Luego, en la sala de archivos y sin disfraz, nos sentamos ambos junto a la mesa de roble. Emma tomaba una infusión de hierbas que olía a linimento.
Había reunido varios documentos originales en fundas de plástico, algunos libros antiguos, reproducciones de cartas y documentos históricos y los estaba examinando mientras tomaba su infusión. Yo estaba de un humor posterior al coito típicamente masculino, pensando que debería dormir o marcharme. Pero no podía hacer lo uno ni lo otro; tenía trabajo.
—¿Qué es exactamente lo que te interesa? —preguntó Emma.
—Un tesoro pirata. ¿Hay alguno por aquí?
—Por supuesto. Casi en cualquier parte que excaves encontrarás monedas de oro y plata, perlas y diamantes. Los agricultores se quejan de que dificulta la labranza.
—Lo imagino. Pero hablo en serio.
Detesto cuando alguien se hace el listo.
—Hay algunas leyendas y verdades sobre piratas relacionadas con esta zona —respondió Emma—. ¿Te gustaría oír la más famosa?, ¿la historia del capitán Kidd?
—Sí, me encantaría. No desde la infancia del capitán Kidd, sino en lo que concierne a este lugar y al tesoro escondido.
—De acuerdo… En primer lugar, el capitán Kidd era escocés, pero vivía en Manhattan con su esposa, Sarah, y sus dos hijos. Por cierto, vivían en Wall Street.
—Esa calle todavía está llena de piratas.
—Kidd no era verdaderamente un pirata. En realidad era un corsario, contratado por lord Bellomont, que era entonces gobernador de Massachusetts, Nueva York y Nueva Hampshire —dijo antes de tomar un sorbo de infusión—. Entonces, por mandato real, el capitán Kidd zarpó de Nueva York en 1.696 en busca de piratas, para apoderarse de sus botines. Bellomont invirtió gran parte de su propio dinero para equipar el barco de Kidd, el Adventure Galley. Había también otros poderosos promotores de dicha empresa en Inglaterra, incluidos cuatro lores ingleses y el propio rey Guillermo.
—Me da mala espina. Nunca hay que emprender negocios a medias con el gobierno.
—Amén.
Me contó la historia de memoria y, mientras lo hacía, me pregunté si Tobin también la sabía. En cuyo caso, ¿la conocía ya antes de relacionarse con Emma Whitestone? ¿Y cómo podía alguien pensar seriamente que un tesoro de trescientos años de antigüedad seguiría ahí enterrado y que podría encontrarlo? El tesoro de Kidd, como descubrí al hablar con Billy en la cala de Mattituck, era un sueño de niños, un cuento infantil. Evidentemente, el tesoro pudo haber existido, pero estaba rodeado de tantos mitos y leyendas, como había dicho Emma en el restaurante de Cutchogue, y había tantas pistas y mapas falsos que había dejado de tener sentido a lo largo de los últimos tres siglos. Entonces me acordé del individuo que había encontrado la carta de Charles Wilson en la oficina de archivos públicos… de modo que tal vez Tobin y los Gordon hubieran hallado alguna prueba fidedigna.
—De forma que después de mucha mala suerte en el Caribe —proseguía Emma—, Kidd puso rumbo al océano índico en busca de piratas. Allí saqueó dos barcos que pertenecían al gran mogol de India. A bordo había riquezas fabulosas, con un valor en aquella época de doscientas mil libras, que hoy podrían equivaler a veinte millones de dólares.
—No está mal para un día de trabajo.
—No. Pero, lamentablemente, Kidd había cometido un error. El mogol era aliado del rey y se quejó al gobierno británico. Kidd defendió sus actos, afirmando que los barcos del mogol navegaban bajo licencia francesa, y Francia e Inglaterra estaban en guerra en aquella época. De modo que aunque los barcos del mogol no fueran buques piratas, técnicamente eran barcos enemigos. Desgraciadamente para Kidd, el gobierno británico tenía una buena relación con el mogol a través de la empresa británica East India Company, que hacía muchos negocios con el mogol. De modo que Kidd tenía problemas y su única forma de librarse de ellos consistía en entregar el botín, valorado en doscientas mil libras.
—Poderoso caballero es don Dinero.
—Siempre lo ha sido.
A propósito de dinero, Fredric Tobin surgió de nuevo en mi mente. A pesar de que no estaba exactamente celoso de su antigua relación con Emma, se me ocurrió que sería agradable mandar a Freddie a la silla eléctrica. Tranquilo, John, tranquilo.
—Entonces William Kidd puso rumbo al nuevo mundo —seguía diciendo Emma—. A su llegada al Caribe descubrió que le reclamaba la justicia, acusado de piratería. Como medida de precaución, dejó aproximadamente una tercera parte de su botín con una persona de confianza en las Indias Occidentales. Muchos de sus tripulantes, que no querían saber nada de sus problemas, recibieron su parte del botín y se quedaron en el Caribe. Entonces Kidd compró un barco más pequeño, una balandra llamada San Antonio, y regresó a Nueva York para enfrentarse a las acusaciones. De camino, otros tripulantes quisieron desembarcar con su parte y lo hicieron en Delaware y Nueva Jersey. Pero Kidd llevaba todavía un fabuloso tesoro a bordo, valorado quizá en diez o quince millones de dólares.
