Beth Penrose había desparramado los papeles de su maletín sobre la mesa y ahora me daba cuenta de que también había una fuente llena de buñuelos. Le entregué los impresos del ordenador y se los guardó.
—Lamento haber tardado tanto —dije—. Tenía que escuchar los mensajes. He recibido el tuyo.
—Debí haberte llamado desde el coche —respondió Beth.
—No tiene importancia. Tú estás permanentemente invitada —dije—. ¿Qué es todo eso? —pregunté a continuación, señalando los papeles sobre la mesa.
—Algunas notas, informes. ¿Te interesan?
—Por supuesto —respondí mientras servía café para ambos.
—¿Has descubierto algo más en los extractos? —preguntó Beth.
—Sólo algunos incrementos en su cuenta telefónica, su Visa y su Amex después de su viaje a Inglaterra.
—¿Crees que el viaje a Inglaterra fue algo más que trabajo y vacaciones?
—Tal vez.
—¿Crees que estuvieron en contacto con algún agente extranjero?
—No creo que lleguemos a saber nunca qué hicieron en Inglaterra.
Evidentemente, yo estaba bastante seguro de que habían pasado una semana examinando documentos de trescientos años de antigüedad y asegurándose de que quedaba constancia de sus entradas y salidas en la oficina de archivos públicos o en el Museo Británico, para establecer su coartada como buscadores de tesoros. Sin embargo, no estaba dispuesto a compartir todavía dicha idea.
Beth apuntó una breve nota en su cuaderno. Tal vez algún archivero se interesará por el cuaderno de una detective de homicidios de finales del siglo XX. Yo solía utilizar un cuaderno, pero, como soy incapaz de descifrar mi propia letra, resultaba bastante inútil.
—Bien, empezaré por el principio —dijo Beth—. En primer lugar, todavía no hemos recuperado las dos balas de la bahía. Es una tarea casi imposible y han decidido abandonar la búsqueda.
—Buena idea.
—Luego está la cuestión de las huellas dactilares. Casi todas las huellas de la casa corresponden a los Gordon. Hemos localizado a la mujer de la limpieza, que limpió aquella misma mañana. También hemos encontrado sus huellas.
—¿Habéis encontrado alguna huella en las cartas de navegación?
—Sólo las de los Gordon y las tuyas. He examinado el libro página por página con una lupa y una lámpara ultravioleta en busca de señales, pequeños agujeros, escritura invisible o lo que fuera. Pero nada.
—Esperaba que se encontrara algo ahí.
—No ha habido esa suerte —respondió mientras consultaba sus notas—. El informe de la autopsia es como era de esperar. En ambos casos, la causa de la muerte ha sido un trauma cerebral masivo, ocasionado aparentemente por un balazo en las cabezas respectivas de los difuntos, cuya bala había penetrado en ambos casos por el lóbulo frontal, etcétera. Se han encontrado residuos de pólvora o materia propulsora, que indican que los disparos se efectuaron a corta distancia y permiten descartar, con toda probabilidad, que se utilizara un rifle. El médico forense no se compromete, pero afirma que el arma se disparó probablemente desde una distancia de dos o tres metros y que se trata de un gran calibre; tal vez un cuarenta y cuatro o un cuarenta y cinco.
—Es lo que suponíamos —asentí.
—Exactamente. En cuanto al resto de la autopsia… —dijo examinando el informe—. Toxicología: ninguna droga encontrada, ni legal ni ilegal. Estómagos casi vacíos, salvo tal vez un desayuno temprano y ligero. Ninguna señal en los cuerpos, ni infecciones, ni enfermedades apreciables… —prosiguió durante casi un minuto antes de levantar la cabeza—. La mujer estaba embarazada de un mes aproximadamente.
Asentí. Una forma estupenda de celebrar una fama y una riqueza inesperadas.
