El Porsche blanco del propietario estaba en el aparcamiento. Aparqué mi Jeep, me apeé y me dirigí a la bodega.
La planta baja de la torre central conectaba varias alas y yo entré por la zona de recepción. Tanto en la escalera como en el ascensor había letreros que decían «Sólo personal». En realidad, el ascensor por el que había salido el señor Tobin en nuestro encuentro anterior estaba cerrado con llave y subí por la escalera, que de todos modos es lo que prefiero. Era, en realidad, de acero y hormigón, de las usadas habitualmente como salidas de incendio, construida en el interior de la torre de cedro, con una puerta de acero en cada planta, sobre la que se leía: «Primer piso, contabilidad, personal, facturación», «Segundo piso, ventas, marketing, entregas», y así sucesivamente.
En el tercer piso había un letrero que decía «Oficinas ejecutivas». Seguí hasta el cuarto piso, donde había otra puerta de acero sin distintivo alguno. Tiré del pomo, pero estaba cerrada con llave. Me percaté de que había una cámara de vigilancia y un intercomunicador.
Regresé al tercer piso, donde la puerta de las oficinas ejecutivas daba a una zona de recepción. Había un mostrador circular, sin nadie a la vista. Desde la zona de recepción, cuatro puertas daban a despachos que, según pude ver, tenían una especie de forma de tarta, como correspondía evidentemente a la planificación circular de las plantas. En cada despacho había una gran ventana al exterior de la torre. Había una quinta puerta que estaba cenada.
No vi a nadie tras los escritorios de los despachos cuyas puertas estaban abiertas y, puesto que era la una y media, supuse que habían salido a almorzar.
Entré en la recepción y miré a mi alrededor. Los muebles parecían tapizados en cuero auténtico, evidentemente purpúreo, y de las paredes colgaban reproducciones de Pollock y De Kooning o, tal vez, los garabatos de los hijos y nietos del personal. Una cámara de vídeo me observaba y saludé con la mano.
Se abrió la puerta cerrada y salió una mujer de aspecto eficaz que aparentaba unos treinta años.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó.
—Tenga la bondad de decirle al señor Tobin que está aquí el señor Corey.
—¿Tiene una cita con él, señor?
—Tengo una cita permanente.
—El señor Tobin está a punto de salir para ir a almorzar. En realidad lleva retraso.
—Lo llevaré en mi coche. Por favor, dígale que estoy aquí y que es importante.
Detesto exhibir la placa en el despacho de alguien, a no ser que esté allí para ayudarle o para ponerle las esposas. Pero son los casos intermedios en los que la gente puede molestarse si uno asusta al personal y abusa de su autoridad.
Volvió a la puerta cerrada, llamó, entró y la cerró de nuevo a su espalda. Esperé un minuto entero, que es un alarde de paciencia para mí, antes de entrar en el despacho. El señor Tobin y la joven mantenían una conversación, de pie junto al escritorio. Él se frotaba la perilla, con un aspecto un tanto mefistofélico. Llevaba una chaqueta color borgoña, pantalón negro y camisa a rayas. Me miró, pero sin corresponder a mi amable sonrisa.
—Lamento irrumpir de este modo en su despacho, señor Tobin, pero tengo un poco de prisa y sabía que no le importaría.
Le indicó a la joven que se retirara y siguió de pie. Era un auténtico caballero y no demostró siquiera que estuviera enojado.
—Éste es un placer inesperado —dijo.
Me encanta la expresión.
—También para mí —respondí—. En realidad no esperaba verle hasta el día de la fiesta, pero entonces, de pronto, surgió su nombre.
—¿Cómo surgió?
Cuando me acosté con su exnovia, pensé. Pero se me ocurrió algo más educado.
—Hablaba con alguien del caso. Ya sabe, sobre Tom y Judy, su afición al vino y lo encantados que estaban de conocerle, cuando la persona en cuestión mencionó que también le conocía a usted. De ese modo surgió su nombre.