—¿Cómo sabes que llevaba tanto tesoro a bordo? —pregunté.
—Bueno, nadie lo sabe con seguridad. Son suposiciones basadas en parte en la reclamación del mogol al gobierno británico, quien pudo haber exagerado.
—Los mogoles mienten.
—Supongo. Pero además del valor del tesoro, onza por onza, ten en cuenta que algunas de las joyas deben de ser piezas de museo. Considera también que si cogieras una simple moneda de oro de aquella época, valorada tal vez en mil dólares, y la colocaras en una caja de presentación, con su correspondiente certificado de autenticidad que la identificara como parte del tesoro del capitán Kidd, probablemente obtendrías el doble o el triple por ella.
—Es evidente que estudiaste marketing en Columbia.
Sonrió y me miró prolongadamente.
—Todo esto está relacionado con el asesinato de los Gordon, ¿no es cierto? —preguntó Emma.
—Sigue, por favor —respondí, mirándola fijamente a los ojos.
—De acuerdo —dijo después de unos momentos de silencio—. Sabemos por documentos e informes públicos que Kidd llegó entonces al canal de Long Island, procedente del este, y que desembarcó en la bahía de Oyster, donde estableció contacto con James Emmot, que era un abogado famoso por defender piratas.
—Vaya, mi exmujer trabaja en ese bufete. Todavía se dedican a lo mismo.
—En algún momento —prosiguió sin prestarme atención—, Kidd se puso en contacto con su esposa en Manhattan, que se reunió con él en el San Antonio. Sabemos que entonces el tesoro seguía todavía a bordo.
—¿El abogado aún no se había apoderado de él?
—En realidad, Kidd le pagó a Emmot unos honorarios generosos para que le defendiera de las acusaciones de piratería.
Observaba a Emma Whitestone mientras hablaba. A la luz de la lámpara de la sala de archivos, con un montón de papeles delante de ella, con su aspecto y su voz parecía casi una maestra de escuela. Me recordaba a algunas de las tutoras que conocía en John Jay: seguras de sí mismas, instruidas, relajadas y competentes ante los alumnos, lo que para mí las convertía en sensual y sexualmente atractivas. Puede que sean las reminiscencias de mi enamoramiento en el instituto, concretamente de la señorita Myerson, con quien todavía hago travesuras en mis sueños.
—El señor Emmot se desplazó a Boston en nombre de Kidd y se reunió con lord Bellomont —prosiguió Emma—. Emmot le entregó a Bellomont una carta escrita por Kidd y también dos salvoconductos franceses, capturados en los dos barcos del gran mogol, que demostraban que éste trataba con los franceses a espaldas de los ingleses, así que Kidd estaba en su derecho al atacarlos.
—¿Cómo lo sabía Kidd antes de capturarlos? —planteé.
—Buena pregunta. Nunca salió a relucir en el juicio.
—¿Y me estás diciendo que el abogado de Kidd le entregó a Bellomont esos salvoconductos, esas importantes pruebas de la defensa?
—Sí. Y Bellomont, por razones políticas, quería ver a Kidd ahorcado.
—Hay que despedir a ese abogado. Siempre se deben entregar fotocopias y conservar los originales.
—Efectivamente. —Sonrió Emma—. Los originales nunca aparecieron en el juicio de Kidd en Londres y, sin dichos salvoconductos franceses, Kidd fue condenado y ejecutado. Los salvoconductos aparecieron en el Museo Británico en 1.910.
—Un poco tarde para la defensa.
—Desde luego. Esencialmente, William Kidd fue víctima de una encerrona.
—Mala suerte. ¿Pero qué ocurrió con el tesoro de a bordo del San Antonio?
—Ésa es la cuestión. Te contaré lo que ocurrió después de que Emmot visitara a lord Bellomont en Boston y, ya que tú eres el detective, me dirás lo que sucedió con el tesoro.
—De acuerdo. Soy todo oídos.
—Lord Bellomont le dio la impresión a Emmot, que al parecer no era muy buen abogado, de que Kidd recibiría un trato justo si se entregaba en Boston. En realidad, Bellomont le escribió una carta a Kidd, que le dio a Emmot para que se la entregara. Esa carta decía, entre otras cosas… —Emma leyó de una reproducción que tenía en las manos—: «He consultado al Consejo de Su Majestad y, en su opinión, si estáis tan libre de culpa como afirmáis, podéis presentaros sin ningún temor y recibir la ayuda necesaria para ir en busca de vuestro otro barco, sin la menor duda de que obtendréis el perdón real».
—A mí me suena a encerrona —dije.
