La señorita Emma Whitestone decidió pasar la noche en mi casa.
Se levantó temprano, encontró el elixir bucal y se enjuagó la boca con tanto ruido que me despertó. Se duchó, utilizó mi secador para el cabello, se peinó con los dedos, encontró carmín y rímel en su bolso y se los aplicó frente al espejo de la cómoda, completamente desnuda.
Mientras se ponía las bragas introdujo los pies en las sandalias y a continuación se puso el vestido por la cabeza. Cuatro segundos.
Era una especie de mujer de bajo mantenimiento, que no necesitaba muchos sistemas de soporte vital para pasar la noche.
No estoy acostumbrado a que las mujeres estén listas antes que yo y tuve que apresurarme en la ducha. Me puse los vaqueros más ajustados, una camiseta de tenis y unas zapatillas. Dejé el treinta y ocho encerrado en la cómoda.
Por sugerencia de la señorita Whitestone nos dirigimos en coche al restaurante Cutchogue, una verdadera reliquia de los años treinta. El lugar estaba lleno de granjeros, repartidores, comerciantes locales, unos pocos turistas, camioneros y tal vez otra pareja que empezaba a conocerse durante el desayuno, después del sexo.
—¿No murmurará la gente si te ven con la misma ropa de ayer? —pregunté cuando estábamos sentados junto a una pequeña mesa.
—Hace años que dejaron de murmurar sobre mí.
—¿Y qué me dices de mi reputación?
—Tu reputación, John, sólo puede mejorar si te ven conmigo.
Estábamos un poco inquietos esa mañana.
Pidió un desayuno de salchichas, huevos, patatas fritas y tostadas después de comentar que no había cenado la pasada noche.
—Te bebiste la cena —señalé—. Te ofrecí ir a por una pizza.
—La pizza no es buena para la salud.
—Lo que acabas de pedir tampoco es bueno para la salud.
—No pienso almorzar. ¿Cenamos juntos?
—Por supuesto. Iba a pedírtelo.
—Estupendo. Recógeme a las seis en la floristería.
—De acuerdo.
Miré a mi alrededor y vi a dos policías de Southold uniformados, pero ni rastro de Max.
Llegó la comida y desayunamos. Me encanta que cocinen los demás.
—¿Por qué estás tan interesado en el capitán Kidd? —preguntó Emma.
—¿Quién? Ah… los piratas. Bueno, es fascinante. Pensar que estuvo aquí, en el norte de Long Island. Creo que ahora lo recuerdo, de cuando era niño.
—Anoche estabas eufórico —dijo después de mirarme.
Después de mi explosión inicial de la noche anterior, que lamenté inmediatamente, había procurado actuar sosegadamente. Pero a la señorita Whitestone le parecía excesiva mi curiosidad.
—Si encontrara ese tesoro, lo compartiría contigo —dije.
—Eres muy galante.
—Me gustaría volver a la sede de la sociedad histórica —dije con la mayor despreocupación posible—. ¿Te parece bien esta tarde?
—¿Por qué?
—Debo comprarle algo a mi madre en la tienda de regalos.
—Si te haces socio, te haré descuento.
—De acuerdo. ¿Qué te parece si te recojo a las cuatro?
—De acuerdo —respondió encogiéndose de hombros.
La miré a través de la mesa. La luz del sol bañaba su rostro. A veces, por la mañana, y realmente detesto reconocerlo, uno se pregunta en qué diablos pensaba la noche anterior o, en el peor de los casos, se pregunta si siente rencor por su pene. Pero esa mañana me sentía estupendamente. Me gustaba Emma Whitestone. Me gustó su forma de devorar dos huevos fritos, cuatro salchichas, una generosa porción de patatas fritas, tostadas con mantequilla, zumo de fruta y té con nata.
Echó una ojeada al reloj de detrás del mostrador y me di cuenta de que ni siquiera llevaba reloj de pulsera. Esa dama era muy libre de espíritu y, al mismo tiempo, presidenta y archivera de la Sociedad Histórica Peconic. Bonito contraste, pensé.
Me percaté de su popularidad por la cantidad de gente que le sonreía y la saludaba. Siempre era un buen indicio. Parece que me estaba enamorando por segunda vez en una semana y puede que fuera cierto. Sin embargo, me pregunté por el criterio de Emma Whitestone sobre los hombres, particularmente Fredric Tobin, y puede que también yo. Posiblemente no juzgara a los hombres, ni a la gente en general. Tal vez le gustaban todos. Ciertamente, Fredric y yo no podíamos ser más diferentes. Supuse que lo que le atraía de Fredric Tobin era el bulto en el bolsillo de sus pantalones, mientras que en mi caso era seguramente el bulto delante de los pantalones.
