Por la mañana sonó el timbre mientras me vestía y supuse que Emma, que estaba en la planta baja, abriría la puerta.
Acabé de ponerme los pantalones, la camisa a rayas, la chaqueta azul y los mocasines sin calcetines, como es habitual en las zonas marítimas. En Manhattan, las personas que no llevan calcetines suelen ser pordioseros, pero allí era muy elegante.
Bajé al cabo de unos diez minutos y encontré a Emma Whitestone tomando café en la cocina con Beth Penrose. ¡Sorpresa, sorpresa!
Era uno de esos momentos que requieren sutileza.
—Buenos días, detective Penrose —dije.
—Buenos días —respondió Beth.
—Te presento a mi compañera de trabajo, Beth Penrose —dije, dirigiéndome a Emma—. Supongo que ya os habéis presentado.
—Eso creo —respondió Emma—. Estamos tomando café.
—Creía que nos veríamos más tarde —repuse después de mirar a Beth.
—Ha habido un cambio de planes —respondió—. Te dejé un recado en el contestador automático anoche.
—No lo escuché.
—Debo ir a trabajar —dijo Emma después de levantarse.
—Te llevaré —respondí.
—Yo también debo marcharme —dijo Beth después de ponerse también de pie—. Sólo he pasado para recoger los extractos bancarios. Si los tienes a mano, me los llevaré.
—Sentaos —dijo Emma—. Debéis de tener trabajo —agregó mientras se dirigía a la puerta—. Llamaré a Warren para que me lleve. Vive cerca de aquí. Estaré en la sala de estar.
Salió de la cocina sin mirarme a los ojos.
—Es presidenta de la Sociedad Histórica Peconic —dije después de que se fuera.
—¿En serio? Un poco joven para el cargo.
Me serví una taza de café.
—Se me ha ocurrido informarte como medida de cortesía —dijo Beth.
—No tienes ninguna obligación conmigo.
—Bueno, has sido una gran ayuda.
—Gracias.
Permanecimos ambos de pie, yo con la taza de café en la mano y Beth retirando su taza, su cuchara y la servilleta como si fuera a irse. Vi un maletín junto a su silla.
—Siéntate.
—Debería marcharme.
—Tomemos otra taza de café.
—De acuerdo —respondió, se sirvió otro café y se sentó frente a mí—. Pareces un dandi esta mañana.
—Intento cambiar mi imagen. Nadie me tomaba en serio —dije mientras admiraba su apetitoso aspecto, fresco e inteligente, con su traje chaqueta azul marino y blusa blanca—. Tú también estás muy atractiva.
—Gracias. Me esmero en el vestir.
—Desde luego.
Un poco serio, claro que sólo era mi opinión. Ignoraba lo que pensaba de mi invitada, si es que pensaba algo. Aparte del conato sentimental que había sentido por Beth, me recordé que había prescindido de mis servicios profesionales. Aunque ahora había regresado.
Estaba indeciso sobre si contarle que había progresado significativamente en su ausencia, que en realidad creía haber descubierto el motivo del doble asesinato y que era preciso investigar a Fredric Tobin. ¿Pero por qué arriesgar el cuello? Podía estar equivocado. A decir verdad, después de haber dormido, no estaba tan seguro de que Fredric Tobin fuera en realidad el asesino de Tom y Judy Gordon. Puede que supiera más de lo que decía, pero parecía más probable que hubiera sido otro el que había apretado el gatillo, alguien como Paul Stevens.
Decidí averiguar qué sabía ella que yo pudiera necesitar y qué quería de lo que yo sabía. Iba a ser una lucha. Primer asalto:
—Max ha dado por finalizada mi colaboración con el municipio de Southold —dije.
—Lo sé.
—Así que no creo que debas compartir conmigo ninguna información policial.
—¿Lo dices en serio o estás ofendido?
—Un poco de ambas cosas.
—Respeto realmente tus opiniones y tu perspicacia —dijo Beth después de jugar un rato con la cucharilla.
—Gracias.
—Es una casa imponente —comentó mientras recorría la cocina con la mirada.
—Una gran dama pintada.
—¿Es propiedad de tu tío?
—Sí. Trabaja en Wall Street, ahí se maneja mucho dinero. Mi nombre está en su testamento. Es un fumador empedernido.
