El almuerzo era aceptable. El lugar, recientemente restaurado, estaba casi vacío y bastaba dejar volar la fantasía para trasladarse a 1.784 e imaginar a Anthony Wayne el Loco pateando por el local y pidiendo grog, a saber lo que es eso.
La comida era típicamente norteamericana, sin complicaciones, como apetece a los gustos carnívoros, y la señorita Emma Whitestone resultó ser una chica corriente, sin complicaciones, como apetece a mis gustos carnívoros.
No hablamos de los asesinatos, de lord Tobin, ni de nada desagradable. A Emma le entusiasmaba realmente la historia y a mí me fascinaba escucharla. En realidad, no era la historia lo que me fascinaba, sino el tono sensual de Emma Whitestone.
Me habló del reverendo Youngs, que condujo desde Connecticut hasta aquí su rebaño en 1.740. Cuando me pregunté en voz alta si habrían llegado en el transbordador de New London recibí una mirada de reproche. Mencionó al capitán Kidd y a otros piratas menos conocidos, que habían navegado por aquellas aguas hacía trescientos años, y luego me habló de los famosos Horton del faro, uno de los cuales había construido esa posada. Luego llegó el general revolucionario Francis Marion, El Zorro de la Marisma, de quien, según ella, había recibido el nombre la ciudad de East Marion, aunque yo sugerí que probablemente había algún pueblo llamado Marión en Inglaterra. Pero Emma conocía realmente el tema. Me habló de los Underhill, los Tuthill y un poco de los Whitestone, cuyos antepasados habían llegado en el Mayflower, y de personas con nombres como Abijah, Chauncey, Ichabod y Barnabás, por no mencionar Joshua, Samuel e Isaac, que no eran siquiera judíos.
¡Tilín! Si bien Paul Stevens casi había acabado conmigo de aburrimiento con su voz de autómata, Emma Whitestone me había embelesado con sus tonos aspirados, por no mencionar el verde grisáceo de sus ojos. En todo caso, el resultado fue el mismo: oí algo que provocó una reacción retardada en mi cerebro, habitualmente despierto. ¡Tilín! Escuché a la espera de que lo repitiera e intenté recordar en vano qué era y por qué me había parecido significativo. Sin embargo, en esta ocasión sabía que lo tenía en la punta de la lengua y que no tardaría en averiguarlo. ¡Tilín!
—Aquí siento la presencia de El Loco Anthony Wayne —dije.
—¿En serio? Cuéntamelo.
—Pues está sentado a esa mesa, junto a la ventana, y te mira a hurtadillas. A mí me mira mal mientras dice para sus adentros: «¿Qué tendrá ese despreciable mancebo que no posea yo en mi honorable persona?».
—Estás loco. —Sonrió Emma.
—¿Lo he expresado correctamente?
—Te enseñaré inglés del siglo XVIII si dejas de hacer el bobo.
—Os doy mil gracias.
En un abrir y cerrar de ojos eran las tres de la tarde y el camarero se impacientaba. Detesto interrumpir el flujo y la energía de un caso para perseguir unas bragas: detectus interruptus. Es cierto que las primeras setenta y cuatro horas de un caso son las más críticas, pero un hombre debe responder a ciertas llamadas biológicas y sonaban mis campanillas.
—Si el tiempo lo permite, podemos dar una vuelta en mi barco —dije.
—¿Tienes un barco?
En realidad no lo tenía y puede que no hubiera sido una buena idea decirlo, pero disponía de una casa junto al mar con su propio embarcadero y siempre podría alegar que el barco se había hundido.
—Estoy en casa de mi tío, una finca en la bahía de recreo.
—Una finca de recreo en la bahía.
—Eso. Vamos.
Abandonamos la venta del general Wayne y nos dirigimos a mi casa, que está a unos veinte minutos al oeste de Hog Neck.
—Esto se llamaba Camino Real —dijo Emma cuando circulábamos por la carretera principal—. Le cambiaron el nombre después de la revolución.