En cualquier caso, charlamos un rato y estaba decidido a dejar para la tarde el tema de los piratas y el capitán Kidd. Pero se apoderó de mí la curiosidad. Acudió a mi mente una posibilidad remota, le pedí un lápiz a la camarera, escribí el número 44106818 en una servilleta y se lo mostré a Emma.
—¿Ganaría si jugara a este número de la lotería? —pregunté.
—El gordo. —Sonrió entre mordiscos de tostada—. ¿Dónde has conseguido esos números?
—Algo que leí. ¿Qué significan?
Miró a su alrededor y bajó la voz.
—Cuando el capitán Kidd estaba en la cárcel de Boston, acusado de piratería, hizo llegar clandestinamente una nota a su esposa Sarah y al final de la página figuraban esos números.
—¿Y?
—Y todo el mundo intenta descifrarlos desde hace trescientos años.
—¿Qué crees que significan?
—Lo más evidente es que estén relacionados con su tesoro escondido.
—¿No podría ser el número del resguardo de la lavandería?
Levantó la mirada al cielo. En realidad, era demasiado temprano para mi sentido del humor.
—No quiero hablar aquí de ese tema —dijo Emma—. La última vez que se desencadenó la fiebre del capitán Kidd fue en los años cuarenta y no quiero ser responsable de otra búsqueda masiva del tesoro.
—De acuerdo.
—¿Tienes hijos? —preguntó.
—Probablemente.
—En serio.
—No, no tengo hijos. ¿Y tú?
—Tampoco. Pero me gustaría tenerlos.
Y así sucesivamente. Al cabo de un rato volví al tema de los números y le hablé en un susurro.
—¿Podrían ser las coordenadas de un mapa?
Estaba claro que no quería hablar de ello pero respondió:
—Es lo más evidente. Unas coordenadas cartográficas de ocho cifras: minutos y segundos. Corresponden, por cierto, a algún lugar cercano a la isla de los Renos, en Maine. Los desplazamientos de Kidd cuando regresó a la zona de Nueva York en 1.699 están bastante bien documentados, día a día, con testimonios fiables —agregó después de inclinarse sobre la mesa—, de modo que una visita a la isla de los Renos para enterrar el tesoro parece improbable. Sin embargo, existe otra leyenda respecto a esa isla. Se supone que John Jacob Astor encontró el tesoro de Kidd, o de algún otro pirata, en la isla de los Renos y ése fue el origen de la fortuna de los Astor —añadió y tomó un sorbo de té—. Hay docenas de libros, obras de teatro, canciones, rumores, leyendas y mitos sobre el tesoro enterrado del capitán Kidd. El noventa y nueve por ciento no es más que eso, mitos.
—De acuerdo, ¿pero esos números que Kidd le escribió a su esposa no son la prueba indiscutible de algo?
—Sí, algo significan. Pero, aunque sean coordenadas cartográficas, la navegación en aquella época era demasiado imprecisa para señalar un lugar concreto con exactitud, especialmente la longitud. Puede haber centenares de metros de margen en unas coordenadas de ocho cifras, con minutos y segundos, según los métodos disponibles en 1.699. Incluso hoy en día, con instrumentos de navegación por satélite, puede haber un desfase de entre tres y seis metros. Cuando uno excava en busca de un tesoro, un desfase de seis metros puede suponer muchos agujeros. Creo que se ha abandonado la hipótesis de las coordenadas en favor de otras teorías.
—¿Por ejemplo?
Suspiró exasperada y miró a su alrededor antes de responder.
—Observa —dijo al tiempo que agarraba el lápiz y una servilleta, y le daba a cada número su letra correspondiente del abecedario, para obtener la combinación D-D-A-O-F-H-A-H—. Creo que la clave está en las tres últimas letras.
—¿H-A-H?
—Efectivamente.
Examiné las letras en ambas direcciones e invertidas.
—¿Era Kidd disléxico?
Emma soltó una carcajada.
—Pierdes el tiempo, John. Mejores cerebros que el tuyo y el mío han intentado descifrarlo desde hace trescientos años. Que sepamos, puede tratarse de un número carente de significado, de una broma.
