Capítulo 28

Empezaba a oscurecer cuando llegué a Founders Landing, pero todavía se distinguían unos jardines junto al mar, al final de la carretera. También vi un monumento de piedra en el que se leía «Founders Landing: 1.640». Deduje que aquél era el lugar donde había desembarcado el primer grupo de gente procedente de Connecticut. Si hubieran pasado antes por Foxwoods, habrían llegado probablemente en calzoncillos.

Al este de los jardines había una casa realmente enorme, mayor que la del tío Harry y más colonial que victoriana. La finca estaba rodeada de una verja de hierro forjado y vi varios coches aparcados frente a la casa y junto a ella. También se oía música procedente de la parte trasera del edificio.

Aparqué el coche en la calle y me dirigí a la puerta de la verja. No estaba seguro del atuendo, pero vi a una pareja delante de mí y el individuo vestía más o menos como yo: chaqueta azul sin corbata ni calcetines.

Me dirigí al jardín trasero, ancho y largo, que descendía hasta la bahía. Había varias carpas a rayas, luces de colores colgadas entre los árboles, faroles con teas encendidas, velas a prueba de viento sobre las mesas provistas de sombrillas, flores suministradas por Whitestone, una orquesta de seis músicos que interpretaba música de baile, varias barras de bar y una larga mesa con comida; lo más elegante de la costa Este, lo mejor de la antigua civilización… y el tiempo cooperaba. F. Tobin realmente estaba bendecido por la fortuna.

Vi también un gran estandarte azul y blanco, que colgaba de unos enormes robles, en el que se leía «Fiesta Anual de la Sociedad Histórica Peconic».

Se me acercó una atractiva joven vestida a la antigua.

—Buenas noches —dijo.

—De momento —respondí.

—Acompáñeme a elegir un sombrero.

—¿Cómo dice?

—Debe ponerse un sombrero para tomar una copa.

—Entonces quiero seis.

Se rio, me cogió del brazo y me llevó junto a una mesa donde había unas dos docenas de ridículos sombreros: de tres picos de varios colores, con plumas, con penachos, algunos con franjas doradas, como los gorros marinos de época, y otros negros con una calavera blanca y unos huesos cruzados.

—Cogeré el de pirata —dije.

La joven levantó uno de la mesa y me lo puso en la cabeza.

—Parece peligroso —comentó.

—Si supiera…

Sacó un sable de plástico de una gran caja de cartón, semejante al que había utilizado Emma para atacarme, y me lo colocó bajo el cinturón.

—Listo —dijo la joven.

La dejé para que se ocupara de un grupo que acababa de llegar y avancé por el jardín, provisto de sombrero y espada. La orquesta tocaba Serenata a la luz de la luna.

Miré a mi alrededor y comprobé que todavía no había mucha gente, unas cincuenta personas, todas con sombrero, y supuse que la mayoría llegaría después de la puesta de sol, al cabo de una media hora. No vi a Max ni a Beth ni a Emma, ni a nadie que conociera. Pero localicé el bar más próximo y pedí una cerveza.

—Lo siento, señor, sólo tenemos vino y refrescos —respondió el camarero, vestido de pirata.

—¿Cómo? Esto es un ultraje. Necesito una cerveza; llevo puesto el sombrero.

—Sí señor, pero no tenemos cerveza. ¿Puedo sugerirle un vino espumoso? También tiene burbujas y puede disimular.

—¿Puedo sugerirle que encuentre una cerveza antes de que regrese?

Di un paseo, sin cerveza, para inspeccionar el entorno. Desde aquí veía los jardines donde habían desembarcado los primeros colonos, una especie de roca de Plymouth local, pero un lugar prácticamente desconocido fuera de esta zona. ¿Quién sabía que después del Mayflower había llegado el Fortune? ¿A quién le importan los segundos y terceros lugares? Esto es América.

