Capítulo 29

Llovía por primera vez desde hacía varias semanas cuando desperté el lunes por la mañana y los agricultores estaban contentos aunque no alegrara a los vinateros. Yo conocía por lo menos a uno que tenía problemas más graves que la copiosa lluvia.

Mientras me vestía, oí por la radio que un huracán llamado Jasper se encontraba junto a la costa de Virginia y ocasionaba mal tiempo por el norte, hasta Long Island. Me alegré de regresar ese día a Manhattan.

No había estado en mi piso de la calle Setenta y Dos desde hacía más de un mes, ni había escuchado los mensajes de mi contestador automático, en parte porque no me apetecía, pero supongo que, sobre todo, porque había olvidado mi código de acceso.

En todo caso, aproximadamente a las nueve de la mañana, descendía a la planta baja con unos vaqueros de diseño y un jersey de cuello alto. Preparé café. Estaba más o menos a la espera de que Beth llamara o apareciera.

La revista semanal local estaba sobre la mesa de la cocina desde el viernes, sin que nadie la hubiera leído, y no me sorprendió ver los asesinatos del pasado lunes en primera plana. Me llevé la revista y una taza de café a la terraza trasera y leí la versión del corresponsal local estrella sobre el doble asesinato. El periodista era lo suficientemente impreciso, dogmático y mal escritor para trabajar en Newsday o en el Times.

Vi un artículo sobre los viñedos Tobin, en el que aparecía la siguiente cita del señor Fredric Tobin: «La vendimia empezará de un día para otro y éste promete ser un gran año, tal vez el mejor de la última década, siempre y cuando no abunde la lluvia». Lo siento, Freddie, pero está lloviendo. Me pregunté si a los condenados se les permitía tomar vino con su última comida.

Dejé la revista local y cogí el regalo de Emma, La historia del tesoro pirata. Hojeé el libro, miré las ilustraciones, vi un mapa de Long Island, que examiné durante aproximadamente un minuto, luego encontré los capítulos dedicados al capitán Kidd y leí al azar una declaración del caballero Robert Livingstone, uno de los avalistas de Kidd. Parte de la declaración decía así:

Enterado de la llegada del capitán Kidd a estas tierras para comparecer ante Su Excelencia, el señor de Bellomont, el abajo firmante, se trasladó directamente desde Albany por la ruta más rápida a través de los bosques para reunirse aquí con el citado Kidd y asistir a su Excelencia. Ya su llegada a Boston, el capitán Kidd declaró que a bordo de su balandra, entonces en el puerto, había cuarenta fardos de mercancías y cierta cantidad de azúcar, además de unos cuarenta kilos de metales preciosos. También declaró el susodicho Kidd que poseía veinte kilos de oro, que había dejado a buen recaudo en algún lugar del canal entre Boston y Nueva York, sin nombrar ningún sitio en particular, que sólo él encontraría.

Hice algunos cálculos mentales y deduje que veinte kilos de oro valdrían aproximadamente trescientos mil dólares a ojo de buen cubero, sin contar su valor histórico o numismático, que según Emma podría cuadruplicar fácilmente su precio.

Seguí leyendo una hora y, cuanto más leía, más convencido estaba de que casi todos los narradores de ese relato, desde lord Bellomont hasta el último marinero, eran unos mentirosos. No había dos versiones iguales y el valor y cantidades de oro, plata y joyas fluctuaban enormemente. En lo único que coincidían era que el tesoro se había distribuido por varios lugares a lo largo del canal de Long Island. No había una sola mención a Plum Island, ¿pero qué mejor lugar para ocultar algo? Como había descubierto en mi visita a la isla, en aquella época no tenía ningún puerto, así que era improbable que se acercara a ella algún barco al azar, en busca de agua o comida. Era propiedad de colonos blancos y por tanto prohibida a los indios, aunque al parecer estaba deshabitada. Y si Kidd había depositado un valioso tesoro en manos de John Gardiner, un hombre al que no conocía, ¿qué le había impedido cruzar los nueve o diez kilómetros de la bahía para esconder un tesoro en Plum Island? Me parecía lógico. Sin embargo, me preguntaba cómo lo habría averiguado Fredric Tobin. Estaría encantado de contárnoslo en su conferencia de prensa al anunciar el descubrimiento. Probablemente diría: «Mucho trabajo, un buen conocimiento de vinicultura, perseverancia y un producto superior. Y buena suerte». Pasé mucho rato en la terraza trasera, leyendo, observando el tiempo que hacía, elucubrando sobre el caso y esperando a Beth, que, en mi opinión, ya debería haber llegado.