—¿Pero por qué? Kidd estaba en la cárcel, acusado de un delito que se pagaba con la horca…
—Bien, de acuerdo, no carece de significado ni es una broma. Pero sólo tenía sentido para Kidd y su esposa. Ella pudo visitarle varias veces en la cárcel, hablaron. Sentían devoción el uno por el otro. Puede que le hubiera dado alguna pista verbalmente o en otra carta perdida desde entonces.
Eso era interesante; parecido a lo que hago, salvo que aquella pista tenía trescientos años de antigüedad.
—¿Hay otras teorías?
—La más aceptada es que los números representan pasos, que era la forma tradicional de los piratas para señalar el lugar donde escondían sus tesoros.
—¿Pasos?
—Sí.
—¿Pasos desde dónde?
—Eso es lo que sabía la señora Kidd y tú no.
—¡Caramba! —exclamé mientras contemplaba los números—. Son muchos pasos.
—También hay que conocer el código personal —respondió y examinó la servilleta—. Podría significar cuarenta y cuatro pasos en dirección a diez grados y sesenta y ocho pasos en dirección a dieciocho. O viceversa. O leído a la inversa. Quién sabe. Poco importa si uno desconoce el punto de partida.
—¿Crees que el tesoro está enterrado bajo uno de esos viejos robles, los árboles del capitán Kidd?
—No lo sé. O el tesoro ha sido encontrado y la persona que lo descubrió no divulgó su hallazgo o nunca ha habido ningún tesoro o sigue sepultado y así permanecerá eternamente.
—¿Tú qué opinas?
—Creo que debo ir a abrir mi tienda.
Arrugó la servilleta y me la puso en el bolsillo de mi camisa. Pagué la cuenta y salimos. El restaurante estaba a cinco minutos de la Sociedad Histórica Peconic, donde Emma había dejado su furgoneta. Entré en el aparcamiento y ella me dio un beso en la mejilla como si fuéramos más que amantes.
—Te veré a las cuatro —dijo Emma—. Floristería Whitestone, calle Mayor, Mattituck.
Se apeó, subió a su furgoneta, tocó la bocina, saludó con la mano y se alejó.
Me quedé un rato sentado en mi Jeep mientras escuchaba las noticias locales. Me habría puesto en camino, pero no sabía adónde ir. La verdad es que había agotado la mayoría de mis pistas y no disponía de un despacho donde sentarme a mover papeles. No recibiría ninguna llamada de testigos, del forense ni de nadie. Incluso eran muy pocos los que sabían dónde mandarme una pista anónima. En resumen, me sentía como un detective privado, aunque no disponía siquiera de permiso para ello.
No obstante, a pesar de todo, había hecho algunos descubrimientos sorprendentes desde que había conocido a Emma Whitestone. Si tenía alguna duda respecto a la causa del asesinato de los Gordon, aquel número, 44106818, escrito en sus cartas de navegación, debía disiparla.
Por otra parte, aunque fuera cierto que Tom y Judy Gordon eran buscadores de tesoros, y todas las pruebas indicaban que sí, no podía llegarse necesariamente a la conclusión de que su búsqueda de tesoros fuera la causa de su muerte. ¿Cuál era el vínculo probable entre las excavaciones arqueológicas de Plum Island y los balazos que habían acabado con sus vidas en el jardín de su casa?
Llamé para comprobar mi contestador automático. Había dos mensajes: uno de Max, para preguntar dónde debía mandar el cheque de un dólar y otro de mi jefe, el teniente de detectives Wolfe, para insistir en que le llamara urgentemente a su despacho y recordarme que estaba con el agua al cuello y no dejaba de hundirme.
Puse el coche en marcha y empecé a conducir. A veces es bueno circular simplemente.
«Últimas noticias sobre el doble asesinato de dos científicos de Plum Island en Nassau Point —decía el locutor por la radio—. La policía local de Southold y la policía del condado de Suffolk han hecho público un comunicado conjunto». El locutor, que sonaba como Dom el martes por la mañana, leyó dicho comunicado. Si lográramos que las estrellas de los medios de comunicación de la ciudad leyeran los mensajes sin comentarios, estaríamos en el cielo de las relaciones públicas. El comunicado conjunto era como un globo aerostático, sin nadie en la cesta salvo los dos cadáveres. Hacía hincapié en el robo de la vacuna contra el Ébola como motivo del asesinato. En otro mensaje, el FBI declaraba que se desconocía si los culpables eran del país o extranjeros, pero que disponían de algunas pistas fiables. La Organización Mundial de la Salud expresaba su preocupación por el robo de esa «vacuna vital y de gran importancia», tan necesaria en muchos países del tercer mundo. Y así sucesivamente.