Observé cómo los invitados del señor Tobin se dispersaban por su vasto jardín, unos parados, otros paseando y algunos sentados alrededor de unas mesas blancas, pero todos charlando, con su correspondiente sombrero y un vaso en la mano. Eran personas tranquilas o, por lo menos, eso parecía a una hora tan temprana; nada de ron y sexo en la playa, de bañarse en cueros, jugar al voleibol desnudos, ni nada parecido. Sólo mantenían relaciones puramente sociales.

Vi que el señor Tobin tenía un largo embarcadero, en cuyo extremo había un cobertizo de tamaño considerable. Había también varios barcos amarrados al embarcadero y supuse que pertenecían a los invitados. De haberse celebrado esa fiesta una semana antes, entre ellos habría estado el Spirochete.

Para satisfacer mi curiosidad, caminé por el embarcadero en dirección al cobertizo. Junto a la puerta había un gran yate, de unos doce metros de eslora. Se llamaba Autumn Gold y supuse que pertenecía al señor Tobin, bautizado en honor a su nuevo vino o al tesoro que aún tenía que descubrir. En todo caso, al señor T le gustaban los juguetes.

Entré en el cobertizo. Estaba oscuro, pero entraba suficiente luz por ambos extremos para distinguir dos barcos, uno a cada lado del embarcadero. El de la derecha era un pequeño ballenero de poco calado, ideal para aguas poco profundas o pantanos. A la izquierda del embarcadero había una lancha, en realidad un Formula 303, exactamente el mismo modelo que el de los Gordon. Momentáneamente, tuve la horripilante sensación de que los Gordon habían regresado de la tumba para irrumpir en la fiesta y aterrorizar a Freddie. Pero no era el Spirochete, éste se llamaba Sondra, probablemente en honor a la amante vigente de Fredric. Supuse que era más fácil cambiar el nombre de un barco que el de un tatuaje en el brazo.

Ninguna de las lanchas me interesaba, pero sí el ballenero sin quilla. Salté a él. Tenía un motor fueraborda y también aros para remos. Había dos remos en el embarcadero y, aún más interesante, había también un bichero, de unos dos metros de longitud, usado habitualmente para desplazarse en un bote entre juncos y espadañas, cuando no se pueden utilizar los remos ni el motor. También me percaté de que en la cubierta había un poco de barro. En la popa había una caja de plástico con diversos artilugios, entre ellos una sirena de aire comprimido.

—¿Está buscando algo?

Al volver la cabeza, vi al señor Fredric Tobin de pie en el embarcadero, con un vaso en la mano y un sofisticado sombrero de tres picos color púrpura con un airoso penacho. Me miraba fijamente, sin dejar de acariciarse la perilla. Verdaderamente mefistofélico.

¿Ese barco? La mayoría de la gente se fija en la lancha o en el Chris Craft —dijo señalando el yate junto al cobertizo.

—Creí que se llamaba Autumn Gold.

—Chris Craft es la marca del barco.

Me hablaba en un tono ligeramente irritado, sin levantar la voz, que no me gustaba.

—Éste está más al alcance de mis posibilidades —respondí con una radiante sonrisa, como suelo hacer antes de cargarme a alguien—. Al ver el Formula 303, he pensado que los Gordon habían regresado de la tumba.

No le gustó en absoluto mi comentario.

—Pero luego me he percatado de que no era el Spirochete. Se llama Sondra; muy adecuado. Ya sabe: rápido, despampanante y de gran aceptación.

Me encanta agraviar a los cabrones.

—La fiesta se celebra en el jardín, señor Corey —dijo fríamente el señor Tobin.

—Ya me había dado cuenta —respondí mientras subía al embarcadero—. Hermoso lugar.

—Gracias.

Además de su decorativo sombrero, el señor T llevaba un pantalón de lino blanco, una chaqueta azul cruzada y un extravagante pañuelo al cuello. Cielos.

—Me gusta su sombrero —dije.

—Permítame que le presente a algunos de mis invitados —respondió.

—Estupendo.

Nos alejamos juntos del cobertizo.

—¿A qué distancia de aquí está el embarcadero de los Gordon? —pregunté.