Ambos guardamos silencio durante aproximadamente un minuto. Hay algo en los informes de las autopsias que, de algún modo, le ponen a uno de mal humor. Una de las tareas más desagradables que debe desempeñar un detective de homicidios consiste en estar presente durante la autopsia. Eso está relacionado con el requisito de encadenamiento de pruebas y es perfectamente lógico desde un punto de vista legal, pero no me gusta ver cómo se descuartizan los cadáveres, se extraen y pesan los órganos y todo lo demás. Sabía que Beth había estado presente en la autopsia de los Gordon y me pregunté si yo habría sido capaz de presenciar la extracción de las vísceras y los cerebros de personas que conocía.
—La tierra roja encontrada en sus zapatillas —continuó Beth después de mover unos papeles— era principalmente arcilla, hierro y arena. Aquí es tan abundante que no merece la pena intentar relacionarla con un lugar específico.
—¿Había algún indicio en sus manos de haber efectuado trabajos manuales? —pregunté.
—Curiosamente, sí. Tom tenía una ampolla en su mano derecha. Ambos habían manipulado tierra, que estaba incrustada en la piel de sus manos y bajo las uñas, a pesar de que habían intentado lavárselas con agua salada. En su ropa también había restos de la misma tierra.
Asentí.
—¿Qué crees que hacían?
—Excavar.
—¿Para qué?
—En busca de un tesoro.
Se lo tomó como otra de mis bromas y no me prestó atención; sabía que lo haría. Mencionó otros aspectos del informe forense, pero no oí nada significativo.
—En el registro de su casa —prosiguió Beth—, hecho de cabo a rabo, no surgió nada particularmente interesante. No guardaban muchas cosas en su ordenador, salvo datos financieros y tributarios.
—¿Sabes cómo convertir un disquete en un disco duro? —pregunté.
—Dímelo tú.
—Tienes que frotarlo con una pastilla de Viagra.
Cerró momentáneamente los ojos, se frotó las sienes y respiró profundamente antes de proseguir.
—Tenían un fichero con correspondencia, documentos jurídicos, personales y cosas por el estilo. Lo estamos leyendo y analizando todo. Puede que haya algo interesante, pero de momento no hemos encontrado nada.
—Lo que fuera pertinente o pudiera incriminar a alguien, probablemente ha sido robado.
Beth asintió antes de seguir.
—Los Gordon poseían ropa cara, incluso las prendas corrientes, nada de pornografía, ningún aparato sexual, una bodega con diecisiete botellas de vino, cuatro álbumes de fotografías, en algunas de las cuales apareces tú, una agenda que estamos comparando con la de su despacho, nada inusual en el botiquín, nada en los bolsillos de su ropa de invierno o de verano, ninguna llave que no corresponda a alguna cerradura y una que faltaría, que sería la de la casa de los Murphy, si es cierto lo que nos contó el señor Murphy de que se la había entregado…
Volvió la página y siguió leyendo. Ésa es una de esas cosas que atrae incondicionalmente mi atención, aunque de momento no había escuchado nada fuera de lo común.
—Por cierto, encontramos la escritura de la parcela de la señora Wiley —prosiguió Beth— y está todo en orden. Pero no hay ningún indicio de que poseyeran una caja de seguridad, ni ninguna otra cuenta bancaria. También encontramos dos pólizas de seguros de doscientos cincuenta mil dólares cada una, en las que se nombran mutuamente beneficiarios, seguidos de sus padres y hermanos, al igual que con sus seguros de vida del gobierno. Hay también un testamento muy sencillo, en el que se nombran mutuamente herederos, seguidos de padres y hermanos.
—Buen trabajo —asentí.
—Nada interesante en las paredes… fotos familiares, reproducciones de obras de arte, diplomas…
—¿Algún abogado?
—¿En la pared?
—No, Beth: un abogado. ¿Quién es su abogado?
—No te gusta cuando los demás bromean, ¿verdad? —Sonrió Beth—. Pero tú…
—Sigue, te lo ruego. Abogado.