Lo que me molestaba era que la versión oficial calificaba a Tom y a Judy de ladrones cínicos y despiadados: en primer lugar, habían robado tiempo y recursos del laboratorio donde trabajaban; luego, después de elaborar en secreto una vacuna, habían robado la fórmula y supuestamente algunas muestras, que se proponían vender por una fortuna. Entretanto, millares de africanos morían de aquella terrible enfermedad.
Me imaginé a Nash, a Foster, a los cuatro individuos trajeados que había visto apearse del transbordador y a un puñado de dirigentes de la Casa Blanca y del Pentágono saturando las líneas telefónicas entre Plum Island y Washington. Cuando descubrieron que el trabajo de los Gordon estaba relacionado con vacunas genéticamente alteradas, a aquellos genios se les ocurrió la tapadera perfecta. Para ser justos, pretendían evitar el pánico a una plaga, pero habría apostado mis tres cuartos potenciales de pensión vitalicia por inutilidad a que nadie en Washington había considerado la reputación de los Gordon o de sus familias al elaborar la historia que los calificaba de ladrones.
La paradoja, si es que la había, era que Foster, Nash y el gobierno estaban todavía convencidos de que los Gordon habían robado uno o varios gérmenes patológicos. Los altos mandos de Washington, empezando por el propio presidente, dormían todavía con los trajes de biocontención encima de sus pijamas. Bien. Que se jodan.
Paré en una tienda de Cutchogue para comprar un frasco de café y un montón de diarios: el New York Times, el Post, el Daily News y el Newsday de Long Island. En los cuatro periódicos, el caso de los Gordon había quedado relegado a unas pocas líneas en páginas interiores. Ni siquiera el Newsday prestaba mucha atención al asesinato local. Estaba seguro de que mucha gente en Washington se alegraba de que la noticia se apagara. Y yo también me alegraba; dejaba mis manos tan libres como las suyas.
Y mientras Foster, Nash y compañía buscaban agentes y terroristas extranjeros, yo me regiría por mi corazonada y por mis sentimientos respecto a Tom y Judy Gordon. Me alegraba, y no me había sorprendido demasiado, descubrir que era cierto lo que había pensado desde el primer momento: que aquello nada tenía que ver con la guerra biológica, con drogas, ni con nada ilegal. Bueno, no excesivamente ilegal.
De todos modos, seguía sin saber quién los había asesinado. Pero era igualmente importante saber que no eran delincuentes y estaba decidido a limpiar su reputación.
Me tomé el café, arrojé los periódicos al asiento trasero y emprendí la marcha. Me dirigí al Soundview, un motel junto al mar de los años cincuenta. Me acerqué a la recepción y pregunté por los señores Foster y Nash. El joven recepcionista me respondió que los caballeros que le había descrito ya se habían marchado.
Conduje, me resisto a reconocer que sin rumbo fijo, pero si uno no sabe hacia dónde va ni por qué, o es funcionario del gobierno o deambula sin rumbo fijo.
Decidí dirigirme a Orient Point. Hacía de nuevo buen día, un poco más fresco y ventoso, pero agradable.
Fui hacia la estación del transbordador de Plum Island. Deseaba controlar los coches del aparcamiento, comprobar si había alguna actividad inusual o tal vez encontrarme con alguien interesante. Cuando me acerqué a la puerta de la estación, un guardia de seguridad de Plum Island se situó en medio del paso y levantó la mano. Soy tan amable que no quise atropellarle.
—¿En qué puedo ayudarle, señor? —preguntó después de acercarse a la ventanilla del coche.
—Trabajo con el FBI en el casó Gordon —respondí, mostrándole la cartera con mi placa y el documento de identidad.
Observé su rostro mientras examinaba detenidamente la placa y el documento. Yo estaba claramente en su lista de saboteadores, espías y pervertidos, y no se lo tomaba a la ligera.
—Tenga la bondad de parar aquí —dijo después de mirarme fijamente unos instantes y aclararse la garganta—. Le conseguiré un pase.
—De acuerdo.
Paré donde me había indicado. No esperaba encontrarme con un guardia de seguridad en la puerta, aunque debería haberlo previsto. Cuando el individuo entró en el edificio, yo seguí hacia el aparcamiento. Siento aversión a la autoridad.
