Capítulo 21

Encontré la floristería Whitestone con mucha facilidad; había pasado por delante de ella docenas de veces en los últimos tres meses.

Aparqué cerca de la puerta, examiné mi pelo en el retrovisor, me apeé y entré lentamente en la tienda.

Era un lugar muy bonito, lleno de… por supuesto, flores. Olía muy bien.

—¿En qué puedo servirle? —preguntó un joven tras el mostrador.

—Tengo una cita con Emma Whitestone.

—¿Eres John?

—El que viste y calza.

—Ha tenido que hacer unos recados —dijo—. Un momento —agregó antes de exclamar hacia la trastienda—: Janet, ha llegado John en busca de Emma.

De la trastienda emergió Janet, una mujer de unos cuarenta y tantos años, acompañada de una joven de unos veinticinco, a la que Janet me presentó como Ann.

—Emma ha dicho que si puedes reunirte con ella en la mansión de la sociedad histórica.

—Por supuesto.

—También ha dicho que no tenía forma de ponerse en contacto contigo —añadió Janet.

—Bueno, no importa. Encontraré fácilmente la casa.

—Puede que llegue un poco tarde —dijo Ann—. Tenía que hacer varias entregas y algunos recados.

—No tiene importancia. La esperaré allí; toda la noche si es preciso.

¿Eran necesarias tres personas para darme esa información? Evidentemente me estaban examinando.

—Llámanos si surge algún problema —dijo el joven después de entregarme una tarjeta de la empresa.

—Lo haré. Gracias por vuestra ayuda —respondí—. Emma tiene aquí un lugar realmente bonito —agregué desde la puerta antes de retirarme.

Había pasado la inspección fácilmente.

De nuevo en mi Jeep, me dirigí al parque de Cutchogue. Realmente no me gustaba pensar que Emma Whitestone estuviera conchabada con Tobin y a saber con qué otras personas. No había más que ver cómo había dispuesto de todo el personal de la floristería Whitestone para observar a su nuevo amigo.

Por otra parte, cuando uno se acuesta con una mujer a la que acaba de conocer ha de preguntarse si se debe a su encanto personal o a la conveniencia de ella. No obstante, había sido yo quien había acudido a ella y no a la inversa. ¿Dónde había conseguido su nombre? ¿Margaret Wiley? No, lo había visto antes en la agenda de los Gordon en Plum Island. Todas esas personas parecían estar interrelacionadas. Puede que Margaret también estuviera involucrada. Tal vez toda la población adulta del norte de Long Island estaba implicada y yo era el único que no lo estaba. Puede que fuera como en una de esas horripilantes películas de terror, donde todos los habitantes del pueblo son brujas y hechiceros, y aparece un turista incauto que no tarda en convertirse en su cena.

Entré en el aparcamiento de la mansión de la sociedad histórica. No estaba la furgoneta de la floristería pero había un Ford de diez años de antigüedad.

Dejé el orinal en el asiento trasero porque consideré que quizá aquél no fuera el momento indicado para ofrecérselo. Tal vez después de la cena.

Me dirigí a la puerta principal, donde había otra nota que decía simplemente: «Adelante». Entré.

—¡Emma! —exclamé al llegar al vestíbulo.

No obtuve ninguna respuesta. Anduve por varias salas de aquella enorme casa y la llamé de nuevo. No respondió. Parecía inconcebible que hubiera dejado la puerta abierta y abandonado aquella mansión llena de antigüedades.

Me acerqué al pie de la escalera y volví a llamar, pero no respondió. Se me ocurrió que podría estar en el baño y que no debería llamarla. Si hubiera esperado, podría haber utilizado su regalo.

Empecé a subir por la escalera, cuyos peldaños crujían. No voy a decir que me hubiera gustado ir armado, pero habría preferido llevar mi revólver.

Llegué al primer piso y escuché. No se oía nada, salvo los sonidos propios de las casas antiguas. Decidí ir a la sala de estar del primer piso, que estaba a medio pasillo.

Intentaba andar sin que crujieran las tablas del suelo, pero a cada paso que daba chirriaban y rechinaban.