—Buena idea.
—Lo curioso es que también cambiaron el nombre de mi universidad, que antes de la revolución se denominaba Colegio Real y luego pasó a llamarse Columbia.
—Permíteme que te diga que si hubiera otra revolución, yo cambiaría muchos nombres.
—¿Por ejemplo?
—En primer lugar, la calle Setenta y Dos Este, donde yo vivo, pasaría a llamarse Cherry Lane, que suena mucho mejor. Luego está el gato de mi exmujer, Bola de Nieve, que me gustaría llamarlo Gato Muerto.
Proseguí con otros cambios de nombre para después de la revolución.
—¿Te gusta este lugar? —interrumpió Emma.
—Creo que sí. Es indudablemente bonito, pero no estoy seguro de que yo encaje.
—Está lleno de excéntricos.
—Yo no soy excéntrico, estoy loco.
—También abundan los locos. Esto no es un reducto de campesinos. Conozco granjeros licenciados en las mejores universidades del este, astrónomos del Instituto Custer. Hay vinateros que han estudiado en Francia y científicos de Plum Island y de los laboratorios Brookhaven, además de intelectuales de la Universidad de Stony Brook, pintores, poetas, escritores…
—Y archiveras.
—Sí. Me molesta que la gente de la ciudad nos tome por paletos.
—Yo no lo hago.
—Viví nueve años en Manhattan. Me harté de la ciudad. Echaba de menos mi casa.
—Había percibido en ti cierta elegancia urbana, combinada con el encanto del campo. Estás en el lugar indicado.
—Gracias.
Creo que acababa de pasar una de las pruebas más importantes en mi camino a la meta. Circulábamos ahora entre campos y viñedos.
—Aquí el otoño es largo y perezoso. Los frutales están todavía repletos de fruta y quedan muchas hortalizas por cosechar. Puede nevar en Nueva Inglaterra alrededor del Día de Acción de Gracias y aquí todavía estamos cosechando. ¿Hablo demasiado?
—No, en absoluto. Estás elaborando un hermoso retrato oral.
—Gracias.
Mi mente estaba en el primer rellano de la escalera, camino del dormitorio.
Nuestra conversación era esencialmente ligera y superficial, como suele serlo entre personas que están nerviosas porque saben que pueden acabar entre sábanas.
—Una gran dama pintada —dijo Emma cuando entramos en el largo camino hacia la casa victoriana.
—¿Dónde?
—La casa. Así es como llamamos a las viejas casas victorianas.
—Ah, comprendo. Por cierto, mi tía pertenecía a la Sociedad Histórica Peconic. June Bonner.
—Me suena.
—Conocía a Margaret Wiley —agregué—. En realidad, mi tía nació aquí y por eso convenció a mi tío Harry para que comprara esta residencia veraniega.
—¿Cuál era su nombre de soltera?
—No estoy seguro. Tal vez Witherspoonhamptonshire.
—¿Te burlas de mi nombre?
—No señora.
—Averigua el nombre de soltera de tu tía.
—De acuerdo —respondí mientras me detenía frente a la dama pintada.
—Si se trata de una familia antigua —dijo Emma—, podré comprobar los antecedentes. Tenemos mucha información sobre las viejas familias.
—No me digas. ¿Muchos trapos sucios?
—A veces.
—Puede que los antepasados de mi tía June fueran cuatreros y prostitutas.
—Podría ser. Abundan en mi árbol genealógico.
Solté una carcajada.
—Podría ser que su familia y la mía estuvieran emparentadas. Tú y yo podríamos ser parientes políticos.
—Es posible —respondí cuando mi mente había llegado ya al primer piso, aunque en realidad estábamos todavía en el Jeep—. Hemos llegado.
Nos apeamos y Emma contempló la casa.
—¿Y ésta es su casa?
—Era. Ha fallecido. Mi tío Harry quiere que se la compre.
—Es demasiado grande para una persona.