—No tengo la menor idea.

—Adivínelo.

—Tal vez a unos trece kilómetros. ¿Por qué?

—En realidad son unos dieciséis —respondí—. Hay que rodear Great Hog Neck. Lo he comprobado en mi mapa de carreteras. Unos dieciséis.

—¿Adónde pretende ir a parar?

—A ningún lugar. Simple charla marinera.

—No interrogue a ninguno de mis invitados sobre el asesinato de los Gordon —me recordó el señor Tobin cuando llegamos al jardín—. He hablado con el jefe Maxwell, que me ha dado su palabra al respecto, y ha reiterado una vez más que usted no goza aquí de ningún rango oficial.

—Le prometo que no molestaré a ninguno de sus invitados con preguntas policiales sobre el asesinato de los Gordon.

—Ni nada en absoluto relacionado con los Gordon.

—Le doy mi palabra. Pero necesito una cerveza.

El señor Tobin miró a su alrededor, vio a una joven con una bandeja de vino y la llamó.

—Le ruego que entre en la casa y le traiga una cerveza a este caballero. Sírvala en un vaso de vino.

—Sí señor —respondió la joven antes de retirarse.

Debe de ser agradable ser rico y ordenarle a la gente lo que uno quiere.

—A usted no le sientan bien los sombreros —dijo el señor Tobin antes de disculparse y dejarme solo.

Temía moverme, por si la chica de la cerveza no me encontraba.

Había oscurecido ya casi por completo y las luces de colores parpadeaban, resplandecían los faroles y brillaban las velas. Una agradable brisa marina arrastraba los insectos al mar. La orquesta interpretaba Stardust. El trompetista era fabuloso. La vida es bella y me alegraba de no estar muerto.

Observé cómo Fredric animaba la fiesta, iba persona por persona, pareja por pareja, grupo por grupo, bromeando y riéndose con ellos, arreglándoles los sombreros e introduciendo espadas de plástico bajo los cinturones de las damas. Al contrario de Jay Gatsby, el más famoso anfitrión de Long Island, Fredric Tobin no contemplaba su fiesta desde la lejanía. Estaba ahí, intervenía, como el mejor anfitrión de todos los tiempos.

Era preciso reconocer que tenía un temple extraordinario. Estaba casi en la ruina, si cabía dar crédito a lo que Emma Whitestone me había contado, y era un doble asesino, a juzgar por mi intuición, por no mencionar lo que acababa de ver en el cobertizo. Además, debía de ser consciente de que yo conocía ambos secretos, pero no se inmutaba. Le preocupaba en mayor medida que estropeara su fiesta que su vida. Era un personaje verdaderamente inmutable.

Regresó la camarera con un vaso de vino lleno de cerveza en una bandeja.

—No me gusta el vino —comenté después de coger el vaso.

—A mí tampoco —dijo la joven sonriendo—. Hay más cerveza en el frigorífico —agregó antes de guiñarme un ojo y retirarse.

A veces creo poseer el don de la atracción sexual, el carisma y el magnetismo animal. En otras ocasiones me parece que apesto y que me huele el aliento. Hoy tenía la sensación de estar en forma, ardiente como las ascuas. Me ladeé el sombrero, me ajusté el sable y me lancé a la fiesta.

En su mayoría, los asistentes eran jóvenes y algunos ligeramente maduros, sin ninguna gran dama ni anciano venerable. Por ejemplo no vi a Margaret Wiley. Se trataba predominantemente de parejas, en el mundo casi todo son parejas, pero había algunas personas solas con las que podía conversar, si ninguno de mis amores hacía acto de presencia.

Me fijé en una mujer con un sedoso vestido blanco y el sombrero de rigor, del que descendía una larga cabellera rubia. Reconocí que se trataba de la compañera de lord Freddie, a quien los Gordon me habían mostrado en la fiesta de degustación. Como cruzaba sola el jardín, fijé el rumbo y la intercepté.

—Buenas noches —dije.

—Buenas noches —respondió con una sonrisa.