Emma asintió y siguió leyendo la carta de lord Bellomont dirigida a Kidd:
—«Os doy mi palabra, milord, y os aseguro por mi honor que cumpliré mi promesa, aunque declaro de antemano que todo tesoro que aportéis permanecerá intacto, en manos de las personas de confianza que recomiende el Consejo, hasta que reciba órdenes de Inglaterra respecto a cómo disponer del mismo». ¿Te convencería eso para presentarte en Boston y responder de una acusación por la que podrían ahorcarte? —preguntó Emma después de levantar la cabeza para mirarme.
—No a mí. Soy neoyorquino; me huelo las encerronas.
—Tampoco confiaba William Kidd, que también era neoyorquino y escocés. ¿Pero qué podía hacer? Era un hombre de pro en Manhattan, su esposa e hijos estaban a bordo de su balandra y se consideraba inocente. Además, tenía el dinero; un tercio en el Caribe y el resto a bordo del San Antonio. Se proponía usar el tesoro para negociar por su vida.
Asentí. Pensé que era interesante lo poco que habían cambiado algunas cosas en trescientos años. Aquí teníamos una situación en la que el gobierno contrataba a ese individuo para hacer el trabajo sucio. Después de llevar a cabo parte del mismo, cometía un error que creaba un problema político para el gobierno y entonces no sólo intentaban recuperar su dinero, sino la parte que justamente le correspondía, le tendían una encerrona y por último le ahorcaban. Sin embargo, en algún momento se les había escapado de las manos la mayor parte del dinero.
—Entretanto —proseguía Emma—, Kidd no dejaba de navegar en su barco por el canal, desde la bahía de Oyster hasta la isla de Gardiners e incluso hasta la isla de Block. Al parecer, fue entonces cuando el barco perdió un poco de peso.
—Descargaba el botín.
—Eso parece, y así empezaron todas las leyendas sobre tesoros escondidos —respondió Emma—. Se trataba de un hombre con oro y joyas a bordo por un valor de diez o quince millones de dólares, consciente de que podían capturarle en cualquier momento en alta mar. Navegaba en un pequeño barco con sólo cuatro cañones. Su buque era veloz, pero no podía compararse con los barcos de guerra. ¿Qué harías tú en esa situación?
—Creo que huiría.
—Estaba casi sin tripulación y escaso de provisiones. Su esposa e hijos iban a bordo.
—Pero tenía el dinero. Yo habría echado a correr con el botín.
—Eso no fue lo que hizo él. Decidió entregarse. Pero no era estúpido y antes escondió el botín; no olvides que ésa era la parte que le correspondía a Bellomont, a los cuatro lores y al rey por su inversión. El tesoro se convirtió entonces en el seguro de vida de Kidd.
—De modo que enterró el botín —asentí.
—Exactamente. En 1.699 la población era muy escasa fuera de Manhattan y Boston, de modo que había millares de lugares donde Kidd podía desembarcar para enterrar el tesoro y dejarlo a salvo.
—Como los árboles del capitán Kidd.
—Efectivamente. Y más al este están los arrecifes del capitán Kidd, que probablemente forman parte de los promontorios puesto que en Long Island no hay verdaderos arrecifes ni acantilados.
—¿Me estás diciendo que hay un sector de los promontorios denominado arrecifes del capitán Kidd? ¿Dónde? —pregunté después de levantarme.
—En algún lugar entre la ensenada de Mattituck y Orient Point. Nadie lo sabe con seguridad. Forma parte del mito en general.
—Pero hay una parte de verdad, ¿no es cierto?
—Sí, eso es lo que lo hace interesante.
Asentí. Una de esas leyendas, la de los arrecifes del capitán Kidd, sería lo que había inducido a los Gordon a comprar la media hectárea de la señora Wiley en los promontorios. Muy ingenioso.
—No cabe la menor duda de que Kidd enterró tesoros en diversos lugares —añadió Emma—, aquí en el norte de Long Island o en Block Island o en Fishers Island. Ésos son los lugares sobre los que más versiones existen.
—¿Algún otro lugar?
—Otro que sabemos con certeza es la isla de Gardiners.
—¿Gardiners?
—Sí. Está documentado históricamente. En junio de 1.699, cuando Kidd navegaba de un lado para otro mientras intentaba hacer un trato con lord Bellomont, fondeó cerca de la isla de Gardiners para avituallar el barco. En aquella época figuraba en los mapas como isla de Wight, pero ya era propiedad de la familia Gardiner y todavía lo es.
—¿Me estás diciendo que la familia que posee la isla en la actualidad es la misma que ya la tenía en 1.699?
—Sí. La isla ha pertenecido a la misma familia desde que les fue otorgada por el rey Carlos I en 1.639. En 1.699, John Gardiner, tercer propietario del señorío, vivía allí con su familia. La historia del capitán Kidd está estrechamente vinculada a la de la familia Gardiner. En realidad, en esa isla se encuentra el valle de Kidd, con un monumento de piedra que indica el lugar donde John Gardiner enterró parte del tesoro. Toda la isla es propiedad privada, pero a veces el actual propietario autoriza una visita. Fredric y yo fuimos sus invitados —agregó después de titubear.
—Entonces había realmente un tesoro enterrado —comenté, sin hacer referencia a sus últimas palabras.