—Puedo dividirla en dos. —Entramos en la casa, dimos un paseo por la planta baja, comprobé que no había ningún mensaje en el contestador automático, fui a la cocina a por dos cervezas, nos dirigimos a la terraza posterior y nos acomodamos en dos sillones de mimbre.
—Me encanta contemplar el agua —dijo Emma.
—Éste es un buen lugar para hacerlo. Estoy sentado aquí desde hace varios meses.
—¿Cuándo tienes que volver al trabajo?
—No estoy seguro. Debo ver al médico el próximo jueves.
—¿Cómo te has involucrado en este caso?
—El jefe Maxwell.
—No veo tu barco.
Miré hacia el destartalado embarcadero.
—Caramba, debe de haberse hundido.
—¿Hundido?
—No, ahora recuerdo que lo están reparando.
—¿Qué clase de barco tienes?
—Un… Boston Whaler… de ocho metros…
—¿Navegas?
—¿Quieres decir a vela?
—Sí, en un velero.
—No. Me gustan las lanchas. ¿Tú navegas?
—Un poco.
Y así sucesivamente.
Me había quitado la chaqueta y los zapatos y arremangado la camisa. Emma se había quedado descalza y ambos habíamos colocado los pies sobre la baranda. Su etérea prenda beige estaba por encima de sus rodillas.
Levanté los prismáticos y contemplamos por turnos la bahía, los barcos, la marisma, que cuando era niño se llamaba pantano, el cielo y todo lo demás.
Iba por la quinta cerveza y ella bebía tanto como yo. Me gustan las mujeres con aguante. Emma estaba ahora un poco alegre, pero con la cabeza lúcida y la voz clara.
Tenía los prismáticos en una mano y una Bud en la otra.
—Éste es un punto principal de encuentro en la ruta costera, una especie de lugar de reposo de las aves migratorias —dijo antes de mirar a lo lejos con los prismáticos—. Veo manadas de gansos canadienses, largas líneas onduladas de colimbos y filas zigzagueantes de patos. Se quedarán aquí hasta noviembre y luego seguirán su viaje rumbo sur. Las águilas blancas acaban en Sudamérica.
—Me alegro.
Dejó los prismáticos sobre su regazo y contempló el mar.
—En los días de tormenta, cuando sopla fuerte viento del noreste, el cielo adquiere un tono gris plateado y los pájaros se comportan de forma extraña. Hay una sensación de aislamiento imponente, una belleza ominosa que es preciso sentir y oír además de verla.
—¿Te gustaría ver el resto de la casa? —pregunté después de un rato de silencio.
—Por supuesto.
Hicimos la primera parada de la visita al primer piso en mi habitación y ya no proseguimos.
En realidad tardó tres segundos en desprenderse de lo que llevaba puesto. Tenía un cuerpo firme, una hermosa piel canela, con todo exactamente en su lugar, como había imaginado.
Me desabrochaba todavía la camisa cuando ella estaba ya completamente desnuda. Observó cómo me quitaba la ropa y miró fijamente mi tobillera y el revólver.
He comprobado que a muchas mujeres no les gustan los hombres armados.
—La ley me obliga a llevarlo —dije, lo que era cierto en la ciudad de Nueva York pero no necesariamente donde estábamos.
—Fredric va armado —comentó.
Interesante.
En todo caso, ahora estaba por otras cosas, cuando se me acercó y me acarició el pecho.
—¿Es esto una quemadura? —preguntó.
—No, es el agujero de una bala —respondí y le mostré la espalda—. ¿Lo ves? Aquí está el de salida.
—¡Dios mío!
—No es más que una herida muscular. Fíjate en éste —agregué mientras le mostraba el orificio del abdomen inferior y el de salida, en la nalga.
El de la pantorrilla era menos interesante.
—Pudieron haberte matado.
Me encogí de hombros. Gajes del oficio, señora.
Me alegré de que la mujer de la limpieza hubiera cambiado las sábanas, de tener preservativos en la mesilla de noche y de que don Pedro reaccionara ante la presencia de Emma Whitestone. Desconecté el timbre del teléfono.
