Capítulo 26

Salimos por la puerta trasera y caminamos hasta la orilla.

—Esto es muy bonito —dijo Beth.

—Estoy empezando a apreciarlo —respondí mientras cogía una piedra plana del suelo y la arrojaba horizontalmente al agua.

Botó tres veces antes de hundirse.

Beth encontró una bonita piedra perfectamente plana, dobló el codo, inclinó el cuerpo, la arrojó y botó cuatro veces antes de sumergirse.

—Tienes un buen brazo —exclamé.

—Soy lanzadora del equipo de béisbol de homicidios —respondió, se agachó para coger otra piedra y la arrojó al poste del extremo del embarcadero.

La piedra pasó a escasos centímetros del poste y lo intentó de nuevo.

La observé mientras seguía arrojando piedras al poste. Lo que me había atraído de ella aún me atraía. Era, evidentemente, su hermosura, pero también su actitud distante. Me encantan las mujeres esquivas. Creo. En todo caso, estaba bastante seguro de que el hecho de encontrar a Emma en mi casa la había molestado y enojado. Pero lo más importante era la sorpresa que le producían sus propios sentimientos, y puede que fueran de competencia.

—Te he echado de menos —dije—. Tu ausencia ha avivado mis sentimientos.

Me miró entre lanzamientos.

—Entonces acabarás enamorándote de mí porque ésta será probablemente la última vez que me veas —respondió.

—No olvides la fiesta de mañana.

—Si tuviera que elegir un sospechoso entre todas las personas con las que hemos hablado —dijo, sin prestar atención a mis palabras—, ése sería Paul Stevens.

—¿Por qué?

Arrojó una nueva piedra al poste y acertó.

—Ayer le llamé a Plum Island y me aseguraron que había salido. Cuando insistí, me dijeron que estaba enfermo en su casa. Llamé a su casa, pero nadie contestaba. Otro de la isla que ha desaparecido.

Caminamos por la rocosa orilla.

A mí tampoco me satisfizo la última actuación del señor Stevens. Era un posible sospechoso de asesinato. He reconocido que podía estar perfectamente equivocado respecto a Fredric Tobin, aunque cabía también la posibilidad de que Tobin estuviera confabulado con Stevens, o ni lo uno ni lo otro. Creía que cuando averiguara el motivo, descubriría al asesino. Pero el motivo había resultado ser el dinero y cuando el motivo es el dinero, los sospechosos pueden ser todos o cualquiera.

Caminamos hacia el este por la orilla, frente a las casas de los vecinos. Subía la marea y el agua acariciaba las rocas. Beth caminaba con las manos en los bolsillos de la chaqueta y la cabeza gacha, como si reflexionara. De vez en cuando daba un puntapié a una piedra o una concha. Vio una estrella de mar encallada en la playa, se agachó, la cogió y la arrojó a la bahía.

—En cuanto al doctor Zollner —dijo después de caminar un rato en silencio—, tuvimos una agradable charla por teléfono.

—¿Por qué no le llamas a tu despacho?

—Lo haría, pero está en Washington. Le han citado para declarar ante el FBI y el Departamento de Agricultura, entre otros. Luego emprenderá un largo viaje por Sudamérica, Inglaterra y muchos otros lugares donde necesitan sus conocimientos. Lo mantienen fuera de mi alcance.

—Consigue una citación.

No respondió.

—¿Te ponen trabas desde Washington? —pregunté.

—No a mí personalmente, pero sí a las personas para las que trabajo… Ya sabes cómo es cuando no te devuelven las llamadas, lo que solicitas tarda demasiado, se anulan las reuniones que organizas…

—En cierta ocasión trabajé en un caso semejante —respondí—. Los políticos y los burócratas te obligan a dar cien mil vueltas hasta que deciden si puedes ayudarlos o perjudicarlos.

—¿De qué tienen miedo y qué es lo que encubren? —preguntó Beth.

—Los políticos temen todo lo que no comprenden, y no comprenden nada. Limítate a seguir trabajando en el caso.

Beth asintió.

—Has hecho un trabajo excelente —dije.

—Gracias.

Dimos media vuelta y empezamos a caminar en dirección a la casa.

