Capítulo 30

Beth me dejó solo un rato y logré recuperar la compostura. Por fin apareció en la terraza y me ofreció una taza de café con algo que olía a brandy.

Ambos contemplamos la bahía en silencio.

—¿De qué va todo esto, John? —preguntó al cabo de unos minutos.

Sabía que le debía cierta información.

—Oro —respondí.

—¿Oro?

—Sí. Un tesoro enterrado, tal vez un tesoro pirata, puede que el tesoro del propio capitán Kidd.

—¿El capitán Kidd?

—Sí.

—¿Y estaba en Plum Island?

—Sí… por lo que he podido deducir, Tobin lo descubrió de algún modo y al comprender que nunca tendría acceso a uno de los lugares más impenetrables del país, empezó a buscar un socio con acceso ilimitado a la isla.

—Claro… —dijo Beth después de reflexionar unos instantes—. Ahora todo tiene sentido… la sociedad histórica, las excavaciones, la casa junto al mar, la lancha… Estábamos tan obsesionados con la plaga y luego las drogas…

—Exactamente. Pero cuando descartas por completo esas posibilidades, como yo hice, porque sabía que los Gordon eran incapaces de hacer tal cosa, uno se ve obligado a planteárselo todo de nuevo.

Beth asintió.

—Como dijo el doctor Zollner —declaró—, cuando tu única herramienta es un martillo, todos los problemas parecen clavos.

Asentí.

—Adelante. Cuéntamelo todo.

Sabía que intentaba alejar de mi mente el asesinato de Emma y tenía razón en cuanto a que debía pensar en el caso y hacer algo positivo.

—De acuerdo —respondí—. Cuando estuve en Plum Island, las excavaciones arqueológicas me parecieron absolutamente impropias de Tom y Judy, y ellos no me las habían mencionado porque sabían que pensaría eso. Estoy convencido de que se anticipaban al día en que, después de descubrir supuestamente el tesoro en su propio terreno, ciertas personas recordarían las excavaciones en Plum Island y las relacionarían con lo sucedido. Así que cuantos menos lo supieran mejor para ellos.

—No sería la primera vez que algo valioso se traslada y de pronto aparece en un lugar más oportuno —comentó Beth.

—Ése era precisamente el quid de la cuestión. La cruz del mapa pirata debía desplazarse del terreno del Tío Sam al de Tom y Judy.

—¿Crees que los Gordon conocían el lugar exacto donde estaba enterrado el tesoro en Plum Island? —preguntó Beth después de reflexionar unos instantes—. ¿O intentaban encontrarlo? No recuerdo haber visto demasiadas excavaciones recientes en la isla.

—Creo que la información de Tobin era fiable y creíble, pero, tal vez, no demasiado precisa. He aprendido algunas cosas sobre los mapas piratas de Emma… y en este libro… —respondí señalando el libro sobre la mesa—. Y por lo que he aprendido, se suponía que el escondite de esos tesoros era sólo temporal, de modo que algunos de los puntos de referencia en el mapa o las instrucciones han resultado ser árboles desaparecidos desde hace mucho tiempo, rocas desmenuzadas o caídas al mar y cosas por el estilo.

—¿Cómo se te ocurrió interrogar a Emma? —preguntó Beth.

—Sólo me proponía investigar la Sociedad Histórica Peconic. Pensaba dedicarle aproximadamente una hora y, en realidad, no me importaba con quien hablara… luego la conocí y, mientras charlábamos, surgió el dato de que había sido novia de Tobin.

Beth contemplaba la bahía mientras reflexionaba.

—Y luego decidiste hablar con Fredric Tobin.

—No, había hablado con él antes de conocer a Emma.

—¿Entonces qué te indujo a hablar con él? ¿Qué relación creíste que podía tener con los asesinatos?

—Al principio, ninguna. Hacía el trabajo de un aprendiz de detective, hablando con los amigos y no con los sospechosos. Había conocido a Tobin en sus viñedos en julio, con los Gordon —respondí antes de explicar las circunstancias—. No me había caído bien entonces y me preguntaba por qué les gustaba a los Gordon. Después de pasar unas horas con él el miércoles, personalmente me pareció inofensivo, aunque no respondía adecuadamente a preguntas sencillas. ¿Comprendes?

Beth asintió.

—Luego, después de hablar con Emma, empecé a calibrar ciertas relaciones.