—Sí. William Kidd apareció en el San Antonio y John Gardiner se acercó en un bote para comprobar quién había fondeado junto a su isla. Según todos los informes fue un encuentro amistoso y se obsequiaron mutuamente. Hubo por lo menos otro encuentro entre ambos y, en esa ocasión, Kidd le entregó a John Gardiner una buena parte del botín para que la enterrara en su nombre.
—Espero que Kidd obtuviera un recibo —comenté.
—Mejor aún. Las últimas palabras de Kidd a John Gardiner fueron: «Si a mi regreso el tesoro ha desaparecido, me cobraré con vuestra cabeza o la de vuestro hijo».
—Mejor que un recibo firmado.
Emma tomó un poco de infusión y me miró.
—Evidentemente, Kidd nunca regresó. Después de recibir otra bonita carta de Bellomont, se dispuso a trasladarse a Boston para enfrentarse a las acusaciones. Desembarcó allí el 1 de julio. Se le concedió una semana de libertad para comprobar con quién se relacionaba y luego fue detenido y encadenado por orden de Bellomont. En un registro de su barco y de sus aposentos en Boston se encontraron bolsas de oro, plata, algunas joyas y diamantes. El tesoro era cuantioso, pero no era todo lo que se suponía que Kidd poseía, ni bastaba para cubrir los costes de la expedición.
—¿Qué ocurrió con el tesoro de la isla de Gardiners? —pregunté.
—Pues de algún modo, y aquí difieren las versiones, llegó a conocimiento de Bellomont, que le mandó a John Gardiner una atenta carta por mensajero especial. —Sacó una reproducción de ésta y la leyó—: «Señor Gardiner, he confinado al capitán Kidd y a algunos de sus hombres en la cárcel de esta ciudad. Después de ser interrogado por mí mismo y por el Consejo ha confesado, entre otras cosas, que dejó en sus manos una caja con un paquete de oro y otros más, que en nombre de Su Majestad preciso me sean entregados inmediatamente a fin de que Su Majestad pueda disponer de los mismos, con la seguridad de que recompensaré debidamente sus molestias. Firmado, Bellomont». Emma me entregó la carta y la examiné. En realidad llegué a entenderla un poco. Parecía increíble que pudiera haber sobrevivido tres siglos y se me ocurrió que tal vez otro documento de trescientos años de antigüedad, concerniente al emplazamiento de alguna parte del tesoro del capitán Kidd, había provocado el asesinato de dos científicos del siglo XX.
—Espero que John Gardiner le mandara otro mensaje a Bellomont diciendo: «¿Quién es Kidd? ¿Qué oro?» —comenté.
—No. —Emma sonrió—. Gardiner no estaba dispuesto a enemistarse con el gobernador ni con el rey y trasladó personalmente el tesoro a Boston.
—Apuesto a que se quedó con una parte.
—Esto es una fotocopia del inventario original del tesoro entregado por John Gardiner a lord Bellomont —respondió Emma mientras me mostraba un documento—. El original está en la oficina de los archivos públicos de Londres.
Examiné la fotocopia de un original rasgado en algunas partes y completamente indescifrable para mí.
—¿Eres realmente capaz de leer esto? —le pregunté después de devolvérsela.
—Sí —respondió, luego acercó el documento a la lámpara y leyó—: «Recibido el 17 de julio del señor John Gardiner una bolsa de oro en polvo, una bolsa de monedas de oro y plata, un paquete de oro en polvo, una bolsa con tres sortijas de plata y diversas piedras preciosas, una bolsa de piedras en bruto, un paquete de piedras cortadas y sin cortar, dos sortijas de cornalina, dos pequeñas ágatas, dos amatistas en una misma bolsa, una bolsa de botones de plata, una bolsa de plata triturada, dos bolsas de lingotes de oro y dos bolsas de lingotes de plata. La totalidad del oro arriba mencionado tiene un peso de mil ciento once onzas en el sistema de pesos troy. El peso de la plata es de dos mil trescientas cincuenta y tres onzas, las joyas y piedras preciosas pesan diecisiete onzas…». El tamaño de ese tesoro era considerable —dijo Emma después de levantar la cabeza—. Pero si hay que dar crédito a la reclamación del mogol al gobierno británico, la cantidad de oro y joyas que todavía faltaba era veinte veces superior a la recuperada en la isla de Gardiners, la incautada en el San Antonio y en los aposentos de Kidd en Boston. Bien, detective. —Sonrió—. ¿Dónde está el resto del botín?
—Bueno… —dije sonriendo—, un tercio está todavía en el Caribe.
—Exactamente. Dicho tesoro, por cierto bien documentado, desapareció y ha dado pie a un centenar de leyendas caribeñas semejantes a las de aquí.
—Además, los tripulantes recibieron su parte antes de desembarcar.
—Efectivamente, pero el total de la tripulación no excedería el diez por ciento del tesoro. Ésas son las condiciones.
—Más gastos médicos y dentales.
—¿Dónde está el resto del tesoro?
—Cabe suponer que John Gardiner se guardó un poco.
—Cabe suponerlo.