—Soy John Corey.

Evidentemente, mi nombre no significaba nada para ella y siguió sonriendo.

—Yo soy Sondra Wells —respondió—, amiga de Fredric Tobin.

—Lo sé. Nos conocimos en julio en la bodega, en una fiesta de degustación. Estaba con los Gordon.

—Ha sido algo terrible —exclamó después de dejar de sonreír.

—Sin duda lo ha sido.

—Una tragedia.

—Sí. ¿Era muy amiga de los Gordon?

—Freddie lo era. Me gustaban… pero no sé si yo les gustaba a ellos.

—Estoy seguro de ello. Siempre hablaban muy bien de usted —dije, aunque, a decir verdad, nunca la habían mencionado.

Sonrió de nuevo.

Hablaba y actuaba de un modo impecable, como si lo hubiera aprendido en una escuela especial. Parecía todo demasiado perfecto e imaginé que Tobin la habría mandado a algún centro donde la obligaban a andar con un libro sobre la cabeza y a recitar a Elizabeth Barret Browning con un lápiz en la boca.

Personalmente, no comprendía que alguien quisiera cambiar a Emma Whitestone por Sondra Wells. Pero, claro, sobre gustos no hay disputas.

—¿Le gusta navegar? —pregunté.

—No. Pero a Fredric parece que le gusta.

—Tengo una casa junto al mar al oeste de aquí. Me encanta navegar.

—Muy interesante.

—En realidad, estoy seguro de que vi al señor Tobin… déjeme pensar, el lunes pasado, a la hora del cóctel, creo que en su pequeño ballenero. Me pareció verla con él.

Reflexionó unos instantes.

—Ah… el lunes… estuve todo el día en Manhattan. Fredric ordenó al chófer que nos llevara a mí y al ama de llaves a la ciudad y pasé el día de compras.

Vi que su pequeño cerebro trabajaba y frunció fugazmente los labios.

—¿Usted vio a Fredric en el ballenero con… otra persona?

—Puede que no fuera él, o si lo era, tal vez iba solo, o quizá con otro hombre…

Frunció el entrecejo.

Me gusta remover la mierda. Pero, además, había situado a la señorita Wells y al ama de llaves en Manhattan a la hora de los asesinatos. Muy conveniente.

—¿Comparte usted el interés de Fredric por la historia y la arqueología local? —pregunté.

—No —respondió—. Y me alegro de que lo haya dejado. Entre todas las aficiones que puede tener un hombre, ¿por qué ésa en particular?

—Puede que tuviera algo que ver con la archivera de la Sociedad Histórica Peconic.

Me lanzó una mirada realmente hostil y con toda seguridad se habría retirado de no ser porque en aquel momento apareció el propio Fredric.

—¿Te importaría venir un momento conmigo? Los Fisher quieren saludarte —dijo Fredric antes de mirarme—. ¿Nos disculpa?

—Por supuesto, a no ser que los Fisher también quieran saludarme.

Fredric me brindó una desagradable sonrisa, la señorita Wells me miró con el entrecejo fruncido y ambos se retiraron para que su palurdo invitado reflexionara sobre su grosera conducta.

Aproximadamente a las ocho y media vi a Max y Beth. Max llevaba también un sombrero de pirata y Beth una especie de boina ridícula sobre la cabeza. Se había puesto un pantalón negro y una blusa a rayas blancas y azules, estilo marinero. Tenía otro aspecto. Me acerqué a ellos, junto a la larga mesa de canapés. Max devoraba un plato de salchichas con mayonesa, mi comida predilecta. Nos saludamos y le robé una de las salchichas.

—Bonita fiesta —dijo Beth—. Gracias por sugerir que viniera.

—Nunca se sabe lo que uno puede descubrir escuchando.

—Beth me ha informado sobre el progreso de la policía de Suffolk hasta la fecha —dijo Max—. Ha trabajado mucho en los últimos cuatro días.

Miré fugazmente a Beth, para comprobar si le había mencionado a Max su visita a mi casa. Beth movió ligeramente la cabeza.

