La lluvia era copiosa y el viento sonaba como un tren de mercancías.
Encontré dos ponchos amarillos en el perchero y cogí mi treinta y ocho, que introduje en la pistolera. La operación siguiente consistía en recorrer el camino que conducía a la carretera, cubierto de ramas y escombros. Arranqué el Jeep, introduje una velocidad y avancé por encima de las ramas.
—Treinta y tres centímetros del suelo y tracción en las cuatro ruedas —dije.
—¿También flota? —preguntó Beth.
—Quizá lo averigüemos hoy.
Avancé por los estrechos caminos junto al mar, por encima de ramas y desechos marinos, hasta encontrarme con un árbol caído que bloqueaba el acceso a la carretera.
—No había salido al campo durante un huracán desde que era niño —dije.
—Esto no es un huracán, John —aclaró Beth.
—A mí me lo parece —respondí mientras conducía por el jardín de una casa para rodear el enorme árbol derribado por el viento.
—El viento debe alcanzar una velocidad de sesenta y cinco nudos para ser un huracán. Ahora es una tormenta tropical.
Beth conectó la radio y sintonizó una emisora de noticias permanentes, donde, como era de suponer, hablaban de Jasper. El locutor decía: «… se dirige hacia el noreste, con vientos de hasta sesenta nudos, que equivalen a unos ciento veinte kilómetros por hora para los acostumbrados a medidas terrestres. Avanza a unos veinticuatro kilómetros por hora y, si no cambia de rumbo, alcanzará la costa meridional de Long Island aproximadamente a las ocho de la tarde. Se ha advertido del peligro para la navegación de pequeños barcos en el océano y en el canal. Se aconseja a los viajeros que permanezcan en sus casas…». Apagué la radio.
—Alarmista.
—Mi casa está bastante lejos de la costa —dijo Beth—, tal vez quieras pasarte por allí más tarde. Se encuentra a menos de dos horas de Manhattan, en coche o en tren, y podrías marcharte cuando haya pasado lo peor de la tormenta.
—Gracias.
Circulamos un rato en silencio, hasta llegar por fin a la carretera principal, donde no había escombros pero estaba inundada. El tráfico era escaso y casi todos los negocios junto a la carretera estaban cerrados e incluso algunos tapiados. Vi un puesto de verduras derrumbado y un poste que, al caer, había arrastrado los cables eléctricos y telefónicos.
—No creo que esto sea bueno para las uvas —dije.
—Esto no es bueno para nada —respondió Beth.
No habían transcurrido todavía veinte minutos cuando entré en el aparcamiento de grava de los viñedos Tobin. No había ningún coche aparcado y vi un letrero que decía «Cerrado».
Cuando miré hacia la torre, comprobé que no se veía ninguna luz encendida por las ventanas, a pesar de que el cielo estaba casi negro.
A ambos lados del aparcamiento había viñedos y las cepas estacadas estaban recibiendo un duro castigo. Si la tormenta empeoraba, con toda probabilidad iba a arrasar la cosecha. Recordé la breve disertación de Tobin sobre la influencia moderadora del clima marítimo, siempre y cuando no azotara un huracán.
—Jasper.
—Así es como se llama.
Beth miró a su alrededor.
—Creo que no está aquí —dijo—. No veo ningún coche y el lugar está a oscuras. Probemos en su casa.
—Pasemos antes por la oficina.
—John, está cerrado.
—Cerrado es un término relativo.
—No, no lo es.
Conduje hacia la bodega, giré a la derecha y salí del aparcamiento a una zona de césped, entre la bodega y los viñedos. Me dirigí a la parte trasera del edificio, donde había varios camiones aparcados entre montones de botas vacías.
—¿Qué haces? —preguntó Beth.
—Comprueba si está abierta —dije después de acercarme a la puerta trasera de la torre.
Beth me miró e intentó decir algo.
—Limítate a comprobar si está abierta. Haz lo que te digo.
Se apeó del Jeep, corrió hacia la puerta y tiró del pomo. Me miró, movió la cabeza negativamente y empezó a regresar al vehículo. Aceleré, embestí la puerta y ésta se abrió de par en par. Paré el motor y bajé del vehículo. Agarré a Beth del brazo y entramos corriendo por la puerta abierta de la torre.