Finalmente, entré en la casa por las puertas de cristal que daban a la sala de estar y escuché los siete mensajes del contestador automático.

El primero era de mi tío Harry para comunicarme que un amigo suyo deseaba alquilar la casa y me pedía que la comprara o la dejara. El segundo era del teniente de detectives Wolfe y decía sencillamente: «Estoy de usted hasta las narices». El tercero era un mensaje de Emma, poco antes de la medianoche del viernes, sólo para saludar. El cuarto era de Max, del sábado por la mañana, con los detalles de la fiesta de Tobin y para comunicarme que había mantenido una agradable charla con Beth y pedirme que le llamara. El quinto era de Dom Fanelli y decía: «Hola, paisano, te perdiste una excelente velada. ¡Vaya noche! Nos ligamos a cuatro turistas suecas en Taormina’s, dos azafatas, una modelo y otra actriz. He llamado a nuestro amigo Jack Rosen del Daily News y escribirá un artículo sobre tu regreso a Nueva York después de convalecer en el campo. El héroe lesionado que regresa a casa, maravilloso. Llámale el lunes por la mañana y el artículo se publicará el martes, de modo que los jefazos de la central puedan leerlo antes de tocarte los cojones. ¿Qué te parece? Llámame el lunes, nos tomaremos una copa por la tarde y te hablaré de las suecas. Ciao». Sonreí. Cuatro suecas, un carajo. El sexto era de Beth, del domingo por la mañana, para preguntarme adónde había ido el sábado por la noche y cuándo podíamos vernos. Y el séptimo era también de Beth, del domingo por la tarde, después de recibir mi mensaje en su despacho, para comunicarme que pasaría por mi casa el lunes por la mañana.

De modo que, cuando sonó el timbre poco antes del mediodía, no me sorprendió excesivamente ver a Beth en la puerta.

—Adelante.

Dejó el paraguas en el vestíbulo y entró. Llevaba otro traje hecho a medida, en este caso de color marrón rojizo.

—Estoy solo —dije, convencido de que debía aclararlo.

—Lo sé —respondió Beth.

Nos miramos en silencio. Sabía lo que iba a decir pero no quería oírlo. Lo dijo de todos modos.

—Emma Whitestone ha sido encontrada muerta esta mañana en su casa por uno de sus empleados, aparentemente asesinada.

No respondí. ¿Qué podía decir? Me limité a guardar silencio.

Beth me cogió del brazo y me acompañó al sofá de la sala de estar.

—Siéntate —dijo.

Obedecí, ella se sentó junto a mí y me cogió la mano.

—No sé cómo te sientes… Soy consciente de que te gustaba…

Asentí. Por segunda vez en mi vida no era yo el portador de las malas noticias, sino quien se enteraba del asesinato de un ser querido. Me sentía aturdido. No alcanzaba a asimilarlo, porque no parecía real.

—Estuve con ella anoche hasta aproximadamente las diez —dije.

—Todavía desconocemos la hora de la muerte —respondió Beth—. La han encontrado muerta en la cama… al parecer como consecuencia de los golpes recibidos en la cabeza con un atizador hallado en el suelo… sin indicio alguno de que se hubiera forzado la entrada… la puerta trasera no estaba cerrada con llave.

Asentí. Él debía de tener una llave que nunca le había devuelto y a ella no se le había ocurrido cambiar la cerradura. Él también sabía que había un atizador a mano.

—Tenía el aspecto de un robo —prosiguió Beth—. Bolso vacío, dinero desaparecido, joyero también vacío, etcétera.

Suspiré sin decir palabra.

—Los Murphy también están muertos. Aparentemente asesinados —agregó Beth.

—Dios mío.

—Un policía de Southold patrullaba por su calle aproximadamente una vez por hora, para vigilar la casa de los Murphy, pero no vio nada. Cuando se ha efectuado el cambio de guardia a las ocho de la mañana, el agente se ha percatado de que el periódico estaba en el jardín y que seguía ahí a las nueve. Sabía que los Murphy eran madrugadores y recogían el periódico, así que… ¿Estás seguro de que quieres escucharlo?

—Adelante.

—De acuerdo… les ha llamado por teléfono, luego ha llamado a la puerta principal, a continuación se ha dirigido a la parte posterior de la casa y ha comprobado que la puerta trasera no estaba cerrada con llave. Ha entrado en la casa y los ha encontrado en la cama. Ambos parecían haber muerto de heridas en la cabeza, causadas por una palanca que el agente ha encontrado en el suelo manchada de sangre. La casa había sido saqueada. Además, dada la presencia de la policía en la calle, se supone que se acercaron a la casa desde la bahía.

Asentí.