—Gracias por tu ayuda —dijo Max.

—Encantado. No dudes en llamarme de nuevo.

—No has contestado a ninguna de mis llamadas.

—No, ni pienso hacerlo.

—No creo que tengas ninguna razón para estar enfadado.

—¿No? Intenta invertir la situación, Max. Debí haberte sacado a patadas de mi casa.

—Bueno… lamento las molestias que pueda haberte causado.

—Vale. Gracias.

—John tiene problemas con sus jefes por haberte ayudado —dijo Beth.

—Lo siento —repitió Max—. Haré algunas llamadas, si me dices a quién debo dirigirme.

—Con todos mis respetos, Max, no les importa el parecer de un jefe de policía rural. —En realidad, no estaba enojado con Max y, aunque lo hubiera estado, no es fácil permanecer enfadado con él. Esencialmente es una buena persona y su único defecto consiste en colocar siempre sus propios intereses por delante de todo lo demás. A veces finjo estar enojado para que la otra persona considere que me debe algo, como un poco de información.

—Por cierto, Max, ¿has tenido noticia de la muerte de algún otro trabajador de Plum Island? ¿Por ejemplo, en los dos o tres últimos años?

Reflexionó un instante antes de responder.

—Hubo un accidente en el que alguien se ahogó, este verano ha hecho dos años. Un individuo… un tal doctor… un veterinario si mal no recuerdo.

—¿Cómo se ahogó?

—Intento recordarlo… Estaba en su barco… eso es, pescaba de noche o algo por el estilo y, cuando no regresó a su casa, su esposa nos llamó. Avisamos a los guardacostas y a eso de la una de la madrugada encontraron su barco vacío. Al día siguiente, la marea arrojó su cuerpo a la playa —respondió mientras movía la cabeza en dirección a Shelter Island—. Allí.

—¿Algún indicio de juego sucio?

—Bueno, había recibido un golpe en la cabeza y se le practicó la autopsia, pero parecía haberse caído al agua después de resbalar en el barco y golpearse la cabeza con la borda —respondió Max—. Son cosas que ocurren. ¿Por qué me lo preguntas?

—Le he prometido al señor Tobin y tú, Max, también lo has hecho, que no hablaríamos de este asunto en su fiesta. Necesito una cerveza —dije antes de marcharme, dejando a Max con una salchicha en la mano.

—Has sido muy grosero —dijo Beth después de alcanzarme.

—Se lo merece.

—No olvides que yo debo trabajar con él.

—Entonces, hazlo.

Avisté a mi camarera predilecta y ella también me vio. Llevaba un vaso de cerveza en la bandeja y me lo entregó. Beth cogió un vaso de vino.

—Quiero que me hables de las excavaciones arqueológicas, de Fredric Tobin, de todo lo que has averiguado y de tus conclusiones. A cambio, te conseguiré un nombramiento oficial y todos los recursos del Departamento de Policía del condado a tu disposición. ¿Qué me dices?

—Puedes guardarte el nombramiento oficial, ya tengo bastantes problemas y mañana te contaré todo lo que sé. Así que me largo.

—John, deja de hacerte el duro.

No respondí.

—¿Quieres que llame oficialmente a tu jefe? ¿Cómo se llama?

—Inspector en jefe Hijo de Puta. Olvídalo —dije cuando la orquesta interpretaba As Time Goes By—. ¿Quieres bailar?

—No. ¿Podemos hablar?

—Por supuesto.

—¿Crees que la muerte de aquel empleado de Plum Island está relacionada con este caso?

—Tal vez. Puede que nunca lo sepamos. Pero veo una lógica.

—¿Qué lógica?

—Te sienta bien ese sombrero.

—Quiero hablar del caso, John.

—No aquí, ni ahora.

—¿Dónde y cuándo?

—Mañana.

—Esta noche. Dijiste que hablaríamos esta noche. Te acompañaré a tu casa.