—¿Estás loco?
—Hay una buena vista desde arriba.
Sabía que la puerta del ascensor se cerraba con llave y me dirigí a la escalera. Beth me agarró del brazo y me obligó a detenerme.
—¡Alto! Esto es un allanamiento de morada, por no mencionar la violación de los derechos civiles…
—Estamos en un edificio público.
—¡Está cerrado!
—Yo me encontré la puerta forzada.
—John…
—Vuelve al Jeep. Yo me ocuparé de esto.
Intercambiamos miradas, Beth parecía decirme: «Sé que estás furioso, pero no lo hagas». Le di la espalda y empecé a subir solo por la escalera. En cada piso probé la puerta de las oficinas, pero estaban todas cerradas con llave.
En el rellano del segundo piso oí pasos a mi espalda, desenfundé mi treinta y ocho, esperé junto a la pared y vi a Beth que subía por la escalera. Me miró.
—Soy yo quien comete el delito —dije—. No necesito ningún cómplice.
—La puerta estaba forzada —respondió Beth—. Estamos investigando.
—Es lo que yo había dicho.
Seguimos por la escalera.
En el tercer piso, donde se encontraban los despachos directivos, la puerta también estaba cerrada con llave. Eso no significaba que no hubiera nadie en el edificio, aquellas salidas de incendios estaban cerradas, pero podían abrirse desde el otro lado. Golpeé repetidamente la puerta de acero.
—John, creo que no hay nadie —dijo Beth.
—Eso espero.
Corrí hasta el cuarto piso y ella me siguió. Probé la puerta, pero también estaba cerrada.
—¿Es éste su apartamento? —preguntó Beth.
—Sí.
En una caja de cristal en la pared se encontraban el hacha y el extintor obligatorios. Agarré el extintor, rompí el cristal y cogí el hacha. El ruido del cristal retumbó por toda la escalera.
—¿Qué estás haciendo? —exclamó Beth casi a gritos.
La empujé hacia atrás, di un hachazo al pomo de la puerta, que se desprendió inmediatamente, pero ésta permanecía cerrada. Con unos cuantos hachazos se rompió el cerrojo y se abrió la puerta.
Respiré profundamente varias veces. Tenía una extraña sensación en el pulmón, como si se hubiera abierto algo que había tardado mucho en cerrarse.
—John, escúchame…
—Silencio. Atenta por si oyes pasos.
Saqué mi arma de debajo del poncho y ella hizo lo mismo. Permanecimos inmóviles y nos asomamos a la puerta que acababa de abrir. Un biombo de seda japonés, que ocultaba la puerta de acero de los delicados ojos del señor Tobin, me impedía ver el interior del apartamento. Estaba oscuro y silencioso.
Llevaba todavía el hacha en mi mano izquierda, la arrojé contra el biombo de seda, que cayó al suelo, y vimos un gran espacio, utilizado como sala de estar y comedor.
—No podemos entrar ahí —susurró Beth.
—Debemos hacerlo. Alguien ha derribado la puerta. Hay ladrones en algún lugar.
El ruido que habíamos hecho hasta ahora bastaba para atraer a cualquiera de las inmediaciones, pero no se oía nada. Supuse que la puerta trasera estaba conectada a alguna alarma, pero, seguramente, docenas de alarmas habían sonado en las diversas centrales de seguridad, debido a la tormenta, por toda la zona norte de Long Island. En todo caso, podíamos ocuparnos de la policía si se presentaba; en realidad, nosotros éramos policías.
Avancé por la sala de estar, desplazando el arma que sujetaba con ambas manos en un arco desde la izquierda hasta el centro. Beth hacía lo mismo de la derecha al centro.
—John, esto no es una buena idea. Debes tranquilizarte. Sé que estás alterado y no te lo reprocho, pero no puedes hacer esto. Vamos a salir de aquí y…
—Silencio —dije—. ¡Señor Tobin! ¿Está usted en casa? Tiene visita.