Me arrodillé junto a la cama para rezar mis oraciones, Emma se acostó y rodeó mi cuello con sus largas piernas.
Sin entrar en detalles, nos compaginamos bastante bien y nos quedamos dormidos, abrazados. Emma tuvo mucho tacto y no roncó.
Cuando desperté desaparecía el sol por la ventana y Emma dormía a un lado de la cama, hecha un ovillo. Tuve la sensación de que debería haber estado realizando algo más provechoso que hacer el amor por la tarde. ¿Pero qué? En realidad, me estaban marginando y, a no ser que Max o Beth compartieran algunos datos conmigo, como la información forense, de las autopsias y demás, no me quedaba más remedio que proseguir sin ninguna de las ventajas técnicas de la ciencia policial moderna. Necesitaba informes telefónicos, huellas dactilares, más datos sobre Plum Island y acceso al escenario del crimen. Pero no creía que pudiera conseguir nada de eso.
Así que no me quedaba más remedio que recurrir a mascar chicle, llamar por teléfono y hablar con personas que pudieran saber algo. Había decidido seguir adelante, independientemente de si a alguien no le gustaba la idea.
Contemplé a Emma bañada por la pálida luz. Estaba dotada de una hermosura natural, e inteligencia.
Abrió los ojos y me sonrió.
—He visto que me mirabas.
—Eres muy guapa.
—¿Tienes alguna novia por aquí?
—No. Hay alguien en Manhattan.
—Manhattan no me preocupa.
—¿Y tú? —pregunté.
—Estoy entre varios compromisos.
—Bien. ¿Quieres cenar conmigo?
—Tal vez más tarde. Puedo preparar algo.
—Tengo lechuga, mostaza, mantequilla, cerveza y galletas.
Se incorporó, se desperezó y bostezó.
—Necesito nadar un poco —dijo antes de levantarse y ponerse el vestido—. Vamos a la playa.
—De acuerdo.
Me levanté y me puse la camisa.
Descendimos a la planta baja, cruzamos la sala de estar que conducía a la terraza, salimos al jardín y bajamos a la playa.
—¿Éste es un lugar privado? —preguntó Emma.
—Bastante.
Se quitó el vestido y lo dejó al borde del embarcadero. Yo hice lo mismo con la camisa. Avanzó por la playa rocosa y se tiró al agua. La seguí.
Al principio, el agua estaba fría y me cortó la respiración. Nadamos más allá del dique, hasta penetrar en la oscura bahía. Emma era una buena y resistente nadadora. Sentí que se me entumecía el hombro derecho y me empezó a resoplar el pulmón. Creía estar bastante fuerte, pero aquel esfuerzo era excesivo para mí. Nadé hacia el embarcadero y me agarré a la vieja escalera de madera.
—¿Estás bien? —preguntó Emma después de acercarse.
—Perfectamente.
Nos mantuvimos a flote cerca del dique moviendo las piernas.
—Me encanta nadar desnuda.
—No tienes que preocuparte de que algo te muerda el gusano.
—¿Pescas?
—De vez en cuando.
—Puedes pescar platijas desde este embarcadero.
—Puedo conseguir platijas en el supermercado.
—Si sales en tu barco sólo unos centenares de metros, puedes pescar trucha, pagro y otros peces.
—¿Dónde puedo conseguir unas buenas chuletas?
—La carne no es sana.
—Tú te has comido una hamburguesa para almorzar.
—Lo sé. Pero no es sana. Tampoco lo es hacer el amor con desconocidos —agregó.
—Soy una persona intrépida, Emma.
—Supongo que yo también lo soy; ni siquiera te conozco.
—Por eso te gusto.
Se rio.
En realidad, la mayoría de las mujeres se sentían seguras con un policía. Si, por ejemplo, una mujer conocía a un policía en un bar, era de suponer que no era un psicópata asesino, que probablemente estaba sano y que llevaba algunos billetes en la cartera. Las mujeres no piden mucho hoy en día.