Lo primero que observé fue la presencia de dos carros blindados en la plataforma de embarque del transbordador. Vi a dos hombres uniformados en cada uno de ellos y, cuando me acerqué, comprobé que tanto ellos como los vehículos pertenecían a la infantería de marina. No había visto un solo vehículo militar en Plum Island el martes por la mañana, pero desde entonces el mundo había cambiado.
También avisté un gran Caprice negro, que podía ser el de los cuatro individuos trajeados que había visto el martes. Tomé nota de la matrícula.
Luego, mientras circulaba entre el centenar aproximado de coches aparcados, vi un Ford Taurus blanco de alquiler, que casi con toda seguridad era el que utilizaban Nash y Foster. Hoy sucedía algo importante en Plum Island.
Ninguno de los transbordadores estaba en el embarcadero ni se vislumbraba en el horizonte y, salvo los marines que esperaban para embarcar en sus carros blindados, no había nadie a la vista.
Pero, cuando miré por el retrovisor, vi cuatro guardias de seguridad con uniforme azul que daban voces y agitaban los brazos. ¡Maldita sea!
Conduje hacia ellos.
—¡Alto! ¡Alto! —oí que gritaban.
Afortunadamente no desenfundaban sus armas.
—¡Alto! ¡Alto! —respondí mientras conducía en círculos a su alrededor para que el informe a los señores Nash y Foster fuera entretenido.
Luego, después de describir un par de ochos y antes de que alguien cerrara la puerta de acero o decidieran utilizar sus armas, me dirigí a la salida. Giré a la izquierda por la carretera principal, apreté el acelerador y me encaminé de regreso al oeste. Nadie disparó. Ésa es la razón por la que adoro este país.
En menos de dos minutos llegué al istmo que une Orient a East Marion. A mi derecha estaba el canal, a mi izquierda, la bahía y muchas aves en medio. La ruta costera atlántica. Cada día se puede aprender algo nuevo.
De pronto, se me acercó una enorme gaviota blanca desde las alturas. Descendió en picado, con un vuelo perfectamente sincronizado y ejecutado, abrió ligeramente las alas para reducir el ángulo de descenso, niveló el vuelo y se elevó de nuevo; entonces, con una sincronización impecable, soltó su carga morada y verde sobre mi parabrisas. Hay días para todo.
Conecté el limpiaparabrisas, pero el depósito de agua estaba vacío y no hice más que desparramar aquella sustancia por todo el cristal. Qué asco. Tuve que detenerme.
—Maldita sea.
Nunca carente de ingenio, cogí la exquisita botella de Tobin Merlot del asiento trasero y mi cortaplumas suizo, provisto de sacacorchos, de la guantera. Descorché la botella y vertí parte del vino sobre el parabrisas, mientras las varillas limpiadoras se agitaban de un lado para otro. Tomé un trago. No estaba mal. Vertí un poco más sobre el cristal y bebí otro poco. El conductor de un coche que pasaba tocó la bocina y me saludó con la mano. Afortunadamente, los ingredientes de aquella sustancia y los del vino eran aproximadamente los mismos y el parabrisas quedó bastante limpio, aunque con una película morada. Vacié la botella y la arrojé sobre el asiento trasero.
De nuevo en camino, pensé en Emma Whitestone. Yo pertenezco a esa clase de hombres que siempre mandan flores al día siguiente. Pero mandarle flores a una florista parecía redundante. Con toda probabilidad, ella misma recibiría la orden de prepararlas. Haría un ramo y se lo entregaría a sí misma. Basta de bobadas, como diría Emma. Debía comprarle un regalo. Una botella de vino Tobin tampoco parecía apropiado, teniendo en cuenta que eran examantes y todo eso. Además, ella tenía acceso a toda la artesanía local y las baratijas de las tiendas de regalos. Maldita sea, estaba en un aprieto. Detesto comprar joyas o ropa para las mujeres, pero puede que no tuviera otro remedio.
De nuevo en la carretera principal, paré en una estación de servicio para repostar. También llené el depósito del limpiaparabrisas, limpié el cristal e invertí en un mapa de la zona.
Aproveché para observar la carretera y comprobar si había alguien aparcado cerca de allí que me vigilara. No parecía que nadie me siguiera y soy bueno para descubrir cuando alguien lo hace, sin contar el incidente de la calle Ciento Dos Oeste.