Pensé que a Beth le gustaba el papeleo, los detalles, los pequeños ingredientes de los que se compone el caso. Algunos detectives creían que se podía resolver un caso trabajando con las pruebas forenses, balísticas y otros elementos conocidos. Pero, en este caso, las respuestas surgían de lugares inesperados y uno debía estar ahí para captarlas.

—En el laboratorio se han inspeccionado meticulosamente los dos vehículos de los Gordon y su barco —dijo Beth—. Todas las huellas eran suyas, salvo las tuyas, las mías y las de Max en el barco. En la cubierta del barco también encontraron algo extraño.

—¿Qué?

—Dos cosas. En primer lugar, tierra, de esa que ya conocemos. Pero también encontraron unas pequeñísimas astillas de madera enmohecida, podrida. No era madera de deriva; no contenía sal. Había estado enterrada y todavía tenía tierra. ¿Alguna idea? —preguntó mirándome.

—Deja que me lo piense.

—De acuerdo. Me he puesto en contacto con el sheriff del condado, un individuo llamado Will Parker, respecto a los permisos de armas extendidos en el municipio de Southold.

—Bien.

—También he verificado la sección de licencias de armas del condado y he obtenido una lista informatizada de mil doscientos veinticuatro permisos de armas, extendidos por el sheriff y por el condado a residentes del municipio de Southold.

—De modo que entre veinte mil y pico habitantes de este condado, más de mil doscientos tienen permiso de armas. Es una cantidad considerable, mucha gente que visitar, aunque no es una tarea imposible.

—Lo paradójico del caso —dijo Beth— es que cuando se trataba de una plaga, nada era imposible. Pero ahora ya no disponemos de un presupuesto ilimitado para resolverlo.

—Los Gordon son importantes para mí. El asesinato es importante.

—Lo sé. También para mí —dijo Beth—. Me limito a exponerte la realidad.

—¿Por qué no llamo a tu jefe y le explico cuál es la realidad?

—Olvídalo, John. Yo me ocuparé de eso.

En realidad, mientras el Departamento de Policía del condado reducía sus esfuerzos, los federales incrementaban secretamente los suyos en busca de autores equivocados. Pero ése no era mi problema.

—De acuerdo —respondí—. Por cierto, ¿está el señor Tobin en la lista de personas con permiso de armas?

—Pues sí. He repasado la lista y he extraído algunos nombres conocidos. El de Tobin era uno de ellos.

—¿Quién más?

—Max. Tiene un cuarenta y cinco para cuando no está de servicio.

—Ahí tienes al asesino —dije medio en broma—. ¿Qué clase de arma tiene Tobin?

—Tiene dos —respondió Beth después de mirarme fugazmente—. Una Browning de nueve milímetros y una Colt cuarenta y cinco automática.

—Dios mío. ¿Teme que le roben las uvas?

—Supongo que transporta dinero o algo por el estilo. No se necesitan muchas razones en este condado para poseer un permiso de armas, a condición de tener buenas relaciones con el sheriff y el jefe de policía.

—Interesante.

Las armas privadas estaban estrictamente reglamentadas en el Estado de Nueva York, pero había ciertos lugares donde era un poco más fácil obtener un permiso. En todo caso, el hecho de poseer dos pistolas no convertía a F. Tobin en un asesino, pero indicaba cierta clase de personalidad. Pensé que Freddie, como había sugerido Emma, encajaba en la categoría de personas sosegadas que evitaban la violencia física o verbal, pero capaz de volarle a uno la tapa de los sesos si sé sentía amenazado.

Cuando nos acercábamos de nuevo a mi casa, Beth se detuvo y volvió la cabeza para contemplar el mar. Era la pose clásica de un retrato al óleo que podía titularse Mujer mirando al mar. Me pregunté si sería capaz de tirarse desnuda al agua espontáneamente y decidí que definitivamente no pertenecía a esa clase de personas.

—¿Por qué te interesas por Fredric Tobin? —preguntó.

—Ya te lo he dicho… Resulta que tenía una amistad más íntima con los Gordon de lo que yo me había percatado.

—¿Y eso qué importa?

—No lo sé. Continúa, te lo ruego.

Volvió la cabeza, me echó una ojeada y empezó de nuevo a andar.

—De acuerdo. Luego registramos las marismas al norte de la casa de los Gordon y encontramos un lugar donde pudo haberse arrastrado un barco hasta los juncos.

—¿En serio? Buen trabajo.