No mordió el anzuelo.
—¿Y ésa es la razón de su presencia?
—Pues no —respondí sin dar explicaciones.
Dejé que reflexionara. Seguía de pie, de espaldas a la ventana. Rodeé el escritorio y me acerqué a la ventana.
—Magnífica vista —comenté.
—La mejor del norte de Long Island —respondió—, a no ser que viva en un faro.
Desde la ventana del despacho del señor Tobin, que daba al norte, se podían contemplar sus enormes viñedos. Unas pocas casas de labranza y algunos huertos rompían la monotonía de las vides y creaban un efecto muy agradable. A lo lejos se vislumbraban unos promontorios y, desde aquella altura, llegaba a verse el canal.
—Desde luego —dije—. ¿Tiene unos prismáticos?
Después de dudar, se acercó a un aparador y sacó unos prismáticos.
—Gracias —respondí antes de enfocar el canal—. Se llega a ver la costa de Connecticut.
—Sí.
Dirigí la vista a la izquierda y enfoqué lo que podía ser el promontorio de Tom y Judy.
—Acabo de descubrir que los Gordon compraron un promontorio de media hectárea. ¿Lo sabía usted?
—No.
Eso no es lo que Emma me ha contado, Fredric.
—Podrían haber utilizado un poco de su sentido para los negocios —dije—. Pagaron veinticinco mil por una parcela en la que no se puede construir.
—Debieron haberse informado de si los derechos de construcción se habían vendido al condado.
—Yo no he dicho que los derechos de construcción se hubieran vendido al condado —dije después de dejar los prismáticos sobre la mesa—. Sólo he dicho que no se podía construir en su parcela. Podría deberse a la partición del terreno, falta de agua, de electricidad o a cualquier otra razón. ¿Qué le hace suponer que se habían vendido los derechos de su parcela?
—A decir verdad —respondió—, creo que oí algo al respecto.
—Ah. Entonces usted sabía que habían comprado un terreno.
—Creo que alguien lo mencionó. No sabía dónde estaba, pero oí que carecía de permiso de construcción.
Volví a levantar los prismáticos y enfoqué de nuevo los promontorios. Al oeste, descendía el nivel en la entrada de la ensenada de Mattituck y llegaba a verse la zona de los árboles y la Hacienda del Capitán Kidd. A la derecha, hacia el este, se distinguía con toda claridad Greenport y llegaba a vislumbrarse Orient Point y Plum Island.
—Esto es mejor que la plataforma de observación del Empire State Building —comenté—. No tan alto, pero…
—¿En qué puedo servirle, señor Corey?
Hice caso omiso de su pregunta.
—¿Se da usted cuenta de que está en la cima del mundo? Fíjese en todo esto. Doscientas hectáreas de tierra excelente, una casa junto al mar, un restaurante, un Porsche y a saber qué otras cosas. Y usted se sienta aquí, en esta torre de cinco plantas. Por cierto, ¿qué hay en el cuarto piso?
—Mi apartamento.
—¡Caramba! Supongo que debe de impresionar mucho a las damas.
—Ayer, después de verle, hablé con mi abogado.
—¡No me diga!
—Me aconsejó que no hablara con la policía, salvo en presencia de un abogado.
—Está usted en su derecho. Ya se lo dije.
—Cuando mi abogado hizo otras averiguaciones, descubrió que usted ya no trabaja para el jefe Maxwell como asesor en este caso y que, en realidad, no estaba usted contratado por el municipio cuando habló conmigo.
—Bueno, eso es discutible.
—Discutible o no, usted ya no goza aquí de ninguna responsabilidad oficial.
—Exactamente. Y, puesto que ya no actúo como policía, puede hablar conmigo. Todo tiene solución.
Fredric Tobin hizo oídos sordos a mis palabras.