Ella asintió una vez más y contempló la lluvia mientras reflexionaba.

—Yo he pasado estos dos días con el forense, el laboratorio, Plum Island, etcétera. Entretanto, tú seguías una pista completamente diferente.

—Una pista muy vaga, pero no tenía otra cosa que hacer.

—¿Estás todavía enfadado por el trato que has recibido?

—Lo estaba. Puede que ésa fuera mi razón para actuar así. Pero no importa. El caso es que te lo entrego todo. Quiero a Fredric Tobin detenido, condenado y crucificado.

—Puede que eso no suceda nunca y tú lo sabes —respondió Beth después de mirarme—. A no ser que encontremos alguna prueba irrefutable, no se le condenará. Dudo que el fiscal esté dispuesto a acusarlo.

Lo sabía. También sabía que cuando el problema era un clavo, lo único que se necesitaba era un martillo. Y yo lo tenía.

—¿Tienes alguna otra prueba? —preguntó Beth.

—Descubrí un bote sin quilla y un bichero en el cobertizo de Tobin, de los que se utilizan para circular por las marismas. También había una sirena de aire comprimido —respondí y le relaté mi encuentro con Tobin en el cobertizo.

—Siéntate —dijo Beth después de asentir, mientras se acomodaba en la mecedora y yo me instalaba en el sillón de mimbre—. Cuéntamelo todo.

A lo largo de una hora, le conté todo lo que había hecho desde que nos separamos el martes por la noche, incluido el hecho de que la novia de Tobin, Sondra Wells, y el ama de llaves estaban ausentes la tarde del día en que se cometieron los asesinatos de los Gordon, mientras que Tobin me había inducido a creer que estaban en casa.

Beth me escuchó, con la mirada fija en la lluvia y en el mar. Arreciaba el viento, que de vez en cuando llegaba a aullar.

—De modo que los Gordon no compraron el terreno de Wiley para traicionar a Tobin —dijo cuando terminé.

—No. Tobin les dijo a los Gordon que lo compraran, debido a la leyenda de los arrecifes del capitán Kidd. Existe también un lugar llamado los árboles del capitán Kidd, pero actualmente es un parque público. En cuanto al arrecife o promontorio, su ubicación no está tan bien documentada en los libros de historia como los árboles, así que Tobin sabía que cualquier acantilado en la zona serviría. Pero no quería que se divulgara que él había comprado un terreno inútil en los promontorios porque habría levantado toda clase de rumores y especulaciones. Así que hizo que lo adquirieran los Gordon con su propio dinero, que era limitado, pero tuvieron la suerte de encontrar la parcela de Wiley, aunque puede que Tobin les facilitara la información. El plan consistía entonces en esperar un poco antes de enterrar el tesoro y luego descubrirlo.

—Increíble.

—Sí. Y puesto que es casi imposible falsear la edad de un pozo vertical, se proponían introducir el baúl del tesoro en la ladera de ese promontorio, el acantilado que encontramos, y alegar que había salido a la superficie como consecuencia de la erosión. Luego, al extraerlo de la arcilla y la arena con picos y palas, el emplazamiento quedaría esencialmente destruido y el baúl astillado, de modo que sería imposible analizar el entorno.

—Increíble —repitió Beth.

—Eran personas muy inteligentes, Beth, y no tenían ninguna intención de meter la pata. Iban a apoderarse de un tesoro valorado en diez o veinte millones de dólares ante las propias narices del Tío Sam y éste sólo se enteraría cuando lo divulgaran las noticias. También estaban preparados respecto a Hacienda —añadí y le hablé de las leyes relacionadas con el hallazgo de tesoros, impuestos a pagar, etcétera.

—¿Pero cómo participaría Tobin de los beneficios después de dar a conocer su hallazgo los Gordon? —preguntó Beth después de reflexionar unos instantes.

—En primer lugar, demostraron haber sido amigos desde hacía casi dos años. Los Gordon habían desarrollado un interés por el vino, a mi parecer ficticio, pero útil para que Fredric Tobin y los Gordon se exhibieran juntos en público como amigos —respondí antes de explicarle lo que me había comentado Emma de la relación entre ellos—. Pero eso no coincidía con lo que Tobin me había contado respecto a su amistad. De modo que ahí había otra contradicción.

—Ser amigos no basta para compartir millones de dólares de un tesoro —dijo Beth.