Charlamos un poco, nos besamos y nos abrazamos. La sensación era realmente agradable, desnudos y medio sumergidos, flotando en el agua. Me gusta el agua salada, hace que me sienta limpio y lleno de vida.
Llevé una mano a su increíble trasero y otra a su pecho, sin dejar de besarnos y de mover los pies para mantenernos a flote. No había disfrutado tanto desde hacía mucho tiempo. Emma llevó una mano a mi trasero y otra a mi periscopio, que se irguió inmediatamente.
—¿Podemos hacerlo en el agua? —pregunté.
—Es posible. Tienes que estar en buena forma. No debes dejar de mover los pies, conservar aire en los pulmones para mantenerte a flote y, al mismo tiempo, hacer el amor.
—Pan comido. Mi artefacto de flotación es suficientemente grande para mantenernos a ambos a flote.
Emma se rio. Logramos colmar nuestra hazaña acuática, asustando probablemente a muchos peces mientras lo hacíamos. En realidad, mi pulmón había mejorado.
Después nos tumbamos de espaldas y flotamos.
—Mira, mi timón sale del agua —comenté.
—Creí que eso era el palo mayor —respondió después de echar una ojeada.
Basta de travesuras náuticas. Levanté ligeramente la cabeza y vi cómo se alejaba de la orilla, arrastrada por la marea. Sus pechos parecían realmente dos islas volcánicas a la luz de la luna.
—Mira, John. Estrellas fugaces.
Miré hacia el cielo meridional y las vi.
—Pide un deseo —dijo Emma.
—De acuerdo. Deseo…
—No lo digas, si no, no se cumplirá.
—Ya se ha cumplido, Emma. Tú y yo.
¿No es eso romántico? Ya habíamos hecho el amor dos veces. Cuando desaparece la lujuria, lo que queda es odio o amor. Creo que estaba enamorado.
—Es muy bonito —dijo Emma después de unos segundos de silencio.
—Es verdad.
Seguimos flotando.
—Mira allí, en el firmamento de levante —dijo al cabo de un par de minutos—. ¿Ves la constelación de Andrómeda?
—No sin ponerme las gafas.
—Allí. Fíjate.
Intentó relacionar un montón de estrellas para que la distinguiera, pero si allí había alguien llamada Andrómeda, yo no la veía.
—Claro, ya lo tengo —respondí por cortesía—. Lleva zapatos de tacón.
Emma dirigió la mirada más hacia el este.
—Ahí está Pegaso. Ya sabes, el caballo alado de las musas.
—Lo conozco. Aposté por él en la quinta carrera de Belmont el sábado pasado. Llegó cuarto a la meta.
Emma había aprendido a no hacerme caso y prosiguió:
—Pegaso nació de la espuma del mar y la sangre de Medusa asesinada.
—Eso no constaba en el folleto.
—¿Quieres volver a acostarte conmigo?
—Sí.
—Entonces deja de actuar como un listillo.
—Trato hecho —respondí sinceramente.
Vaya noche, con una brillante luna casi llena sobre nuestras cabezas, una suave brisa marina, el olor a mar y a sal, las estrellas que parpadeaban en un vasto firmamento azul oscuro, una mujer hermosa y nuestros cuerpos que se mecían rítmicamente en la superficie del agua, a merced de las olas. Difícil de mejorar. En general, mucho mejor que mi desagradable experiencia que casi me había costado la vida.
Pensé en Tom y Judy. Miré al cielo y les mandé un bonito saludo, una especie de hola y adiós, y prometí hacer cuanto estuviera en mi mano para encontrar a su asesino. También les rogué que me dieran alguna pista.
Supongo que fue la sensación de completo relajamiento, de satisfacción sexual o, tal vez, el hecho de observar las constelaciones y conectar los puntos de luz, pero fuera lo que fuese ahora lo había logrado. La imagen completa, los tintineos, los puntos y las líneas se unieron en una especie de torrente y mi mente se aceleró de tal modo que no podía seguir el ritmo de mis propios pensamientos.