—Mi abogado prometió cooperar con la policía local, hasta que descubrió que el jefe Maxwell no precisa ni desea su cooperación ni la mía. El jefe Maxwell está enojado porque viniera usted a interrogarme. Nos ha puesto a ambos en una situación embarazosa —declaró el señor Tobin—. Contribuyo generosamente a la política local y he sido muy magnánimo con mi tiempo y mi dinero en la restauración de monumentos históricos, la celebración de mercados históricos, la construcción del hospital y otras obras de beneficencia, incluida la Asociación de Beneficencia de la Policía. ¿Me expreso con suficiente claridad?
—Absolutamente. Desde hace diez frases. Sólo he venido para invitarlo a almorzar.
—Tengo una cita previa, gracias.
—De acuerdo, tal vez en otra ocasión.
—Debo marcharme —dijo después de consultar su reloj.
—Claro. Bajaré con usted.
Respiró profundamente y asintió.
Salimos de su despacho a la antesala y el señor Tobin se dirigió a la recepcionista:
—El señor Corey y yo hemos concluido nuestros asuntos y no será necesario que vuelva a visitarnos.
¡Caramba!, menudos modales. Ese individuo podía metértela con vaselina sin que uno se enterara en varios días.
El señor T introdujo la llave en la puerta del ascensor y éste llegó casi de inmediato.
—¿Sabe aquel Merlot que compré? —dije, mientras descendíamos, para romper el silencio—. Pues me resultó muy útil. Es realmente estúpido, tal vez divertido, aunque no creo que a usted se lo parezca… pero tuve que utilizarlo para limpiar heces de pájaro del parabrisas.
—¿Cómo?
Se abrió el ascensor y salimos al vestíbulo.
—Una enorme gaviota bombardeó mi parabrisas —expliqué mientras él consultaba de nuevo su reloj—. La mitad que me tomé estaba muy buena. No excesivamente audaz.
—Un terrible desperdicio de un vino añejo —comentó.
—Sabía que lo diría.
Salimos juntos por la puerta que daba a la recepción.
—Por cierto, ¿recuerda que le he hablado de una dama que mencionó su nombre? —pregunté cuando llegamos al aparcamiento.
—Sí.
—Me dijo que era amiga suya. Pero hay muchas personas que alegan ser sus amigos, como los Gordon, aunque no sean más que conocidos, anhelantes de arrimarse a su resplandor.
No respondió. Es difícil hacerle morder el anzuelo a alguien que actúa como rey del castillo. El señor Tobin no perdería nunca la compostura.
—El caso es que dijo que era amiga suya —proseguí—. ¿Conoce usted a Emma Whitestone?
Puede que alterara ligeramente el paso, pero siguió caminando hasta su coche.
—Sí, salimos juntos hace aproximadamente un año —respondió.
—¿Y siguen siendo amigos?
—¿Por qué no?
—Todas las mujeres con las que he salido quieren asesinarme.
—No entiendo por qué.
Tuve que soltar una carcajada. Era curioso que, en cierto modo, todavía me gustara aquel individuo, a pesar de sospechar que había asesinado a mis amigos. Pero no nos confundamos, si fuera él quien lo llevó a cabo, haría cuanto estuviese en mi mano para que acabara ante el pelotón de ejecución o lo que quiera que decidan en este Estado cuando condenen al primer asesino. Por ahora, si él era cortés, yo también iba a serlo.
La otra cosa curiosa era que, desde nuestra primera conversación, ahora teníamos algo en común. Me refiero a que ambos habíamos alcanzado una meta a la que pocos habían llegado… bueno, puede que no fueran pocos. Me habría gustado darle una palmada en la espalda y preguntarle: «Dime, Freddie, ¿disfrutaba tanto como conmigo?». O algo por el estilo. Pero los caballeros no revelan intimidades.