—El abogado, Emmot, consiguió su parte. Podemos estar seguros.
Emma asintió.
—¿Cuánto queda?
—Quién sabe —respondió Emma, encogiéndose de hombros—. Los cálculos oscilan entre cinco y diez millones de dólares actuales en paradero desconocido. Pero, como ya he dicho, si el tesoro se encontrara en su lugar de origen, incluido su baúl podrido, tendría un valor dos o tres veces superior subastado en Sotheby’s. Sólo el mapa del tesoro —agregó—, si existiera de puño y letra del propio Kidd, valdría cientos de millares de dólares en una subasta.
—¿A cuánto vendéis los mapas en la tienda de regalos?
—A cuatro dólares.
—¿No son auténticos?
Sonrió y acabó de tomarse su infusión.
—Suponemos que Kidd enterró el tesoro en uno o varios lugares como medida de seguridad, con el propósito de negociar su libertad y librarse del cadalso —dije.
—Eso se ha supuesto en todo momento. Si enterró parte del tesoro en la isla de Gardiners, es probable que ocultara también parte de él en otros lugares por la misma razón. Los árboles del capitán Kidd y los arrecifes del capitán Kidd.
—He ido a ver los árboles del capitán Kidd.
—¿En serio?
—Creo que he encontrado el lugar, pero están todos talados.
—Sí, quedaban todavía algunos grandes robles a principios de siglo, pero ahora han desaparecido todos. La gente solía excavar alrededor de los tocones.
—Algunos son todavía visibles.
—En la época colonial —explicó Emma—, excavar en busca de tesoros piratas se convirtió en una obsesión nacional de tal magnitud que Ben Franklin escribió artículos en los periódicos contra dicha costumbre. Incluso en los años treinta de nuestro siglo, mucha gente todavía excavaba en esta zona. La fiebre ya casi ha desaparecido por completo, pero forma parte de la cultura local y ésa es la razón por la que no quería que nadie nos oyera hablar de tesoros escondidos en el restaurante de Cutchogue. A estas alturas habrían excavado media ciudad —añadió con una mueca.
—Asombroso. Pero si se suponía que el tesoro escondido de Kidd era su seguro de vida, ¿por qué no le salvó del cadalso? —pregunté.
—Debido a una serie de confusiones, mala suerte, afán de venganza. Por una parte, nadie en Boston ni en Londres creyó que Kidd pudiera recuperar el botín del Caribe y, probablemente, estaban en lo cierto. Esa parte había desaparecido. Además estaba la reclamación del mogol y el problema político. Y el propio Kidd, que se pasaba de listo. Aspiraba a un perdón real completo contra la entrega del botín. Pero puede que el rey y los demás consideraran que, para proteger la empresa británica East India Company, debían entregar el botín al mogol, así que no tenían ningún interés en perdonar a Kidd a cambio de la información sobre el emplazamiento del tesoro. Preferían ahorcar a Kidd y lo hicieron.
—¿Mencionó Kidd el tesoro escondido durante el juicio?
—No. Disponemos de las transcripciones del juicio y se puede comprobar que Kidd era consciente de que le ahorcarían, independientemente de lo que dijera o hiciera. Creo que lo aceptó y como último despecho decidió llevarse el secreto a la tumba.
—O se lo contó a su esposa.
—Existen muchas probabilidades de que lo hiciera. Ella tenía algún dinero propio, pero parece que vivió muy bien después de la muerte de su marido.
—Todas lo hacen.
—Sin comentarios sexistas, por favor. Dime tú lo que ocurrió con el tesoro.
—No tengo suficiente información —respondí—. Las pistas son demasiado antiguas. No obstante, me inclinaría por creer que todavía existe parte del tesoro oculto en algún lugar.
—¿Crees que Kidd le contó a su esposa dónde estaba escondido todo?
—Kidd sabía que también podían detener a su esposa y obligarla a hablar —respondí después de reflexionar unos instantes—. De modo que no creo que se lo contara al principio, pero cuando estaba encarcelado en Boston y a punto de que lo mandaran a Londres, probablemente le facilitó algunas pistas. Como el número de ocho cifras.
—Siempre se ha supuesto que Sarah Kidd logró recuperar parte del tesoro —asintió Emma—. Pero no creo que le dijera dónde estaba todo, porque si la hubiesen detenido y obligado a hablar, habría desaparecido toda posibilidad de salvar su vida a cambio del tesoro escondido. Estoy convencida de que se llevó parte de la información a la tumba.
—¿Lo torturaron? —pregunté.
—No —respondió Emma—, y la gente siempre se ha preguntado por qué no lo hicieron. En aquella época torturaban a la gente por mucho menos. Gran parte de la historia de Kidd nunca tuvo mucho sentido.
—Si yo hubiera estado presente, le habría encontrado sentido a todo.
—Si tú hubieras estado presente, te habrían ahorcado por crear problemas.
—Sé amable conmigo, Emma.
Procesé toda aquella información y reflexioné un poco. Pensé de nuevo en la detallada carta de Charles Wilson a su hermano.
