Capítulo 27

A eso del mediodía pasé por la floristería Whitestone y entregué el orinal. No había desayunado y le pedí a Emma que almorzara conmigo, pero respondió que estaba demasiado ocupada. Los viernes eran días de ajetreo en el mundo de las flores: fiestas, cenas, etcétera. Además, había tres funerales, que, por su propia naturaleza, son acontecimientos imprevistos. Tenía también un encargo permanente para suministrar flores a los viñedos Tobin todos los fines de semana, para el restaurante y el vestíbulo. Sin olvidar la fiesta de Fredric el sábado por la noche.

—¿Paga sus cuentas? —pregunté.

—No —respondió Emma—. Ésa es la razón por la que, en su caso, cobro por adelantado, al contado o con tarjeta de crédito. No acepto cheques. Y he cancelado su cuenta —agregó, en un tono que sugería que le gustaría cancelarle algo más.

—¿Quieres que te traiga un bocadillo?

—No, gracias. Realmente debo volver al trabajo.

—Nos veremos mañana.

Salí de la tienda y di un paseo por la calle mayor. De algún modo había cambiado la naturaleza de nuestra breve relación. Sin duda estaba un poco fría conmigo. Las mujeres tienen una habilidad especial para mostrarse frías, y si uno intenta templarlas, sólo logra que bajen aún más la temperatura. Es un juego para el que se necesitan dos participantes y las cartas ya estaban echadas, de modo que decidí no seguirle la corriente.

Me compré un bocadillo y una cerveza, subí a mi Jeep y me dirigí a la parcela de Tom y Judy en el promontorio. Me senté en la roca y almorcé. Los arrecifes del capitán Kidd, increíble. Y no me cabía la menor duda de que los números 44106818, sobradamente conocidos, correspondían al lugar de la cara erosionada de aquel promontorio, donde se había descubierto el tesoro: cuarenta y cuatro pasos o cuarenta y cuatro grados, diez pasos o diez grados, etcétera. Se podía jugar con los números y su significado hasta llegar a un lugar elegido de antemano.

—Muy astuto, amigos míos. Ojalá me lo hubierais confiado, ahora no estaríais muertos.

Desde algún lugar pio un pájaro, como si respondiera.

Me puse de pie sobre la roca y oteé los campos y viñedos hacia el sur con mis prismáticos, hasta localizar la torre de Tobin el Terrible, que se elevaba por encima de todo lo demás en la llanura glacial: el sustituto del pene de lord Freddie.

—Pequeño cabrón —exclamé en voz alta.

Decidí que quería alejarme. Alejarme del teléfono, de mi casa, de Beth, de Max, de Emma, del FBI y de la CIA, de mis jefes e incluso de mis compinches en la ciudad. Cuando contemplaba Connecticut a través del canal, se me ocurrió la idea de visitar el casino de Foxwoods.

Descendí del promontorio, subí a mi Jeep y me dirigí al transbordador de Orient. La travesía fue tranquila, hacía un buen día en el canal y, al cabo de una hora y veinte minutos, mi todoterreno y yo habíamos llegado a New London, Connecticut.

Conduje hasta Foxwoods, un extenso complejo formado por el casino y el hotel en medio de la nada, o, a decir verdad, en el territorio de la tribu Mashantucket Pequot, una especie de «que te jodan hombre blanco, donde las dan las toman». Me registré en la recepción, compré algunos artículos de primera necesidad, me dirigí a mi habitación, desempaqueté mi cepillo de dientes y fui hacia el grande y tenebroso casino para enfrentarme a mi suerte.

Tuve mucha suerte con el blackjack, quedé en paz con las máquinas tragaperras, perdí un poco a los dados y salí ligeramente perjudicado con la ruleta. A las ocho había perdido sólo dos mil dólares. Cuánto me divertía.