—Gracias —respondió Beth—. Es perfectamente posible que alguien llegara por ese camino en una embarcación de poco calado. El lunes la marea estaba alta a las siete y dos minutos, así que a las cinco y media estaba bastante crecida y había casi cuarenta y cinco centímetros de agua en la marisma próxima a la casa de los Gordon. Alguien pudo acercarse en una embarcación desprovista de quilla entre las hierbas, sin que nadie lo viera.

—Muy bien. ¿Por qué no se me habría ocurrido?

—Porque pierdes el tiempo pensando comentarios para hacerte el listo.

—En realidad no los pienso.

—No puedo afirmar con seguridad que hubiera un barco entre esos juncos —prosiguió Beth—, aunque eso parece. Hay espadañas quebradas recientemente. No hay ningún indicio de presión en el barro, pero hemos tenido ocho mareas altas desde el asesinato y pueden haber borrado las huellas.

—¡Caramba!, esto no es como un homicidio en Manhattan —asentí—. Espadañas, marismas, barro, mareas y balas hundidas en la bahía. Esto es como el sargento Preston del Yukon.

—¿Ves a lo que me refiero? Nunca dejas de hacerte el listillo.

—Lo siento…

—He hablado con Max por teléfono y está muy enfadado por el hecho de que presionaras a Fredric Tobin.

—Que le den por saco a Max.

—Me he ocupado de suavizar la situación con él.

—Muchas gracias.

—¿Descubriste algo cuando hablaste con Fredric Tobin?

—Mucho. La dispersión de las hojas, la maceración de la piel con el caldo en los barriles. ¿Qué más…?

—¿Debería hablar con él?

—Sí —respondí después de reflexionar unos instantes.

—¿Vas a darme alguna pista sobre las razones por las que debería hacerlo?

—Sí, pero no inmediatamente. Sin embargo, debes olvidarte de drogas, microbios, vacunas y de todo lo relacionado con el trabajo de los Gordon.

Guardó silencio durante un buen rato mientras andábamos.

—¿Estás seguro? —preguntó por fin.

—No te engaño.

—¿Entonces cuál es el motivo? Dímelo.

—Creo que te estás enojando ligeramente conmigo.

Me lanzó una mirada de curiosidad y me preguntó:

—¿Infidelidad? ¿Sexo? ¿Celos?

—No.

—¿La parcela de la señora Wiley?

—Forma parte de la historia.

Parecía pensativa.

Habíamos llegado a la propiedad de mi tío y nos detuvimos cerca del embarcadero. Nos quedamos mirándonos el uno al otro, con las manos en los bolsillos de nuestras respectivas chaquetas. Yo intentaba averiguar lo que sentía por ella después de haber conocido a Emma y Beth intentaba dilucidar quién había asesinado a los Gordon. Pensé que cuando resolviéramos el caso deberíamos pensar lo que sentíamos cada uno y por quién lo sentíamos.

—Coge una piedra y arrójala lo mejor que puedas —dijo Beth.

—¿Es una competición?

—Por supuesto.

—¿Cuál es el premio?

—No te preocupes por eso; no vas a ganar.

—¿No te confías demasiado?

Encontré una piedra realmente extraordinaria: redonda, plana por debajo y cóncava por encima; un flotador perfecto. Me preparé como si se tratara del lanzamiento definitivo de un partido de béisbol y lancé el proyectil. La piedra tocó la superficie, saltó, tocó, saltó, tocó, saltó, tocó, saltó y se hundió.

—Cuatro —dije, por si Beth no contaba.

Ella había encontrado ya su piedra: redonda, un poco mayor que la mía y cóncava por ambos lados. Ésa era otra teoría. Se quitó la chaqueta y me la entregó. Sopesó la piedra en una mano como si pensara en descalabrarme, imaginó probablemente mi cabeza botando sobre el agua y arrojó la piedra.

Después de cuatro botes se habría hundido de no haber sido por una pequeña ola que la levantó de nuevo antes de sumergirse.

Beth se frotó las manos y cogió su chaqueta.

—Muy bien —dije.

—Has perdido —respondió Beth poniéndose la chaqueta—. Cuéntame lo que has averiguado.

—Eres tan buena detective que me limitaré a darte las pistas y dejaré que seas tú quien lo averigüe. Escúchame: la casa alquilada junto al mar con su correspondiente lancha, la parcela de Margaret Wiley, la Sociedad Histórica Peconic, la historia de Plum Island y las islas circundantes, la semana perdida en Inglaterra… ¿qué más?… los números 44106818… ¿qué más?