A pesar de que no creía correr ningún peligro, pensé en regresar a mi casa en busca del revólver, pero decidí no hacerlo.
Armado ahora sólo con un mapa y mi intelecto privilegiado, me dirigí al norte hacia los acantilados. Con cierta dificultad, encontré por fin el camino sin asfaltar que conducía al promontorio adecuado. Paré, me apeé y subí a la cima.
En esta ocasión, examiné el suelo entre hierbajos y matorrales. Encontré la piedra donde me había sentado y comprobé que era suficientemente grande para servir como punto de referencia si uno fuera a enterrar algo.
Me acerqué al borde del acantilado. Era evidente que había habido mucha erosión en los últimos trescientos años, de modo que algo enterrado en la parte norte del promontorio, que daba al canal, podía haber quedado expuesto por efecto del agua y del viento e incluso haberse caído a la playa. Ahora empezaba a atar cabos.
Bajé del promontorio y me subí al Jeep. Con la ayuda de mi nuevo mapa me dirigí al oeste de la ensenada de Mattituck. Y helo ahí; no, no los árboles del capitán Kidd, sino un rótulo en el que se leía: «Hacienda del Capitán Kidd». Al parecer, el sueño comercial de algún promotor. Entré en la Hacienda del Capitán Kidd, que consistía en un pequeño conjunto de ranchos de los años sesenta y chalets al estilo de Cape Cod. Vi a un chiquillo que circulaba en bicicleta y le llamé.
—¿Sabes dónde están los árboles del capitán Kidd? —pregunté.
El chiquillo, de unos doce años, no respondió.
—Se supone que hay un lugar cerca de la desembocadura con un grupo de árboles conocidos como los árboles del capitán Kidd —agregué.
Me miró, observó mi cuatro por cuatro y supongo que le parecí una especie de Indiana Jones, porque me preguntó:
—¿Va a buscar el tesoro?
—No, en absoluto. Sólo quiero fotografiar los árboles.
—Enterró el arca de su tesoro bajo uno de esos árboles.
Al parecer, todos menos yo estaban al corriente de la situación. Eso le sucede a uno por no prestar atención.
—¿Dónde están los árboles? —pregunté.
—Mis amigos y yo excavamos un buen agujero en una ocasión, antes de que nos echase la policía. Los árboles están en el parque, de modo que no está permitido excavar.
—Sólo quiero tomar unas fotografías.
—Si quiere excavar, vigilaré por si llega la policía.
—De acuerdo. Muéstrame el camino.
Seguí al chiquillo de la bicicleta por un camino sinuoso que descendía hacia el canal y acababa en un parque junto a la playa, donde estaban sentadas unas jóvenes madres con sus hijos en cochecitos. A la derecha estaba la ensenada de Mattituck y, en su interior, un puerto deportivo. Paré a un lado y me apeé. No vi ningún roble de gran tamaño, sólo arbustos y pequeños árboles al otro lado del camino. El terreno limitaba con la playa al norte y con la ensenada al este. Al oeste vi un promontorio que daba al mar. Al sur, por donde había llegado, había una zona elevada que era la Hacienda del Capitán Kidd.
—¿Dónde está su pala? —preguntó el chiquillo.
—Sólo tomo fotografías.
—¿Dónde está su máquina?
—¿Cómo te llamas?
—Billy. ¿Y usted?
—Johnny. ¿Es éste el lugar?
—Por supuesto.
—¿Dónde están los árboles del capitán Kidd?
—Ahí, en el parque —respondió mientras señalaba un gran prado.
Parecía un terreno abandonado, que formaba parte del parque de la playa, más semejante a una reserva natural que lo que mi mente de Manhattan concebía como parque.
—¿Ve ése grande de allá? Ahí fue donde Jerry y yo excavamos. Una de estas noches continuaremos.
—Buena idea. Echemos una ojeada.
Billy dejó caer su bicicleta sobre la hierba y mi nuevo compañero y yo empezamos a caminar por el prado. La hierba estaba muy crecida, pero los matorrales estaban bastante dispersos y era fácil andar entre ellos. Evidentemente, Billy no había prestado atención en las clases de ciencias naturales, porque habría sabido que aquellos pocos árboles no podían tener trescientos o cuatrocientos años. En realidad, no había esperado encontrarme con robles de treinta metros de altura y huesos y calaveras grabados en los troncos.
—¿Tiene una pala en el coche? —preguntó Billy.