Intenté ponerme en el lugar de Freddie Tobin: una muñeca colgada del brazo, pérdidas de unos diez mil de los grandes en un fin de semana y los viñedos produciendo beneficios, pero no los suficientes. Todo lo que constituye mi mundo está a punto de derrumbarse. No obstante, resisto, actúo de forma aún más temeraria en el juego e incremento los gastos porque está a punto de tocarme el gordo. No el gordo en el casino, sino el gordo enterrado desde hace trescientos años, que sé dónde está y se encuentra, tentadoramente, casi a mi alcance; probablemente, alcanzo a ver el lugar donde está enterrado en Plum Island cuando paso en mi barco. Pero no puedo apoderarme del tesoro sin la ayuda de Tom y Judy Gordon, a quienes he confiado el secreto y he convertido en mis socios. Y he hecho una buena elección. Entre todos los científicos, administrativos y trabajadores de Plum Island que he conocido, Tom y Judy son los que quiero reclutar: jóvenes, inteligentes, equilibrados, dotados de cierta elegancia y, sobre todo, claros amantes de la buena vida.

Deduje que Tobin había reclutado a los Gordon poco después de su llegada, como lo demostraba el hecho de haberse trasladado a los cuatro meses de su casa en el interior, cerca del transbordador, a su residencia siguiente junto al mar. Lo habían hecho por sugerencia de Tobin, igual que la adquisición del barco.

Era evidente que Fredric Tobin se había dedicado a la busca activa de algún contacto en Plum Island y, probablemente, había rechazado a varios candidatos. Que yo supiera, podía haber tenido algún otro socio en Plum Island, algo podía haber fallado y ahora su antiguo socio podía estar muerto. Debía comprobar si algún empleado de Plum Island había fallecido inesperadamente en los últimos dos o tres años.

Me percaté de que manifestaba unos prejuicios inaceptables hacia Fredric Tobin, que realmente deseaba que fuera el asesino. No Emma, ni Max, ni Zollner, ni Stevens, sino Fredric Tobin.

Por mucho que intentara atribuirle a otro el papel de asesino, Tobin era quien volvía siempre a mi mente. Beth, sin expresarlo abiertamente, sospechaba de Paul Stevens y, teniendo en cuenta todas las circunstancias, era un candidato con más probabilidades que Tobin. Mi opinión sobre Tobin estaba demasiado matizada por mis sentimientos hacia Emma. No podía alejar de mi mente la imagen de esa pareja haciendo el amor. Hacía por lo menos una década que no sentía nada parecido.

No pretendía discriminar a Freddie, pero decidí proseguir bajo el supuesto de que era el asesino y procuraría encontrar las pruebas que lo incriminaran.

En cuanto a Paul Stevens, era posible que también estuviera implicado, pero si Tobin había reclutado a Stevens, ¿para qué necesitaba a los Gordon? Y si Stevens no formaba parte del plan, ¿era posible que lo hubiera descubierto? ¿Había actuado como un buitre, a la espera de lanzarse y apropiarse de la presa, después de realizar otros todo el trabajo de búsqueda? ¿Actuaba Stevens por cuenta propia sin la colaboración de Tobin ni de ninguna otra persona? Podía, ciertamente, elaborar argumentos contra Stevens, que poseía el conocimiento de Plum Island, la oportunidad, las armas, la proximidad cotidiana a las víctimas y, sobre todo, la personalidad para tramar una conspiración y asesinar a sus socios. Puede que, con un poco de suerte, lograra mandar a Stevens y a Tobin a la silla eléctrica.

Existía también la posibilidad de que otra persona…

Pensé en todo lo que había sucedido antes de que a Tom y a Judy les volaran la tapa de los sesos. Veía a Tom, Judy y Fredric, que disfrutaban de un nivel de vida demasiado alto, que se excedían en sus gastos, que alternaban la seguridad y el ajetreo respecto al éxito de su aventura.

Preparaban meticulosamente el terreno para el supuesto descubrimiento del tesoro. Era interesante que hubieran decidido no ubicarlo en la propiedad de Tobin junto al mar. Habían optado por una leyenda local: los arrecifes del capitán Kidd. Evidentemente, luego declararían ante el mundo entero que su investigación los había conducido a aquel lugar en particular y admitirían que habían convencido a la pobre Margaret Wiley para que les vendiera el terreno, algo que por supuesto lamentaría, convencida de que Thad la había castigado. Los Gordon le habrían regalado a la señora Wiley una joya como premio de consolación.