—¿Crees que Kidd podía recordar con exactitud todos los lugares donde había enterrado su tesoro? —pregunté—. ¿Te parece posible?
—Probablemente no. Bellomont buscó pruebas del tesoro escondido y documentos en los aposentos de Kidd en Boston y en el San Antonio, pero no encontró ningún mapa ni información alguna que indicara la ubicación del tesoro, o si lo hizo no se lo reveló a nadie. Debo mencionar que Bellomont falleció antes de que ahorcaran a Kidd en Londres, de modo que si tenía algún mapa del tesoro puede que desapareciera con su muerte —dijo Emma—. Como puedes comprobar, John, hay muchas pequeñas pistas, indicios y contradicciones. Las personas interesadas han jugado a detectives históricos desde hace siglos. ¿Ya lo has descubierto? —Sonrió.
—Todavía no. Necesito unos minutos.
—Tómate todo el tiempo necesario. Entretanto, necesito una copa. Vámonos.
—Espera un momento. Todavía me quedan algunas preguntas.
—De acuerdo. Adelante.
—Bien… Soy el capitán Kidd y navego por el canal de Long Island desde… ¿cuándo?
—Hace unas semanas.
—Bien. He estado en la bahía de Oyster, donde me he puesto en contacto con un abogado, y mi esposa e hijos han llegado de Manhattan y están a bordo conmigo. He estado en la isla de Gardiners y le he pedido al señor Gardiner que escondiera parte del tesoro. ¿Sé dónde lo ha enterrado?
—No, que es la razón por la que no era necesario ningún mapa. Kidd simplemente le dijo a Gardiner que se asegurara de que el tesoro estuviera a su disposición cuando regresara o de lo contrario decapitaría a algún miembro de su familia.
—Eso es mejor que un mapa —asentí—. Kidd ni siquiera tuvo que excavar el agujero.
—Efectivamente.
—¿Crees que Kidd hizo lo mismo en otros lugares?
—Quién sabe El método más común consistía en desembarcar con un puñado de hombres, enterrar el tesoro en secreto y luego hacer un mapa del emplazamiento.
—Entonces hay testigos del lugar donde está enterrado el tesoro.
—El sistema tradicional de los piratas para asegurar el secreto —respondió Emma— consistía en matar a la persona que había cavado el agujero y sepultarla con el tesoro. A continuación, el capitán y su compañero de confianza tapaban el agujero. Se creía que los fantasmas de los marinos asesinados hechizaban el tesoro. En realidad, se han encontrado esqueletos junto a baúles enterrados.
—Presuntos indicios de homicidio —dije.
—Como ya he mencionado anteriormente —prosiguió Emma—, su tripulación había quedado reducida, con toda probabilidad, a unos seis o siete hombres. Si confiaba por lo menos en uno de ellos, para que vigilara el barco y a la tripulación y cuidara de su familia, pudo haber desembarcado perfectamente solo en un bote de remos y dirigirse a alguna bahía o entrar en alguna cala para enterrar el tesoro. Excavar un agujero en la arena no es un proyecto de alta ingeniería. En las películas antiguas generalmente desembarca un gran grupo de personas, pero según el tamaño del baúl, sólo se necesitan uno o dos individuos.
—La imprecisión de las películas ha afectado en gran parte a nuestra percepción de la historia —comenté.
—Es probable que tengas razón —dijo Emma—. Pero hay algo bastante cierto en las películas: toda búsqueda del tesoro empieza con el hallazgo de un mapa perdido desde hacía mucho tiempo. Nosotros los vendemos por cuatro dólares, pero a lo largo de los siglos se han vendido por decenas de millares de dólares a personas ingenuas.
Reflexioné unos instantes. Alguno de esos mapas, en su caso verdadero, pudo haber llegado de algún modo a manos de Tom y Judy o de Fredric Tobin.
—Has mencionado que la isla de Gardiners antes se llamaba isla de Wight.
—Sí.
—¿Hay otras islas por aquí que tuvieran otro nombre antes?
—Naturalmente. Como es de suponer, originalmente todas tenían nombres indios, luego algunas recibieron nombres holandeses o ingleses, e incluso éstos cambiaron a lo largo de los años. Los nombres geográficos en el nuevo mundo eran un verdadero problema. Algunos capitanes de barco ingleses sólo disponían de mapas holandeses y en algunos de ellos, por ejemplo, el nombre de alguna isla o de algún río podía estar equivocado, además la ortografía era atroz y en ciertos mapas sencillamente no figuraban algunos nombres o contenían información deliberadamente errónea.
Asentí.
—Tomemos, por ejemplo, Robins Island o Plum Island. ¿Cómo se llamaban en la época de Kidd?
—No estoy segura respecto a Robins Island, pero el nombre de Plum Island era el mismo, aunque se escribía Plumbe. Procedía del nombre holandés anterior, que era Pruym Eyland. Puede que tuviera algún otro nombre aún más antiguo, y alguien como William Kidd, que no había navegado desde hacía muchos años cuando aceptó la misión de Bellomont, puede que tuviera o comprara cartas de navegación con varias décadas de antigüedad. Eso no era raro. Un mapa del tesoro pirata se dibujaba a partir de una carta de navegación y ésta podía tener imprecisiones. Además, no olvides que son pocos los auténticos mapas del tesoro actualmente en existencia, así que es difícil sacar conclusiones respecto a la precisión general de éstos. Depende del propio pirata. Algunos eran realmente estúpidos.