—No, de momento sólo inspecciono. Volveremos mañana con excavadoras.
—¿En serio? Si encuentra el tesoro debe compartirlo.
—Si encuentro el tesoro, muchacho —respondí en mi mejor acento de pirata—, degollaré a todos los que quieran compartirlo.
Billy se agarró el cuello con las manos e hizo como si lo estuviera degollando.
Seguí avanzando y pateando el suelo arenoso hasta encontrar por fin lo que buscaba: un enorme tocón medio podrido, cubierto de tierra y vegetación.
—¿Has visto otros tocones como éste? —pregunté.
—Sí —respondió Billy—. Están por todas partes.
Miré a mi alrededor e imaginé aquellos antiguos robles de la época colonial que poblaban aquella llanura junto a la ensenada del canal. Era un paraíso natural para barcos y tripulantes e imaginé un velero de tres mástiles que penetraba en el canal y fondeaba cerca de la orilla. Un puñado de hombres llegaban en un bote a la ensenada y desembarcaban aproximadamente donde yo había aparcado mi coche en el camino. Amarraban el bote a un árbol y avanzaban por la orilla. Llevaban algo, un baúl, igual que Tom y Judy cuando desembarcaron. Los marinos, William Kidd y algunos acompañantes, penetraban en el robledal, elegían un árbol, excavaban un agujero, enterraban el tesoro, marcaban el árbol y se marchaban, con la intención de regresar algún día. Evidentemente, nunca lo hicieron. De ahí que existan tantas leyendas sobre el tesoro enterrado.
—Ése es el árbol donde Jerry y yo excavamos. ¿Quiere verlo? —preguntó Billy.
—Por supuesto.
Nos acercamos a un cerezo silvestre retorcido y azotado por el viento, de unos cinco metros de altura. Billy señaló la base del árbol, donde un agujero superficial había sido rellenado de arena.
—Aquí —dijo.
—¿Por qué no al otro lado del árbol?, ¿o a unos metros de él?
—No lo sé… Intentamos adivinarlo. Por cierto, ¿tiene un mapa?, ¿un mapa del tesoro?
—Sí. Pero si te lo enseño, me veré obligado a arrojarte por la borda.
—¡Aaah! —exclamó, con una imitación aceptable de alguien que se sume en la eternidad.
—¿Por qué no has ido hoy a la escuela? —pregunté cuando me encaminaba hacia el coche junto a mi compañero Billy.
—Hoy es el día de Rosh Hashanah.
—¿Eres judío?
—No, pero mi amigo Danny lo es.
—¿Dónde está Danny?
—En la escuela.
Aquel chiquillo era un abogado en potencia.
Llegamos al coche y encontré un billete de cinco dólares en mi cartera.
—Toma, Billy, gracias por tu ayuda.
—¡Caramba, gracias! —exclamó después de aceptar el dinero—. ¿Necesita algo más?
—No, debo regresar para presentar mi informe en la Casa Blanca.
—¿La Casa Blanca?
Levanté la bicicleta, se la entregué, subí a mi Jeep y puse el motor en marcha.
—El árbol donde excavasteis no es suficientemente viejo para haber existido en la época del capitán Kidd —dije.
—¿En serio?
—El capitán Kidd vivió hace trescientos años.
—¡No me diga!
—¿Has visto esos tocones podridos en el suelo? Eran grandes árboles cuando el capitán Kidd desembarcó en esta orilla. Intenta cavar junto a uno de ellos.
—¡Caramba, muchas gracias!
—Si encuentras el tesoro, volveré a por mi parte.
—De acuerdo. Pero puede que mi amigo Jerry intente degollarle. Yo no lo haría, porque nos ha dicho dónde está el tesoro.
—Tal vez sea a ti a quien Jerry degüelle.
—¡Aaah! —exclamó antes de marcharse.
Próxima parada, un regalo para Emma. De camino, coloqué algunas piezas en mi rompecabezas mental.
Evidentemente, podía haber más de un tesoro escondido, pero el que los Gordon buscaban y tal vez encontraron estaba enterrado en Plum Island. Estaba bastante seguro.
Plum Island es propiedad gubernamental y cualquier objeto encontrado en su suelo pertenece al gobierno, concretamente al Departamento de Interior.
Así que la forma más sencilla de quitarle al César un tesoro de sus tierras consistía en trasladarlo a un terreno de tu propiedad. Pero si sólo lo alquilas, podía resultar problemático. De ahí la media hectárea frente al mar que le habían comprado a Margaret Wiley.