En la investigación de un asesinato, solía buscar la explicación más sencilla y, en este caso, era muy elemental: la avaricia. Freddie nunca había aprendido a compartir y, aunque estuviera dispuesto a hacerlo, quién sabe si el tesoro valía lo suficiente para saldar sus deudas y salvar sus viñedos. Su parte no sería superior al cincuenta por ciento, y la del gobierno, estatal y federal, aproximadamente otra mitad. Aunque el tesoro tuviera un valor de diez millones de dólares, Freddie acabaría a lo sumo con dos millones y medio, insuficiente para un derrochador como lord Tobin. Y si había otro socio, alguien que todavía viviera, como Paul Stevens, ciertamente, los Gordon debían desaparecer.

Pero aún quedaban preguntas por responder. En el supuesto de que los Gordon hubieran descubierto el tesoro en Plum Island, ¿lo llevaban todo consigo cuando se encontraron inesperadamente con la muerte en el jardín de su propia casa? ¿Estaba él tesoro en la nevera portátil? ¿Y dónde estaba el baúl original del tesoro, que debía ser enterrado de nuevo y encontrado para contentar a los arqueólogos inquisitivos y a los inspectores de Hacienda?

Mientras reflexionaba, no prestaba atención a la ruleta. La ruleta es ideal para la gente preocupada porque no es preciso pensar; como las máquinas tragaperras, es simplemente cuestión de suerte. Pero, en las máquinas tragaperras, uno puede controlar la proporción de sus pérdidas y pasar la noche en estado catatónico, contemplando sus luces parpadeantes, sin perder mucho más de lo que gastaría en el supermercado. Sin embargo, en la ruleta, a diez dólares la apuesta mínima, con la rapidez del crupier y los demás jugadores, el daño puede producirse en poco tiempo.

Abandoné la mesa, obtuve otro anticipo con mi tarjeta de crédito y fui en busca de una agradable partida de póquer. Lo que hago por mi trabajo.

Tuve una suerte relativa en la mesa de póquer y, a medianoche, había reducido de nuevo mis pérdidas a dos mil y pico dólares. Además, estaba muerto de hambre. Pedí una cerveza y un bocadillo a una de las camareras y seguí jugando al póquer hasta la una de la madrugada, cuando todavía perdía dos de los grandes.

Me retiré a una de las barras y pasé a tomar whisky. Vi una repetición de las noticias por televisión, en la que no se mencionó en absoluto el asesinato de los Gordon.

Repasé mentalmente el caso de cabo a rabo desde que Max apareció en la terraza de mi casa hasta el momento presente. De paso, pensé en mi vida sentimental, en mi trabajo y en todo lo demás, que me llevó a la cuestión de adonde me dirigía.

De modo que ahí estaba, a eso de las dos de la madrugada, con dos mil dólares menos en el bolsillo, solo aunque no solitario, ligeramente embriagado; supuestamente, con una incapacidad física del setenta y cinco por ciento y, tal vez, una incapacidad mental completa, y perfectamente capaz de compadecerme de mí mismo. Pero decidí volver a la ruleta. Si era desgraciado en amores, tenía que ser afortunado en el juego.

A las tres de la madrugada había perdido otros mil dólares y decidí acostarme.

Desperté el sábado por la mañana con una extraña sensación de dónde estoy. A veces, la mujer que está a mi lado puede ayudar a orientarme, pero no había ninguna junto a mí. De pronto se aclaró mi cabeza, recordé dónde estaba y que los Mashantucket Pequots me habían cortado la cabellera o tal vez debería decir que mis hermanos indígenas norteamericanos me habían planteado un reto financiero.

Me duché, me vestí, guardé mi cepillo de dientes y desayuné en el casino.

Era otro hermoso día de finales de verano, casi otoñal. Puede que fuera el veranillo de San Martín. Subí a mi Jeep y me dirigí al sur hacia New London.

