, el señor Tobin no era el Mejor Amo del Año y Eva estaba encantada de aprovechar la oportunidad para dejarlo en evidencia, a pesar de que se apreciaba el miedo en sus ojos y comprendí que no se debía sólo al huracán. Estaba convencido de que Tobin la habría asesinado, de no haber sido por la inconveniencia de tener un cadáver en la finca.
Me acerqué a la puerta y agarré el pomo, pero estaba cerrada con llave. Levanté el hacha, dispuesto a resolver el problema.
—¡Espera! —exclamó Beth—. Necesitamos una causa probable para hacer eso.
—¿Nos concede su permiso para registrar la casa? —le pregunté a Eva.
—¿Disculpe?
—Gracias.
La puerta se abrió de un hachazo, que astilló la madera. Tras ella había una estrecha y oscura escalera que conducía al sótano. Miré a Beth.
—Puedes marcharte cuando lo desees —dije.
La señora legalista pareció experimentar una revelación, la certeza de que estábamos ya tan comprometidos que no teníamos por qué no quebrantar cualquier ley que hubiéramos olvidado. Recibió la linterna de Eva y me la entregó.
—Tú primero, héroe. Yo te cubriré.
—De acuerdo.
Empecé a descender, con la linterna en una mano y el hacha en la otra. Beth desenfundó su nueve milímetros y me siguió.
Hacía mucho frío en el sótano, que apenas tenía dos metros de altura. Los cimientos y el suelo eran de piedra. A primera vista, no parecía haber gran cosa; era demasiado húmedo como almacén y excesivamente lúgubre y siniestro incluso para la colada. Sólo parecía contener un fogón y una caldera. No comprendí a qué podía referirse Eva.
Entonces, la luz de la linterna iluminó un largo muro de ladrillo al fondo del sótano y nos acercamos.
El muro de ladrillo, de construcción más reciente que los antiguos cimientos de piedra, era esencialmente un tabique que dividía el sótano en dos mitades y que llegaba hasta las viejas vigas de roble.
Exactamente en el centro había una hermosa puerta de roble labrado. La linterna iluminó una placa de bronce sobre la puerta, en la que se leía: «Bodega privada de Su Excelencia». Puesto que Su Excelencia carecía de sentido del humor, supuse que se trataba de un obsequio de algún admirador o incluso, posiblemente, de Emma.
—¿Crees que deberíamos entrar? —susurró Beth.
—Sólo si la puerta no está cerrada con llave. Normas de registro y confiscación —respondí antes de entregarle la linterna, intentar girar el pomo de latón, comprobar que estaba cerrada con llave y ver el agujero de la cerradura encima del pomo—. Está sólo atascada —añadí.
Levanté el hacha, golpeé la cerradura y la madera se astilló, pero la puerta resistió. Después de otros cuantos hachazos se abrió de par en par.
Beth apagó la linterna en el momento en que se abrió la puerta y nos encontramos de espaldas al muro, uno a cada lado de la misma, con las pistolas en la mano.
—¡Policía! ¡Salga con las manos en alto! —ordené.
Nadie respondió.
Arrojé el hacha por la puerta abierta y cayó al suelo con un ruido metálico, pero nadie disparó.
—Entra tú primero —dije—. A mí ya me han disparado este año.
—Gracias —respondió antes de agacharse—. Voy a la derecha.
Entró rápidamente por la puerta, la seguí y me situé a la izquierda. Permanecimos agachados e inmóviles, con las pistolas levantadas.
No alcanzaba a ver nada, pero sentía que la sala estaba más fría y tal vez más seca que el resto del sótano.
—¡Policía! —exclamé—. ¡Levante las manos!
Después de otro medio minuto, Beth encendió la linterna. El rayo se desplazó por la sala e iluminó una hilera de estanterías repletas de botellas de vino. Movió la luz a nuestro alrededor. En el centro de la sala había una mesa con dos candelabros, varias velas y una caja de fósforos. Encendí unas diez velas, que llenaron el ambiente de luz parpadeante.
Había estanterías por todas partes, como era de esperar en una bodega. También había varios montones de cajas de vino, de madera y de cartón, unas abiertas y otras cerradas, así como media docena de barriles en sus correspondientes peanas. Vi serpentines de refrigeración en las paredes, con protecciones de plástico. El techo parecía de cedro y la piedra rugosa del suelo estaba cubierta de baldosas.
—Yo guardo mis dos botellas de vino en el armario de la cocina —dije.
Beth cogió la linterna y examinó algunas de las botellas polvorientas de los estantes.
—Esto son vinos franceses añejos —declaró.
—Probablemente guarda el suyo en el garaje —respondí.
Beth iluminó el muro de piedra, donde había amontonadas varias docenas de cajas de cartón.
—Aquí hay algo de vino suyo —dijo Beth—. Y los barriles también llevan sus etiquetas.
Miramos un rato a nuestro alrededor y vimos un aparador con copas, sacacorchos, servilletas, etcétera. Vimos también varios termómetros y todos marcaban dieciséis grados centígrados.
—¿Qué intentaba decirnos Eva? —pregunté por fin.
Miré a Beth a la luz de las velas y se encogió de hombros.
—Tal vez deberíamos examinar esas cajas —respondió.
—Puede que tengas razón.
Empezamos a mover las cajas de madera y de cartón. Abrimos un par de ellas, pero sólo contenían botellas de vino.
—¿Qué buscamos? —preguntó Beth.
—No lo sé, pero vino no.
En un rincón, donde se unían los dos muros de piedra, había un montón de cajas de vino de los viñedos Tobin, todas ellas con la etiqueta «Autumn Gold». Me acerqué y empecé a arrojarlas a un pasillo entre dos hileras de estanterías. El ruido de cristales rotos y el olor a vino impregnaban la sala.