—Sí, hemos encontrado el nombre de un abogado en Bloomington, Indiana, y nos pondremos en contacto con él —respondió después de encogerse de hombros—. He hablado con los padres de ambos por teléfono… Ésa es la parte del trabajo que no me gusta.
—A mí tampoco.
—Les he convencido para que no vinieran. Les he explicado que cuando el forense concluya su labor, mandaremos los cadáveres a la funeraria de su elección. Dejaré que sea Max quien les comunique que deberemos quedarnos con muchas de sus pertenencias personales hasta que, con suerte, cerremos el caso, vayamos a juicio, etcétera. Ya sabes lo duro que es cuando se trata de un asesinato… como si no bastara con estar muerto. El asesinato es muy duro para todo el mundo.
—Lo sé.
—He solicitado información sobre el Spirochete a la brigada de antinarcóticos, los guardacostas e incluso a la aduana. Es interesante que todos conozcan el barco; se fijan en los Fórmula. Pero en lo que concierne a todos ellos, los Gordon estaban limpios. Nadie recuerda haber visto nunca al Spirochete en alta mar, ni ha existido jamás sospecha alguna de que se utilizara para el contrabando, el narcotráfico, ni ninguna otra actividad ilegal.
—Bien —asentí.
No era exactamente cierto, pero no merecía la pena mencionarlo en aquel momento.
—Para tu información —prosiguió Beth—, el Formula 303 SR-1 tiene un calado de ochenta y cuatro centímetros, lo que le permite acercarse a aguas muy poco profundas. Transporta cuatrocientos litros de combustible y lleva dos motores MerCruiser de siete mil cuatrocientos centímetros cúbicos, que desarrollan una potencia de cuatrocientos cincuenta y cuatro caballos. Puede alcanzar una velocidad de ciento veinte kilómetros por hora. Su precio, nuevo, es de unos noventa y cinco mil dólares, pero éste era usado, los Gordon lo compraron por setenta y cinco mil. Es una embarcación de primera línea —agregó después de levantar la cabeza—, muy por encima de las posibilidades de compra y mantenimiento de los Gordon y mucho más de lo que necesitaban para trasladarse, como comprar un Ferrari para usarlo como furgoneta.
—Has estado muy ocupada.
—Desde luego. ¿Qué creías que estaba haciendo?
—Creo que podemos olvidarnos del narcotráfico y todo lo demás —dije, en lugar de responder a su pregunta—. En cuanto al hecho de que los Gordon compraran un barco de altas prestaciones, puede que no las necesitaran a diario, pero las querían por si acaso.
—¿Por si acaso qué?
—Por si acaso alguien los perseguía.
—¿Quién los perseguiría? ¿Y por qué?
—No lo sé —respondí después de coger un buñuelo de canela y darle un mordisco—. Está bueno. ¿Lo has hecho tú?
—Sí. También he preparado los rellenos de nata, de crema y de mermelada.
—Estoy muy impresionado, pero en la bolsa dice Confitería Nicole’s.
—Eres un buen detective.
—Sí señora. ¿Qué más tenemos?
Movió algunos papeles antes de responder.
—He obtenido una orden de la fiscalía para conseguir la lista de llamadas telefónicas de los Gordon durante los dos últimos años.
—¿Y bien?
—Pues, como era de esperar, muchas llamadas a su tierra, sus padres, sus amigos, parientes, etcétera, en Indiana en el caso de Tom e Illinois en el de Judy. Muchas llamadas a Plum Island, a diversos servicios, a restaurantes y cosas por el estilo. Varias llamadas a la Sociedad Histórica Peconic, a Margaret Wiley, dos a la casa de Maxwell, una a la de Paul Stevens en Connecticut y diez a ti durante las doce últimas semanas.
—Debe de ser eso más o menos.
—Es exactamente eso. Además, dos o tres llamadas mensuales a los viñedos Tobin en Peconic, a Fredric Tobin en Southold y Fredric Tobin en Peconic.