En las afueras de la ciudad, paré en una estación de servicio para pedir direcciones. En menos de quince minutos había llegado a Ridgefield Road, una calle en las afueras de casas de madera al estilo de Nueva Inglaterra en extensas parcelas. Era una zona semirrural para vivir todo el año, en la que no estaba claro si era necesario ser rico. Las casas eran de tamaño mediano y los coches ni caros ni baratos, por lo que deduje que era un barrio de clase media.

Me detuve frente al número diecisiete, una casa blanca de madera al estilo de Cape Cod, a unos treinta metros de la acera. Los vecinos más cercanos estaban a cierta distancia. Me apeé del Jeep, me acerqué a la casa y llamé a la puerta.

Mientras esperaba, miré a mi alrededor. No había ningún coche frente a la casa. Tampoco había indicio alguno de juguetes, por lo que deduje que el señor Stevens no estaba casado o lo estaba pero sin hijos, o eran mayores, o se los había comido. ¿Qué les parece como alarde de razonamiento deductivo?

También me percaté de que el lugar era excesivamente pulcro. Como si allí viviera alguien con una mentalidad meticulosa, fascista y enfermiza.

Como nadie respondió a mi llamada, me dirigí al garaje y miré por la ventana lateral: ningún coche. Fui al jardín trasero, cuyo césped se extendía unos cincuenta metros hasta el bosque. Había un bonito patio empedrado, una barbacoa, muebles de jardín, etcétera.

Me acerqué a la puerta trasera, miré por las ventanas y vi una impecable cocina rústica.

Contemplé seriamente la posibilidad de perpetrar un allanamiento de morada para registrar el lugar y, tal vez, robarle el diploma de la pared para gastarle una broma, pero me percaté de que las ventanas estaban protegidas con un sistema de alarma. También advertí bajo el alero, a mi derecha, una cámara de vigilancia, que abarcaba un radio de ciento ochenta grados. Era un individuo de cuidado.

Regresé a mi Jeep y marqué el número de teléfono de Stevens. Una voz masculina me ofreció diversas opciones: su fax y correo electrónico privados, su número de busca, su apartado de correos, el teléfono, el fax y la dirección electrónica de su despacho y, por último, la posibilidad de dejar un mensaje después de la señal. No se me habían ofrecido tantas alternativas desde que me acerqué a una máquina dispensadora de preservativos. Pulsé el número tres en mi teléfono móvil, obtuve el número de busca de Stevens, lo marqué, di el número de mi móvil y colgué. Al cabo de un minuto sonó mi teléfono.

—Compañía de agua de New London —respondí.

—Dígame, soy Paul Stevens. Me han llamado ustedes.

—Sí señor. Hay un reventón frente a su casa en Ridgefield Road. Queremos instalar una bomba en el sótano para evitar que se inunde.

—De acuerdo… Ahora estoy en mi coche… Llegaré en veinte minutos.

—Muy bien.

Colgué y esperé.

A los cinco minutos, no veinte, paró un Ford Escort gris frente a la casa, del que salió Paul Stevens con pantalón negro y una chaqueta color castaño.

Me apeé de mi Jeep y fui a reunirme con él en el jardín de su casa, donde me dispensó un caluroso recibimiento.

—¿Qué coño está haciendo aquí?

—Daba un paseo y he decidido visitarle.

—Salga inmediatamente de mi propiedad.

¡Válgame Dios!, no esperaba un recibimiento tan agresivo.

—En realidad no me gusta que me hablen de ese modo.

—Maldito imbécil… me estuvo tocando las pelotas durante media mañana…

—Eh, oiga…

—Váyase a la mierda, Corey. Lárguese de aquí.

Era realmente un señor Stevens diferente al de Plum Island, que había sido, por lo menos, bien educado aunque no particularmente amable. En aquel momento, evidentemente, debía cuidar sus modales, pero ahora estaba en su propio territorio y sin los sabuesos a su alrededor.