—No tienes por qué estropear un buen vino —dijo Beth—. Tranquilízate. Pásame las cajas.
—Quítate de en medio —respondí sin hacerle caso.
Después de arrojar las últimas cajas, allí, en el rincón, había algo que no era vino. En realidad, era una nevera portátil de aluminio, que contemplé a la luz de las velas.
Beth se me acercó con la linterna e iluminó la caja de aluminio.
—¿Es ésa la caja de la que hablabas?, ¿la nevera portátil del barco de los Gordon?
—Realmente lo parece. Pero es una caja bastante común y a no ser que tenga huellas dactilares, lo que dudo, nunca lo sabremos con seguridad. Sospecho que ésta es la caja que todo el mundo creía que contenía ántrax refrigerado.
—Todavía es posible que lo tenga —dijo Beth—. No estoy completamente convencida de esa historia del tesoro pirata.
—Espero que los técnicos detecten alguna huella dactilar en esa superficie de aluminio rugoso —respondí y di media vuelta para retirarme.
—Espera. ¿No vas a…? Quiero decir…
—¿Abrirla? ¿Estás loca? ¿Manipular las pruebas? Ni siquiera deberíamos estar aquí. No tenemos orden de…
—¡Déjate de tonterías!
—¿Cómo?
—Abre esa maldita caja. O, mejor dicho, yo la abriré. Toma esto —dijo mientras me ofrecía la linterna. La cogí y me agaché entre dos cajas de vino—. Dame un pañuelo o algo por el estilo.
Le entregué mi pañuelo y, con él en la mano, Beth abrió el cerrojo y levantó la tapa.
Mantuve la linterna enfocando la caja. Supongo que esperábamos encontrarnos con oro y joyas, pero antes de que la tapa estuviera completamente abierta, lo que vimos fue una calavera humana que nos miraba. Beth se sobresaltó, retrocedió y se cerró la tapa. A varios pasos de la caja, recuperó el aliento, señaló la caja y se quedó momentáneamente sin habla.
—¿Has visto eso? —preguntó por fin.
—Sí. Está muerto —respondí.
—¿Cómo…? ¿Por qué…?
—Pañuelo —dije después de agacharme junto a la caja.
Me lo entregó y levanté la tapa. El haz luminoso de la linterna se desplazó por el interior de la caja de aluminio y comprobé que la calavera descansaba sobre otros huesos. Había una moneda de cobre cubierta de cardenillo en cada cuenca de los ojos de la calavera.
Beth se agachó junto a mí y apoyó una mano en mi hombro, para mantener el equilibrio o para sentirse más segura.
—Es parte de un esqueleto humano —dijo después de recuperar el control de sí misma—. Un niño.
—No, un adulto de poca estatura. Las personas eran más pequeñas en aquella época. ¿Has visto alguna vez una cama del siglo XVII? Una vez dormí en una.
—Dios mío… ¿Qué hace ahí ese esqueleto…? ¿Qué más hay en la caja…?
Introduje la mano, agarré algo desagradable al tacto y lo levanté a la luz de la linterna.
—Madera podrida.
Ahora alcanzaba a ver que debajo de los huesos había varios trozos de madera podrida y, al mirar más detenidamente, descubrí piezas de latón cubiertas de cardenillo, algunos clavos de hierro oxidado y un fragmento de tela raída.
Los huesos no eran blancos, sino de un castaño rojizo, y me percaté de que estaban impregnados de tierra y arcilla, lo que indicaba que no habían sido enterrados en un ataúd y que habían permanecido mucho tiempo bajo tierra.
Después de hurgar en la caja encontré un candado de hierro oxidado y cuatro monedas de oro, que le entregué a Beth.
Me puse de pie y me limpié la mano con el pañuelo.
—El tesoro del capitán Kidd.
—¿Esto? —preguntó Beth, mirando las cuatro monedas de oro en su mano.
—Parte de él. Lo que vemos aquí es parte de un baúl de madera, a mi juicio fragmentos de la tapa, que ha sido forzada. El baúl estaba envuelto en esa lona o hule podrido, para protegerlo del agua durante un año aproximadamente, pero no a lo largo de trescientos años.
—¿Quién es ése? —preguntó Beth, señalando la calavera.
—Supongo que es el guardián del tesoro. A veces asesinaban a un condenado, un indígena, un esclavo o un desgraciado y lo arrojaban sobre el baúl. En aquella época se creía que el fantasma del muerto permanecía inquieto y ahuyentaba a quien intentara excavar su tumba.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo he leído en un libro. Y para los que no eran supersticiosos y hubieran visto que allí se enterraba algo o advirtieran la tierra removida, si cavaban, se encontraban con un cadáver y podían suponer que se trataba sólo de una tumba. Muy astuto, ¿no te parece?
—Supongo. Yo no seguiría excavando.
Permanecimos un rato en la bodega, sumidos en nuestros pensamientos. El contenido de la caja de aluminio no desprendía un olor particularmente agradable y me agaché para cerrar la tapa.
—Supongo que todo esto iba a aparecer en algún lugar, cualquier día, junto con el oro y las joyas —dije.
—¿Pero dónde está el tesoro? —preguntó de nuevo Beth mientras observaba las monedas de oro en su mano.
—Si los esqueletos pudieran hablar, estoy seguro de que nos lo dirían.
—¿Por qué tiene monedas en los ojos?
—Está relacionado con alguna superstición.
—Tenías razón —dijo Beth después de mirarme—. Te felicito por tu excelente trabajo de investigación.
—Gracias —respondí—. Vamos a tomar un poco de aire fresco.