Sonreí.
—Y si el pirata decidía no dibujar un mapa —prosiguió Emma—, las posibilidades de encontrar algún tesoro a partir de sus indicaciones escritas eran mucho más remotas. Por ejemplo, supongamos que encontraras un pergamino que dijera: «En Pruym Eyland he enterrado mi tesoro. Desde la roca del águila andad treinta pasos en dirección a los dos robles y luego cuarenta hacia el sur». Etcétera. Si no pudieras averiguar cuál era Pruym Eyland, tendrías un grave problema. Y aunque después de investigar descubrieras que aquél era el nombre antiguo de Plum Island, luego tendrías que averiguar cuál era la roca conocida en aquella época como roca del águila. Y olvídate de los robles. ¿Comprendes?
—Comprendo.
—Los archiveros somos también una especie de detectives —dijo Emma después de una pausa—. ¿Te importa que haga una hipótesis?
—Adelante.
—Bien —dijo después de reflexionar unos instantes—, los Gordon descubrieron cierta información sobre el tesoro del capitán Kidd o tal vez otro tesoro pirata. Luego, alguien más lo descubrió y ése fue el motivo de su asesinato —añadió antes de mirarme—. ¿Estoy en lo cierto?
—Más o menos —respondí—. Tengo que hacer encajar los detalles.
—¿Lograron los Gordon hacerse con el tesoro?
—No estoy seguro.
No insistió.
—¿Cómo habrían conseguido los Gordon esa información? —pregunté—. No veo ningún archivo que se llame «Mapas de tesoros piratas».
—Efectivamente. Aquí, los únicos mapas del tesoro están en la tienda de regalos. No obstante, tanto aquí como en otros museos y sociedades históricas hay muchos documentos que nadie ha leído todavía, o si lo han hecho, su significado no ha sido descifrado. ¿Comprendes?
—Comprendo.
—Ten en cuenta, John, que la gente que busca en lugares como los archivos públicos de Londres o el Museo Británico encuentra cosas que a otros les han pasado inadvertidas o que no han entendido. Así que puede haber información aquí, en otros archivos o en casas particulares.
—¿En casas particulares?
—Sí, por lo menos una vez al año alguien nos hace donación de algo hallado en una vieja casa, como un testamento o una antigua escritura. Mi hipótesis, y no es más que una conjetura, es que los Gordon, que no eran archiveros ni historiadores profesionales, simplemente se encontraron con algo tan evidente que incluso ellos fueron capaces de comprender.
—¿Cómo un mapa?
—Efectivamente, como un mapa donde se mostrara con claridad una geografía reconocible y facilitara puntos de referencia, direcciones, número de pasos, coordenadas, etcétera. Con algo parecido, habrían podido ir directamente al lugar indicado y excavar. Los Gordon llevaron a cabo muchas excavaciones arqueológicas en Plum Island —agregó después de reflexionar unos instantes—. Cabe la posibilidad de que en realidad buscaran un tesoro.
—No es una posibilidad, sino una certeza.
Emma me miró fijamente antes de proseguir.
—Por lo que he oído, excavaron por toda la isla. No parece que supieran cómo ni dónde…
—Las excavaciones arqueológicas eran una tapadera. Les permitían circular por lugares remotos de la isla con picos y palas. Tampoco me sorprendería que gran parte del trabajo de archivo fuera a su vez una tapadera.
—¿Por qué?
—No se les hubiera permitido quedarse con nada que encontraran en Plum Island; es propiedad del gobierno. Así que tuvieron que crear su propia leyenda. La leyenda sobre cómo Tom y Judy descubrieron algo en los archivos, aquí o en Londres, donde se mencionaban los árboles o los arrecifes del capitán Kidd, para alegar más adelante que eso fue lo que los indujo a buscar el tesoro. En realidad, ya sabían que el tesoro estaba en Plum Island.
—Increíble.
—Sí, pero hay que calcular el problema a la inversa. Empecemos con un mapa auténtico o direcciones escritas que señalen la ubicación de un tesoro en Plum Island. Supongamos que tú, Emma Whitestone, poseyeras dicha información. ¿Qué harías?
No tuvo que reflexionar mucho para responder.
—Me limitaría a entregársela al gobierno. Hablamos de un importante documento histórico y el tesoro, si existiera, sería también de gran importancia histórica. Si estuviera en Plum Island, allí debería ser hallado. Lo contrario no es sólo falta de honradez, sino un fraude histórico.
—La historia está repleta de mentiras, engaños y fraudes. En primer lugar, así fue como llegó allí el tesoro. ¿Por qué no un nuevo fraude? El que se lo encuentra se lo queda, ¿no es cierto?