—Bueno… no sé si puedo aceptar…

—Escúchame, John, no estoy sugiriendo que te acuestes conmigo, sólo necesito hablar contigo. Vamos a un bar o a donde sea.

—No creo que deban vernos salir juntos…

—Ah, claro. Estás enamorado.

—No… bueno… tal vez… En todo caso, esto puede esperar hasta mañana. Si estoy en lo cierto, nuestro hombre está aquí y es el anfitrión de esta fiesta. Yo en tu lugar mañana le vigilaría discretamente, pero sin asustarlo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, pero…

—Nos veremos mañana, te lo diré todo y, por mi parte, asunto concluido. El lunes regresaré a Manhattan y el martes estaré ocupado todo el día con citas médicas y profesionales. ¿De acuerdo?: mañana. Prometido.

—De acuerdo.

Levantamos los vasos y brindamos.

Después de charlar un rato, vi a Emma en la lejanía. Hablaba con un grupo de personas entre las que se encontraba Fredric Tobin, examante y sospechoso de asesinato. No sé por qué me molestó verlos charlar. Madura, John. ¿Me molestaba que mi esposa hiciera largos viajes de negocios con su jefe? No demasiado.

—Parece muy atractiva —dijo Beth después de seguirme la mirada.

No respondí.

—Se la mencioné a Max —agregó Beth.

Guardé silencio obstinadamente.

—Fue… novia de Fredric Tobin —prosiguió Beth—. Supongo que ya lo sabías. Sólo lo menciono por si no estabas al corriente, me refiero a que debes cuidar lo que dices en la cama si Tobin es sospechoso. ¿O es ésa la razón por la que has cultivado su amistad?, ¿para averiguar más cosas sobre Tobin? ¿John? ¿Me estás escuchando?

—Sabes lo que te digo, Beth —respondí después de mirarla—, a veces deseo que una de aquellas balas me hubiera castrado. Entonces estaría completamente libre del control de las mujeres.

—La próxima vez que te acuestes con alguien cambiarás de opinión —comentó antes de dar media vuelta y alejarse.

Miré a mi alrededor y pensé que Tom y Judy habrían estado aquí esa noche. Me pregunté si habrían previsto que se descubriera el tesoro en el acantilado esa semana. ¿Se lo habrían comunicado ya a la prensa?, ¿o lo habrían anunciado aquí en la fiesta?

En todo caso, los Gordon estaban esa noche en refrigeración; el tesoro, escondido en algún lugar, y el probable asesino, a unos quince metros, hablando con una mujer a la que me sentía muy apegado. En realidad, me percaté de que Tobin y Emma estaban ahora conversando a solas.

Harto de la situación, eché a andar por el lateral de la casa y me desprendí del sombrero y de la espada por el camino. Oí que alguien me llamaba, pero seguí andando.

—¡JOHN!

Volví la cabeza y vi que Emma se acercaba a mí apresuradamente.

—¿Adónde vas?

—A algún lugar donde pueda tomarme una cerveza.

—Te acompaño.

—No, no necesito compañía.

—Necesitas mucha compañía, amigo mío —respondió Emma—. Ése es tu problema; has estado solo demasiado tiempo.

—¿Escribes una columna sentimental en el semanario local?

—No voy a morder el anzuelo ni a permitir que te marches solo. ¿Adónde vas?

—A la Olde Towne Taverne.

—Mi antro predilecto. ¿Has probado su plato combinado?

Me cogió del brazo y nos marchamos.

Subí a su viejo coche y a los veinte minutos nos habíamos instalado en una mesa de la Olde Towne Taverne, con cervezas en la mano y a la espera de nachos y alas de pollo. Los clientes habituales del sábado por la noche no parecía que fueran a asistir a la fabulosa fiesta de Freddie ni que acabaran de regresar de ella.

—Te llamé anoche —dijo Emma.

—Creí que salías con las chicas.

—Te llamé cuando regresé, a eso de la medianoche.

—¿No hubo suerte con la caza?

—No —respondió—. Supongo que estabas dormido.