—Un momento, Paul…

—¿Está usted sordo? Le he dicho que se largue de aquí. Y por cierto, cretino de mierda, aquí el agua sale de un pozo. ¡Fuera!

—De acuerdo, pero debo llamar a mi compañera —respondí, señalando la casa—. Beth Penrose. Está detrás de la casa.

—Váyase a su maldito coche. Yo la sacaré —dijo antes de dar media vuelta y echar a andar—. Debería denunciarles a ambos por allanamiento de morada —añadió por encima del hombro—. Han tenido suerte de que no se me ocurriera bajar del coche pistola en mano.

Di media vuelta y empecé a caminar hacia mi Jeep. Cuando miré por encima del hombro, vi que doblaba la esquina de su garaje.

Corrí por el césped, crucé el camino y le alcancé cuando llegaba a la esquina posterior de la casa. Al oírme, dio media vuelta y se llevó la mano a la pistolera, aunque demasiado tarde. Le propiné un puñetazo en la mandíbula, que sonó con un ruido apagado, y cayó de espaldas con las piernas y los brazos doblados. Fue casi cómico.

Me agaché junto al pobre Paul y palpé hasta encontrar su especial del sábado por la tarde, una pequeña Beretta de seis milímetros y medio, en el bolsillo interior de su chaqueta. Extraje el tambor, saqué las balas y me las guardé en el bolsillo. Vacié la recámara, introduje de nuevo el tambor y volví a colocar la pistola en su bolsillo.

Examiné su cartera: algo de dinero, tarjetas de crédito, permiso de conducir, tarjeta médica, documento identificativo de Plum Island y un permiso de armas de Connecticut para una Beretta, una Colt cuarenta y cinco y una Magnum trescientos cincuenta y siete. No había fotos, números de teléfono, tarjetas de visita, llaves, preservativos, números de lotería ni nada de interés, salvo el hecho de que poseía dos armas de gran calibre, que tal vez no habríamos descubierto si no le hubiera dejado inconsciente y registrado su cartera.

Le devolví la cartera, me puse de pie y esperé pacientemente a que recuperara el conocimiento y se disculpara por su conducta. Pero seguía ahí, moviendo su estúpida cabeza de un lado para otro y emitiendo sonidos incoherentes con la boca. No había sangre, pero se le empezaba a formar una mancha roja donde le había golpeado. Más adelante sería azul y luego de un interesante tono morado.

Decidí acercarme a una manguera enrollada, abrí el grifo y rocié al señor Stevens. Eso pareció surtir efecto y logró levantarse, sin dejar de escupir y tambalearse.

—¿Ha encontrado a mi compañera? —pregunté.

Parecía confuso y me hizo recordar cómo me sentía al despertar por la mañana con una resaca de campeonato. Realmente le comprendía.

—Agua de pozo —exclamé—. ¿Quién podía habérselo imaginado? Por cierto, Paul, ¿quién mató a Tom y Judy?

—Váyase a la mierda.

Lo rocié de nuevo y se cubrió la cara. Dejé la manguera en el suelo y me acerqué.

—¿Quién mató a mis amigos?

Se estaba secando la cara con la parte inferior de la chaqueta cuando pareció recordar algo, se llevó la mano derecha al interior de la chaqueta y sacó su tirachinas.

—¡Hijo de puta! —exclamó—. Las manos sobre la cabeza.

—De acuerdo.

Obedecí y pareció sentirse mejor.

Se frotaba la mandíbula y era evidente que le dolía. Pareció darse cuenta paulatinamente de que había sido víctima de un engaño, había perdido el conocimiento y había sido rociado con una manguera. Parecía que estaba poniéndose furioso.

—Quítese la chaqueta —ordenó.

Me quedé en mangas de camisa, con mi treinta y ocho en la pistolera.

—Deje la chaqueta en el suelo, desabróchese lentamente la pistolera y déjela caer.

Obedecí.

—¿Lleva alguna otra arma? —preguntó.

—No señor.

—Levántese las perneras de los pantalones.

Obedecí para mostrarle que no llevaba ninguna pistola en los tobillos.