—El caballero posee una casa junto al mar en Southold y un apartamento en los viñedos, que están en Peconic.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Beth después de mirarme.
—Porque Emma, presidenta de la Sociedad Histórica Peconic, que acaba de marcharse, es íntima amiga del señor Tobin. Además, su señoría me ha invitado a una fiesta mañana por la noche, en su casa junto al mar. Creo que deberías asistir.
—¿Por qué?
—Es una buena oportunidad para charlar con la gente de aquí. Max probablemente estará.
—De acuerdo —asintió.
—Pídele a Max los detalles. Yo no tengo invitación formal.
—De acuerdo.
—Llamadas telefónicas.
—En mayo del año pasado —respondió después de examinar sus papeles— se efectuaron cuatro llamadas desde Londres con cargo a su tarjeta de crédito telefónico… una a Indiana, otra a Illinois, una a la centralita de Plum Island y otra de cuarenta y dos minutos a Fredric Tobin en Southold.
—Interesante.
—¿Qué ocurre con el señor Fredric Tobin?
—No estoy seguro.
—Cuéntame la parte de la que estés seguro.
—Creía que me estabas facilitando un informe y no quiero interrumpirte.
—No, John, ahora te toca a ti.
—Para mí esto no es un juego, Beth. Concluye tu informe como si hablaras en una sala llena de jefes. Luego te contaré lo que he averiguado.
Reflexionó unos instantes; evidentemente no estaba dispuesta a dejarse embaucar por John Corey.
—¿Tienes algo? —preguntó.
—Sí. En serio. Prosigue.
—De acuerdo. ¿Por dónde iba?
—Datos telefónicos.
—Ah, sí. Aquí hay veinticinco meses de información, equivalente a unas mil llamadas, y me he ocupado de que las analicen por ordenador. He descubierto algo interesante: cuando los Gordon llegaron aquí en agosto, hace dos años, al principio alquilaron una casa en Orient, cerca del transbordador, y sólo cuatro meses después se trasladaron a Nassau Point.
—¿Estaba la casa de Orient junto al mar? —pregunté.
—No.
—Ahí está la respuesta. A los cuatro meses de su llegada decidieron que necesitaban una casa junto al mar, un embarcadero y un barco. ¿Por qué?
—Eso —respondió Beth— es lo que intentamos averiguar.
Yo ya lo había resuelto. Estaba relacionado con el hecho de que los Gordon hubieran descubierto, de algún modo, que había algo en Plum Island que tenía que ser encontrado y excavado. De modo que ya en otoño de hacía dos años habían elaborado la primera parte del plan, consistente en conseguir una casa junto al mar y luego un barco.
—Por supuesto. Prosigue.
—De acuerdo… Plum Island. Se hacen los listos y he tenido que ponerme dura con ellos.
—Te felicito.
—He logrado que se trasladara todo el contenido del despacho de los Gordon por transbordador a Orient Point y luego en un camión de la policía al laboratorio del condado de Suffolk.
—A los contribuyentes del condado les encantará la noticia.
—También he ordenado que obtuvieran las huellas dactilares del despacho, lo limpiaran a fondo y lo sellaran con un candado.
—Dios mío, no te andas con chiquitas.
—Se trata de un doble homicidio, John. ¿Qué hacéis en estos casos en la ciudad?
—Llamamos al Departamento de Sanidad. Prosigue, te lo ruego.
—De acuerdo —respondió después de respirar profundamente—. También he conseguido el directorio de todos los empleados de Plum Island y cinco detectives se ocupan de las entrevistas.
—Bien —asentí—. Quiero entrevistar a Donna Alba personalmente.
—No me cabe la menor duda. Avísanos si la encuentras.
—¿Desaparecida?
—De vacaciones. A eso me refería cuando te he dicho que se hacían los listos.