—Es estupendo que tuvieras un lugar donde convalecer.
—Debería haberme ido al Caribe.
—No te habrías divertido tanto. —Sonrió—. Por cierto, ¿cómo te encuentras?
—Ah, bien. Siempre y cuando no haga ningún esfuerzo.
—No lo hagas.
—No pienso hacerlo.
—Dime, ¿qué has hecho estos últimos días? ¿Has seguido alguna pista?
—Alguna. Pero ya te he dicho que Max me ha destituido y mi jefe me vio por televisión la noche del asesinato. También creo que tu amigo, el señor Nash, les ha hablado mal de mí a mis superiores. ¿Cómo se puede ser tan mezquino?
—Estuviste muy duro con él, John. Apuesto a que está un poco enfadado contigo.
—Es posible. Probablemente quiere poner fin a mi ciclo vital.
—Bueno, no sé si llega a tanto.
Yo sí.
—Lo más grave —dije— es que con toda probabilidad tendré que darles explicaciones a los jefazos de la central.
—Lo lamento. Dime si puedo hacer algo para ayudarte.
—Gracias. Todo se arreglará. No es buena publicidad relacionarse con un policía al que han disparado.
—¿Qué esperas del trabajo?, ¿seguir o dejarlo?
—Seguir.
—¿Estás seguro?
—Sí. Quiero volver. Estoy listo.
—Me alegro. Pareces estarlo.
—Gracias. Pero dime, ¿quién mató a Tom y Judy Gordon?
—Estaba convencida de que a estas alturas me lo dirías tú —respondió con una sonrisa forzada.
—No es mucho lo que se consigue por un dólar semanal. ¿O era mensual?
Beth jugó un rato con la cuchara antes de hablar.
—Cuando te conocí no me gustaste, ¿lo sabías?
—Deja que piense… arrogante, listillo, demasiado guapo.
Me sorprendió que asintiera.
—Más o menos. Ahora he comprendido que hay algo más.
—No, no hay nada más.
—Claro que lo hay.
—Tal vez intento ponerme en contacto con mi espíritu infantil.
—Eso lo haces de maravilla. Deberías intentar ponerte en contacto con tu faceta reprimida de adulto.
—Ésa no es forma de hablarle a un héroe lesionado.
—En general, creo que eres leal con tus amigos y fiel a tu trabajo.
—Gracias. Hablemos del caso. ¿Quieres que te informe sobre lo que he hecho?
Beth asintió.
—En el supuesto de que hayas hecho algo —dijo con cierto sarcasmo—. Parece que has estado ocupado en otras cosas.
—Relacionadas con el trabajo. Es presidenta de…
Emma se asomó a la puerta de la cocina.
—Creo que he oído una bocina en la calle —dijo—. Encantada de haberte conocido, Beth. Hablaré contigo más tarde, John.
Se retiró y oí la puerta principal que se abría y se cerraba.
—Es agradable —dijo Beth—. Viaja muy ligera de equipaje.
Guardé silencio.
—¿Tienes esos extractos bancarios? —preguntó.
—Sí —respondí y me levanté—. En la sala de estar. Vuelvo en seguida.
Salí al vestíbulo, pero en lugar de dirigirme a la sala de estar fui hacia la puerta principal.
Emma estaba sentada en un sillón de mimbre, a la espera de su amigo. El Ford negro de la policía que conducía Beth estaba frente a la casa.
—Creí haber oído una bocina —dijo Emma—. Esperaré aquí.
—Siento no poder llevarte al trabajo —respondí.
—No importa. Warren vive cerca de aquí, ya está de camino.
—Estupendo. ¿Puedo verte más tarde?
—Los viernes por la noche salgo con las chicas.
—¿Qué hacen las chicas?
—Lo mismo que los chicos.
—¿Dónde van?
—Habitualmente a los Hamptons. Todas buscamos maridos ricos y amantes.
—¿Al mismo tiempo?
—Lo que llegue primero. Negociamos.
—Bien. Pasaré luego por la tienda. ¿Dónde está tu orinal?
—En el dormitorio.
—Te lo llevaré luego.
Llegó un coche frente a la casa y Emma se puso de pie.