—Señor Corey, tengo la sensación de que usted cree que sé más de lo que le cuento sobre los Gordon —decía Fredric Tobin—. Le aseguro que no es cierto. No obstante, si la policía del condado o la policía local desean que haga una declaración, estaré encantado de complacerlos. Entretanto, usted siempre será bien recibido aquí como cliente y en mi casa como invitado. Pero no en mi despacho, ni para volver a interrogarme.
—Me parece razonable.
—Buenos días.
—Que aproveche.
Subió a su Porsche y desapareció.
Volví la cabeza para contemplar la torre Tobin, en cuya cúpula ondeaba su bandera negra. Si el señor Tobin tenía alguna prueba material que ocultar, podía estar en su casa junto al mar o en su apartamento en lo alto de la torre. Evidentemente, un registro con el consentimiento del propietario era inimaginable y ningún juez dictaría una orden de registro, así que parecía que tendría que concederme yo mismo la autorización a medianoche.
De nuevo en mi Jeep y circulando por la carretera, llamé a mi contestador automático y recibí dos mensajes. El primero era de una zorra anónima, de la unidad de control de ausencias del Departamento de Policía de Nueva York, para comunicarme que la fecha de mi revisión se había trasladado al siguiente martes y solicitaba confirmación por mi parte. Cuando los jefes no logran localizarle a uno piden al departamento de personal, de pagos o de sanidad que llamen sobre algo que requiera una respuesta. Detesto las artimañas.
El segundo mensaje era de mi excompañera, Beth Penrose. «Hola, John —decía—. Lamento no haberte llamado antes, pero aquí ha sido una verdadera locura. Sé que no estás oficialmente involucrado en el caso, pero hay algunas cosas de las que me gustaría hablar contigo. ¿Qué te parece si voy a verte mañana por la tarde? Llámame o te llamaré yo y quedamos. Cuídate». El tono era amable, pero no tanto como cuando hablamos cara a cara por última vez. Por no mencionar el beso en la mejilla. Supongo que no es una buena idea ponerse demasiado sensiblero cuando se habla con un contestador automático. Aunque con toda probabilidad, el calor que pudiera haberse generado durante dos días de gran intensidad, se habría enfriado al regresar a su mundo y a su ambiente. Sucede.
Ahora deseaba hablar de algunas cosas conmigo y eso significaba que quería saber lo que yo había descubierto, si es que había averiguado algo. Para Beth Penrose, me había convertido sencillamente en otro testigo. Puede que mi actitud fuera excesivamente cínica. Aunque tal vez debía alejar a Beth Penrose de mi mente para integrar a Emma Whitestone. Nunca he sido capaz de compaginar varias relaciones. Es peor que ocuparse de una docena de casos de homicidio simultáneamente y mucho más peligroso.
En todo caso, debía comprarle un regalo a Emma y vi una tienda de antigüedades junto a la carretera. Perfecto. Paré y me apeé. Lo maravilloso de este país es que hay más antigüedades en circulación que las fabricadas originalmente.
Había empezado a husmear en el interior del local enmohecido cuando la propietaria, una encantadora viejecita, preguntó si podía ayudarme.
—Busco un regalo para una joven.
—¿Esposa? ¿Hija?
Alguien a quien apenas conozco pero con quien me he acostado.
—Una amiga.
—Ah —exclamó y me mostró varios objetos.
Soy un verdadero ignorante en lo concerniente a antigüedades, pero de pronto tuve una idea brillante.
—¿Pertenece usted a la Sociedad Histórica Peconic?
—No, pero soy socia de la Sociedad Histórica de Southold.
Válgame Dios, la de sociedades que había.
—¿Conoce usted a Emma Whitestone? —pregunté.
—Por supuesto. Una joven excelente.
—Desde luego. Busco algo para ella.
—Estupendo. ¿Algún motivo especial?
Una muestra de afecto y agradecimiento habitual posterior al coito.
—Me ha ayudado con cierta investigación en los archivos.