Pero quedaban algunas incógnitas. ¿Cómo sabían los Gordon, por ejemplo, que podía haber un tesoro escondido en Plum Island? Respuesta: lo habían averiguado gracias a su interés y pertenencia a la Sociedad Histórica Peconic. O alguna otra persona sabía desde hacía tiempo que podía haber un tesoro enterrado en Plum Island, pero dicha persona, o personas, no tenía acceso a la isla y cultivó la amistad de los Gordon, que, como trabajadores veteranos, gozaban de un acceso casi ilimitado. En algún momento, dicha persona, o personas, reveló a los Gordon esa información, elaboraron un plan, hicieron un trato y lo sellaron con sangre a la luz de una vela parpadeante o algo por el estilo.
Tom y Judy eran buenos ciudadanos, pero no unos santos. Recordé algo que Beth había dicho, «el oro seductor de los santos», y comprendí lo apropiado que era.
Evidentemente, los Gordon se proponían enterrar de nuevo el tesoro en su propio terreno, para luego descubrirlo, proclamar su hallazgo y pagar honradamente sus impuestos al Tío Sam y al Estado de Nueva York. Pero puede que su socio tuviera otra idea. Sí señor. El socio no estaba dispuesto a contentarse con el cincuenta por ciento del botín, sobre el que probablemente había que pagar unos impuestos considerables.
Entonces me pregunté cuánto podía valer el tesoro. Evidentemente, lo suficiente para cometer un doble asesinato.
Una teoría, como explico en mis clases, debe ajustarse a todos los hechos. Si no lo hace, es preciso examinar los hechos. Si los hechos son correctos y la hipótesis no encaja, hay que modificar la teoría.
En este caso, la mayoría de los hechos iniciales sugería una hipótesis errónea. Además, por fin disponía de lo que los físicos denominan una teoría unificada: las supuestas excavaciones arqueológicas en Plum Island, la costosa lancha, la lujosa casa junto al mar, el Spirochete fondeado cerca de Plum Island, la pertenencia a la Sociedad Histórica Peconic, media hectárea de terreno aparentemente inútil junto al canal y, posiblemente, el viaje a Inglaterra. Si añadía además el capricho de los Gordon de izar la bandera pirata, el baúl desaparecido y el número de ocho cifras en su carta de navegación, disponía de una teoría unificada bastante sólida, que permitía unir todos aquellos cabos aparentemente sueltos.
O existía también la posibilidad, una posibilidad perfectamente factible, de que hubiera perdido demasiada sangre de mi cerebro y estuviera totalmente equivocado, completamente desfasado, mentalmente incapacitado para prestar servicio como detective y suficientemente afortunado de que me permitieran patrullar por las calles de Staten Island.
Eso también era posible. No había más que fijarse en Foster y Nash, un par de individuos razonablemente inteligentes con todos los recursos del mundo a su disposición, totalmente descaminados siguiendo pistas erróneas. Tenían buenos cerebros, pero estaban limitados por su estrecha visión del mundo: intrigas internacionales, la guerra biológica, el terrorismo internacional y todo lo demás. Probablemente nunca habían oído hablar del capitán Kidd. ¡Estupendo!
No obstante, a pesar de mi teoría unificada, aún había datos que desconocía y cuestiones que no comprendía. Una cosa que no sabía era quién había asesinado a Tom y Judy. A veces, uno atrapa al asesino antes de poseer todos los datos o antes de comprender lo que uno tiene; en dichos casos, a veces el asesino puede ser amable y explicarle a uno lo que le faltaba, lo que no había comprendido, sus motivos, etcétera. Cuando obtengo una confesión no espero sólo una admisión de culpabilidad, sino una lección sobre la mente criminal. Eso es provechoso para el futuro y siempre hay una próxima vez.
En este caso, tenía lo que a mi parecer era el motivo, pero no al asesino. Lo único que sabía de él, o ella, era que se trataba de alguien muy inteligente. No podía imaginar que los Gordon hubieran planeado un delito con un idiota.
Uno de los puntos en mi mapa mental de este caso eran los viñedos Tobin. Incluso ahora, después de haber descubierto lo del capitán Kidd y elaborado mi teoría unificada, seguía sin comprender cómo encajaba la relación entre Fredric Tobin y los Gordon en el panorama global.
O puede que sí… Me dirigí a los viñedos Tobin.