—¿Paul Stevens?

—Posiblemente.

—¿Fredric Tobin?

—Posiblemente.

—¿Cómo encaja? ¿Sospechoso? ¿Testigo?

—Es posible que el señor Tobin y sus bodegas estén en bancarrota o por lo menos eso he oído. Así que puede que esté desesperado, y una persona desesperada comete actos desesperados.

—Comprobaré sus finanzas —respondió Beth—. Entretanto, gracias por las valiosas pistas.

—Está todo ahí, grumete. Busca el común denominador, la hebra que hilvana todas las pistas.

A Beth no le gustó el juego.

—Debo marcharme —dijo—. Le diré a Max que has resuelto el caso y que te llame —agregó mientras cruzaba el jardín en dirección a la casa.

La seguí.

En la cocina empezó a recoger los papeles.

—Por cierto, ¿qué significan aquellas dos banderas de señalización? —pregunté.

—Las banderas representan las letras b y v —respondió, sin dejar de guardar documentos en su maletín—. En el abecedario fonético significan Bravo Víctor —añadió mirándome.

—¿Qué me dices de otro significado en palabras? —pregunté.

—La bandera Bravo también quiere decir «cargamento peligroso» y la bandera Víctor significa «necesitamos ayuda».

—De modo que ambas banderas significarían cargamento peligroso, ayúdennos.

—Efectivamente, lo cual puede tener sentido si los Gordon transportaban algún microorganismo peligroso o incluso drogas ilegales. Podía tratarse de una señal a su socio. Pero dices que esto no tiene nada que ver con microbios ni con drogas.

—Eso he dicho.

—Según un compañero de oficina que practica la navegación —dijo Beth—, mucha gente en tierra utiliza banderas de señalización con motivos decorativos o como broma. No se puede hacer lo mismo en el agua, pero en tierra, nadie se lo toma en serio.

—Cierto. Los Gordon a menudo lo hacían —respondí—, aunque en esta ocasión… cargamento peligroso, necesitamos ayuda… Considera que era una señal dirigida a alguien, extraordinaria. Sin ninguna constancia telefónica, sólo una señal por banderas, a la antigua, probablemente convenida de antemano. Los Gordon decían: «Llevamos la mercancía a bordo, ayudadnos a descargarla».

—¿Qué mercancía?

—¡Ah! ¡Ésa es la cuestión!

—Si ocultas pruebas o información, y supongo que lo haces, puedes tener un problema legal, detective.

—Tranquila, Beth. Sin amenazas.

—John, estoy investigando un doble asesinato. Eran tus amigos y esto no es un juego…

—Un momento. No necesito un sermón. Yo estaba sentado tranquilamente en mi terraza, cuando acudió Max humildemente a pedirme ayuda. La tarde del día siguiente me encontraba en un aparcamiento vacío junto al transbordador, después de pasar el día en biocontención con el pulgar en la nariz. Y ahora…

—Un momento. Yo te he tratado muy bien…

—¿Bromeas? Han transcurrido dos días sin que supiera nada de ti…

—Estaba trabajando. ¿Y qué hacías?

Y así sucesivamente.

—Paz —exclamé al cabo de un par de minutos—. Así no vamos a ninguna parte.

—Lo siento —respondió Beth después de recuperar la compostura.

—Es justo que lo sientas —dije—. Yo también lo siento.

Hicimos las paces, sin besarnos.

—No te presiono para que me digas lo que sabes, pero habías dicho que lo harías después de contarte lo que había averiguado.

—Lo haré. Pero no esta mañana.

—¿Por qué no?

—Habla antes con Max. Es preferible que le informes a partir de tus notas, a que lo hagas a partir de mis teorías.

Beth reflexionó unos instantes y asintió.

—De acuerdo. ¿Cuándo podré conocer tus teorías?

—Sólo necesito un poco más de tiempo. Entretanto, piensa en las pistas que te he facilitado y veamos si llegas a las mismas conclusiones que yo.

No respondió.

—Lo que sí te prometo es que si acabo por resolverlo, te lo ofreceré en bandeja de plata —agregué.

—Es muy generoso por tu parte. ¿Qué quieres a cambio?