—Efectivamente. Por esa razón elaboraron una historia paralela al descubrimiento. A mi juicio, primero fingieron haber desarrollado un interés común por la historia local, que acabó por conducirles a cierta información sobre un tesoro pirata. Entonces, en consonancia con lo que se proponían declarar a la prensa, establecieron un pacto entre amigos para buscar y compartir lo que se encontrara.

Beth asintió de nuevo. Me percaté de que estaba casi convencida de mi reconstrucción de lo sucedido antes de los asesinatos.

—Los Gordon y Tobin declararían que habían examinado antiguos archivos en diversas sociedades históricas locales, lo cual es cierto, así como en Inglaterra. Su investigación les habría convencido de que el tesoro estaba enterrado en una propiedad de Margaret Wiley y, aunque lamentaban haber privado a la anciana del botín, todo vale en la búsqueda de tesoros. Le ofrecerían a Margaret una bonita joya o algo por el estilo. También señalarían que habían arriesgado veinticinco mil dólares, porque no tenían una seguridad absoluta de que allí se encontrara el tesoro.

Me recliné en mi sillón para escuchar el viento y la lluvia. Me sentía tan triste como en los peores momentos de mi vida y me sorprendía lo mucho que echaba de menos a Emma Whitestone, que había aparecido en mi vida de una forma tan rápida e inesperada para luego trasladarse a otra vida, tal vez en algún lugar entre las estrellas.

Respiré profundamente antes de proseguir.

—Supongo que los Gordon y Tobin debían de poseer alguna documentación falsa para demostrar que habían descubierto la ubicación del tesoro en algún archivo. No sé lo que se proponían en este sentido: un pergamino falso, una fotocopia de un original supuestamente perdido o puede que se limitaran a declarar que no estaban dispuestos a revelar su fuente de información porque todavía buscaban otros tesoros. Al gobierno no le importa cómo lo encontraron, sólo dónde y cuánto vale. ¿Te parece lógico?

—Me parece lógico como tú lo has planteado —respondió Beth—, pero sigo creyendo que alguien lo relacionaría con Plum Island.

—Es posible. Pero sospechar dónde se ha encontrado el tesoro y demostrarlo son dos cosas muy distintas.

—Sí, pero no deja de ser un punto débil en un plan que es sólido en los demás sentidos.

—Sí, lo es. Ahí va otra teoría que encaja realmente con lo sucedido: Tobin no tenía ninguna intención de compartir el hallazgo con los Gordon. Los indujo a creer todo lo que te he contado, los convenció para que compraran el terreno y entre los tres elaboraron la historia sobre el descubrimiento del tesoro y la razón por la que lo compartirían. Pero, en realidad, Tobin también temía que alguien estableciera el vínculo con Plum Island. Los Gordon resolvieron el problema de la localización del tesoro y lo sacaron de la isla. Sin embargo, luego se convirtieron en un problema, en el punto débil, en la pista evidente respecto a su lugar de procedencia.

—Tres pueden guardar un secreto si dos están muertos —dijo Beth después de asentir mientras se mecía en silencio.

—Exactamente. Los Gordon eran listos, pero también un poco ingenuos y nunca habían conocido a nadie tan perverso y engañoso como Fredric Tobin. En ningún momento llegaron a sospechar porque hicieron todo lo previsto, compraron el terreno y todo lo demás. En realidad, Tobin sabía desde el principio que los asesinaría. Con toda probabilidad, se proponía enterrar el tesoro en su propia finca, cerca de Founders Landing, que también es un paraje histórico, donde luego se descubriría, o había decidido mantenerlo oculto, aquí o en el extranjero, y quedarse así no sólo con la parte de los Gordon, sino también con la del Tío Sam.

—Sí. Eso parece bastante probable ahora que ha demostrado ser capaz de asesinar a sangre fría.

—En cualquier caso, él es tu hombre.

Beth permaneció sentada, con la barbilla en la mano y los pies apoyados en el travesaño frontal de la mecedora.

—¿Cómo conociste a los Gordon? —preguntó finalmente—. Es decir, ¿por qué unas personas con una agenda tan apretada se tomaron el tiempo…? ¿Comprendes a lo que me refiero?

Intenté sonreír antes de responder.

—Subestimas mi encanto. Pero es una buena pregunta —respondí mientras me lo pensaba, no por primera vez—. Puede que simplemente les gustara. Pero también es posible que sospechasen algo y quisieran tener cerca a un protector. También cultivaron la amistad de Max, de modo que deberías preguntarle cómo empezaron a relacionarse.