—A tu compañera ha parecido sorprenderle mi presencia —dijo.
—Supongo que esperaba que abriera yo la puerta.
—Parecía más que sorprendida. Estaba un poco… decepcionada, apagada, triste.
Me encogí de hombros.
—Me dijiste que aquí no salías con nadie.
—No lo hago. La conocí el lunes.
—A mí me conociste el miércoles.
—Sí, pero…
—Ahí está Warren. Debo marcharme.
Empezó a bajar por la escalera, luego volvió, me dio un beso en la mejilla y corrió hacia el coche.
Saludé con la mano a Warren.
Qué le vamos a hacer. Entré de nuevo en casa y me dirigí a la sala de estar. Lo primero que hice fue pulsar el botón del contestador automático. El primer mensaje, a las siete de la tarde del día anterior, era de Beth y decía: «Tengo una cita con Max a las diez de la mañana. Me gustaría pasar antes por tu casa, a eso de las ocho y media. Si no te va bien, llámame esta noche». Me daba el número de su casa y seguía: «O llámame por la mañana o al coche». Me daba también el número del coche y concluía: «Llevaré buñuelos si tú preparas el café». El tono de su voz era sumamente amable. Lo justo habría sido que me llamara desde el coche por la mañana, pero lo hecho, hecho está. Mi experiencia a lo largo de los años es que siempre que uno se pierde un mensaje, algo interesante suele ocurrir.
El segundo mensaje era de Dom Fanelli, a las ocho de la tarde, y decía: «Hola, ¿estás en casa? Coge el teléfono si estás ahí. Bien, de acuerdo… Escúchame, hoy he recibido la visita de dos individuos de la brigada antiterrorista. Uno del FBI llamado Whittaker Whitebread, o algo por el estilo, un auténtico petimetre, y su compañero, con quien nos hemos cruzado varias veces, un paisano. Ya sabes a lo que me refiero. Pretendían averiguar si sabía algo de ti. Quieren verte el martes, cuando vengas para la revisión médica, y me han hecho responsable de que te lleve ante ellos. Parece que el FBI no cree en su propio comunicado a la prensa sobre la vacuna del Ébola. Creo que huelo a tapadera. Dime, ¿vamos a coger todos gonorrea negra y ver cómo se nos deshace el pene? Por cierto, mañana por la noche vamos a San Gennaro. Mueve el culo y reúnete con nosotros. En el bar Taormina’s, a las seis. Estaremos Kenny, Tom, Frank y yo. Tal vez algunas chicas. Vamos a comer, comer, comer. Bellissimo. Molto bene. Ven con nosotros si tu plátano se siente solo. Ciao». Interesante. Me refiero a lo de la brigada antiterrorista. Ciertamente, eso no daba la impresión de que estuvieran preocupados por la aparición en el mercado negro de una cura milagrosa para el Ébola. Era evidente que en Washington todavía cundía el pánico. Debería decirles que no se preocuparan: es un tesoro pirata, muchachos. Ya sabéis, el capitán Kidd, doblones, piezas de oro… Pero dejémosles que busquen terroristas. Quién sabe, puede que encuentren alguno. Es un buen ejercicio de entrenamiento.
La fiesta de San Gennaro. Se me hacía la boca agua sólo de pensar en calamares fritos y calzone. Maldita sea, a veces aquí me sentía como si estuviera en el exilio. En otras ocasiones disfrutaba de la naturaleza, el silencio, la ausencia de tráfico, las águilas blancas…
Podía estar a las seis de la tarde en Taormina’s, pero no quería volar tan cerca de la llama. Necesitaba más tiempo y disponía de plazo hasta el martes antes de que me echaran el guante, primero los médicos, luego Wolfe y, a continuación, los de la brigada antiterrorista. Me pregunté si Whittaker Whitebread y George Foster estarían en contacto. ¿O eran la misma persona?
Levanté un montón de hojas impresas del ordenador. Sobre el escritorio estaba también la bolsa de los viñedos Tobin, que contenía la baldosa esmaltada con la ilustración de un águila blanca. La cogí pero pensé «no», luego pensé «sí», a continuación otra vez «no» y, por fin, «tal vez más tarde». La dejé sobre la mesa y regresé a la cocina.