—No. Si el tesoro está en el terreno de otro, aunque sea el gobierno, él es el propietario. Si yo descubriera su ubicación, aceptaría una recompensa.
Sonreí.
—¿Tú qué harías? —preguntó.
—Pues… siguiendo el ejemplo del capitán Kidd, intentaría hacer un trato. No me limitaría a facilitar la información a la persona cuya propiedad se representa en el mapa. Sería justo intercambiar el secreto por una participación. Incluso el Tío Sam está dispuesto a negociar.
—Supongo —dijo Emma después de reflexionar—. Pero eso no fue lo que hicieron los Gordon.
—No. Los Gordon tenían uno o varios socios, a mi parecer más ladrones que ellos. Y probablemente, asesinos. En realidad, no sabemos lo que los Gordon hacían ni qué se proponían, ya que acabaron muertos. Podemos suponer que empezaron con cierta información fidedigna respecto a la ubicación de un tesoro en Plum Island, y todo lo que vemos a continuación, la Sociedad Histórica Peconic, las excavaciones arqueológicas, el trabajo de archivo e incluso la semana que pasaron en los archivos públicos de Londres no es más que una estratagema ingeniosa y deliberada, encaminada al traslado y nuevo enterramiento del tesoro, de la propiedad del Tío Sam a la de los Gordon.
—Y ésa es la razón por la que los Gordon le compraron el terreno a la señora Wiley —asintió Emma—, para disponer del lugar donde enterrar de nuevo el tesoro… los arrecifes del capitán Kidd.
—Exactamente. ¿Te parece lógico o estoy loco?
—Estás loco, pero me parece lógico.
—Si hay diez o veinte millones en juego, hay que hacerlo bien —continué, sin prestar atención a su comentario—. Proseguir lentamente, ocultar las huellas antes de que alguien sepa que existen, anticipar los problemas con los historiadores, los arqueólogos y el gobierno. No sólo se va a ser rico, sino famoso y, para bien o para mal, uno va a ser objeto de la atención pública. Eres una persona joven, atractiva, inteligente y con dinero. Naturalmente, no quieres tener problemas.
—Pero algo falló —dijo Emma después de unos momentos de silencio.
—Evidentemente: están muertos.
Ambos guardamos un rato de silencio. Ahora tenía muchas respuestas, pero todavía me quedaban muchas más preguntas. Puede que algunas de ellas permanecieran siempre sin contestación, puesto que Tom y Judy Gordon, al igual que William Kidd, se habían llevado algunos secretos a la tumba.
—¿Quién crees que los asesinó? —preguntó finalmente Emma.
—Probablemente su socio o socios.
—Lo sé…, ¿pero quién?
—Todavía no lo sé. ¿Se te ocurre algún sospechoso?
Movió la cabeza, pero creo que sospechaba de alguien.
Le había confiado mucha información a Emma Whitestone, a la que realmente no conocía. Pero tengo un buen olfato para saber en quién confiar. En el supuesto de que me hubiera equivocado y Emma formara parte de la intriga, tampoco importaba porque entonces ya lo sabía. Y si le contaba a Fredric Tobin o a alguna otra persona lo que yo había elucubrado, mejor que mejor. Fredric Tobin vivía en una parte muy alta de la torre y se necesitaría mucho humo para alcanzarle. Y si había alguien más involucrado, a quien yo desconocía, puede que el humo también le alcanzara. Llega un momento en las investigaciones en que uno permite, sencillamente, que se divulgue la información. Especialmente cuando el tiempo apremia.
Reflexioné sobre mi siguiente pregunta y opté por aventurarme.
—Tengo entendido que algunas personas de la Sociedad Histórica Peconic estuvieron en Plum Island para inspeccionar excavaciones potenciales.
Emma asintió.
—¿Era Fredric Tobin uno de ellos?
En realidad Emma dudó, supongo que debido a una antigua cuestión de lealtad.
—Sí. En una ocasión estuvo en la isla —respondió por fin.
—¿Con los Gordon como guías?
—Sí —contestó mirándome—. ¿Crees que…, es decir…?
—Puedo especular respecto al motivo y al método, pero nunca lo hago en voz alta sobre los sospechosos —respondí—. Es importante que no le menciones esto a nadie.
Asintió.
La miré. Su aspecto era el de lo que parecía ser: una mujer honrada, inteligente y agradablemente loca. Me gustaba. Le cogí la mano y nos acariciamos.
—Gracias por tu tiempo y tus conocimientos —dije.
—Ha sido divertido.
Asentí y pensé de nuevo en William Kidd.
—¿De modo que lo ahorcaron?
—Efectivamente. Lo tuvieron encadenado en Inglaterra durante más de un año, hasta que lo juzgaron en Old Bailey. No se le permitió asesoramiento legal, ni testigos, ni pruebas. Fue declarado culpable y ahorcado en el muelle de ejecución, junto al Támesis. Su cuerpo fue cubierto de alquitrán y lo dejaron colgando encadenado, como advertencia a los marinos que por allí circulaban. Los cuervos se alimentaron de sus despojos durante varios meses.
—Vamos a tomar una copa —dije después de levantarme.