—Comprendo. Todavía encubren algo. No pueden evitarlo, forma parte de su esencia burocrática. ¿Dónde están tus camaradas, Nash y Foster?
—No son mis camaradas y no lo sé. Por ahí, pero invisibles. Dejaron el Soundview.
—Lo sé. Bien, sigue.
—He conseguido una orden judicial para examinar todas las armas gubernamentales de Plum Island, incluidas las pistolas automáticas del cuarenta y cinco, algunos revólveres, una docena de M-16 y dos carabinas de la segunda guerra mundial.
—Dios mío. ¿Pretendían invadirnos?
—Supongo que se trata de material que dejó el ejército —respondió Beth después de encogerse de hombros—. Pusieron el grito en el cielo antes de entregar su arsenal. Estamos sometiendo todas las armas a pruebas balísticas y dispondremos de un informe de cada una de ellas, por si llegamos a encontrar las balas.
—Bien pensado. ¿Cuándo les devolveréis el armamento?
—Probablemente, el lunes o el martes.
—Advertí cierto movimiento de marines en el transbordador. Supongo que, después de desarmar a las fuerzas de seguridad del pobre señor Stevens, consideraron que necesitaban protección.
—No es mi problema.
—Por cierto, estoy seguro de que no te entregaron todo su arsenal.
—Si no lo han hecho, conseguiré una orden de detención contra Stevens.
Ningún juez extendería esa orden, pero no importaba.
—Sigue, por favor.
—Bien. Sigamos con Plum Island. Visité por sorpresa a la doctora Chen, que vive en Stony Brook. Tuve la clara sensación de que le habían preparado un guión antes de que habláramos con ella en su laboratorio, porque en su casa era incapaz de improvisar. Logré que la doctora Chen admitiera que sí, que tal vez, quizá, posiblemente, los Gordon habían robado algún virus o bacteria peligrosos.
Asentí. Un excelente trabajo policial, de primer orden. Algunas cosas eran pertinentes al caso, otras no. Que yo supiera, había sólo tres personas que utilizaran las palabras «tesoro pirata» con relación al caso: Emma, yo y el asesino.
—He hablado de nuevo con Kenneth Gibbs, también en su casa —dijo Beth—. Vive en Yaphank, no lejos de mi despacho. Es un poco ruin, pero no creo que sepa más de lo que nos contó. Paul Stevens es harina de otro costal…
—No cabe la menor duda. ¿Has hablado con él?
—Lo he intentado, pero ha logrado eludirme. Creo que sabe algo, John. Como jefe de seguridad de Plum Island, pocas cosas se le pueden escapar.
—Probablemente.
—¿Lo consideras sospechoso? —preguntó Beth después de mirarme.
—Despierta mis sospechas, así que es sospechoso.
—Eso no es muy científico —dijo Beth después de reflexionar unos instantes—, pero tiene aspecto de asesino.
—Desde luego. Para mí existe una categoría de gente que denomino «Personas que parecen y actúan como asesinos».
Beth no sabía si le estaba tomando el pelo, pero en realidad no lo hacía.
—En todo caso, estoy intentando verificar su historial, pero los que más información tienen sobre él, los del FBI, se resisten a facilitármela.
—En realidad, ya han hecho lo que les has pedido, pero no compartirán esa información contigo.
—¡Maldito caso! —exclamó inesperadamente después de asentir.
—Es lo que yo siempre te he dicho. ¿Dónde vive Stevens?
—En Connecticut, New London. Hay un transbordador del gobierno de New London a Plum Island.
—Dame su dirección y número de teléfono.
Encontró la información entre sus notas y empezó a escribirla, pero la interrumpí.
—Tengo una memoria fotográfica. Simplemente léemela.
Me miró de nuevo, con expresión de ligera incredulidad. ¿Por qué nadie me toma en serio? En cualquier caso, me dio la dirección y el número de teléfono de Paul Stevens, que archivé en un recoveco de mi cerebro.
—Vamos a dar un paseo —dije después de levantarme.