—Nada. Tú necesitas un empuje en tu carrera, yo estoy en la cumbre de la mía.

—Lo que tú tienes en realidad son problemas, que no desaparecerán aunque resuelvas este caso, sino todo lo contrario.

—No importa.

—Debo reunirme con Max —dijo Beth después de consultar su reloj.

—Te acompañaré al coche.

Salimos de la casa y subió a su vehículo.

—Hasta mañana por la noche en la fiesta de Tobin, si no nos vemos antes —dijo Beth.

—De acuerdo. Puedes ser la acompañante de Max. —Sonreí—. Gracias por la visita.

Dio la vuelta a la rotonda, pero en lugar de alejarse de la casa regresó hacia la puerta principal y dio un frenazo.

—¡John! —exclamó casi sin aliento—. Me has dicho que los Gordon excavaban en busca de un tesoro. Como hallazgo arqueológico importante, en Plum Island, propiedad del gobierno, tendrían que sacarlo de la isla y enterrarlo en su propio terreno: la parcela de Margaret Wiley. ¿No es cierto?

Sonreí, levanté el pulgar afirmativamente, di media vuelta y entré en la casa.

Sonaba el teléfono y levanté el auricular. Era Beth.

—¿Qué sacaron? —preguntó.

—El teléfono no es seguro.

—John, ¿cuándo puedo verte?, ¿dónde?

Parecía emocionada, como correspondía.

—Te llamaré.

—¿Prometido?

—Por supuesto. Entretanto, es aconsejable que no se lo comentes a nadie.

—Comprendo.

—Hasta luego.

—John.

—¿Sí?

—Gracias.

—De nada.

Colgué. Salí por la puerta trasera de la cocina y caminé hasta el extremo del embarcadero. He comprobado que ése es un buen lugar para pensar.

Había un manto de bruma matutina sobre el agua y vi un pequeño barco que surcaba la niebla. Una lancha estaba a punto de cruzarse en su camino y el marinero del barco se agachó, levantó algo y a continuación se oyó el ruido de una potente sirena. Entonces me acordé de los aerosoles que emitían el ruido de una sirena, la versión barata de las sirenas eléctricas o las campanas de latón. Era un sonido tan común en el mar que uno ni siquiera se percataba de él, probablemente aunque lo oyera en un día perfectamente soleado, ya que solían utilizarlo los barcos cuando fondeaban lejos de la orilla para llamar a un bote que recogiera a la tripulación. Y si alguien lo oyera desde bastante cerca, podrían pasarle inadvertidos dos disparos casi simultáneos. Un silenciador barato. A decir verdad, muy astuto.

Ahora todo empezaba a encajar, incluso los pequeños detalles. Estaba convencido de haber descubierto la causa del asesinato: el tesoro del capitán Kidd. Pero no llegaba a vincular a Tobin, a Stevens, ni a ninguna otra persona con los asesinatos. En realidad, en mis momentos de máxima paranoia, pensaba que Max y Emma podían estar implicados. Dadas las características de la sociedad local, podría tratarse realmente de una gran conspiración. ¿Pero quién apretó realmente el gatillo? Intenté imaginar a Max, Emma, Tobin, Stevens, e incluso a Zollner, en el jardín de la casa de los Gordon… O puede que fuera otro, alguien a quien no conocía o en quien no había pensado. Hay que ser muy cauteloso y estar muy seguro de los hechos antes de tildar de asesino a alguien.

Lo que también debía hacer, no porque me importara un comino, pero les importaría a los demás, era encontrar el tesoro. El pequeño Johnny va en busca del tesoro, pero debe ser más astuto que ciertos malvados piratas para recuperarlo y entregárselo al gobierno. Qué idea tan deprimente.

Me pregunté si varios millones en oro y joyas me harían feliz. El oro seductor de los santos. Antes de profundizar en la idea, pensé en todas las personas que habían muerto por ese oro: probablemente, la tripulación del barco que lo transportaba cuando lo atacó Kidd, algunos de los hombres de Kidd, luego el propio Kidd cuando lo ahorcaron, y a saber cuántos hombres y mujeres habían fallecido o sufrido graves daños a lo largo de los tres últimos siglos en busca del fabuloso tesoro del capitán Kidd; por último, Tom y Judy Gordon. Tuve el extraño presentimiento de que ése no sería el fin de la cadena de muertes.