—Dese la vuelta y levántese la camisa —ordenó.

Di media vuelta y me levanté la camisa para enseñarle que no llevaba ninguna arma en la espalda.

—Vuélvase.

Giré el cuerpo para mirarle.

—Las manos sobre la cabeza.

Obedecí.

—Sepárese de su pistola.

Lo hice.

—Arrodíllese.

Obedecí.

—Cabrón, hijo de puta —exclamó—. ¿Quién coño se ha creído que es para venir aquí a violar mi intimidad y mis derechos?

Estaba realmente furioso y blasfemaba a mansalva.

Es casi axiomático en esta profesión que los culpables proclamen su inocencia y los inocentes se pongan sumamente furiosos y profieran toda clase de amenazas legales. El señor Stevens parecía pertenecer a la categoría de los inocentes. Dejé que se desahogara un rato.

—¿Tiene por lo menos alguna idea de quién puede haberlo hecho? —pregunté por fin, cuando me dio un pequeño respiro.

—Si la tuviera, tampoco se lo diría, listillo hijo de puta.

—¿Alguna idea de por qué los mataron?

—Eh, no me interrogue, cabrón. Cierre esa mierda de boca.

—¿Significa eso que no puedo contar con su cooperación?

—¡Cierre el pico! —exclamó antes de reflexionar unos instantes—. Debería dispararle por allanamiento de morada, estúpido hijo de puta. Lamentará haberme golpeado. Debería obligarlo a desnudarse y abandonarlo en el bosque.

Volvía a enfadarse y a buscar formas más creativas de vengarse. Empezaban a entrarme agujetas de estar arrodillado y me levanté.

—¡Arrodíllese! ¡Arrodíllese! —exclamó.

Cuando me acerqué a él me apuntó con su Beretta a los genitales y apretó el gatillo. Hice una mueca a pesar de que el arma estaba descargada.

Comprendió que había cometido un grave error al intentar dispararme en los genitales sin balas en la pistola. Se quedó mirando fijamente su Beretta.

En esta ocasión le propiné un gancho de izquierda para no lastimar de nuevo su mandíbula derecha. Esperaba que me lo agradeciera cuando despertara.

Cayó de espaldas sobre el césped.

Sabía que se sentiría muy mal cuando despertara, realmente estúpido, avergonzado y todo eso, y en cierto modo lo lamentaba. Bueno, puede que no. En cualquier caso, no me iba a ofrecer voluntariamente ninguna información después de dejarlo inconsciente por segunda vez, ni creía poder engañarlo o persuadirlo para que hablara. Era realmente impensable torturarlo, aunque me tentaba la idea.

Decidí recoger mi arma, la pistolera y la chaqueta y, luego, como tengo sentido del humor, le até cruzados los cordones de los zapatos al señor Stevens.

Regresé a mi Jeep y me puse en camino, con la esperanza de haberme alejado lo suficiente de Stevens cuando despertara y llamara a la policía.

Pensaba en él mientras conducía. La verdad era que Paul Stevens estaba al borde de la locura, ¿pero le convertía eso en asesino? No lo parecía, pero había algo en él… algo que sabía. Estaba convencido. Además, se guardaba lo que sabía, y eso significaba que protegía o le hacía chantaje a alguien o tal vez que intentaba descubrir cómo sacarle algún provecho a la situación. Pero ahora se había convertido, en el mejor de los casos, en un testigo hostil.

En lugar de tomar el transbordador de New London a Long Island, que podía conducirme a un expediente y a presiones por parte de las autoridades de Connecticut, me dirigí hacia el oeste por rutas turísticas mientras cantaba la monótona melodía de cierto musical: Ooou… klahoma, donde sopla el viento en la pradera…

Entretanto, me dolía la mano derecha y se me entumecía la izquierda. En realidad, los nudillos de mi derecha estaban un poco hinchados. ¡Maldita sea!

—Te haces viejo —me dije antes de flexionar las manos—. ¡Ay!