—Entonces, ¿cómo los conociste? —insistió Beth después de asentir—. Debí habértelo preguntado el lunes, en el escenario del crimen.

—Sí, debiste haberlo hecho —respondí—. Los conocí en el bar de Claudio’s. ¿Lo conoces?

—Todo el mundo lo conoce.

—Intenté ligarme a Judy en la barra.

—He aquí una forma propicia de iniciar una amistad.

—Desde luego. En todo caso, consideré que el encuentro era fortuito y puede que lo fuera. Por otra parte, los Gordon ya conocían a Max, Max me conocía a mí y puede que hubiera mencionado que el policía herido en acto de servicio que había aparecido por televisión era amigo suyo y se estaba recuperando en Mattituck. Entonces, y todavía ahora, frecuentaba sólo dos lugares: la Olde Towne Taverne y Claudio’s. De modo que es posible… aunque puede que no… es difícil saberlo. De todos modos no importa, salvo como curiosidad. A veces las cosas ocurren por pura casualidad.

—Por supuesto. Pero en nuestro trabajo debemos buscar motivos y planes. El resto es casualidad —respondió Beth antes de mirarme—. ¿Cómo te sientes, John?

—Bien.

—Te lo pregunto en serio.

—Un poco deprimido. El tiempo no acompaña.

—¿Duele?

No respondí.

—Charlé un rato por teléfono con tu compañero de trabajo —dijo Beth.

—¿Dom? No ha mencionado nada. Me lo habría dicho.

—Pues no lo ha hecho.

—¿De qué le hablaste?

—De ti.

—¿El qué sobre mí?

—Tus amigos están preocupados por ti.

—Más les vale preocuparse de sí mismos si hablan de mí a mis espaldas.

—¿Por qué no dejas de hacerte el duro?

—Cambiemos de tema.

—De acuerdo.

Se puso de pie, se acercó a la baranda y contempló la bahía, en cuya superficie empezaba a levantarse el mar y a formar cabrillas.

—Se acerca un huracán, pero puede que no nos afecte. —Beth me miró—. Dime, ¿dónde está el tesoro?

—Buena pregunta —respondí mientras me levantaba para contemplar el mar embravecido.

Evidentemente, no había ningún barco a la vista y empezaba a volar broza por el jardín. Cuando el viento paraba momentáneamente se oía el ruido del mar contra las rocas de la orilla.

—¿Y dónde están nuestras pruebas irrefutables? —preguntó Beth.

—La respuesta a ambas preguntas puede encontrarse en la casa, el despacho o el apartamento del señor Tobin —respondí, sin dejar de contemplar el mar.

—Presentaré los hechos conocidos al fiscal y solicitaré una orden de registro —dijo Beth después de reflexionar unos instantes.

—Buena idea. Si consigues una orden de registro sin causa probable, eres mucho más lista que yo. Cualquier juez será bastante reticente a extender una orden de registro para las residencias y despacho de un distinguido ciudadano, sin ningún problema previo con la ley. Lo sabes perfectamente —respondí mientras observaba su rostro y veía que reflexionaba—. Eso es lo maravilloso de Estados Unidos. Ni la policía ni el gobierno pueden molestarte sin el debido proceso. Y si eres rico, el debido proceso es más extenso que para la gente de a pie.

—¿Qué crees que deberíamos… debería hacer ahora?

—Lo que se te antoje. Yo he dejado el caso.

En esos momentos empezaban a romper las olas, algo inusual en la bahía. Recordé lo que Emma había mencionado del aspecto del mar cuando se acercaba una tormenta.

—Sé que puedo… bueno, creo que puedo atrapar a ese individuo si es el asesino —dijo Beth.

—Estupendo.

—¿Estás seguro de que ha sido él?

—Completamente seguro.

—¿Y Paul Stevens?

—Es el comodín de la baraja —respondí—. Puede ser el cómplice de Tobin en los asesinatos o estar chantajeando a Tobin o ser un buitre a la espera de lanzarse sobre el tesoro o, simplemente, un individuo que siempre parece sospechoso y culpable de algo.

—Deberíamos hablar con él.

—Ya lo he hecho.

—¿Cuándo? —preguntó Beth, con las cejas levantadas.