Nadie respondió. Avancé hacia el interior de la sala de estar, iluminada sólo por el oscuro firmamento, tras las grandes ventanas en arco, y la luz que se filtraba por dos enormes claraboyas en el techo, a cuatro metros de altura. Beth me seguía lentamente.
Era un lugar previsiblemente tranquilo, con la pared redondeada de la sala semicircular que daba al norte. La otra mitad de la torre, que daba al sur, estaba dividida en una cocina abierta, que alcanzaba a ver, y un dormitorio que ocupaba el cuarto suroeste del círculo. La puerta de la habitación estaba abierta y miré en su interior. Llegué a la conclusión de que estábamos solos, o si Tobin se encontraba allí, estaba muerto de miedo y se había ocultado bajo la cama o en un armario.
Miré a mi alrededor en la sala de estar. A la luz grisácea alcanzaba a ver que la moderna decoración era escasa y ligera, en consonancia con el ambiente del apartamento. De las paredes colgaban acuarelas con paisajes locales que reconocí: el faro de Plum Island, el faro de Horton Point, algunas marinas, unos pocos edificios antiguos de tablas de madera e incluso la posada del general Wayne.
—Bonito lugar —dije.
—Sí, muy bonito —respondió Beth.
—Aquí a uno le puede ir bien con las mujeres.
La señorita Penrose no respondió.
Me acerqué a una de las ventanas que daba al norte y contemplé la tormenta que arreciaba en el exterior. Vi que algunas cepas estaban en el suelo e imaginé que las uvas que no habían sido todavía vendimiadas se habían estropeado y serían arrastradas por el viento.
—Aquí no hay ningún ladrón —dijo Beth, fiel a mi guión—. Deberíamos marcharnos y denunciar que hemos encontrado pruebas de un allanamiento de morada.
—Buena idea. Pero antes me aseguraré de que los delincuentes hayan huido —respondí mientras le entregaba las llaves del coche—. Espérame en el Jeep. Tardaré sólo un momento.
—Llevaré el coche al aparcamiento —dijo Beth después de titubear—. Esperaré quince minutos. Eso es todo.
—De acuerdo.
Le di la espalda y entré en el dormitorio, un poco más lujoso y acogedor que el resto del piso, donde el regalo de Dios a las mujeres servía el champán. En realidad, había un cubo para el champán junto a la cama. Mentiría si dijera que no imaginé a Emma en la cama con el Señor de las Uvas. Pero eso ya no importaba. Ella estaba muerta y él no tardaría en estarlo.
A la izquierda, había un gran cuarto de baño con una ducha de múltiples chorros, una bañera de hidromasaje, un bidet y todo lo demás. Sí, Fredric Tobin había disfrutado de una buena vida, hasta que empezó a gastar más de lo que ganaba. Se me ocurrió que aquella tormenta lo habría aniquilado, sin una transfusión de oro.
Había un escritorio en la habitación y lo registré de cabo a rabo, pero no encontré nada útil ni que lo incriminara.
Tardé unos diez minutos en ponerlo todo patas arriba. De nuevo en la sala de estar, encontré un armario cerrado con llave y lo abrí de un hachazo, pero sólo parecía contener un servicio de plata de ley, algunos manteles, copas de cristal, un refrigerador de vino con puerta de cristal, un humidificador de cigarros y otros artículos propios de la buena vida, incluida una gran colección de vídeos pornográficos.
Lo destrocé todo, incluido el refrigerador de vino, pero tampoco encontré nada útil.
Paseé por la sala con el hacha en la mano, en busca de cualquier cosa, pero también desahogando un poco mi frustración.
En unos estantes de la pared había lo que denominan una cadena, con un televisor, un vídeo, un reproductor de discos compactos, etcétera, además de varios estantes con libros. También lo examiné todo, sacudiendo los libros uno por uno y arrojándolos luego al suelo.