—Ah, eso se le da muy bien. ¿Ha pensado en algo concreto?
—Puede que parezca una bobada, pero desde niño me han fascinado los piratas.
Soltó una carcajada. O puede que fuera un cacareo.
—El famoso capitán Kidd visitó nuestras costas.
—¡No me diga!
—Por aquí pasaron muchos piratas antes de la revolución. Saqueaban a los españoles y a los franceses en el Caribe y luego venían al norte para derrochar sus botines o reparar sus barcos. Algunos se instalaron en esta región. —Sonrió—. Con todo el oro y las joyas que poseían no tardaron en convertirse en ciudadanos de pro. Muchas fortunas locales tienen sus orígenes en los botines de los piratas.
No me desagradaba su forma un tanto arcaica de hablar.
—Muchas fortunas modernas están basadas en la piratería corporativa —comenté.
—De eso no tengo la menor idea, pero sé que los narcotraficantes actuales son muy parecidos a los antiguos piratas. Cuando era niña había contrabandistas de ron. Aquí somos gente honrada, pero éste es un lugar de rutas marítimas.
—Por no mencionar la ruta costera atlántica.
—Eso es para las aves.
—Exactamente.
Después de unos minutos de charla me presenté como John y ella lo hizo como señora Simmons.
—¿Dispone la Sociedad Histórica de Southold de información sobre piratas?
—Sí, aunque no mucha. Tenemos algunas cartas y documentos originales en los archivos. E incluso un cartel, donde se ofrece una recompensa, en nuestro pequeño museo.
—¿Tienen algún auténtico mapa de tesoro pirata que pudiera fotocopiar?
Sonrió.
—¿Conoce usted a Fredric Tobin? —pregunté.
—¿Quién no lo conoce? Rico como Creso.
¿Quién?
—¿Pertenece a la Sociedad Histórica de Southold? —pregunté—. Me refiero al señor Tobin, no a Creso.
—No, pero el señor Tobin es muy generoso con sus contribuciones.
—¿Visita sus archivos?
—Tengo entendido que lo hizo. Pero hace aproximadamente un año que no viene.
Asentí. Debía hacer un esfuerzo para recordar que aquello no era Manhattan, sino una comunidad de unas veinte mil personas y, aunque no era literalmente cierto que todos se conocieran, sí lo era que todos conocían a alguien que conocía a otro. Para un detective, eso era como caminar por una ciénaga con barro hasta las rodillas.
En fin, por lo menos había concluido una de mis investigaciones y le pregunté a la señora Simmons:
—¿Puede recomendarme algo para la señorita Whitestone?
—¿En qué gama de precios?
—Nada es excesivo para la señorita Whitestone. Cincuenta dólares.
—En ese caso…
—Cien.
Sonrió y sacó un orinal de porcelana con una gran asa, decorado con rosas esmaltadas.
—Emma los colecciona —dijo.
—¿Orinales?
—Sí. Los utiliza como macetas. Tiene una buena colección.
—¿Está usted segura?
—Por supuesto. Guardaba éste para mostrárselo. Es victoriano tardío, fabricado en Inglaterra.
—De acuerdo… me lo quedo.
—En realidad cuesta un poco más de cien dólares.
—¿Cuánto es un poco?
—Doscientos.
—¿Ha sido usado alguna vez?
—Supongo.
—¿Acepta Visa?
—Por supuesto.
—¿Puede envolvérmelo?
—Se lo pondré en una bonita bolsa de regalo.
—¿Puede colocar un lazo en el asa?
—Si lo desea.
Finalizada la transacción, abandoné la tienda de antigüedades con el ensalzado orinal en una bonita bolsa de regalo rosa y verde.
Me dirigí entonces a la Biblioteca Libre de Cutchogue, fundada en 1.841, donde todavía pagaban los mismos salarios. La biblioteca estaba en un edificio de tablas de madera, al límite del parque del pueblo, y su campanario sugería que en otra época había sido una iglesia.