Le hablé de mi visita por sorpresa a la casa del señor Stevens en Connecticut, sin mencionar que lo había derribado.

—Por lo menos es culpable de habernos mentido y de conspirar con Nash y Foster —concluí.

—O puede que esté más implicado de lo que parece —dijo Beth después de reflexionar—. Tal vez aparezca alguna prueba forense en los escenarios de los nuevos asesinatos. Eso remataría el caso.

—Desde luego. Entretanto, Tobin sabrá lo que ocurre a su alrededor y tiene a la mitad de los políticos locales en el bolsillo y, probablemente, amigos en el Departamento de Policía de Southold.

—Mantendremos a Max al margen.

—Haz lo que tengas que hacer. Pero no asustes a Tobin, porque si sabe que sospechas de él, cualquier prueba que exista bajo su control desaparecerá.

—¿Como el tesoro?

—Efectivamente. O el arma homicida. En realidad, si yo hubiera matado a dos personas con mi pistola registrada y de pronto se presentara la policía en mi despacho, arrojaría el arma en pleno Atlántico y alegaría que me la habían robado. Deberías anunciar que has encontrado una de las balas, eso le asustará si todavía conserva la pistola. Luego asegúrate de que lo sigan y comprueba si intenta deshacerse del arma, en caso de que aún no lo haya hecho.

Beth asintió y me miró.

—Me gustaría que trabajaras conmigo en este caso. ¿Lo harás? La cogí del brazo, entramos en la cocina, levanté el teléfono y se lo entregué.

—Llama a su despacho y comprueba si está allí.

Llamó al servicio de información, consiguió el número de los viñedos Tobin y marcó.

—El señor Tobin, por favor —dijo—. ¿Qué le digo? —preguntó después de mirarme.

—Dale las gracias por una fiesta tan maravillosa.

—Sí, soy la detective Penrose, del Departamento de Policía del condado de Suffolk. Deseo hablar con el señor Tobin —dijo y escuchó en silencio—. Dígale que he llamado para darle las gracias por su excelente velada. ¿Hay alguna forma de localizarle? —preguntó mirándome fugazmente—. De acuerdo. Sí, buena idea.

Colgó y me miró.

—No está, no se le espera, ni sabe dónde encontrarle. Además, están a punto de cerrar la bodega debido al mal tiempo.

—Bien. Llama a su casa.

Sacó la agenda de su bolso, encontró el número privado de Tobin y marcó.

—¿Llamo a su casa para agradecerle una velada maravillosa? —preguntó.

—Has perdido el medallón de oro de tu abuela en su jardín.

—Bien —dijo antes de hablar por el auricular—. ¿Está el señor Tobin en casa? —preguntó—. ¿Y la señorita Wells? Gracias —respondió después de escuchar—. Volveré a llamar… no, ningún mensaje… no, no se asuste. Acuda a uno de los refugios designados… Entonces llame a la policía o a los bomberos y acudirán a rescatarla. ¿Comprendido? Hágalo ahora —concluyó Beth por teléfono y colgó—. El ama de llaves, europea del este. No le gustan los huracanes.

—A mí tampoco me apasionan. ¿Dónde está el señor Tobin?

—Se ha ausentado sin dar explicaciones. La señorita Wells se ha trasladado a Manhattan hasta que pase la tormenta. ¿Dónde se habrá metido? —preguntó Beth después de mirarme.

—No lo sé. Pero sabemos dónde no está.

—Por cierto, deberías marcharte de esta casa. Se aconseja a todos los residentes en la costa que evacúen sus casas.

—Los meteorólogos son alarmistas profesionales.

En aquel momento parpadearon las luces.

—A veces aciertan —dijo Beth.

—En todo caso, hoy debo regresar a Manhattan. Mañana por la mañana tengo varias citas con los que decidirán mi futuro.

—Entonces es preferible que salgas ahora. El tiempo no mejorará.

Mientras pensaba en las alternativas, el viento arrastró una silla de la terraza y parpadearon de nuevo las luces. Me acordé de que debía llamar a Jack Rosen del Daily News, pero se me había pasado la hora límite para su columna. Además, no creía que el heroico policía herido en acto de servicio regresara ni hoy ni mañana a su casa.

—Vamos a dar un paseo —dije.

—¿Adónde?

—A buscar a Fredric Tobin —respondí— para darle las gracias por su maravillosa fiesta.