Llegué a la puerta de la sala de estar. Estaba cerrada y la abrí de par en par. Las malditas bisagras chirriaron.

Entré y oí un grito procedente de detrás de la puerta. Volví la cabeza y Emma se abalanzó sobre mí, con un sable que me apuntó en el vientre.

—Toma, pirata despiadado —exclamó.

Se me aceleró el pulso y mi vejiga estuvo a punto de soltar su contenido.

—Muy gracioso. —Sonreí.

—Te he asustado, ¿verdad?

Llevaba un sombrero de tres picos azul y en la mano un alfanje de plástico blando.

—Me has sorprendido.

—Por tu expresión, estabas más que sorprendido.

Recuperé mi compostura y observé que llevaba pantalón marrón claro, blusa azul y sandalias.

—He cogido el sable y el gorro de la tienda de regalos —dijo—. Tenemos un montón de baratijas para niños.

Se acercó al sillón junto a la chimenea y tomó un sombrero de pirata negro con una calavera y unos huesos cruzados, un sable de plástico, un parche para el ojo y algo parecido a un pergamino. Me entregó el sombrero y el parche, insistió en que me los pusiera y me colocó el sable bajo el cinturón. Luego me mostró el pergamino amarillento, que era un mapa en el que se leía «Mapa del Tesoro». En él figuraba la habitual isla con una palmera, una brújula, una cara hinchada que soplaba viento de poniente, una ruta marítima a trazos, un velero de tres palos y una serpiente marina: todo lo usual, incluida una gran cruz negra que indicaba el lugar del tesoro.

—Éste es uno de los artículos más populares para niños de todas las edades —dijo Emma—. A la gente le fascinan los tesoros de piratas.

—¿En serio?

—¿A ti no?

—Es interesante. ¿Estaba Fredric interesado en los tesoros de piratas? —pregunté.

—Tal vez.

—¿No me dijiste que le enseñaste a leer inglés antiguo?

—Sí, pero no sé exactamente qué le interesaba leer —respondió antes de hacer una pausa y mirarnos mutuamente—. ¿Qué sucede, John?

—No estoy seguro.

—¿Por qué me preguntas por Fredric?

—Estoy celoso.

—¿Por qué querías reunirte aquí conmigo? —preguntó sin prestar atención a mi comentario.

—¿Puedo confiar en que no se lo dirás a nadie?

—¿De qué hablas?

—De piratas.

—¿Qué pasa con los piratas?

Hay que mantener el equilibrio entre revelarle a un testigo lo que uno quiere y por qué lo quiere. Decidí cambiar de tema.

—He conocido a tu personal. Janet, Ann y…

—Warren.

—Eso. He superado la prueba.

Sonrió y me cogió de la mano.

—Ven y mírate al espejo.

Me condujo al pasillo y luego a la habitación del siglo XVIII. Me miré al espejo de la pared, con el sombrero de pirata, el parche en el ojo y el sable.

—Estoy ridículo.

—Tienes razón.

—Gracias.

—Apuesto a que nunca lo has hecho en una cama de plumas —dijo Emma.

—No, nunca.

—No debes quitarte el gorro ni el parche.

—¿Ésta es mi fantasía o la tuya?

Se rio y, en un abrir y cerrar de ojos, se desnudó y dejó la ropa en el suelo. Se dejó puesto el sombrero ladeado, que sujetó con una mano al dejarse caer sobre el colchón, un artículo antiguo y caro sobre el que probablemente nunca se había hecho el amor.

Le seguí la corriente y me desnudé sin quitarme el sombrero ni el parche.

Ya he comentado que era alta y de piernas largas y, como las camas en aquella época eran cortas, su cabeza y su sombrero estaban pegados a la cabecera y con los pies tocaba el otro extremo de la cama. Era gracioso y me reí.

—¿De qué te ríes?

—De ti. Eres más grande que la cama.

—Veamos tu tamaño.

Si nunca lo han hecho sobre un colchón de plumas, no se pierden gran cosa. Ahora comprendo que nadie sonría en esos antiguos retratos de las paredes.