Aparqué el coche y entré. Había una especie de urraca en la recepción, que me miró severamente por encima de sus medias gafas. Le sonreí y pasé rápidamente.
Había un gran pendón en la entrada a los estantes, donde se lela: «Encuentre tesoros escondidos; lea libros». Excelente consejo.
Encontré un catálogo, que gracias a Dios no estaba informatizado, y a los diez minutos estaba en una mesa con un libro de referencia delante de mí, titulado El libro del tesoro escondido.
Leí sobre John Shelby de Thackham, Inglaterra, que en 1.672, al caerse de su caballo entre unos matorrales, había encontrado un recipiente de hierro que contenía 500 monedas de oro. Según la ley inglesa de tesoros encontrados, toda propiedad oculta o perdida pertenecía a la Corona. Pero Shelby se negó a entregar el oro a los agentes del rey; fue detenido, acusado de traición y decapitado. Aquella historia era probablemente una de las predilectas de Hacienda.
Leí sobre las leyes de tesoros encontrados en Estados Unidos y en diversos Estados. Básicamente, todas decían lo mismo: Quien lo encuentra se lo guarda y quien lo pierde lo lamenta.
Existía, sin embargo, algo denominado Decreto de Conservación de Antigüedades Estadounidenses, que no dejaba lugar a dudas respecto a que cualquier cosa encontrada en territorio federal correspondía a la jurisdicción del secretario de Agricultura, de Defensa o del Interior, según el lugar donde se hubiera hallado. Además, se precisaba un permiso para excavar en terreno federal y todo lo que se encontrara pertenecía al Tío Sam. Menudo negocio.
Sin embargo, si alguien encontraba dinero, artículos de valor o cualquier clase de tesoro en su propio terreno, prácticamente le pertenecía, a condición de poder demostrar que el dueño original había fallecido o que sus herederos eran desconocidos y que los bienes no habían sido robados. E incluso, en el caso de que lo fueran, uno podía reclamarlos si constaba que los dueños originales habían fallecido o eran desconocidos o enemigos del país cuando se había obtenido el dinero, los bienes o el tesoro. Se citaban como ejemplos los tesoros, botines y saqueos de los piratas y cosas parecidas. Hasta aquí todo estaba claro.
Y para mejorar todavía la situación, Hacienda, en un alarde de ausencia de avaricia, sólo exigía impuestos por la parte que se vendiera o convirtiera en metálico anualmente, a condición de que uno no fuera un buscador de tesoros profesional. Así que si uno era biólogo, por ejemplo, y poseía un terreno en el que casualmente, o como resultado de la afición a la arqueología, encontraba un tesoro enterrado, con un valor de unos diez o veinte millones, no pagaba un centavo de impuestos hasta que lo vendiera. Excelente trato. Casi despertó mi afición por la búsqueda de tesoros escondidos. Aunque, pensándolo mejor, eso era lo que hacía.
El libro también decía que si el tesoro poseía valor histórico o estaba relacionado con la cultura popular, y mencionaba nada menos que el ejemplo concreto del tesoro perdido del capitán Kidd, el valor de dicho tesoro aumentaba enormemente. Y así sucesivamente.