—En realidad fui a Foxwoods. Allí uno puede perder hasta los calzoncillos.

—Y que lo digas.

—Supongo que no le has dicho nada a Fredric de lo que hablamos —dije después de charlar un rato.

Titubeó un poco más de lo necesario antes de responder.

—No… pero le he dicho que nos citamos para salir juntos. —Sonrió—. Lo hacemos, ¿no es cierto?

—Los archiveros siempre os ocupáis de las citas: 4 de julio de 1.776, 7 de diciembre de 1.941…

—Habla en serio.

—De acuerdo, en serio habría preferido que no me mencionaras en absoluto.

—Me siento feliz —respondió después de encogerse de hombros— y quiero que todo el mundo lo sepa. Me ha deseado suerte.

—Es todo un caballero.

—¿Estás celoso? —preguntó Emma sonriendo.

Voy a asegurarme de que lo asen vivo.

—En absoluto. Pero creo que no deberías hablar con él de nosotros, ni mencionar el tesoro pirata.

—De acuerdo.

Después de disfrutar de una agradable cena, fuimos a su casa, un pequeño chalet en una zona residencial de Cutchogue. Me mostró su colección de orinales, diez en total, utilizados como macetas y colocados en la repisa de una gran ventana. El que yo le había regalado estaba ahora lleno de tierra y contenía un rosal enano.

Desapareció un momento y regresó con un regalo para mí.

—Lo he traído de la tienda de recuerdos de la sociedad histórica. No lo he robado, pero me he concedido el cuarenta por ciento de descuento.

—No era necesario…

—Ábrelo.

Lo desenvolví y comprobé que se trataba de un libro titulado La historia del tesoro pirata.

—Mira la primera página —dijo.

—A John, mi bucanero favorito, con cariño, Emma. —Leí con una sonrisa—. Gracias. Es lo que siempre había deseado.

—Bueno, no siempre. Pero me ha parecido que te gustaría echarle una ojeada.

—Lo haré.

En cualquier caso, el chalet era agradable, estaba limpio, no había ningún gato, tenía whisky y cerveza, el colchón era duro, le gustaban los Beatles y los Bee Gees, y tenía dos almohadas para mí. ¿Qué más se puede pedir? Bueno, nata fresca. También tenía.

Al día siguiente, domingo, fuimos a desayunar al restaurante de Cutchogue y luego, sin preguntármelo, condujo hasta una iglesia metodista, en un bonito edificio de madera.

—No soy fanática —dijo Emma—, pero de vez en cuando me levanta el ánimo. Tampoco va mal para el negocio.

De modo que asistí a la iglesia, dispuesto a refugiarme bajo el banco si se derrumbaba el tejado.

A continuación recuperamos mi coche de la mansión del señor Tobin y Emma me siguió a mi mansión.

Mientras Emma se preparaba un té llamé a Beth a su despacho. No estaba y le dejé el mensaje a un individuo que dijo que se ocupaba del caso Gordon.

—Dígale que estaré fuera todo el día. Intentaré hablar con ella esta noche; de lo contrario, que pase por mi casa mañana por la mañana para tornar un café.

—De acuerdo.

Llamé a casa de Beth y me respondió el contestador automático. Dejé el mismo mensaje.

Satisfecho de haber hecho cuanto estaba en mi mano para cumplir mi promesa, regresé a la cocina.

—Vamos a dar un paseo dominguero en coche —dije.

—Me parece una buena idea.

Emma condujo su coche y yo la seguí en el mío hasta su casa. Luego nos dirigimos en mi Jeep a Orient Point y tomamos el transbordador a New London. Pasamos el día en Connecticut y Rhode Island, visitamos las mansiones de Newport, cenamos en Mystic y regresamos en el transbordador.

Permanecimos un rato en el muelle, contemplando el mar y las estrellas.

Cuando el transbordador cruzaba el estrecho de Plum Island, vi a mi derecha el faro de Orient Point; a mi izquierda, el viejo faro de piedra de Plum Island estaba a oscuras, imponente, con el firmamento nocturno como telón de fondo.