Entonces, algo me llamó la atención. En un marco dorado, del tamaño aproximado de un libro, había un viejo pergamino. Lo acerqué a la tenue luz de la ventana. Era un mapa borroso dibujado a pluma con una escritura en la parte inferior. Lo llevé a la cocina y lo puse sobre la mesa, cerca de una de esas luces de emergencia que producen un tenue resplandor. Vi de qué se trataba: un sector de la costa con una pequeña ensenada. La escritura era realmente difícil y deseé que Emma estuviera conmigo para ayudarme.
Al principio creí que podría tratarse de un fragmento de la costa de Plum Island, pero en la isla no había ensenadas, salvo donde estaba el puerto, que tenía un aspecto muy diferente a lo que veía en el mapa.
Luego pensé que podía ser una ilustración de la ensenada de Mattituck, donde se encontraban los árboles del capitán Kidd, pero guardaba un escaso parecido, o ninguno, con la cala que había visto en mi mapa de carreteras y en persona. Había una tercera posibilidad, que fueran los promontorios o arrecifes, pero una vez más, no observé semejanza alguna con aquel sector de la costa, que era muy recto, mientras que el del mapa era curvado y tenía una ensenada.
Por fin decidí que no tenía ningún sentido, salvo el de tratarse de un viejo pergamino que Tobin había querido enmarcar con fines decorativos. ¿Asunto resuelto? No. Lo seguí observando e intentaba descifrar la borrosa escritura, hasta que por fin distinguí dos palabras: Founders Landing.
Ahora que me había orientado, vi que era efectivamente un mapa de medio kilómetro de costa aproximadamente, que incluía Founders Landing, una ensenada anónima y lo que actualmente era la propiedad de Fredric Tobin.
La escritura de la parte inferior eran evidentemente instrucciones, entre las que había números, y distinguí la palabra roble.
Oí un ruido en la sala de estar y desenfundé mi arma.
—¿John? —dijo Beth.
—Estoy aquí.
Beth entró en la cocina.
—¿No pensabas marcharte? —pregunté.
—Ha venido la policía de Southold en respuesta a la llamada de un vigilante. Les he dicho que estaba todo bajo control.
—Gracias.
—Está todo destrozado —dijo después de mirar la sala de estar.
—Huracán John.
—¿Te sientes mejor?
—No.
—¿Qué tienes ahí?
—El mapa de un tesoro. Estaba a la vista, en este marco dorado.
—¿Plum Island? —preguntó mientras lo examinaba.
—No. El mapa de Plum Island o lo que les condujera al tesoro fue destruido hace mucho tiempo. Éste es un mapa de Founders Landing y de lo que actualmente es la finca de Tobin.
—¿Y bien?
—Estoy seguro de que es una falsificación. Durante mis estudios de archivero he aprendido que se puede comprar auténtico pergamino en blanco, de cualquier época determinada de los últimos siglos. Luego existen expertos en la ciudad que mezclan un poco de carbón con aceite o lo que sea y escriben lo que se les pida.
—De modo que Tobin encargó este mapa, donde se indica que hay un tesoro enterrado en su propiedad —asintió Beth.
—Efectivamente. Y si te fijas, verás que lo escrito parecen instrucciones. Y si prestas aún más atención… ¿Ves esa cruz?
Levantó el pergamino para examinarlo.
—Sí, la veo. No tenía ninguna intención de que los Gordon enterraran el tesoro en el promontorio.
—No. Pretendía que le entregaran el tesoro, matarlos y luego enterrarlo en su propiedad.
—¿Entonces el tesoro está enterrado ahora en la finca de Tobin?
—Vamos a averiguarlo.
—¿Otro allanamiento de morada?
—Peor. Si lo encuentro en casa, voy a romperle ambas piernas con esta hacha y luego advertirle que lo lastimaré realmente si no habla. ¿Quieres que te deje en algún sitio?
—Iré contigo. Necesitas que alguien te cuide y yo debo buscar el medallón de mi abuela en el jardín.
Guardé el pergamino en mi camisa, bajo el poncho, y agarré el hacha. De camino a la escalera, arrojé una lámpara de mesa contra una de las altas ventanas en arco. Entró una ráfaga de viento por el cristal roto, que hizo volar las revistas de la mesilla.
—¿Ha alcanzado ya los sesenta y cinco nudos?
—Poco le falta.