Seguí leyendo un rato sobre las leyes de hallazgos de tesoros y descubrí algunos casos históricos y ejemplos interesantes. Uno en particular me llamó la atención: en el año mil novecientos cincuenta y pico, un individuo que examinaba antiguos documentos en la sección naval de los archivos públicos de Londres encontró una carta escrita en 1.750 por un famoso pirata, llamado Charles Wilson, dirigida a su hermano. Originalmente, la carta se había hallado en un barco pirata capturado por la armada británica. Decía así: «Hermano mío, hay tres caletas a unos cien pasos o algo más al norte de la segunda ensenada después de la isla de Chincoteague, en Virginia, situada en el extremo sur de la península. En la cabeza de la tercera caleta, hacia el norte, hay un promontorio que da al océano Atlántico, con tres cedros, a un metro y medio aproximadamente uno del otro. Entre dichos árboles he enterrado diez baúles con refuerzos de hierro, lingotes de plata, oro, diamantes y joyas por un valor de 200 000 libras esterlinas. Acude en secreto al lugar indicado y llévate el tesoro». Evidentemente, el hermano de Charles Wilson nunca recibió la carta puesto que fue capturada por la armada británica. Así que ¿quién encontró el tesoro?, ¿la armada británica? O, tal vez, el individuo que descubrió la carta en los archivos públicos al cabo de doscientos años. El autor del libro no concluía la historia.
Lo interesante era que existía un lugar llamado sección naval de los archivos públicos de Londres y Dios sabe lo que se podía encontrar allí con tiempo, paciencia, una lupa, conocimientos de inglés antiguo y un poco de avaricia, optimismo y espíritu aventurero. Ahora estaba seguro de comprender la razón de la estancia de los Gordon durante una semana en Londres, el año pasado.
Debía suponer que los Gordon habían leído lo que yo estaba leyendo ahora y conocían las leyes sobre el hallazgo de tesoros. Con dicho conocimiento, era evidente que cualquier cosa encontrada en Plum Island pertenecía enteramente al gobierno y cualquier cosa supuestamente encontrada en una propiedad alquilada, pertenecía al dueño, no al inquilino. No era preciso estar licenciado en Derecho para comprenderlo.
Probablemente, a Tom y a Judy se les había ocurrido que una solución fácil respecto al problema de la propiedad era mantener la boca cerrada si encontraban algo en Plum Island. Pero es posible que en algún momento comprendieran que el mejor camino, el más rentable a largo plazo, consistía sencillamente en cambiar el emplazamiento del descubrimiento, dar a conocer el hallazgo, empaparse de publicidad, pagar impuestos sólo por lo que vendieran cada año y pasar a la historia como la apuesta pareja de científicos que había encontrado el tesoro del capitán Kidd y se había convertido en repugnantemente rica. Eso era lo que haría cualquier persona inteligente y lógica. Lo que yo habría hecho.
Pero había varios problemas. El primero era la necesidad de sacar de Plum Island cualquier objeto encontrado en la isla. El segundo problema consistía en enterrar de nuevo el tesoro, de modo que su nuevo descubrimiento no sólo pareciera factible, sino que pudiera superar un escrutinio científico. La solución era los acantilados erosionados.
Todo tenía sentido para mí. También lo tenía para ellos pero, en algún momento, Tom y Judy hicieron o dijeron algo que provocó su muerte.
Fredric Tobin me había mentido sobre varias cosas, incluida su relación con los Gordon, que parecía abierta a varias interpretaciones. Además, Tobin estaba arruinado o en vías de estarlo. Para un detective de homicidios, eso era como una luz roja parpadeante o una sirena de alarma.
Tobin no sólo había cultivado la amistad de los Gordon, sino que había seducido, o por lo menos cortejado, a Emma Whitestone, historiadora y archivera. Todo parecía cuadrar. Probablemente, había sido Tobin quien, de algún modo, había descubierto la posibilidad de que en Plum Island hubiera algún tesoro enterrado. Y con toda probabilidad, también había sido Tobin quien había pagado la semana de estancia de los Gordon en Inglaterra para que lo investigaran y procuraran averiguar su localización precisa.
Fredric Tobin era mi principal sospechoso, pero no descartaba a Paul Stevens ni a ningún otro personaje de Plum Island. Que yo supiera, podía tratarse de una conspiración mucho mayor de lo que había imaginado al principio, en la que podrían estar implicados Stevens, Zollner y otras personas de la isla, además de Tobin, y… ¿por qué no? Emma Whitestone.