El agua del estrecho estaba rizada.

—Se acerca una tormenta —comentó Emma—. El mar se altera antes de que llegue el viento —agregó—. También desciende el barómetro. ¿No lo sientes?

—¿Qué debería sentir?

—La presión que desciende.

—Aún no —respondí después de sacar la lengua.

—Yo sí lo siento; soy muy sensible a los cambios de tiempo.

—¿Es eso bueno o malo?

—Creo que es bueno.

—Yo también.

—¿Estás seguro de que no lo percibes? ¿No te duelen un poco las heridas?

Me concentré en mis lesiones y, ciertamente, me dolían un poco.

—Gracias por hacerme pensar en ello —dije.

—Es bueno conocer tu propio cuerpo, comprender las relaciones entre los elementos, el cuerpo y la mente.

—No cabe la menor duda.

—Por ejemplo, yo me vuelvo un poco loca en luna llena.

Más loca —puntualicé.

—Sí, más loca. ¿Y tú?

—Me pongo muy caliente.

—¿En serio? ¿En luna llena?

—Luna llena, cuarto creciente, cuarto menguante…

Se rio.

Contemplé Plum Island cuando pasábamos junto a ella. Se distinguían algunas luces de navegación y, en el horizonte, un resplandor que correspondía al emplazamiento del laboratorio principal, detrás de los árboles. Por lo demás, la isla estaba tan oscura como hace trescientos años y si entornaba los ojos podía imaginar el velero de William Kidd, el San Antonio, que reconocía la isla una noche de julio de 1.699. Podía ver que arriaban un bote, con Kidd y, tal vez, otras dos personas a bordo, y a alguien en el bote remando hacia la orilla…

—¿En qué estás pensando? —Emma interrumpió mis pensamientos.

—Me limito a disfrutar de la noche.

—Tenías la mirada fija en Plum Island.

—Sí… pensaba en… los Gordon.

—Pensabas en el capitán Kidd.

—Debes de ser bruja.

—Soy una buena metodista y una zorra, pero sólo una vez al mes.

—Además de sensible a los cambios de tiempo. —Sonreí.

—Efectivamente. Por cierto, ¿vas a contarme algo más sobre ese… asesinato?

—No.

—Bien. Lo comprendo. Si necesitas algo de mí, no tienes más que pedirlo; haré cuanto pueda para ayudarte.

—Gracias.

—¿Quieres quedarte en mi casa esta noche? —preguntó cuando el transbordador se acercaba al muelle.

—Me gustaría pero debo regresar a casa.

—Puedo ir yo a tu casa.

—Para serte sincero, se suponía que hoy debía hablar o reunirme con la detective Penrose y todavía tengo que intentarlo.

—De acuerdo.

Nadie insistió en la cuestión.

—Te veré mañana después del trabajo —dije cuando la acompañé a su casa.

—Estupendo. Hay un bonito restaurante junto al mar al que me gustaría llevarte.

—Encantado.

Nos besamos en el umbral, subí a mi Jeep y regresé a mi casa.

Había siete mensajes para mí. No estaba de humor para escucharlos y decidí acostarme. Seguirían ahí por la mañana.

En la cama, intenté decidir qué iba a hacer respecto a Fredric Tobin. A veces se da la situación de tener a tu hombre, pero no tenerlo. Hay un momento crítico en el que hay que optar entre seguir al acecho, enfrentarse a él, introducir humo en su madriguera o fingir que ha dejado de interesarnos.

También debería haber pensado que un animal o un hombre acorralado puede ser peligroso, que tanto participa el cazador como la presa y que la presa tiene mucho más que perder.

Pero olvidaba lo listo y astuto que era Tobin porque lo veía como un petimetre, igual que él me veía como un paleto. Ninguno de nosotros se engañaba, pero ambos nos habíamos dejado llevar ligeramente por nuestras respectivas fachadas. En cualquier caso, me culpo a mí mismo de lo sucedido.