—Como puedes imaginar —prosiguió Beth—, la policía de Southold está completamente desconcertada y no tardará en estarlo todo el norte de Long Island. Un asesinato por año es mucho para ellos.

Pensé en Max, a quien le gustaba que estuviera todo tranquilo y pacífico.

—La policía del condado va a mandar un equipo —siguió diciendo Beth—, porque ahora consideran que se trata de un psicópata que roba en las casas y asesina a sus ocupantes. Creo que el asesino de los Gordon pudo haber cogido la llave de los Murphy en casa de los Gordon y de ahí que no se forzara la entrada y que la puerta trasera no estuviese cerrada con llave. Eso indicaría cierta premeditación.

Asentí. Tobin sabía que tal vez tendría que deshacerse de los Murphy en algún momento y pensó con suficiente antelación para coger la llave. Cuando Beth mencionó que no se había encontrado la llave de los Murphy en casa de los Gordon debimos haber reaccionado. Otro ejemplo de lo que ocurre cuando se subestima al asesino.

—Debimos haberlo previsto…

—Lo sé —asintió Beth—. En cuanto a Emma Whitestone… o bien dejó la puerta abierta o alguien tenía también la llave… alguien a quien conocía.

Miré a Beth y me percaté de que ambos sabíamos de quién hablaba.

—Mandé que vigilaran a Fredric Tobin desde el domingo por la mañana, como sugeriste, pero desde arriba ordenaron que se interrumpiera la vigilancia desde la medianoche hasta las ocho de la mañana… por razones presupuestarias… de modo que, en dos palabras, nadie vigilaba a Tobin a partir de las doce.

No respondí.

—No me resultó fácil que accedieran a cualquier tipo de vigilancia de Tobin. No se le considera sospechoso —puntualizó Beth—. No tenía ninguna prueba contra él que justificara veinticuatro horas de vigilancia.

Prestaba atención, pero a mi mente acudían imágenes de Emma, en mi casa, nadando en la bahía, en la fiesta de la sociedad histórica, en su habitación donde la habían encontrado asesinada… ¿Y si hubiera pasado la noche con ella? ¿Cómo podía alguien saber que estaba sola? Se me ocurrió que Tobin también me habría asesinado de haberme encontrado dormido junto a ella.

—Por cierto —dijo Beth—, hablé con Fredric Tobin en su fiesta y estuvo realmente encantador. Pero un poco demasiado hábil… Me refiero a que en ese individuo hay otra faceta… Algo menos atractivo tras esa sonrisa.

Pensé en Fredric Tobin y recordé cuando hablaba con Emma en el jardín de su casa. Entonces, debía de saber ya que la asesinaría. Pero me pregunté si habría decidido asesinarla para impedir que siguiera hablando conmigo o simplemente para decir: «Que te jodan, Corey. Que te jodan por ser un listillo, que te jodan por descubrir que yo asesiné a los Gordon, que te jodan por follar con mi antigua novia y, sencillamente, que te jodan».

—Me siento un poco responsable de los Murphy —dijo Beth.

Me obligué a pensar en ellos. Eran personas honradas, ciudadanos solidarios y, lamentablemente para ellos, habían visto demasiado de lo que pasaba en la casa contigua durante los dos últimos años.

—El miércoles les mostré a los Murphy una foto de Fredric Tobin y le identificaron como el individuo del deportivo blanco… Tobin tiene un Porsche blanco…

Le hablé a Beth de mi breve visita a Edgar y Agnes Murphy.

—Comprendo —asintió Beth.

—El asesino es Fredric Tobin —dije.

Beth no respondió.

—Asesinó a Tom y Judy Gordon, a Edgar y Agnes Murphy, tal vez a aquel veterinario de Plum Island y a Emma Whitestone. Y puede que a otros. Me lo estoy tomando de manera muy personal —dije antes de levantarme—. Necesito tomar un poco de aire.

Salí por la puerta trasera y me quedé en la terraza. La lluvia era ahora más copiosa, una lluvia gris que caía de un cielo gris a un mar gris. Un viento del sur llegaba de la bahía.

Emma. Emma.

Estaba todavía en la etapa de aturdimiento y negación, en puertas de la etapa iracunda. Cuanto más pensaba que Tobin le había machacado la cabeza con un atizador, mayor era el deseo que sentía de machacar la suya del mismo modo.

Como muchos policías que tienen contacto personal y directo con el crimen, quería utilizar mi poder y mis conocimientos para ocuparme de ello personalmente. Pero un policía no puede tomarse la justicia por su cuenta, ni alguien que se tome la justicia por su mano puede ser policía. Por otra parte, había momentos en los que convenía guardar la placa y conservar el arma en su sitio…