—¡Eso es! —exclamé. Expulsé tanto aire que me hundí.
Volví a la superficie tosiendo y escupiendo y vi a Emma junto a mí con aspecto preocupado.
—¿Estás bien?
—¡Estupendo!
—¿Estás…?
—¡Los árboles del capitán Kidd!
—¿Qué pasa con esos árboles?
La agarré del brazo mientras ambos agitábamos las piernas para mantenernos a flote.
—¿Qué me contaste sobre los árboles del capitán Kidd?
—Dije que, según la leyenda, el capitán Kidd enterró parte de su tesoro bajo uno de los árboles en la cala de Mattituck. Se llaman los árboles del capitán Kidd.
—Cuando hablamos del capitán Kidd nos referimos al pirata, ¿no es cierto?
—Sí. William Kidd.
—¿Dónde están esos árboles?
—Al norte de aquí. Donde la cala se junta con el canal. ¿Por qué…?
—¿Qué se sabe del capitán Kidd?, ¿qué tiene que ver con este lugar?
—¿No lo sabes?
—No. Por eso te lo pregunto.
—Creía que todo el mundo lo sabía…
—Yo no lo sé. Cuéntamelo.
—Pues se supone que su tesoro está enterrado por aquí.
—¿Dónde?
—¿Dónde? Si lo supiera sería rica. —Sonrió—. Y no te lo contaría.
Era abrumador. Todo encajaba… aunque podía estar completamente equivocado… No, maldita sea, cuadraba. Todo concordaba. Todas aquellas piezas desarticuladas, que parecían la teoría del caos en acción, se unían ahora para formar la teoría unificadora que lo explicaba todo.
—Sí…
—¿Estás bien? Pareces pálido o azul.
—Estoy bien. Necesito una copa.
—Yo también. El viento empieza a ser frío.
Nadamos hasta la orilla, agarramos la ropa y corrimos desnudos por el jardín hasta la casa. Después de coger dos gruesos albornoces, saqué la botella de brandy de mi tío y dos copas. Nos sentamos en la terraza y contemplamos las luces del otro lado de la bahía. Un velero se deslizaba por el agua, con su fantasmagórica vela blanca a la luz de la luna, y unas pequeñas nubes surcaban velozmente el firmamento estrellado. Qué noche.
«Me acerco. Ya casi lo tengo», dije para mis adentros, dirigiéndome a Tom y Judy.
Emma me miró y levantó la copa.
—Háblame del capitán Kidd —dije después de llenarle la copa de brandy.
—¿Qué quieres saber?
—Todo.
—¿Por qué?
—¿Por qué…? Me fascinan los piratas.
—¿Desde cuándo? —preguntó después de observarme unos instantes.
—Desde que era niño.
—¿Tiene algo que ver con los asesinatos?
Miré a Emma. A pesar de nuestra reciente intimidad, apenas la conocía y no estaba seguro de poder confiar en su discreción. También me percaté de que había expresado demasiado entusiasmo por el capitán Kidd.
—¿Cómo podría estar relacionado el capitán Kidd con el asesinato de los Gordon? —pregunté, con el propósito de enfriar la situación.
Emma se encogió de hombros.
—No lo sé. Era yo quien te lo había preguntado.
—Ahora no estoy de servicio. Sólo siento curiosidad por los piratas y cosas por el estilo —respondí.
—Yo tampoco estoy de servicio. Se acabó la historia hasta mañana.
—De acuerdo —dije—. ¿Te quedarás esta noche?
—Tal vez. Deja que me lo piense.
—Por supuesto.
Puse una cinta de una gran orquesta y bailamos descalzos en la terraza posterior, con nuestros albornoces, mientras tomábamos brandy y contemplábamos la bahía y las estrellas.
Era una de esas veladas embrujadas, como se dice, una de esas noches mágicas que a menudo son el preludio de algo menos agradable.