Sonó mi teléfono móvil. No contesté. Entré en el Estado de Nueva York, donde disponía de más probabilidades de manipular a la policía si se interesaba por mi caso.

Pasé por alto la salida del puente de Throgs Neck, por donde la mayoría de la gente cruzaba a Long Island, y seguí hasta el puente de Whitestone, que parecía más indicado.

—El puente de Emma Whitestone —canté—. Estoy enamorado, enamorado de una hermosa muchacha.

Me encantan las melodías sentimentales.

Después de cruzar el puente, me dirigí al este para regresar a la zona norte de Long Island. Había dado un gran rodeo para evitar el transbordador, pero no sabía cómo reaccionaría Paul Stevens después de haberle derribado dos veces en el jardín de su propia casa. Por no mencionar el porrazo que se daría en la cara cuando intentara dar un paso con los cordones de los zapatos entrelazados.

Sin embargo, en mi opinión, no llamaría a la policía. En cuyo caso, el hecho de no denunciar un allanamiento de morada y agresiones físicas sería muy revelador. Paul daría por perdido aquel asalto, consciente de que habría otro. Mi problema consistía en que él elegiría el momento y el lugar para sorprenderme. Qué le vamos a hacer. Cuando se juega duro, cabe esperar jugadas difíciles de vez en cuando.

A las siete de la tarde estaba de regreso en el norte de Long Island, después de haber conducido unos quinientos kilómetros. No me apetecía ir a mi casa y pasé por la Olde Towne Taverne, donde tomé un par de cervezas.

—¿Has hablado alguna vez con Fredric Tobin? —pregunté al camarero, un muchacho llamado Aidan, al que conocía.

—En una ocasión trabajé de camarero durante una fiesta en su casa —respondió—. Pero apenas intercambié cuatro palabras con él.

—¿Qué se dice de ese individuo?

Aidan se encogió de hombros.

—No lo sé… oigo muchos rumores.

—¿Por ejemplo?

—Hay quien dice que es marica y otros que es un mujeriego. Algunos comentan que está en la ruina y debe dinero a todo el mundo. Unos comentan que es un mezquino y otros que despilfarra. Ya sabe, cuando llega alguien como él y levanta un negocio de la nada, es normal que existan opiniones diversas. Les ha pisado los callos a algunos, pero supongo que también ha sido bueno con otros. Es muy amigo de políticos y policías. ¿Lo sabía?

—Sí, lo sabía. ¿Dónde vive? —pregunté.

—Tiene una propiedad en Southold, junto a Founders Landing. ¿Sabe dónde está?

—No.

—No puede equivocarse. Es enorme —dijo Aidan después de darme las indicaciones necesarias.

—Por cierto, alguien me ha dicho que por aquí hay un tesoro enterrado.

Aidan soltó una carcajada.

—Sí, claro. Mi viejo me ha contado que cuando era niño la gente excavaba agujeros por todas partes. Si alguien encontró algo, se lo ha callado.

—Claro. ¿Para qué compartirlo con el Tío Sam?

—¿Bromea?

—¿Has oído algo nuevo sobre el doble asesinato de Nassau Point?

—No —respondió—. Personalmente, creo que esa gente robó algo peligroso y el gobierno y la policía se han inventado esa basura de la vacuna. Pero, claro, ¿qué van a decir? ¿Qué está a punto de acabar el mundo? No. Nos dicen: «No os preocupéis… no corréis ningún peligro». Un carajo.

—Desde luego.

Creo que la CIA, el FBI, el gobierno en general y la policía siempre deberían poner a prueba sus mentiras con los camareros, los barberos y los taxistas, antes de intentar vendérselas al país. Yo siempre consulto a los camareros o a mi barbero cuando quiero comprobar si algo es verosímil y funciona.

—Por cierto —dijo Aidan—, ¿cuál es la diferencia entre la enfermedad de las vacas locas y el síndrome premenstrual?

—¿Cuál?

—Ninguna —respondió con un golpe de trapo sobre la barra, riéndose a carcajadas.

Salí del local, subí a mi coche y me dirigí a un lugar llamado Founders Landing.